Capítulo 27
I
Apenas podía creérselo. La insistente llamada a la puerta vino acompañada de la encorvada figura del viejo Sampson, resoplando del esfuerzo para llegar cuanto antes. La crispación en su rostro le revolvió el estómago y no era para menos. Las noticias que traía consigo eran turbias.
Sorenson había descubierto a quién retenían en Bethlem. No era la hermana de Elora sino alguien igual de cercano a ella. Su difunto marido. Vivo, respirando aunque algo maltrecho y así había permanecido durante todos esos años en que su mujer le creyó muerto. Prisionero en las garras del mismo hombre que lentamente les estaba cercando.
Maldijo en voz baja.
Sorenson se había adelantado para preparase, para colocar a sus hombres en los alrededores del hospital de San Bartolomé y controlar las entradas o salidas en el barrio en el que se asentaba la maldita mole del edificio hospitalario. El plan se precipitaba y las prisas no eran buenas. No teniendo en su contra una mente sagaz y completamente amoral.
El anciano marinero fue breve. Neil Dawson seguía vivo y acababa de ser trasladado de vuelta a San Bartolomé. Y no sólo eso. Según las palabras del médico que le había tratado ese hombre estaba convencido que allí encontraría a Claire Robbins.
Por un fugaz instante la mente de Rob recordó las palabras de Maura Kennedy, la hermana del joven carnicero, tras ser rescatada por Clive y Torchwell a las afueras de la ciudad.
Entre ella y Barbara Gates lograron envenenar a cuatro hombres en total y de ellos trasladaron a uno al hospital de Bethlem para evitar que muriera intoxicado. El resto simplemente desapareció sin dejar rastro. Esperaron poder salvar a más pero al retornar una tarde al trabajo habían desaparecido de la faz de la tierra. Tanto hombres como mujeres. Todos menos uno de los prisioneros y esa persona era una mujer.
Su mente recordaba lo que dijo con extrema nitidez como si algo importante se le escapara. Por algún motivo su cerebro lo enlazaba con algo con lo que topó en algún momento de la búsqueda de Saxton pero se le desvanecía entre los dedos, como líquida y transparente agua. En cuanto una imagen comenzaba a formarse, no tardaba en desaparecer. Una figura borrosa.
─¿Rob?
Se giró hacia Peter con el ceño aún fruncido.
─Se me escapa algo, Peter.
─¿Qué?
Ojalá lo supiera. Ojalá su mente apartara ese tupido velo que parecía cubrirlo todo en cuanto pensaba algo relacionado con Saxton. Con sus prisioneros. Con Neil Dawson y su mujer. Con la condenada pesadilla que les envolvía. Recordaba la información facilitada pero eso, lo que rebuscaba con desesperación en su memoria, se le escapaba.
─La enfermera nos dijo que la mujer permanecía oculta entre ellos.
Sintió la oscura mirada de Peter sobre su rostro.
─¿De qué hablas, Rob?
Oscura y preocupada. Por un segundo a punto estuvo de sonreír y tranquilizar al grandullón. Decirle que todavía estaba medianamente cuerdo y no había perdido la chaveta. Aún. Lo cual era un soberano milagro.
─Lo que dijo Maura Kennedy ¿Lo recuerdas? Sobre los hombres y mujeres que mantenían prisioneros en San Bartolomé. Los padres de los bebés.
─Que no pudieron salvarles a todos. Que desaparecieron, de repente.
─Todos menos dos. Un hombre y una mujer. Al que envenenaron se lo llevaron al hospital de Bethlem ─La oscura cabeza de Peter asintió mientras le escuchaba─. El hombre era el marido de Elora. Ahora lo sabemos.
─¿Y ella?
─Creo que la mujer a la que se referían era Claire Robbins, Peter. Tiene que ser ella.
Entonces lo recordó. De repente. Y con ello su mente formó la imagen de una mujer bajita y de cabello muy corto, morena. Con el redondo rostro mugriento y tan parecido a otro que conocía bien que sintió ganas de golpearse a sí mismo. Una mujer que se le abalanzó en los pasillos del hospital de San Bartolomé para prevenirle. ¡Por todos los…!
─¡Maldita sea!
Peter se tensó a su lado.
─¿¡Qué?!
