Capítulo 30
I
Sentía que la cólera le ganaba la batalla. Habían arrancado a Elora de su lado y ahora ese… ese…
Notó en las manos la aspereza de su rapado cabello. No podía vivir sin ella. Sin los pequeños. No podía y ahora se la iban arrebatar para siempre.
Si los ojos mataran ese hombre ya estaría calcinado. Y si no fuera por el viejo Sampson sería un amasijo de cenizas a sus pies. Le había faltado un suspiro para quebrarle el cuello. Apenas un poco de presión. No le costó darse cuenta de quién era. Su mente ya rumiaba que estaba vivo y Elora guardaba un medallón de dos caras. Una pequeña joya cuyo interior guardaba los diminutos retratos de sus niños y de… él. Lo vio una vez pero fue suficiente. Nunca olvidaba las caras de las personas y esa, por alguna razón, se le quedó grabada en la retina. Al principio Elora lo llevaba colgado al cuello hasta que un día, simplemente desapareció y él, no preguntó.
─¿Por qué me miras así?
Imbécil.
Wigg se posicionó con un rápido movimiento entre ambos, justo al lado de Sampson, tras recibir un leve gesto de éste. Casi con rabia se dirigió al viejo marinero.
─No le voy a matar, viejo. Por ahora.
El como que podrías hacerlo del marido de Elora le supo a reto. Apretó los puños. Un reto que le encantaría aceptar y borrar así de un plumazo un obstáculo en su camino. Ese hombre no tenía en la mirada aquello que él veía en el espejo todas las mañanas al levantarse. La mirada de un animal acorralado, en ocasiones. La misma mirada que había ido desapareciendo desde que Elora llegó a su vida.
Tampoco era una mirada limpia. No era un buen hombre. No era un hombre que se mereciera a una buena mujer. Y Elora lo era. Se maldijo a sí mismo por pensar aunque fuera un segundo en pasado. Dios, no lo era. Lo es.
Una punzada le atravesó el pecho. Le dolió. De repente. El maldito corazón. Aquello que creía que ya no tenía.
Si le había pasado algo perdería la cabeza.
Respiró profundamente mirando directamente a la cara al viejo Sampson. Estaba preocupado. Casi tanto como él y no le extrañaba. Amaba a esa pequeña mujer y a sus niños como lo haría un padre y un abuelo. Los dos viejos marineros darían la vida por ellos y quizá tuvieran que hacerlo, al igual que él.
Olfateó el aire al mismo tiempo que Wigg. Los dedos y el olfato de ese hombrecillo eran legendarios.
─Un incendio, cerca.
Diablos. Le importaba un cuerno. Como si las llamas llamaban a su puerta. Él no abandonaba a uno de los suyos. Jamás. Volvió el rostro hacia la negrura del fondo del túnel. No se apreciaba nada pero poco a poco una especie de neblina avanzaba hacia ellos.
─Jefe.
La tensa voz del viejo Sampson denotó que acaba de darse cuenta. El humo y las llamas ascendían. No al contra, sino en su dirección y ellos estaban en su camino.
Se giró con brusquedad hacia el otro grupo formado por Brandon, Norris y Torchwell. Pegado a éste permanecía temblorosa una anciana que pese a la mugre que le cubría desprendía una impactante dignidad. Sólo podía ser la abuela del hombre. Esa mujer nunca debió estar aquí. Parecía que se fuera a romper en mil pedazos.
Se acercó dos pasos pero las palabras de la conversación que mantenían le detuvieron de golpe.
─Se llevó a Elora en busca de sus niños, para canjearles por Clive. No tuvo opción. Era eso o ese hombre hubiera matado allí mismo a su marido ─la mujer hablaba con dificultad─. Pero no lo hará, ¿saben? Esa joven nunca entregará a sus niños. Debemos encontrarla.
Peter Brandon se aproximó con cuidado a la anciana, casi temiendo sobresaltarla.
─¿Dónde?
Una extraña mirada se cruzó entre abuela y nieto. Una llena de tristeza. La otra, de sufrimiento.
¿Qué demonios…?
─En los muelles.
La espalda de Torchwell chocó contra la pared, tras responder y un suave quejido se ahogó en su propia garganta. Por un instante le recordó a un hombre abatido. Las palabras que surgieron de su boca impactaron. Miraba directamente a Robert Norris.
─Si te entregas, dejará libre a Clive. Si no lo haces, no le volveré a ver.
─¿Qué?
La sorpresa llenaba el rostro del hombre al que se dirigía.
─No puedo hacerlo, ¿sabes? Clive nunca me lo perdonaría. Nunca.
─¿Hacer qué?
Una mueca cubrió las facciones de Ross Torchwell.
─Traicionaros y llevaros hasta Saxton. Si lo hago, él me devuelve a Clive. Vivo ─los dispares ojos se cerraron unos segundos─. Casi lo hice. Lo hubiera hecho, Norris. Por él, lo hubiera hecho.
Un suave sollozo manó de la figura femenina que, encorvada, no decía una palabra. Un espeso silencio invadió el tunel. No había un ápice de duda en el tono en que había pronunciado esas palabras. Rob se acercó al superintendente hasta enfrentarlo.
─Lo sé, Torchwell. Y creeme, lo entiendo. ¿Por qué no…?
No permitió que Rob terminara de hablar.
─Porque eso hubiera hundido a Clive. Porque no hubiera podido vivir en paz sabiendo que se había salvado a tu costa. Porque hubiera ido en tu busca aunque perdiera su vida en el camino y porque nunca hubiera perdonado mi traición. Jamás. Saxton habría ganado pese a devolvérmelo.
Las palabras impactaban por el dolor que transmitían.
─Lo lamento tanto, Ross.
─Yo también.
El humo comenzaba a espesarse.
No podían permanecer quietos.
