Capítulo 8

 

I

 

              Imaginarse a sí mismo bajo las manos de Rob, dejándole hacer cuanto quisiera. Si él supiera las miles de ocasiones en que había fantaseado con ello. Con que recorriera su cuerpo, sus cicatrices, con suavidad, borrando sus recuerdos. Con ese bien formado cuerpo sentado a horcajadas sobre él, los muslos a cada lado de su cuerpo, encontrándose los dos en medio. Entrando en ese apretado calor con desesperación, arrancándole gemidos de placer entremezclados con doloroso deseo.               Hasta caer rendidos.

              Tragó como pudo saliva hasta el mismo momento en Rob abrió esos hermosos ojos de golpe al alcanzar a comprender el alcance de sus palabras. Su corazón golpeó enloquecido contra su pecho al apreciar esa caliente mirada recorrer su cuerpo. Su rostro.

              Esta vez le dejó incorporarse sobre sus codos y alejar sus muslos de su agarre para encoger las piernas. Por un instante estuvo a punto de impedirlo. Para que no se separara ni rompiera el contacto. La madre de…

              Esa mirada le quemaba por dentro.

              ─Túmbate, Peter. Ahora.

              No pudo. Por alguna razón ese tono de voz le dejó atontado. Era pura pasión, travesura y empeño a sus oídos y la primera vez que lo escuchaba en labios del canijo. Directamente dirigido a su libido, excitándole al completo. Demonios, su miembro parecía un mástil a punto de reventar y el muy tozudo no apartaba su acalorada mirada de él.

              ¡Qué diablos le pasaba!

              ¡Jamás se había quedado paralizado en su casi treinta años de vida en el lecho!

              En un segundo le tuvo de rodillas frente a él, rozándole. Aspiró bruscamente.

              Rob era rápido cuando se le antojaba.

              Y efectivo el maldito.

              Las tornas se habían vuelto. Ahora quien tenía el claro techo frente a sus ojos era él. Un fuerte empellón de Rob le había tendido de espaldas en el lecho.

              Dios, Dios…

              Iba a explotar y morir de vergüenza por su escasa capacidad de aguante. Le tenía encima. Tal y como lo había soñado en demasiadas ocasiones como para no deleitarse con que esta vez fuera verdad y no una deslucida o borrosa fantasía.

              Le iba a dar un ataque al corazón al sentir el peso de ese redondo trasero sobre la parte superior de sus muslos. Los músculos de sus piernas estaban tan tensos que iban a romperse.

              Una locura. Iba a hacer una locura en cualquier momento. Sus manos palpitaban por la necesidad de agarrar esas caderas y subirle un poco. Lo suficiente para alinear su miembro contra ese trasero que le aturdía. Y enterrarse en él. Sin avisar, sin pensar, sin preguntar.

              ─Relájate, Peter.

              Sí que era un cabrón…el muy…

              A punto estuvo de lanzar una risa ahogada de pura desesperación mezclada con enojo. El canijo no se daba cuenta pero estaba desatando a la aterradora fiera que llevaba dentro y ocultaba a todos. Esa negrura que sólo el hombre que ¡no dejaba de moverse sobre él! conseguía alejar.

              ─¡Para ya, diablos!

              Sus oídos captaron la risilla. El muy condenado lo estaba disfrutando.

              ─¿Seguro?

              Diablos.

              ─¡No!

              ─Ya decía yo.

              Se las iba a pagar todas juntas.

              ─Dios, canijo. Te juro que cuando hayas terminado, me las vas a…

              La voz se le cortó de golpe con el apretón de esa mano que lo envolvió de repente como un duro guante.

              ─¿Decías?

              Su capacidad de contestar voló para dejarse amar. Para sentir lo suaves movimientos que recorrían toda la extensión de su miembro. Suaves y lentos.               Demasiado lentos. Trató de imprimir velocidad pero la mano de Rob impidió los erráticos desplazamientos al sujetar su cadera.

              ─Más… rápido. Necesito… Por favor…

              Por una vez en su vida agradeció que el canijo le hiciera caso. Con un lo sé la velocidad se incrementó y con ella su perdición. Sólo sentirle cerca, que quien lo estaba amando era él, podía con todo lo demás. Sin parar las caricias, suaves unas veces, casi dañando otras, en el límite de lo soportable sintió el calor de ese cuerpo masculino inclinarse sobre el suyo y los suaves labios besarle mientras la mano que tenía libre se posaba sobre su cara, encima de su odiada cicatriz.