─¡Le vi en el hospital, Peter!
─¿A quién?
Sentía la mirada de todos los presentes sobre él. Atentos a sus palabras y el nerviosismo dominaba el ambiente.
─A Claire Robbins. A la hermana de Elora y ¡no me di cuenta!
La exclamaciones se sucedieron a su alrededor. Respiró profundamente.
─Venga, Rob, no…
No, por favor. No soportaría la duda en la mirada o la voz de Peter. No después de haberle fallado a esa mujer. No después de no haberse dado cuenta antes.
─No. Espera y escucha, por favor. Por favor ─no podía mirar al resto. No podía─. La mujer que nos previno sobre Titus en el hospital, Peter. Aunque su rostro estaba sucio era inconfundible. Tan semejante al de Elora Robbins y le dejé ir. Maura Kennedy nos dijo que aparte de aquel que intoxicaron escapó una mujer y que se ocultaba entre ellos. Entre ellos, Peter. Se refería a los enfermos. Que lo supieron por Titus y éste conocía a Claire Robbins. Ella sigue oculta en el hospital, Peter. En algún lugar de ese infierno. Aprovechó nuestra visita para salvar a Titus y lo consiguió. Logró que le sacáramos de ese pozo. Es lo único que tiene sentido en todo esto, Peter ─fijó su mirada en la oscura que no se apartaba de él. Casi con miedo─. Dime que tiene sentido lo que digo. Que no estoy perdiendo la cabeza ni veo fantasmas donde no los hay.
No decía nada. El grandullón no decía nada por lo que se acercó un paso. Un pequeño paso.
─¿Peter?
Los oscuros ojos le recorrieron con lentitud el rostro antes de hablar.
─¿Estás seguro?
¿Lo estaba? Dios, ya no estaba seguro de nada salvo del hombre que le hacía esa maldita pregunta. El redondo y mugriento rostro de Claire Robbins apareció vívido en su mente. Abrió la boca para responder pero la ronca voz de Peter se adelantó
─A mí me vale, canijo. Aunque no estuvieras seguro, siempre me valdría.
Exhaló el aire que permanecía atascado en sus pulmones y sintió una tranquilidad que no percibía desde hacía tiempo. Tuvo tales ganas de responder con un gracias que le costó un mundo guardárselo dentro pero así era su vida. Era lo que tenían. A lo que tendrían que acostumbrarse si permanecían juntos. Y lo contrario no era una opción. No entre ellos. Muros que no podían quebrantar ante terceros ajenos al amor que les unía. No poder demostrar lo que las palabras del hombre que confiaba en él le hacían sentir y todo por la presencia de dos agentes de policía que desconocían que ellos se amaban. Que posiblemente les rechazaran por ello. O les denunciaran.
Calló con dolor. Su mirada habló sin límite alguno y la hermosa sonrisa de Peter sencillamente contestó. Asintió de manera apenas perceptible antes de que Jared les interrumpiera.
─Eso significa que esa mujer permanece ahí dentro.
─Y debemos localizarle ─finalizó la frase Jules.
La curiosa expresión de Peter llamó su atención mientras clavaba la mirada en esos dos. Jules Sullivan estaba sofocada lo cual era extremadamente extraño en ella y Jared no se apartaba de su lado sin que ella intentara alejarse subrepticiamente. Curioso. Algo había ocurrido entre esos dos. Algo la mar de interesante. El caso es que juraría que habían entrado al cuarto en el que el resto permanecía reunido con un par de dedos entrelazados. En un principio creyó ver un espejismo dado el rechazo mutuo mostrado por ambos pero en cuestión de amores uno no podía fiarse ni de su sombra.
Se alegró por ellos ya que el hombre era terco y se le había metido entre ceja y ceja casarse con la dama. Un matrimonio sin amor como los que abundaban en la sociedad en la que vivían tenía que ser el infierno en vida. No lo deseaba para esa pareja.
Apartó su atención de ellos para centrarla de nuevo en el ataque a planear y en la ronca voz del hombre que quería. Inclinado sobre la mesa, Peter centraba su atención en los planos desplegados del subsuelo de Londres.