Peter Brandon apoyó una mano sobre el antebrazo de Rob Norris, indicando con un gesto lo que todos apreciaron. El calor y el humo arreciaban.
─Debemos salir de aquí, Rob. Ya.
Éste dudó un par de segundos con los labios firmemente apretados. Se dirigió a Torchwell con tranquilidad.
─¿Puedes cargarla?
El nieto no vaciló. Lo hizo con tal suavidad y muestra de cariño que apenas alcanzó a escuchar las trémulas palabras de la anciana, casi susurradas al oído de Torchwell.
Lo siento tanto, hijo mío.
La respuesta fue tanto o más queda que la anterior hasta el punto que Sorenson creyó que el nieto que no iba a contestar.
La voz surgió cascada. Rota.
Lo sé, abuela. Lo sé.
II
Estaban en el punto de partida, una vez más.
En la mansión, tras abandonar a la fuerza los túneles cavados bajo el hospital de San Bartolomé, invadidos por el espeso humo. Imposibles de recorrer.
Habían pasado dos malditas horas y Jared Evers no aparecía por ninguna condenada parte, al igual que su prometida. La situación se había convertido en una completa locura. La abuela Allison no terminaba de explicar al detalle lo que había ocurrido. Repetía que le habían dejado medio abandonada junto a la desmayada jefa de sección, para ir tras sus enemigos. Había conseguido arrastrarle con gran esfuerzo unos pocos pasos aunque la buena mujer había terminado completamente enlodada, como un buñuelo rebozado ligeramente inflado. Edmund les había localizado poco después para terminar todos ellos en la mansión Brandon, tal y como habían acordado de surgir algún inconveniente.
La buena mujer seguía sucia e ida. Y roncando. El golpe de Jules en la frente había sido de campeonato. Habían optado por trasladarle a una de las habitaciones del segundo piso de la mansion, bajo vigilancia.
Un par de transeúntes mañaneros les habían confundido con un par de beodas renqueantes altamente alcoholizadas pero no les habían molestado más allá de un par de miradillas de reojo. Les habían esquivado y escapado a la carrera. Con los ruidos infra humados que manaban del tabique nasal de la señora Mallory tampoco es que fuera de extrañar. Parecía un fuelle humano.
Era angustioso observar cómo la abuela Allison se retorcía las manos mientras Edmund trataba de tranquilizarle. Ella se negaba a retornar a su casa, donde habían quedado a la espera de noticias el resto de las mujeres junto con sus maridos. No deseaba que Mere y Julia se enteraran de lo que había ocurrido antes de lo necesario. No necesitaban sufrir.
La abuela no se lo pedía. Les exigía que callaran hasta dar con los demás y ellos no podían negárselo. No a esa anciana.
Peter apoyó la abierta palma de la mano contra la fría superficie del cristal de la ventana. Seguían en una situación muy parecida a la anterior salvo por el hecho de haber recuperado a Torchwell y su abuela. Lo malo era que habían perdido a Clive Stevens y, para liarlo todo aún más, los dos tórtolos habían iniciado la persecución de Saxton a su libre albedrío y andaban correteando por las calles de Londres sin apoyo ni plan de contingencia alguno.
Se frotó las sienes para despejarse un poco mientras sentía la presencia de Rob cerca de él. Comía una porción de pastel que habían preparado en la cocina. El personal permanecía despierto y en alerta y Rob no hacía más que engullir a dos papos. La única persona que conocía en el mundo a la que le daba por devorar comida en situaciones tensas, peligrosas y desesperadas.
Masticaba como un torbellino y por un segundo, no pudo evitar sonreír. Desconocía dónde metía Rob todo lo que comía. Quizá en su espesa cabellera.
Torchwell no pronunciaba una sola palabra pero cada músculo de su cuerpo estaba tenso. No probaba bocado y esos ojos tan llamativos se asemejaban a dos malditos pozos llenos de oscuridad. Ese hombre estaba a una fina línea de perder todo lo que le convertía en un hombre civilizado y él lo entendía. Completamente.
Con la punta del dedo dibujó una erre en el cristal quedando marcada debido al vaho que lo cubría.
La espera se le estaba haciendo eterna.
Tenían a Sorenson y a Torchwell completamente desquiciados e incapaces de razonar. Querían atacar. Sólo atacar. La sola mención de que Saxton se había llevado a Elora consigo había sacado a Marcus de sus casillas. Presenciar la falta de reacción absoluta en el marido de Elora a esa información, había resquebrajado la paciencia de Marcus. Había pegado tal puñetazo al hombre que le había mandado a disfrutar del sueño de los estúpidos, según sus propias palabras, en lugar del sueño de los justos. Como poco le había partido el pómulo.
El hombre era una bestia en toda la extensión de la palabra.
Todavía seguía sin entender las palabras dichas entre dientes de Sorenson mientras se frotaba los nudillos y una sonrisilla atemorizante asomaba a sus labios. El eso es por hablar de más en dirección al desvanecido cuerpo de Neil Dawson tenía que ser algún tipo de extraño código que sus hombres conocían, a la vista de la expresión satisfecha de éstos al escuchar a su jefe.
La mala suerte que les acompañaba se había cumplido al dedillo. La posibilidad planteada por Jared Evers de una tercera entrada a los túneles que sirviera de escape a Saxton, les había trastocado los planes al completo.
Pocos segundos después del potente puñetazo Sorenson había desaparecido como una exhalación dejando detrás tan sólo unas pocas y escogidas palabras. Les había preguntado directamente si confiaban en él y tras su respuesta les había ordenado que no hicieran una locura. Que estaría de vuelta en seguida con el lugar y muelle exacto del que Saxton pretendía desembarcar.
Que pactaría con el clan Thompson.
Peter le creyó. Su mirada…
Aunque le fuera la vida en ello, ese hombre lo conseguiría.