              ─Te quiero, Peter.

              Estalló dentro de esa enloquecedora mano.

              No fue la estimulación, ni la presión que lentamente se había agolpado durante años en su interior cada vez que le miraba, ni los hermosos recuerdos que compartían sino esas tres sencillas palabras.

              Tres palabras que le daban todo aquello que había buscado siempre y al hombre que amaba.

              Que le ofrecían todo.

              Rob se dejó caer sobre su cuerpo mientras su mano permanecía entre los dos. Acariciando suavemente. Notaba la presión del miembro de Rob contra su vientre. Totalmente endurecido.  Tan excitado como él había estado hasta hacía unos segundos. Tenía que…

              Deslizó su propia mano para darle lo mismo que acababa de recibir pero Rob se le adelantó. Habló quedo. Una palabras solamente.

              ─No.

              Esperó.

              ─Unos minutos. Dame unos minutos, Peter.

              No.

              Rob se estaba arrepintiendo.

              Tensó el cuerpo completamente. Si era lo que…

              ─No es eso, memo. Sencillamente quiero sentirte cerca, ¿sabes? Sin discutir. Sin barreras. Sin miedo. Y saber que esto no es una ilusión.

              Exhaló aire al escuchar a Rob. Al mismo tiempo en que éste le regalaba una última caricia antes de alzar ambas manos y sujetarle el rostro para clavar esa azul mirada en él. Estaba todo enrojecido y no pudo evitar sonreír, provocando en Rob una sonrisa llena de hoyuelos. Su pecho pareció golpear sus costillas.

              ─No es… un… sueño, Rob.

              ─Lo sé pero a veces…

              Terminó por él. Porque sabía perfectamente lo que discurría por su mente.

              ─Crees que es demasiado bueno.

              Compartieron la sonrisa.

              ─Habrá que aprovechar el momento entonces, ¿no crees?

              Le encantaba esa abierta sonrisa y esa mirada en ese clásico rostro todo sonrosado.

              ─Nunca mejor dicho, grandullón.

              Deslizó las manos por el costado de su cuerpo hasta aferrar los fuertes muslos que se apoyaban contra los laterales de su cuerpo e hizo lo que su mente parecía incapaz de apartar a un lado. Arrastrarlos hacia arriba.

              Escuchaba el retumbar del corazón de Rob. Increíblemente nítido y fuerte pese a la vorágine de ruidos, sensaciones y pensamientos que volaban por su mente.               Cada vez más fuerte. Atronaban. Una y otra vez.

              Rápidos. Repetitivos.

              El rodillazo no le dio en medio de los testículos de puro milagro.

              ¡Qué diablos! 

 

 

 

II

 

              Volver a casa era impensable. No en su estado de ánimo.  Rabioso hasta el tuétano.

              ¡Mal de amores!

              No se lo podía creer cuando Clive le espetó, como si le acabara de anunciar el fin del mundo con una piadosa mirada en sus grises ojos, que no se apurara, que él era un experto en esos temas y que los dos saldrían adelante gracias a su recopilada experiencia en el farragoso tema. Bufó en alto y le chirriaron los dientes.

              La abuela estaba metiendo en la mente de su amigo ideas sin sentido que iban a amargarle la maldita primavera. Lo veía venir con una claridad portentosa. Porque si algo era Clive, era terco a más no poder. Como un can con un hueso. Incansable. Peleón. Curioso. Insensato y metete. Y más cosas que en ese momento prefería no citar.

              Él…  no… estaba…. enamorado.

              Idioteces. Nunca se había enamorado ni tenía intención de hacerlo. Sólo aquellos que mostraban debilidad o que no les importaba sufrirla estaban dispuestos a enamor…

              ¡Hasta pronunciar la dichosa palabra le sacaba de quicio en esos momentos!

              No recordaba la última ocasión en que estuvo tan furioso. De acuerdo, si la recordaba pero se había jurado no pensar en ello porque la sangre se le agolpaba en la cabeza y la sentía a punto de explotar.

              El, que se jactaba de no emocionarse o sulfurarse o excit…desde los trece años de edad.