─Los túneles se cruzan en dos puntos ─con el dedo índice iba marcando los lugares indicados en el papel─. En la bifurcación con el punto central del alcantarillado de la zona, a medio camino bajo tierra entre el hospital y el mercado y, el otro, poco antes de la salida al exterior. El mismo lugar en el que aparecen en los planos tres estancias alargadas y amplias. Durante una época los emplearon de lugar de almacenamiento de las carcasas a la espera de los turnos de extracción. Actualmente debieran estar abandonados. El resto del subterráneo está formado por estrechos túneles en los que apenas hay espacio para que pase algo más ancho que los vagones con la carga.
─¿Y si hubiera más salidas de las que creemos? ─inquirió Jared.
Peter se volvió hacia él.
─¿A qué te refieres?
─Si yo empleara los túneles como medio para mover contrabando, para traficar con personas o hacer desaparecer aquello que no me interesa que encuentren, no me contentaría con dos entradas y una salida al exterior.
No lo habían pensado. Jared continuó pero los presentes comenzaban a intuir a lo que se refería.
─Crees que han podido excavar alguna otra salida al exterior.
─Sí.
─¿Cuántas?
Jared lo sopesó antes de contestar.
─No demasiadas para no llamar la atención pero las suficientes para facilitar el movimiento de la mercancía. Posiblemente un par en lugares estratégicos. Quizá edificios cercanos en los que la entrada y salida de personas no llame demasiado la atención.
Rebuscó sobre la mesa hasta separar un mapa del barrio de Smithfield. Era amplio. Por la tensión que se acababa de apoderar del cuerpo de Peter supo que se le había ocurrido algo.
─¿Peter?
─Cerca del mercado está la iglesia de San Bartolomé el grande. El movimiento de gente es continuo. Nadie se fijará en la entrada y salida de personas aunque acarreen bultos. Si tiene una cripta bajo el suelo…
─Saxton no habrá dudado. Le da igual lo que represente. Para él no sería más que un medio para un fin.
─Tendremos que apostar a un par de personas para asegurarnos o aventurarnos a indagar ─propuso Peter.
─No hay tiempo si queremos atacar esta noche ─intervino Jared─. Sólo resta vigilar las salidas de la iglesia y rezar porque Saxton se conformara con un único punto de salida de los túneles.
Maldita sea. Todo se enredaba.
Con claridad Peter se dirigió a todos los presentes.
─Está bien. Dejaremos a un par de hombres controlando la iglesia pero lo que nos interesa esta noche es nuestra gente. El resto es secundario. Tenemos tres…
─Y atrapar a Saxton, Peter.
Pronunció la frase con tranquilidad porque era un hecho. Peter no lo había dicho y debía decirse. En voz alta. No podían dejarle escapar de nuevo. No a ese animal.
Los negros ojos se centraron en él. Intensos. Antes de contestar.
─Y matar a Saxton.
Las palabras de Peter, duras pero claras acallaron hasta las respiraciones de los que les rodeaban. Por el rabillo del ojo le pareció que Strandler iba a rebatirle pero el joven agente que le acompañaba le dirigió un gesto para que callara lo que fuera a decir. Se adelantó a Jared, quien no tardó en hablar con tremenda dureza.
─Por mi hermana, por vosotros y por todos aquellos que ese hombre ha destruido o ha dañado, no merece otra cosa. Si me dan la oportunidad, yo tampoco dudaré. Le mataré.
Peter no apartó la mirada de las más clara de Jared hasta pasados unos segundos antes de que su rostro se relajara poco a poco y optara por continuar. Ni siquiera Clive emitió ni un murmullo. El hombre más pacífico y justo que conocía. Eso gritaba a voces de la negra alma del hombre que enfrentaban.
Pocas eran las ocasiones en que desconocía cómo iba reaccionar Peter pero esa había sido una de ellas. Si alguien hubiera emitido aunque fuera una mínima protesta, no sabía lo que hubiera hecho. Lo único que tenía claro es que él se hubiera posicionado hombro con hombro junto al hombre que quería. Siempre. Dio un paso lateral hasta quedar costado con costado con Peter, al borde de la mesa.
─Como decía, tenemos tres opciones. Que les retengan en el propio hospital de San Bartolomé, en la cámara central de la red de alcantarillado o en alguna de esas estancias cercanas a la salida al exterior. Eso si no les mantienen separados.