La policía estaba entretenida tratando de apagar el condenado incendio provocado por ese loco. Puntualmente recibían noticias frescas de uno de los hombres de Sorenson que les servía de enlace.
Los túneles permanecían clausurados permitiendo únicamente el acceso de las brigadas de bomberos o a la policía. Trataban de evitar que el fuego se propagara por el mercado de ganado pero estaba resultando una tarea complicada. Comenzaba a circular el rumor de que habían rociado con algo altamente inflamable lo que allí ocultaban debido al grado de calor que estaba alcanzando el fuego.
Strandler les había ofrecido el auxilio de cuatro agentes para tratar de localizar al inspector Stevens pero necesitaba el resto para controlar el caos que se estaba formando en el barrio de Smithfield. Por el tono de la nota que habían recibido era evidente que el policía lamentaba no poder ayudar más allá de lo ofertado.
Los curiosos comenzaban a aparecer pese a que el incendio era subterráneo y el personal del que disponía la policía se las veía y deseaba para que el miedo no cundiera en la población. Y ya no digamos el pánico.
La ciudad ya había sufrido un gran incendio en el pasado. No podía repetirse.
Martin Saxton trataba, una vez más, de borrar sus huellas. Las pruebas de sus delitos estaban ahí dentro. Huesos que los médicos forenses identificarían como humanos, entre las carcasas que los rodeaban. Siempre que quedaran restos identificables, lo cual era de dudar.
No podía librarse de nuevo. No podía.
Sintió la palma de la mano helada por lo que la separó del cristal. Desconocía cuánto tiempo había pasado desde la salida en tromba de Sorenson. Quizá una hora. Aún era de noche.
Los golpes en la puerta retumbaron, alcanzando el despacho en el que se habían resguardado, lamiendo sus heridas a la espera de que Marcus retornase.
La figura del hombre que esperaban con desesperación cruzó el umbral. Sorenson mostraba una pequeña herida en la mejilla pero era lo de menos. Se lanzó como un poseso hacia la robusta mesa de su despacho en busca de un plano. Libros y revistas cayeron al suelo, olvidadas. No necesitaron preguntar antes de que las palabras brotaran incontenibles.
Todos se arremolinaron a su alrededor. Sin un mínimo gesto de reconocimiento o saludo, el hombre comenzó a hablar. Propio de él. Al meollo y sin bobadas.
─Los muelles son territorio del clan Thomson. Toda la ribera lo es. Controlan al detalle lo que embarca y desembarca. Personas, animales y mercancía. Los negocios oficiales y los trapicheos.
─¿Y?
─Me han dado dos posibles puntos de salida al mar.
Rob lanzó un juramento. Torchwell ni respiró.
─No os voy a relatar lo que he tratado con el clan pero lo que me han dado es lo que tienen y no mienten. Se juegan demasiado.
Un espeso silencio invadió la habitación antes de que Saxton continuara, con voz completamente ronca.
─En uno de ellos retienen a Elora.
─Y a Clive ─susurró Torchwell.
─Disponemos de un par de horas de ventaja entes del amanecer ─continuó Sorenson─. También conocemos una ubicación concreta. Si Saxton cree que Rob va a acudir por su…
Rob interrumpió a Sorenson después de apartar su mirada de él.
─Podría hacerlo. Estamos a tiempo. Si Saxton cree que acepto su oferta…
No. Rob no terminaba de entenderlo ya que pensaba como un hombre de palabra. Lo contrario al hombre que perseguían. No podía permitirlo.
─No lo entiendes, Rob. Saxton no mantendrá su palabra y esperará que tú lo hagas. Cuando llegue el momento ya habrá vendido al Elora y Clive al mejor postor y les habremos perdido para siempre. Nos tenderá una maldita trampa porque es lo que hace. Sin importarle otra cosa que lo que busca.
─Pero ganaríamos tiempo, Peter.
─También te meteríamos en la boca del lobo.
─Puede pero…
─¡No! Ya lo hemos hablado.
Chocaron miradas. Tensas y empecinadas hasta que la azulona se desvió.
─¿Y los críos de Elora? ─preguntó Torchwell.
─A salvo. Con los míos ─respondió Sorenson con firmeza─. Elora jamás les entregará.
Peter cruzó miradas con Torchwell antes de pronunciar las siguientes palabras.
─Eso enfurecerá a Saxton, Marcus. Le matará.
Los hombros de Sorenson se tensaron de golpe. El músculo de la mandíbula parecía a punto de quebrar. Fijó la mirada en la superficie del plano sin ver absolutamente nada salvo lo que su mente visionaba en ese momento. Una dulce sonrisa, extraña en un hombre tan duro, curvó sus labios. Fuera lo que fuera lo que veía en su imaginación era hermoso. Parpadeó un par de veces antes de contestar.
─No. Hemos de llegar antes. No tenemos opción. Yo no tengo opción.
Rob juró entre dientes.
─Si Saxton no entrega los críos de Elora a esa mujer, Angelique Mayers no sacará a Clive del agujero en el que le mantiene retenido.
─Saxton no tiene opción ─intervino Torchwell─. Si quiere a Rob, necesita a Clive para intercambiarles. Intentará engañar a Angelique Mayers para que le entregue a Clive. No me extrañaría que le entregara otros críos haciéndoles pasar por los pequeños de Elora y para cuando ella se dé cuenta del engaño ya será tarde.
─¿Y si Saxton decide ignorar el trato alcanzado con Piaret y su mujer y les traiciona?
Todos callaron hasta que Peter habló con voz firme.
─Tendremos que correr ese riesgo. Saxton no perderá la oportunidad de conseguir a los niños de Elora y entregárselos a esa mujer a cambio de Clive. Es un maldito cobarde. No luchará salvo que sea necesario y siempre lo hará a traición.