              El no era así. Apretó hasta doblar las compactas riendas de su caballo. Tampoco necesitaba que se lo hicieran ver y menos Clive. Escucharlo de sus labios le repateaba las entrañas por razones que…

              ¡Maldita sea!

              Necesitaba desfogarse entre los torneados muslos de una mujer.

              Decidido.

              No tenía intención alguna de dirigirse a casa sino al trabajo y aprovecharía para charlar con los jóvenes agentes de esa mañana. James y su compañero Roberts. En su inmenso y solitario hogar nadie le esperaba ya que su abuela había retornado al campo esa misma tarde tras una decisión de última hora. Claro que ahora lo entendía. Escapando de la quema.

              En casa nada haría salvo dar vueltas y más vueltas en el lecho, jurando en arameo. Y no tenía ganas de emborracharse hasta caer agotado. Hacía años que no optaba por olvidar en la bruma generada por la ingesta excesiva de alcohol.

              Algo estaba tramando su anciana abuela, lo cual le ponía a la defensiva. Y en ese estado era más brusco de lo habitual. Lo presentía en los huesos pero nunca podría enfadarse con ella. Jamás. No con ella.

              Otra cosa era que no se enojara con Clive. En su caso la veda estaba más que abierta y por sus inflados huevos que el muy atontado iba a lamentar haber insistido en lo del mal…de…

              Descabalgó para que Ogro descansara.

              Apretó los labios para acallar las ganas de gritar toda la furia que parecía a punto de reventar en su pecho ¿Acaso todo a su alrededor estaba relacionado con Clive? Incluso el nombre de su caballo lo había elegido su amigo y… ¡él lo había permitido!

              El cabeceo del caballo indicaba que percibía su estado de ánimo por lo que palmeó suavemente la espesa crin mientras le susurraba que estuviera tranquilo, que en cualquier momento se le podía cambiar de nombre. Que ya pensarían otro, más  cariñoso y que nada tuviera que ver con su mejor amigo, aunque lo cierto es que el nombre le iba como anillo al dedo al pura sangre inglés, con su gran potencia muscular, su ancho dorso y elegantes líneas. No dejaba que nadie salvo su jinete se le acercara y lo había sacado de más de un acuciante apuro. Bueno, su jinete y el alelado que le había apodado siendo un escuálido potro abandonado que había recogido en la carretera. El lo adoptó y por alguna extraña razón, ajena a su entender, el caballo adoraba a Clive. Claro que, con todas las malditas manzanas con que éste le atiborraba, cualquiera se acercaba al enorme y malhumorado animal.

              Ató la rienda al poste horizontal ubicado en el patio trasero de la comisaría y se encaminó hacia la entrada en el exacto instante en que su calzado resbaló con algo húmedo que cubría el suelo.

              No llovía.

              Y el terreno parecía seco a la luz de la luna.

              Se agachó tras otear con suspicacia los alrededores y empapó las puntas de sus dedos con la viscosa sustancia que cubría el empedrado.

              El tacto y el empalagoso aroma, dulzón y reconocible para quien lo hubiera olido demasiadas veces, provocó que aferrara el cuchillo que siempre llevaba asido al cinto y asumiera una postura defensiva. Ralentizó la respiración y agudizó el oído pero sus tímpanos sólo captaron el ulular del viento.

              La mancha en el suelo se extendía un buen trecho, como si hubieran arrastrado lo que fuera que sangraba por el piso hasta un punto en el que desaparecía completamente. La única opción lógica es que lo hubieran subido a algún carro, caballo o coche de caballos. Algo o alguien había salido de ese patio malherido o muerto. Se había derramado demasiada sangre como para suponer lo contrario.

              La huella desaparecía en ese punto.

              Amarrado a unos pasos de distancia, Ogro se revolvía inquieto. Seguramente el olor de la sangre lo inquietaba tanto como a él.

              Alerta se encaminó hacia el edificio que comenzaba a asociar a un maldito lugar de mal agüero.

              Calculaba que serían las tres y pico de la madrugada por lo que los turnos de guardia y vigilancia estarían a punto de cambiar con la llegada de las diferentes parejas de agentes que pateaban el distrito.

              Cruzó la entrada sin hacer ruido.