─Necesitarían vigilancia continua por parte de, al menos, un par de hombres por cada cautivo. Demasiada gente para esa tarea. Saxton debe intuir que vamos tras él por lo que querrá disponer del mayor número de hombres cerca ─intervino Clive─. No creo que sepa que hemos descubierto lo que esconde bajo el suelo, Peter.
─Puede pero lo tendrá previsto. Ese hombre no deja nada al alzar. Tendrá algo preparado.
Rob se mordió el labio inferior. Odiaba a ese hombre con todas sus fuerzas y desearía poder mantenerse alejado de él. Lejos de esa mente enfermiza.
Desearía tener tiempo.
Desearía…
─El hospital dispone de la entrada principal, dos más en los laterales del edificio, una trasera y otra que da a la zona de las cocinas, en el sótano ─continuó Peter─. A esta última se accede por unas escaleras. Conviene que ese sea el punto de acceso. Está resguardado y ubicado en la parte lateral derecha del edificio. Apenas iluminada por la noche.
Jules Sullivan asistió antes de hablar.
─Estoy de acuerdo. No nos costará llegar a la cocina y dudo que haya personal en ella a esas horas. Quizá algún ayudante terminando de limpiar los restos del servicio de cena pero nos desharemos de él.
─¿Cómo?
La joven intercambió una curiosa mirada con la abuela de Mere.
─Ya se nos ocurrirá algo.
Peter quedó quieto un par de segundos antes de aceptarlo.
La grave voz de Clive intervino.
─De allí tendremos que llegar al despacho de Piaret. La única forma de acceder a los malditos túneles sin que lo esperen.
Clive estaba pálido. Extremadamente pálido y él lo entendía. Lo comprendía tanto. Estar alejado de alguien que quieres sabiendo que está herido o quizá malherido. No importaba el tiempo. Un año, dos años… unas horas. Lo que dolía era saber que el otro sufría y no poder evitarlo. Desconocía el alcance de los sentimientos que unían a su compañero y a Ross Torchwell. Pero intuía que eran profundos. Realmente profundos. Y daba igual que Clive estuviera interesado en una dama que tenía intención de presentarles en los próximos días. Ahora él no pensaba en ella sino en el hombre que estaba en las garras de Saxton.
Era complicado. Regir sobre los sentimientos era difícil, por no decir imposible. Se puede luchar pero con ello sólo consigues dañarte a ti mismo y a los que rechazas.
Esa era una lección que Clive estaba recibiendo a base de duros golpes.
Con una suave palmada sobre el hombro de su compañero comenzaron a trazar el plan. Detallado y separando los grupos que habrían de intervenir. Los que accederían en primer lugar al hospital de San Bartolomé para dar acceso libre al resto por el punto de entrada seleccionado. Jules, la abuela Allison y Jared poco después. Parte de los agentes asignados al caso tendrían que vigilar la iglesia de San Bartolomé el grande pero, si no recordaba mal, una verja de hierro la bordeaba. Eso jugaba en su favor ya que no tendrían que controlar todo el perímetro sino únicamente las puertas de acceso.
Sorenson ya habría organizado el perímetro al detalle. Clive junto con éste y la policía debían localizar a los prisioneros y hundir la maldita organización de ese enfermo de una vez por todas. Asegurarse de que no tenían en su poder a más desgraciados ni a sus bebés para vender. Capturar al médico para el que nada valían las preciosas vidas de unas criaturas, salvo para experimentar con ellas por el mero hecho de haber nacido con alguna deformidad y a su ayudante y amante, Angelique Mayers. Clausurar los túneles para siempre.
Él y Peter no tenían opción. No esta vez.
Cazar a Saxton y matarle.
No se atrevió a mirar a Peter, colocado a su lado mientras sus pupilas observaban cada línea, cada detalle de los planos.
Tenían una hora antes de partir. Una hora que cada cual elegiría con cuidado cómo disfrutar. Algo le decía que la abuela Allison se quedaría con su padre. Quizá sentados junto al fuego y en silencio con los dedos de la mano entrelazados, respirando y disfrutando de la calidez de tener a aquél que amas a tu lado y sabiendo que en unas horas lo arriesgas todo incluso la posibilidad de perderlo. Marcus Sorenson no se apartaría de los aledaños del hospital y quizá tuviera que luchar contra sí mismo para aguantar sin entrar en busca de la mujer que quería más que a su vida. No le gustaría estar en su pellejo o en el de aquél que debía impedirle mandar todo al diablo y hacer lo que su corazón le pedía.