Rob habló con suavidad para repetir algo que dolía. Inmensamente.
─Si su plan falla, se vengará con Elora. Ese hombre es…
─Calla.
Sorenson apenas lo susurró pero fue como si lo gritara con fuerza. Había tanta emoción en esa única palabra que se le formó un nudo en el cuello a Peter. Marcus cerró los ojos con fuerza y tragó saliva con dificultad. Le costaba incluso hablar. Pensar en la reacción de Saxton cuando Elora se negara a hacer lo que le pedía. Sorenson tenía que sentir tanto miedo. Tanto.
Los largos dedos de Sorenson permanecían tan tensos sobre la superficie de madera que la sangre apenas circulaba por su interior. Su garganta se convulsionó antes de seguir.
─Angelique Mayers está condenada. En cuanto ya no le sirva, Saxton se librará de ella.
─Y si él no lo hace él, lo haré yo ─interrumpió Torchwell.
La frialdad con que éste habló le heló la sangre en las venas. No pedía permiso. Sencillamente el superintendente les informaba.
Todavía les costaba hacerse a la idea de que la pretendida de Clive, Melody Maple fuera la socia de Saxton pero tenía sentido. Era macabro pero no dejaba de tener sentido. Saxton siempre había ido un paso por delante. Jamás conseguían acorralarle. Ese canalla utilizó a la abuela de Torchwell para conocerles, para buscar e indagar en sus debilidades y después, infiltró a uno de los suyos en su círculo más cercano. Y ninguno sospechó. Ni siquiera el compañero de Rob.
No merecían piedad. Ninguno de ellos.
─Me importa poco lo que le ocurra a esa zorra ─Sorenson respiró de nuevo profundamente antes de hablar─. Sé que al confiar en la información de los Thompson arriesgamos mucho. ¡Dios!, lo arriesgamos todo. Sé que pensar como Saxton es como si lo hiciera el mismo diablo y que al hacerlo nos lo jugamos todo a una maldita carta pero no podemos esperar más. No puedo esperar más.
Peter sintió en el rostro la mirada de Rob. Esos azulones ojos llenos de resolución. Sin dudar asintió en dirección a Sorenson.
─¿Dónde están localizados?
─En el pozo de Londres o en la isla de los perros. Debemos decidir entre ambos y si nos equivocamos…
Ninguno fue capaz de terminar la frase.
Si erraban, les perderían para siempre.
III
Le ardía la cara. Y no podía dejar de llorar. Ese hombre… Ese hombre era un monstruo.
Tras dejar en los túneles a Ross, asu abuela y a Neil les había llevado un buen rato recorrer los oscuros pasadizos en dirección a la salida. Saxton tenía prisa y apremiaba al hombre que le empujaba constantemente para que agilizara el paso.
Su sorpresa fue inmensa cuando no salieron al exterior por el hospital, ni por el Mercado de Ganado de Smithfield sino por una silenciosa y gélida iglesia. Tan fria como ella se sentía después de presenciar la brutalidad de la que era capaz ese hombre.
Detrás dejaron dos nuevos cadáveres y ella… Ella no pudo hacer nada para avisar o intentar salvar a la pareja de policías con la que habían topado a la salida de un lugar que siempre asoció con todo lo contrario a Martin Saxton.
Conocía el lugar. Era la iglesia de San Bartolomé, el grande. De niña acudían con frecuencia, en familia.
En cuanto subieron a un carruaje que les esperaba a pocas manzanas de distancia ese hombre comenzó a relatarle sus planes. Disfrutaba al hablar sentado en el sillón frente a ella. Recostado contra el respaldo como si lo que estaba pasando fuera algo de lo más natural.
La piel se le erizó. Hablaba de las personas que quería como si fueran animales con los que traficar, no seres humanos. Con los que obtener una ganancia. Se reía mientras le comentaba que Clive Stevens le había supuesto un buen pellizco.
Entonces se dio cuenta. Ese hombre no le iba a canjear por Rob Norris como había anunciado en los túneles. Si le había vendido es que tenía otros planes para él. Y seguramente también para ella.
No tardaron demasiado en adentrarse en su barrio y pasar con lentitud por delante de su vieja casa de dos pisos. Todas las luces permanecían apagadas y ella no pudo evitar sonreír.
Ese hombre no conseguiría lo que buscaba. No de ella.
Habían mantenido la ilusión de que ella y los niños seguían viviendo en su viejo caserón. Los hombres de Sorenson se encargaban de encender y apagar los candelabros, como si la casa estuviera habitada, sólo que no era así. Nadie, salvo ellos, estaba al tanto.
Instintivamente supo que le había ganado. Una pequeña parte del bien elaborado plan de Martin Saxton se había ido al traste por ella y sintió tal satisfacción que no pudo evitar la mueca en sus labios. Le agradaba mucho Clive Stevens. Mucho, pero jamás entregaría a sus niños a esos desalmados. Antes muerta.
Supo de inmediato el momento en el que Martin Saxton se dio cuenta ya que esos ojos claros se oscurecieron de golpe. Como si pura maldad los llenara. Como si en un mismo cuerpo vivieran dos hombres. Una que parecía y actuaba como un ser civilizado. El otro, un verdadero monstruo.
Intentó convencerle, ofreciéndole su libertad y la de Neil, sin darse cuenta que la libertad sin sus niños no era nada. No quiso hablar con él, ni contestarle. No quiso mirarle mientras veía pasar con rapidez antes sus ojos las desnudas callejas de Londres.
Un simple nunca fue todo lo que dijo.
El bofetón en la mejilla derecha ardió y dolió pero no le hundió. Era necesario mucho más que eso para romperle por dentro y antes moriría que dejar que sus pequeños se acercaran a ese hombre.