              El interior apenas alumbrado permanecía desierto y se respiraba intranquilidad. Nadie vigilaba la puerta de entrada y eso era insólito. Ni un sonido fuera de lugar. Ni un movimiento que llamara su atención. Evitando que las suelas de los zapatos rozaran más de lo necesario el suelo, se acercó a la escalinata ubicada tras el mostrador central. Seguía tan silencioso como al entrar. Inició la subida posando el pie en el primer escalón y se percató de que algo brillaba en la combada superficie de madera.

              Dos solitarias gotas de color oscuro. Tres más, dos escalones más arriba.

              En esta ocasión no necesitó agacharse para saber lo que era.

              Unos pasos apresurados se acercaban a su izquierda. Con rapidez ocultó el arma a su espalda, en la funda del cinto y se alejó hasta quedar en pie con la espalda en dirección a una de las paredes laterales. Las pisadas se detuvieron en cuanto el intruso posó la mirada en él.

              El inspector Scott Glenn.

              La calculadora mirada barrió su rostro y su pecho para desviarse poco a poco hasta el lugar donde descansaba esas malditas gotas incriminadoras para ascender veloces de nuevo. Instintivamente supo que intentaría distraer su atención.

              ─Señor, no esperaba a alquien a estas horas.

              ─Ni yo que el mostrador de la entrada se encontrara vacío, inspector.

              A Glenn le dio rabia el toque de atención. Rabia en estado puro y si el que se lo había hecho notar no hubiera sido su superior seguramente hubiera contraatacado. Era un hombre peligroso.

              Su instinto le aconsejó el empleo del tacto.

              ─Que no se repita.

              Glenn apretó la boca como única respuesta a la crítica, con los labios unidos en una fina línea.

              Se miraron abiertamente, calculando cada uno sus opciones.

              La puerta de la calle se abrió de golpe dando paso a cuatro agentes que se quedaron tan asombrados como el propio inspector con su presencia y que optaron por desperdigarse al sentir la tensión en el ambiente para rellenar el correspondiente parte de haber acaecido algún incidente digno de reseñar en la ronda nocturna. Tenían aspecto cansado. Un par parecía haber intervenido en alguna pelea por su aspecto desaliñado.

              En cuanto los curiosos desaparecieron de la planta baja, con sopesada calma Ross se dirigió a la escalera rozando con su zapato la gota que tan nervioso había puesto al policía. Intencionadamente.

              Antes de alcanzar el último escalón se paró para dirigirse a la figura que no apartaba sus ojos de él.

              ─Mi puerta siempre está abierta para lo que sea, inspector. Mientras tanto… ─la palidez comenzaba a cubrir el semblante del inspector─… espero ser informado en menos de un cuarto de hora del motivo por el que el suelo del patio de caballos está cubierto de un rastro de sangre que nadie más, salvo a mí, parece haber llamado la atención. También quiero una relación de los agentes en servicio durante el turno de noche y la organización de las patrullas. Detallada.

              Lo único que se le quedó grabado en las retinas fue el duro rostro congelado del policía y el crudo miedo llenándolos mientras terminaba de ascender las escaleras y daba orden de que llamaran a su presencia a los dos jóvenes agentes que hacía poco habrían acabado el turno de calabozos para iniciar la ronda habitual de comisaria y alrededores.

              En la privacidad de su despacho extrajo del cajón los expedientes personales de sus hombres, seleccionando de entre ellos el del inspector con el que acababa de cruzarse. Era hora de iniciar su labor.

              Media hora más tarde decidió que ya había aguardado lo suficiente por lo que se encaminó a la salida para topar con un joven agente que parecía agitado y que antes de poder emitir un solo sonido, intentó escabullirse por el angosto corredor del primer piso que bordeaba el patio central, al que daba su despacho.

              ─¿Y esas prisas?

              El muchacho se encogió visiblemente antes de volverse.

              ─No aparecen, señor.

              Alzó las cejas clavando la mirada en el chico. Dios, era tan joven que le hizo sentirse casi viejo.

              ─He recorrido toda la comisaría, señor y no están en sus puestos.

              ─Agente…

              ─Pero su ropa de abrigo está en la taquilla y…

              ─Muchacho, respire.

              ─…eso no es normal.

              ─Agente…

              ─Y hay tanta sangre.