Clive quizá pasara esa hora en compañía de Melody Maple. Quizá lo necesitara para apartar de su mente otra figura completamente opuesta a la de la mujer con la que creía poder compartir su vida. No era él quién para decirle que contra lo que siente el corazón no se lucha, por mucho que te empeñes. Que él lo aprendió a base de dolor, miedo y felicidad pero valía la pena. Dios, vaya si valía la pena.
Él, no tenía duda alguna. Compartiría esa hora con aquél sin el que no podía vivir. Una hora para hablar, para sentir, para amarse. Daba igual.
No desperdiciar quizá las últimas horas de su vida lamentándose con lo que pudo ser de no haberse cruzado en su camino un hombre que quería destrozarles. No lo permitiría. Ni a sí mismo ni a Peter.
Esa hora sería única. Igual que el amor que les unía.
II
─Creí que estabas muerto. Cuando fuiste en busca de Claire y no volviste a casa conmigo y con los niños creí que…
No podía continuar. Sencillamente las palabras no salían.
Su mente no asimilaba que Neil hubiera sobrevivido y permaneciera quieto ante ella, sin pronunciar una palabra. Observándola con una tranquilidad inquietante.
A su izquierda sentía las respiraciones de Ross Torchwell y su abuela. Nada decían pero permanecían atentos a su tensa conversación. Intuyendo, quizá, que no debían intervenir.
─Claire está viva, Elora.
Una sensación opresiva se centró en su pecho. Él no le había preguntado por sus niños y eso, simplemente eso, evidenció lo lejos que el hombre que un día quiso se encontraba de ellos. Otra parte de su corazón se llenó de calor. Su Claire estaba viva. Su gemela.
Apartó lo demás. Sus niños se bastaban con ella, con su amor y el de aquellos que habían sustituido el cariño paternal. No necesitaban de un padre que jamás les quiso o que les vio como un nudo más que le ataban a la mujer que nunca amó.
─Y está aquí.
La respiración se le congeló en la garganta.
Aquí.
─¿Qué…?
─Me has oído. Me costó dar con ella, Elora. Mucho. Conseguí pelear y adentrarme en los bajos fondos. Semanas de infierno pero llegó a mis oídos lo de las mujeres. Les retenían por algún motivo y necesitaban ser vigiladas.
─¿Llegaste a verle?
Los claros ojos se clavaron en los suyos.
─Sí.
Necesitaba preguntarlo. Lo necesitaba.
─¿Por qué no volviste, Neil? ¿Por qué…?
No podía seguir. Si seguía, lo que su dolido corazón ya sabía sería dicho en voz alta y jamás podría borrarse como si nunca hubiera ocurrido.
─Porque tú no eres ella. Porque nunca lo fuiste.
III
El agente Strandler acababa de recibir una nota. Sus superiores habían dado vía libre a la petición urgente de refuerzos. En media hora dispondrían de suficientes efectivos como para copar todos los accesos al hospital de San Bartolomé, al hospital de Bethlem y de la salida al exterior del mercado de ganado aunque ésta siempre estaba controlada por personal del propio ayuntamiento.
Los efectivos se reunirían en la comisaría del distrito colindante a una hora en que cambiaban los turnos, llamando con ello la mínima atención imprescindible. Pese a ello se formaría revuelo ya que veinte hombres reunidos en un lugar y hora en concreto no pasarían desapercibidos pese al intento de ocultarlo y más teniendo en cuenta que los tentáculos de Saxton se extendían por toda la ciudad.
Eso significaba que en veinte minutos o como mucho media hora más tarde Martin Saxton estaría al tanto de que esa noche iba a ocurrir algo gordo, poniendo en sobre aviso a su hombres. Quizá incluso intentaría huir para enfrentarles otro día pero algo en su fuero interno le indicaba a Rob que no. Que esta vez se cruzarían definitivamente sus caminos.
La lucha se avecinaba e iba a ser despiadada.
─No nos queda mucho tiempo, Rob.