Los golpes se sucedieron. Al principio dolieron. Mucho. Después la sensación se fue apagando hasta alcanzar una sorda molestia. Se acurrucó en la esquina del coche e intentó hacerse un ovillo y protegerse. La sangre comenzó a manar, con lentitud. Notaba que se estaba mareando, que perdía poco a poco el conocimiento pero lo único que le importaba era que se estaban alejando de las cercanías del barrio en el que se había criado, crecido, casado y había visto nacer a sus pequeños.
Tan cansada.
Se alejaban de sus pequeños y con eso le valía. Estaban a salvo y entre aquellos que les amaban. Marcus se habría encargado de ello. Estaba segura. Tanto como de que le quería con toda su alma.
El último golpe en el pómulo izquierdo apenas lo sintió.
Ya le daba igual.
IV
Poco a poco estaban logrando domar las llamas. Los rostros cubiertos de hollín mezclado con sudor comenzaban a mostrar síntomas de agotamiento. Llevaban más de dos horas luchando a brazo partido contra el fuego y lentamente le ganaban la batalla.
Las brigadas de bomberos se turnaban entrando y saliendo por los bajos del mercado de ganado. Uno de los focos principales se concentraba en la entrada. Todo había quedado calcinado. Incluso las paredes se habían ennegrecido.
Unos de los jefes de brigada era su cuñado.
Un bombero de mediana edad y algo entrado en carnes se acercó a paso ligero. Tenía el rostro increíblemente sucio pese a que acababa de restregárselo con el borde de la manga.
─Inspector Strandler, hemos sofocado el fuego de la boca del túnel. El jefe Billings me ha pedido que le acompañe al interior.
─¿Qué ocurre?
─Han encontrado algo.
─¿Qué?
El hombre se encogió de hombros pero a él le pareció un escalofrío. Una macabra señal.
─Han encontrado cuerpos, señor. Muchos cuerpos.
Deseó no tener que entrar en ese infierno. Si eran los cuerpos de los niños, no podría retener la bilis dentro de su estómago. Apretó las manos en forma de puño.
─¿Bebés?
No le contestó. Tampoco hizo falta. La respuesta estaba en la tristeza que llenaba su clara mirada.
─No sólo eso, señor.
V
El cochero les había mirado con cara de asombro pero había recibido con agrado la bolsa medio llena de monedas que Jared llevaba consigo. Creyeron al llegar a la esquina de la calle por la que corrían que perderían de vista el carruaje de Saxton ya que les resultaba imposible mantener su paso mucho más tiempo. A ella le iban a reventar los botines y las piernas apenas sostenían su peso. Su prometido llevaba un buen rato casi llevándole en volandas.
Su alivio fue inmenso al doblar el recodo y chocar de frente con una parada de carruajes de alquiler. Un regalo del cielo al que no iban a buscar fallo alguno. Daba igual el olor del interior del coche o la leve grasilla que cubría los asientos. La cuestión era abstenerse de tocar más allá de lo necesario.
Ignoraba si serían capaces de perseguir el carruaje en el que se habían introducido Saxton, Elora y el hombre que les acompañaba por la ciudad, sin llamar excesivamente la atención pero el rollizo cochero parecía capaz de lograrlo.
Circularon por varias calles hasta llegar a un barrio habitado principalmente por obreros. Comenzaban a circular transeúntes que se encaminaban a sus trabajos pero siguieron adelante.
Una brusca parada hizo que el fondón asomara la cabeza por el hueco de la ventana para meterla de seguido.
─¿No es esa la casa de Elora?
Jules asintió antes de preguntar. Estaba completamente despistada con lo que ocurría. De lo único de lo que estaba segura era que debían seguirles si querían ayudar a Elora.
─¿Por qué diantre han pasado por aquí?
Entonces se le ocurrió al observar el encogimiento de hombros del fondón.
─Podríamos embestirles por detrás.
El suspiro de resignación de su prometido le sentó a cuerno quemado.
─De acuerdo. Puede que me haya aficionado un poco al arte de chocar contra seres inanimados pero era una idea. Con cierta lógica.
─¿Un poco? Y, no tan inanimados, querida. Más bien les inanimas con tu contundente cabeza.
─¿Me llamas cabezona?
─Esa peluca y ese sombrero abultan lo suyo.
─También tu cabellera y ¡no te digo que te asemejas a un peludo pies grandes!
─¿Un qué?
─Ya sabes.
─No, no sé.
Ladeó la cabeza y fijó la mirada en la verde del fondón. Sus pupilas estaban un pelín dilatadas de la sorpresa.
─¿Seguro que no te suena?
─No.
─¿Ni un poquito?
Uy, su prometido se estaba enfurruñando mientras seguía atento al camino que se apreciaba desde el interior del carruaje. Le estaba intentando entretener para que los nervios no le colapsaran completamente. Le gustaba ese hombre. Y la asustaba un poco la forma en que le comprendía.
La vibración bajo sus pies indicaba que circulaban a buena velocidad, sin conocer su destino. No quería pensar en ello. Se dirigió a su prometido.
─Muy bien, te creo. Me refiero a la famosa criatura simiesca bípeda, robusta y de amplios hombros. Dotado de una frente abultada. Un pelín atontado y con una espesa cabellera ─hablando de memeces se sosegaba. Ese hombre comenzaba a conocerle─. ¡Uy!, ni que te hubiera descrito a ti, querido.
Y le agradaba mucho su potente sentido del humor. Mucho. Una risilla escapó de esos labios masculinos al escuchar su pura y descarada provocación. No sabía qué le ocurría con ese hombre. Se desmelenaba al completo.
Fue un momento extraño. Se miraban y ninguno hablaba pero sonreían. Por alguna ilógica razón rememoró las miradas que cruzaban Mere y Julia con sus maridos. Tan íntimas.