              ¡Que se le iba a desmayar!

              Se adelantó dos pasos por si tenía que agarrarlo al vuelo, dada su cadavérica palidez.

              ─Son mis amigos, señor.

              Diablos.

              No fueron necesarias más explicaciones.

              Los agente James y Roberts se acababan de unir a la maldita lista de desaparecidos.

              El reloj de la entrada marcó las cuatro de la madrugada.

 

 

 

III

 

              Su vida era una broma.

              Ni más ni menos y él una marioneta justo en medio.

              Le habían arrancado de los brazos de Rob justo cuando habían conseguido quedarse al fin como Dios los trajo al mundo y comenzaban a intimar. Al menos habían echado el cerrojo a la puerta, aunque no lo recordara del todo, obligando a Doyle a aporrear su puerta tras intentarlo durante un cuarto de hora en la de Rob. Sin resultado alguno, hasta que según palabras de su hermano mayor, una lucecilla se le había encendido en el cerebro tras elucubrar dónde estaría él, en caso de ser Peter y ante todo, si hubieran acomodado a la fuerza a su Julia en la habitación contigua antes de casarse.

              El resto había sido coser y cantar.

              Había berreado a través de la cerrada puerta del dormitorio, en gangosos susurros, que había llegado una nota urgente del superintendente Torchwell para ellos. Y si por culpa de los dos su Rosie se les despertaba, desatarían las iras del infierno en forma de hermano mayor. Y a diferencia de su pequeña, él sí tenía dientes.

              Ahora no sólo Stevens se inmiscuía en su vida amorosa sino también el tal Torchwell.

              Mandaba huevos.

              Bien pensado, para huevos los suyos.

              Morados, doloridos y desatendidos tras el empujón de Rob lanzándose fuera de la cama al escuchar el golpetazo de Doyle en la puerta y saltar de ésta como un poseso o peor, un amante pillado in fraganti por el marido, escurrirse bajo el borde del lecho y quedar plantado boca abajo sobre el suelo, escondiéndose de vete tú a saber quién.

              Tras hacer caso omiso a sus irónicas palabras de que ninguno de los dos estamos casados, Rob, no hay razón para esconderse y sin saber reaccionar por primera vez en su vida, el canijo se le escurrió de entre los dedos y ello era básicamente porque seguían desnudos. Los dos. Lo que equivalía a decir escurridizos al tacto por culpa del sudor, calor u otros fluidos en los que ¡prefería no pensar para no enfadarse por haberles torpedeado Doyle o Torchwell o sus condenados pantalones su primera…!

              No tenía palabras comprensibles para calificar su encuentro salvo incalificable. Eso mismo ¡Maldición! El canijo le estaba pegando sus manías. Menos mal que nadie había presenciado la escena ya que jamás les hubieran permitido olvidarla en este siglo y el venidero.

              No sabía bien si reír como un aventado o llorar con lo ocurrido.

              Arrodillarse había sido fácil. Mirar bajo la cama, también. Tratar de aguantar la paciencia, en cambio, un verdadero sufrimiento. Al igual que la histérica risa que parecía subir a oleadas por su condenada garganta al ver a Rob tirado en el suelo con el trasero al aire. Casi fuera de su alcance.

              Frotándose el golpetazo recibido en la cadera con el pie de Rob, no se le ocurrió otra cosa que tratar de pillar al canijo y arrastrarle hacia fuera pero noooo, con ese hombre nada era fácil.

 

              No pienso salir hasta que Doyle vuelva a su dormitorio.

 

              Su cara debió de expresar sus pensamientos porque el muy terco ¡le lanzó otra patada! pese a su incómoda posición. La conversación subsiguiente había sido propia de ellos.

              Recordó con claridad haber suspirado sin atreverse a acercarse más allá del radio de alcance de Rob y lo demás era difícil de relatar aunque en su mente revivía, vívido a más no poder. Una y otra vez, pese a que la escena se había desarrollado hacía un par de horas.

              La sangre se le agolpaba en la cabeza con la postura que se veía obligado a sostener para mantener una mínima y semi lógica conversación con el canijo.

              ─Rob ─Dios, parecía estar hablando con un crío─, Doyle ya sabe que estás aquí conmigo.

              ─Eso lo imaginas.

              ─Eso… lo sé.