Lo sabía. Maldita sea, lo sabía. Y quería más tiempo. Para pasarlo con Peter. Sin interrupciones. Sin miedos.
Habían quedado a una hora en concreto en la esquina entre la calle Lindsey y la calle Charterhouse. A una distancia cercana a la mole que era el hospital. Intuía que a Peter le preocupaba lo inmenso que era el centro y la dificultad que supondría tratar de controlar las salidas y entradas. Por mucho que tuvieran de su lado a Sorenson, a sus hombres y dos docenas de agentes preparados para una condenada guerra quedarían flancos abiertos. Siempre ocurría.
En el burdel casi fallaron y fue una pequeña mujer la que logró lo que todo un regimiento de hombres fue incapaz de evitar. Colarse disfrazada de prostituta y sorprender al enemigo ella sola. Por un segundo se alegró que Mere no pudiera unirse a ellos. No quería que viera de nuevo a Saxton o que éste le intuyera cerca. Ni la posibilidad de enfrentarle. Por una vez el destino se aliaba a su favor.
En el barco Saxton se les escurrió entre los dedos. A él. Por no prever lo casi imposible. Que un hombre adulto aprovechara un resquicio en el casco de un barco para escapar. Meses después todavía soñaba en ocasiones que escuchaba el ruido del agua al salpicar por el golpe del peso de un cuerpo al caer sobre la plana superficie del Támesis. Soñaba que lograba gritar y que le capturaban. Que le encerraban de por vida. Que no les molestaba más. Incluso que la caída le dejaba inconsciente, ahogándose en esas turbias aguas. Un sueño imposible. Suspiró atrayendo la atención de Peter.
No les quedaba demasiado tiempo. Ya había transcurrido un cuarto de hora y cada vez pasaba más rápido. No dejaba de fijar la mirada en las agujas del reloj. Se movían tan rápido.
─Demasiados cabos sueltos.
Apenas escuchó la frase de Peter pero podía leer su mente. No le gustaba dejar cosas al azar y el plan que habían trazado iba a necesitar de una buena dosis de buena suerte para que algo no fallara. Y tal y como iba su relación con la diosa fortuna, comenzaba a temer lo peor.
─No tenemos opción, Peter. No con Elora, Ross y la marquesa en manos de ese animal.
Los oscuros ojos del grandullón se cerraron unos segundos y con cuidado dobló el plano del hospital. Una de las copias que habían conseguido. Observó el movimiento del cuello de Peter al tragar. Estaba inquieto.
─Tengo un mal presentimiento, canijo.
Dios, ojalá fuera solamente él y pudiera tranquilizarle.
─Y tú también.
No le contestó. Sencillamente se acercó a él y le quitó el arrugado plano de las manos. Puede que no salieran de ésta sanos. Puede que pasaran tantas cosas que era el momento de dejar de pensar.
Tras finalizar la reunión todos se habían dispersado y nadie había preguntado al resto qué iban a hacer. Era su decisión. Pasar ese tiempo con quien desearan y como quisieran.
Él lo tenía tan claro que asustaba, a veces. En la casa Aitor dejó que Peter aferrara un par de planos y tras guardarlos a buen recaudo bajo su abrigo apenas habían tardado en ocupar sus monturas y dirigirse a casa de Peter. Doyle y Julia se habían quedado atrás, permaneciendo en casa de Mere. Al igual que Guang y Titus. A salvo y a la espera. El pequeño oriental había expresado en alto su disconformidad con el plan pero una promesa hecha a Peter, le acalló finalmente. Si algo salía mal la protección de su familia quedaba en sus manos.
El abrazo de Peter y Doyle le había creado un maldito nudo en medio de la garganta. Doyle se debatía entre quedar atrás, al cuidado de su familia o acompañar al hermano que amaba con todo su corazón. Una dura elección. De las más duras que había tenido que tomar en su vida. Al final, Peter lo hizo por él. Con un suave cuida de ellas, hermano y un beso en la mejilla del hombre le dejó atrás con ojos angustiados. Unos ojos transparentes que dolía mirar y que le suplicaron a él que cuidara del hombre que no miraría por sí mismo sino por el bienestar de los demás. Ese era Peter. Su Peter.
No dijo nada a Doyle. Su mirada lo hizo por él. Él cuidaría y protegería al hombre que lo iba a arriesgar todo.