Casi como si el tiempo se ralentizara.
No llegó a saber lo que Jared iba a contestar ya que el carruaje se detuvo. Acercó la punta de la nariz a la ventana y aspiró para arrugar de inmediato la nariz.
¿Qué rábanos hacían en los muelles?
Jared descendió del interior del carruaje con asombrosa rapidez y extendió la mano para ayudarle a bajar. Cerca del lugar en el que se habían detenido estaba tirado un hombre en la calle. Tenía aspecto de marinero y de haber caído desmayado tras ingerir demasiado alcohol o haber perdido el salario de un mes entre mujeres y el juego. Un par de calles más allá otros dos bultos roncaban sin control apoyados contra las sucias paredes de los edificios.
Impactante.
¡Estaban en una de las zonas peligrosas de Londres! A la que jamás podría haber acudido sola para curiosear sin límite. Miró a su alrededor y absorbió todos los detalles para relatarlo más adelante a Mere y Julia.
El carruaje de Saxton se había detenido a una distancia considerable, cerca de un embarcadero con aspecto de haber sido construido hacía poco tiempo. Frente a éste se elevaban un par de edificios sencillos y prácticos. Tenían aspecto de almacén de carga.
Las entrañas se le retorcieron. Otro hombre que no era Martin Saxton sacaba con brusquedad un cuerpo del interior del coche de caballos. Una mujer. Desmayada.
Apretó con fuerza los dedos que sujetaban su mano. Sólo le dio tiempo de escuchar un lo sé de Jared antes de que le ofreciera una cantidad ingente de monedas al orondo cochero si le llevaba a la mansión Brandon sin paradas ni desvíos. El hombre se relamió del gusto.
¡No se lo podía creer! ¡Su prometido quería que le abandonara! ¡A su suerte!
¡Y un rábano!
Ni con un buen par de tenazas candentes la separarían de su hombre. O una pala. O un rastrillo. O… daba igual. Arrancó de la mano regordeta del cochero la bolsa llena de dinero y la depositó sobre la palma de la mano de Jared.
─Puede marcharse, buen hombre. No apañaremos solos.
Vaya, qué colorado se estaba poniendo el fondón.
Fue tan ligero que ninguno de los tres se dio cuenta de que una cuarta figura descendía de la parte trasera del carruaje. Lo único de lo delató fue el suave vaivén del coche de caballos al ser liberado del peso que soportaba.
VI
Conocía el lugar al que esa mujer le había llevado. No podía llamarla Melody. No podía ni mirarla.
Estaban en la isla de los perros. Reconocía la zona, incluso de noche.
Se cerebro no paraba ni un segundo. Rob y los demás ya habrían entrado en los túneles y la ansiedad le estaba carcomiendo por dentro. No saber si habrían dado con Ross y su abuela le estaba quitando años de vida.
Scott Glenn no dejaba de apuntarle ni un momento con el arma y amarrado como un asado a punto de ser horneado apenas podía mover un músculo a voluntad. Le acompañaban otros dos malnacidos vendidos a Saxton. Dos compañeros del cuerpo de policía que en más de una ocasión le habían lanzado pullas para humillarle. No, dos malditos traidores.
Tras un par de juramentos y amenazas bien dirigidas, le había caído un buen puñetazo en plena boca y le habían amordazado de nuevo tras retirarle el trapo que le cubría para hacerle unas preguntas.
Esa condenada mujer les preguntaba por los críos de Elora y repetía que no tardarían en traérselos. Que entonces quizá le diera un beso de despedida como debía ser. Al fin y al cabo casi le había pedido en matrimonio. Y sentía curiosidad por saber.
¿Saber qué?
¿Que ni aunque le mataran le besaría por propia voluntad?
No estaba equilibrada. No lo estaba. Hablaba de sus futuros hijos cuando su marido hiciera desaparecer sus problemas. Que nacerían sanos. Que se lo había jurado y Colin siempre cumplía.
Zorra endemoniada. Él no era hombre de odiar, ni de guardar rencor pero ella no merecía ser perdonada.
─Te voy a decir un secreto, Clive. Cuando te entregue a mi socio y será pronto, dudo que dures mucho con vida. Dudo que te deje libre. Yo, no lo haría.
Si hubiera podido hablar…
Ella se dio cuenta de su rabia y se aproximó. Por la humedad y el frío que sentía estaban próximos al agua. El fuerte olor lo corroboraba. Le habían tenido con una capucha desde poco antes de sacarle a golpes del carro en que le habían trasladado hasta poco después de entrar en el cuarto que ocupaban. En seguida había notado el cambio de temperatura. Más cálido.
La habitación era espaciosa y estaba vacía. Amplias vigas de madera sostenía un techo de anchos tablones pero ningún tabique separaba la pieza en otras zonas más pequeñas. Y por algún extraño motivo olía a melaza o algo dulce. Empalagoso.
El suelo era de tierra cubierto con una fina capa de polvo, blanquecina en algunas zonas. Amplias ventanas cuyo centro se encontraba a la altura del pecho de un hombre de mediana altura, ocupaban un lateral de la estancia. Sumó cuatro ventanas, en total.
Notó el movimiento a su espalda y el roce de una afilada uña sobre la tela que cubría su hombro izquierdo.
─¿De verdad te hubieras casado conmigo, inspector?
Estaba loca. Completamente desquiciada. Percibió la cercanía de Scott Glenn y los últimos pasos que daba tras un gesto de esa mujer.
Una suave mejilla le rozó la oreja derecha y las palabras sonaron claras, en su oído.
─Le prometí a tu compañero de trabajo que antes de entregarte le dejaría vengarse. Por algún motivo te tiene antipatía, querido.