              Un suave gruñido surgió por el lateral de la cama junto a cuyo borde Peter seguía arrodillado.

              ─Y cómo diablos puede saberlo, ¿eh, Peter? Dime.

              ─¡Porque llevaba aporreando tu puerta una hora, sin que le abrieras!

              ─¡Duermo profundo!

              ─Y que lo digas, pero ¡no como si estuvieras muerto!

 

              ¡Queréis dejar de parlotear de una puta vez y salir de la cama!

 

              Lo que faltaba, Doyle tan sutil como siempre.

              ─¿No ves como lo sabe?

              Si no fuera porque con sus propios ojos había visto deslizarse ese redondo trasero y esa espalda bajo la armazón del lecho, hubiera pensado que nadie se ocultaba bajo la cama. No se escuchaba ni una respiración.

              ─Dame mi ropa.

              ─¿Qué?

              Un sonido de impaciencia surgió del suelo.

              ─Mi ropa. Alcánzamela.

              ─Vale pero antes sal de ahí.

              ─No.

              ─¡No puedes vestirte bajo la cama!

              ─Puedo intentarlo.

              ─Rob…

              ─No pienso salir y que me vean el trasero.

              ─¡Pero si ya te lo han visto!

              ─¡Y un cuerno!

              ─Además, estamos solos, canijo. Sólo yo te voy a ver esas redondeces.

              La respuesta a la sorna que no pudo evitar en esas dos últimas palabras fueron cuatro dedos surgiendo por debajo del borde, haciendo claros gestos de reclamo.

              ¡Dios! Estaba acabando con su paciencia y le faltaba nada para meterse con él ahí debajo, callarle la boca con un beso, sus miedos con una buena palmada en ese culo que tanto cuidaba para la intimidad y tirar de él aprovechando su mayor fuerza corporal. Claro que entonces igual se le enfurruñaba y no volvía a disfrutar de ese trasero que había comenzado a conocer muy por encima esa misma noche, ¡antes de que Doyle les hubiera interrumpido a voces!

              Además, había otro pequeño problema u obstáculo de nada.

              ¡Con su tamaño no entraba bien por el hueco! Y se negaba a quedar ahí atascado.

              Diablos, no era su día o su noche o lo que fuera.

              Cortarles a medias, en plenas caricias, besos, magreos y demás le había hecho polvo la libido. Había dolido y mucho.

              ─¿Cuándo me lo han visto?

              ─¿¡El qué!?

              Demonios, mira que era difícil seguirle el hilo de las conversaciones a Rob. Oteó por debajo del borde con suma precaución ¿Se acababa de tocar la nalga derecha el canijo?

              ─Ya sabes.

              ─¿El trasero?

              ─No, Peter, las amígdalas, no te fastidia.

              ─No… digas… esa palabra estando ¡desnudos!

              ─¿Amígdalas?

              Dios, esto no podía ser.

              Mentalmente se vio a sí mismo arrodillado, helado de frío y completamente excitado porque el canijo le provocaba y liaba de una forma que sólo él podía lograr en el mundo entero. Recapacitar. Eso mismo. Necesitar maquinar. No, lo que quería decir era… recapacitar. Nunca mejor pensado. Para que Don modesto saliera de su improvisado escondite.

              ─Haré lo que quieras si sales de ahí abajo en cinco segundos.

              El silencio que siguió a la pacífica oferta fue absoluto.

              ─¿No entras por el hueco, verdad?

              Sería cabronazo.

              El canijo se estaba regodeando con la situación. Y a él se le había agotado la calma.

              ─Uno…

              Se escuchó un bufido beligerante y algo parecido a en cuanto Doyle se vaya, salgo. Puede tirar la puerta abajo y vete tú a saber si está acompañado. Y yo, aquí desnudo. Es muy capaz.

              ─Dos…

              Los murmujeos que surgían bajo el lecho desaparecieron.

              ─¿Por qué diablos estás contando, Peter?

              ─Tres…

              ─¿Qué planeas?

              ─Cuatro…

              ─¡Peter!

              ─Volcar el lecho.

              ¡Vaya! Qué velocidad en emerger del subsuelo.

              Ahora tenía ese redondo, blanco y perfecto trasero ante sus desorbitados ojos y las manos con espasmos por la necesidad de agarrarlo.