No hacía falta despedirse del resto ya que se reencontrarían en una hora en el punto señalado.
Sus monturas habían volado por el empedrado de las calles de la ciudad. No había notado el frío ni el cortante aire golpear su rostro. Sólo quería llegar a casa de Peter y quedar a solas con él. Tras cruzar la puerta de la mansión habían dispuesto de unos minutos para poner a sus hombres al tanto y que éstos se organizaran en dos grupos. Más ayuda de cualquier tipo significaba menos bajas en su lado.
Por primera vez en días se permitió relajarse.
Se quedó a un pequeño roce de distancia de él. Ambos cerca de la cálida chimenea ubicada en una esquina del dormitorio de Peter, sintiendo en el costado el calor de las llamas y las brasas a su alrededor. El atardecer estaba dando paso a la noche. A una noche de luna llena. La luz apenas se dejaba ya entrever por lo que prendió fuego a los candelabros colocados en diferentes puntos de la habitación. Incluso el leve calor que desprendían era de agradecer.
Centró la mirada en el hombre que, ubicado frente a él, se acomodaba en los aposentos tras dejar sobre la cómoda el reloj que siempre llevaba consigo en el bolsillo interior de la chaqueta y el resto de las pertenecías que ocupaban sus ropajes. Se desprendía lentamente de la chaqueta, ensimismado. Le encantaba observarle mientras se desnudaba. Con naturalidad.
Habló con suavidad llamando la atención de Peter.
─¿Sabes lo que me dijo mi viejo una vez?
Peter frunció levemente las cejas, sorprendido. Sus manos quedaron paralizadas en el primer botón de la camisa.
─¿Qué?
─Que el amor no llama dos veces a la misma puerta ─el silencio rodeó sus palabras─. Que no temiera decirte lo que sentía. Que no me ibas a esperar eternamente.
La oscura cabeza se ladeó levemente hacia un lado antes de recorrer el poco espacio que les distanciaba e inclinarse hasta pegar sus labios a los suyos. Labio contra labio. Suave presión. Unos segundos que se le hicieron tan cortos que deseó gritar que no se alejara. Que se quedara con él.
─Se equivocaba, canijo. Tu viejo se equivocaba.
No necesitó preguntar.
─Esperaría una eternidad.
El nudo en el pecho le impidió respirar. Quizá por la emoción o por el maldito miedo a perder lo que tenía.
─Tengo miedo, Peter. De perderte. De…
Un suave dedo presionó en el mismo exacto lugar en que lo habían hecho antes sus labios. Sintió que delineaba su forma sin apartar la mirada de la suya. Dios, tenía unos hermosos ojos. Tan oscuros que era difícil perfilar la pupila. Profundos pero sobre todo llenos de amor.
Alzó ambas manos para rodear ese duro rostro. Con la punta del dedo acarició la cicatriz que lo recorría. Ya no trataba de ocultarla, ni se giraba en sentido contrario a las miradas inquisitivas o curiosas. Ya no se avergonzaba.
Con suavidad inclinó la cabeza de Peter y él se dejó llevar. No supo por qué pero recordó la promesa que se hizo estando los dos agentes en el salón. El deseo de haber podido expresar lo que quería al hombre que besaba sin trabas. Sin vergüenza. Lo hizo. Lo hizo con sus labios, saboreando al hombre que amaba. Acariciando su rostro con dulzura, memorizándolo con las palmas de las manos y las yemas de los dedos. Sintiendo la textura áspera del principio de barba en su mentón. La dura mandíbula.
No pudo evitarlo. Sus ojos se desviaron hacia las agujas del reloj de pie, una vez más.
─Olvídalas, canijo ─Sintió un suave tirón en el cabello para que su rostro se volviera de nuevo hacia Peter─. Esta media hora es nuestra y nadie nos la quitará. Nadie.
Sonrió bajo sus labios porque tenía razón. Nadie se interpondría entre ellos. No durante el corto tiempo que permanecerían juntos antes de salir en busca de ese animal.