El sonido de ropa doblándose provocó que su cuerpo se tensara al instante. Glenn se arremangaba las mangas de su camisa, con parsimonia. Disfrutando de su miedo. Tragó saliva. Por eso le habían amarrado de cara a la pared. Para que no pudiera defenderse.
El primer puñetazo cayó en la parte baja de la espalda, cortándole la respiración. Al mismo tiempo en que por el rabillo del ojo creyó ver al otro lado de la ventana unos redondos ojos de mujer en un rostro sucio bordeado por un enmarañado cabello.
Una patada en la parte posterior del muslo le hizo olvidar lo que acababa de imaginar.
Hijo de puta.
Apenas podía hablar.
─No saldrás de ésta, Glenn. No…
¡Dios!
Intentó respirar por la nariz pero no podía. No podía. Tensó la espalda al máximo pero los golpes no dejaban de caer sobre sus costados.
Al otro lado del cristal los ojos oscuros que creyó ver habían desaparecido.
El tiempo parecía alargarse sin fin.
Casi se echó a llorar de alivio al escuchar la puerta del pequeño almacén abrirse con lentitud. Desconocía el tiempo que había pasado pero se le había antojado eterno. Con cada golpe que llegaba. Con cada golpe que esperaba. Las piernas se le doblaron provocando que sus brazos y hombros soportaran el peso de su cuerpo. No podría aguantar mucho más sin perder el conocimiento.
Alguien le ofrecía un respiro.
VII
El Pozo de Londres.
El canal de mareas que discurría entre el puente de Londres y Rotherhithe era una vasta zona en la que destacaba el punto en que las mercancías importadas debían pasar la inspección y comprobación por los oficiales de aduanas. Un lugar frecuentado por marineros, comerciantes, delincuentes y propenso al pillaje o a los robos. Los sobornos estaban a la orden del día y por ello muchas de las grandes navieras de comercio habían comenzado a trasladarse a la extensa península rodeada por el río Támesis, conocida como la isla de los perros.
Saxton les había citado en el pozo para el intercambio pero no era el lugar en el que ese malnacido retenía a Elora y a Clive. No podía serlo. Saxton jamás se arriesgaría a facilitar una dirección en la que pudieran atacar antes de la hora convenida.
Se habían decidido por la segunda opción ofrecida por Sorenson. La Isla de los perros y por una sencilla razón. No era el condenado pozo de Londres.
Saxton jamás se expondría a caer en una trampa facilitando información veraz.
Sólo quedaba el otro.
A eso se sumaba otro dato crucial. Uno de los muelles de las Indias occidentales preparados para recibir a diario cargamentos de ron y azúcar de las Antillas, ubicado en la isla de los perros, solía servir de embarcadero de una empresa de la que, curiosamente, era dueño el duque de Saxton.
Pese a la existencia de una empresa intermedia el clan Thompson controlaba al dedillo qué entraba en su territorio, a quién beneficiaba y si les pagaban sus impuestos por proteger la valiosa mercancía. Curiosamente el duque de Saxton se negaba a pagar el diezmo de los ricos, como era conocido el pago a los clanes y gracias a su avaricia, ellos disponían de valiosa información.
Quizá el padre siempre supo que su hijo había sobrevivido al asalto a la prisión de Wandsworth. Quizá le importaba poco el alma negra con la que había nacido su retoño. Quizá la sangre fuera más espesa de lo que imaginó. O quizá, incluso él, sentía miedo de lo que había traído al mundo y había criado.
No importaba. Lo único que valía era la información compartida por los Thompson. Y era que el hijo usaba los muelles del padre, en la isla de los perros. Ignoraba qué había prometido Sorenson a los Thompson en compensación y él se negaba a hablar de ello. Más adelante no le permitirían esquivar sus preguntas.
Odiaba la zona portuaria desde sus tiempos de patrulla. Era un foco de conflictos y más de un policía había desaparecido en la oscuridad de los muelles o de sus aguas. Había zonas en que resultaba dificultoso respirar con normalidad y pese a ello el movimiento era incesante. A esas horas de la noche las calles de la ciudad estaban despejadas pero no los muelles.
Estos siempre respiraban vida.
El lugar se había concretado al dedillo. En la zona Norte de la Isla de los perros. En el pasillo entre uno de los nuevos embarcaderos construidos para facilitar el trabajo de traslado de los barriles, sacos y cajones de mercancía y uno de los almacenes construidos frente al río. Los Thompson lo habían identificado con facilidad. El embarcadero de la sirena. La talla de una desgastada sirena era el único resto de un buque hundido en las oscuras aguas del río debido a un boquete en el casco y desde entonces permanecía a la vista de todo hombre de mar, como un recordatorio del peligro inherente a esa vida.
Tenían que estar dentro del almacén de tres alturas construido con duro ladrillo. El interior estaba hueco. Habilitado para almacenar cuantos más barriles, mejor, en la planta baja se podían localizar dos estancias cerradas en la que custodiaban la carga más valiosa. El resto del espacio era diáfano.
Casi todos los almacenes copiaban esa misma distribución.
Habían descubierto a cinco hombres de Saxton en los alrededores pero de éste no había ni rastro. Por el momento. Quizá ya estuviera dentro del edificio. En ese caso tocaba acabar con la vigilancia exterior, evitar que avisaran al resto y entrar. Por el camino ya se habían librado de un par de hombres que intentaron dar la voz de alarma. No lo harían de nuevo. A uno le había matado Torchwell sin un atisbo de piedad. El otro ni siquiera había visto llegar a Sorenson. También debían acertar con la condenada estancia en la que mantenían prisioneros a sus amigos. A la primera.
A su izquierda Peter sacó el reloj que siempre portaba en el interior de su chaqueta para guardarlo a continuación.
─No queda demasiado para el amanecer. Debemos apresurarnos.
Rezó porque no se hubieran confundido de lugar.