              Su vida era un perfecto desorden desde que el canijo se había apoderado de ella. Muy digno, el muy condenado se irguió al otro lado de la cama, tal y como le trajeron al mundo.

              ─Que conste,  Peter, que no he salido por tu insulsa amenaza.

              ─¿Ah, no?

              Era perfecto para él. En todos los aspectos.

              ─No. He optado por reconsiderar mi algo incómoda situación.

              ─¿Ah, sí?

              ─De horizontal a vertical. El cerebro piensa mejor en pie.

              ─Lo que tú digas, canijo

              ─Es una constatación, Peter ─Rob estrechó suspicaz los ojos─. ¿Por qué estás tan complaciente de repente?

              ─¿Yo?

              ─Hace un minuto querías arrastrarme fuera de la cama.

              ─Dirás de debajo de la cama.

              ─¿Tramas algo?

              Se cruzó de brazos y quedó en pie, estático y sin contestar mientras observaba a Rob aferrar su desperdigada ropa, vestirse a velocidad de vértigo y dirigirse descalzo a la habitación contigua como si le persiguieran mil pares de demonios. Un completo sin sentido, a su entender.

              ─¿A dónde demonios vas ahora?

              Rob se giró con una mueca de extrañeza en ese sonrosado rostro. Dios, le había dejado completamente roja la piel con sus besos, con sus caricias y le encantaba verlo. Anda, ahora pensaba como un energúmeno.

              ─A mi cuarto, Peter.

              ─¿Por qué?

              ─Porque… es… mí… cuarto.

              ─Ya pero es un tanto ridículo. Ya saben que has dormido conmigo.

              ─¡No lo saben!

              ─Lo saben de sobra.

              El ceño fruncido de Rob no era buena señal. Para nada.

              ─Será es tus sueños, Peter y ¡no hemos dormido!

              ─Porque preferías hacer otras cosas más agradables.

              El rojo subido le favorecía al canijo.

              ─¡Me pones frito!, ¿lo sabías?

              No pudo evitar sonreír de oreja a oreja logrando uno más de esos colores grana subidos en Rob.

              ─Y te encanta.

              Nunca, ni en un millón de años olvidaría la mirada entre desesperada, asombrada y tierna, totalmente tierna que cubrió esos azulones y redondos ojos. Imaginaba que no podía diferir mucho de la que en ese mismo momento Rob vería reflejada en sus negros ojos.

              Sonrió sin poder evitarlo mirando al infinito. Deleitándose en sus próximos encuentros. Hasta que sintió una curiosa mirada clavada en él.

              Diablos.

              Los ojos dispares de Torchwell permanecían fijos en él, especulativos, mientras soñaba despierto tras haber perdido, para su bochorno, el hilo de la conversación que mantenían Torchwell y Rob. Y babeaba con la boca abierta sonriente y la mirada ida, fija en el infinito. Como la pequeña Rose pero con dientes.

              Demencial. Y ridículo.

              La información que les acababa de facilitar Torchwell sentados en el coche de caballos en dirección al domicilio de Clive no le tranquilizaba lo más mínimo. Habían sopesado la posibilidad de mantener una reunión en comisaría pero Torchwell prefería mantenerle alejado de dependencias policiales para evitar que lo relacionaran con él y Doyle. La precaución que había adoptado tenía sentido.

              La policía ignoraba la estrecha relación que unía a Clive y a Torchwell más allá de que habían servido juntos en la academia. Los humildes orígenes de Clive en contraposición con la riqueza y títulos que rodeaban a Ross parecían alejar la mera posibilidad de una amistad entre ellos y así debía mantenerse. Es más, si daban la imagen de aborrecerse en público tanto mejor aunque a Clive no le hiciera gracia la idea de servir de conejillo de indias para el mal humor de Torchwell

              Tendría que tragárselo como un hombre hecho y derecho.

              Y por la forma en que Torchwell torcía el labio cada vez que el nombre del listillo era pronunciado, las escenas entre esos dos iban a ser de recordar durante años.

              Lo poco que había alcanzado a captar en medio de su pequeño lapsus le había valido para pensar que como desapareciera más gente las calles de Londres iban a verse mermadas y vacías en un futuro no muy lejano.

 

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Amor entre las sombras
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