Los seis descabalgaron y se pusieron en marcha, a pie. En dirección a la zona de los almacenes. Sorenson y sus dos hombres, Torchwell, Peter y él. Salvo por el movimiento de las sombras que se difuminaban contra el suelo o paredes apenas se distinguían sus formas.
Peter se deslizaba con seguridad a su izquierda. Habían esquivado a un hombre solitario de aspecto cansado que habría terminado su jornada y dos grupos de hombres formando escándalo. Tan centrados en sí mismos y en decidir el destino de su paga que apenas se dieron cuenta de su cercanía.
La zona era inmensa y los edificios se alzaban imponentes.
Casi sin darse cuenta habían alcanzado el perímetro del muelle. El embarcadero era amplio y dos barcos estaban amarrados a cada lado. Ahí estaba la talla desgastada en forma de sirena. Frente al embarcadero dos edificios se erguían. Y ambos estaban ocupados en esos momentos. Una luz tenue se filtraba por las ventanas inferiores que daban a la calle.
Los cuatro agentes enviados por Strandler se les habían unido poco antes de partir en dirección a los muelles. Eran jóvenes. Demasiado y parecían bastante más asustados que ellos. De poco les servirían frente a Saxton así que les dividieron en dos parejas para patrullar los alrededores e intentar detener a aquellos que trataran de acercarse demasiado.
Poco a poco el movimiento de personas crecía. Comenzaban a llegar, con lentitud, los hombres en busca de trabajo en la carga y descarga de barcos. Hombres desesperados.
Escuchó a Sorenson jurar en voz baja.
─Tendremos que separarnos.
No esperaba eso.
Sintió la preocupada mirada de Peter sobre él.
Esta vez no se separarían. No pasarían de nuevo por lo que ocurrió en la prisión de Wandswoth.
VII
─¡Le están golpeando!
La palidez en el rostro de su Jules al atisbar al interior del almacén le hizo mirar de seguido ¡Maldita sea! Tenían a Clive Stevens amarrado, indefenso y le estaban dando una paliza de muerte.
Apenas se sostenía sobre sus pies.
Tras dejar atrás el carruaje Jules y él se habían deslizado entre las montañas de objetos hasta dar con el lateral del edificio al que se dirigía el hombre de Saxton cargando con Elora, para llevarse una de las mayores sorpresas de su vida. En su interior retenían a Clive. Y su insensata prometida quería lanzarse de cabeza en su rescate. Con una sola pistola y un par de cuchillos.
─¡Y está rodeado!
─Pero, ¡le están apaleando!
Al diablo con todo. Se volvió hacia Jules.
─Está bien. Quiero que te quedes aquí y si se acerca alguien grita como una loca.
─¿Y si no me sale la voz?
─Entonces te tiras al suelo en plancha y te tapas la cabeza con los brazos.
─¡No puedo!
─Puedes y lo harás, mujer.
Un horrible gemido se filtró a través de la ventana trasera en la que se habían apostado. Jules sintió la horrible necesidad de taparse los oídos con las manos. Alejar ese angustioso sonido de dolor.
Unos dedos presionaron su mejilla para que alzara la mirada. Sintió el frío del metal contra una de sus manos. Jared le daba su arma. La única que llevaba encima dejándole indefenso ante un ataque. La protegía a costa de su seguridad. La angustia en el pecho casi le asfixió.
─Prométeme que harás lo que digo. Si alguien en quien no confías se acerca no dudes, mujer. Dispara a matar. Sin pensarlo dos veces. ¡Júramelo!
Tan serio. Jared hablaba tan serio que no se asemejaba en nada al hombre que creía conocer. Apabullaba un poco.
─Prométemelo. Promete que no te moverás de aquí hasta que yo vuelva.
Otro gemido de inmenso dolor. Los músculos de la mandíbula de su prometido se tensaron.
─He de entrar. No aguantará mucho más.
─Debiera entrar contigo, Jared. Y distraerles o…
─¡No!
─Jared…
─¡No! Y es definitivo.
─¿Y si te disparan o golpean o te arrancan el cabello o…?
Dios mío, estaba desvariando medio histérica. Entonces lo farfulló.
─Él no se bajó del carruaje del que sacaron a Elora, Jared. Está ahí fuera.
Los ojos color jade le miraron de frente mientras ambos permanecían en cuclillas con las coronillas al ras del borde de la ventana de la habitación en la que retenían a Clive Stevens. Jared también se había dado cuenta por la manera en que entrecerró los ojos al escucharle.
Martin Saxton no se había bajado del carruaje.
Otro hombre había descendido con el desmayado cuerpo de Elora y ellos no tuvieron opción. Optaron por seguir el rastro de la mujer que lo había arriesgado todo por ellos. Y al hacerlo perdieron la pista de su mayor enemigo.
Unos labios se presionaron con suavidad sobre los suyos. Masculinos y firmes. Esa misma boca pronunció un prométemelo, mujer. Hazlo. Y ella lo hizo asiendo con firmeza la culata del arma. No le defraudaría. No lo haría.
Jared se irguió y algo plateado brilló en su mano.
Un cuchillo de hoja curva.
Jules se tensó y un incontrolable temblor le recorrió entera. Si Jared entraba con un cuchillo en esa habitación le iban a matar. Trataría de salvar a Clive, a Elora pero él no saldría vivo del interior de esa habitación y ella… Ella ya vivía en un mundo demasiado oscuro como para perder lo poco que le regalaba luz o paz. Las palabras pugnaron por salir, por gritar, por rogar que no entrara. Que si le pasara algo, que si…
Un extraño sonido se filtró del interior. Algo ocurría. Aferró con desesperación la mano del hombre que se disponía a entrar deteniéndole de golpe y tirando de él hacia abajo.
Quizá el destino se había aliado con ella por una vez en la vida.
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