Odiaba los pequeños ojales de sus camisas. De verdad que, a veces, los odiaba pero le encantaba la sonrisa guasona de Peter al darse cuenta de su desesperación. Sintió los largos dedos cubrir los suyos para retirarlos y con parsimonia abrirlos él mismo, poco a poco. El muy condenado sabía que le ponía frenético la espera, que si por él fuera se los arrancaría pero no le dejaba. Diablos, comenzaba a sudar como siempre que su piel rozaba la de Peter. Estaba algo más cálido que él. No demasiado. Al principio le intrigaba la diferencia de temperatura pero su cuerpo no tardó en acostumbrarse y en recibirlo con agrado. Lo suficiente para notar ese calor extenderse por su propio cuerpo.
Bastaba un roce para encenderle. Un sencillo roce en la espalda o en su esternón. En los hoyuelos que marcaban la parte superior de sus glúteos y que siempre le avergonzaron. A Peter le encantaban.
Se besaban con desesperación. Quizá temiendo lo que podía llegar esa noche. Sabía a gloria. Sabía al hombre que su cuerpo reconocía como aquél que quería.
Las ropas quedaron en el suelo, con algún ojal semi desgarrado. No pudo evitar sonreír al escuchar la suave protesta del grandullón y los negros ojos abrirse como platos al prometerle que le compensaría con creces. Que no se lo cosería pero que estaba dispuesto a pagarle el destrozo con besos y caricias.
Así fue.
Le volvía loco tenerle tendido en el lecho. Rígido y a punto de estallar. Le encantaba acariciarle con la lengua y darle suaves besos en esas caderas. En la clavícula, el hombro, el firme esternón, las costillas y el ombligo. Haciendo enloquecedoras eses y humedeciendo el camino con su lengua. Seguir un recorrido que enloquecía a Peter pese a ya conocerlo. Disfrutaba al ver la manera en que apretaba los puños a los lados de esas caderas tratando de aguantar el impulso de abalanzarse sobre él y amarle.
Sujetándole firmemente de la cintura inició el movimiento para que se girara, quedando boca abajo sobre la cama. Sintió la mirada de esos ojos en su rostro, algo aprensivos. Cada vez se sentía más cómodo bajo sus manos pero a pesar de ello siempre le costaba mostrar esas malditas palabras que le recorrían la espalda. El recordatorio del infierno. Pese a ello lo hizo mostrando a sus ojos la extensión de esa espalda, la estrecha cintura, el redondo trasero y los firmes muslos.
Abrió el cajón de la mesilla donde lo tenía oculto.
El olor al destapar el tarro arrancó una bronca risa al grandullón, relajándole al completo. Se sentó sobre la parte superior de sus muslos tan desnudo como el hombre tumbado bajo él. Tan caliente.
─¡Y yo acusando a Doyle de habérmelo robado para dejar como un flan a su mujer! Serás… ─el suave gruñido apagó la palabras que acababa de lanzar entre dientes─. Y peor, rogando al Dr. Brewer para que me fabricara un lote completo de bálsamo. Casi me explota la cara de la vergüenza cuando me preguntó para qué quería tanto ungüento mentolado. Serás…
El suave mordisco en el trasero acalló a Peter de golpe. Una manaza enorme se posó sobre la marcada zona, frotándola y el inmenso cuerpo se ladeó bajo sus muslos moviéndolo hacia el lateral.
─¡Me has mordido!
─Ajá. No sólo tú tienes dientes, grandullón.
─¡Has pillado un cacho de carne!
Se le escapó una risilla.
─Un sabroso pedazo.
Pocas veces había visto los ojos de Peter tan grandes. Y su rostro tan colorado. Apartó la manaza de Peter que seguía con los frotamientos sobre sus redondeces y le dio una suave palmadita.
─¡Rob!
─¿!Qué?! ¿Quieres o no un masaje? Un lento, resbaladizo y profundo y…
Peter dudó un pequeño instante.
─¿Sin más mordiscos?
─No lo prometo. Lo que sí prometo es que te va dejar como un completo y blandengue pudding.
Con un fluido movimiento Peter se estiró de golpe cuan largo era boca abajo y se relajó, tras un suave estremecimiento de anticipación. No pudo retener las ganas ni quiso hacerlo. Se inclinó para darle un beso en la nuca. El por todos los diablos de Peter le supo a gloria. Y la contracción de los músculos del trasero aún más.
─Relaja el gluteus maximus, grandullón.
La risa ahogada contra la almohada le puso la carne de gallina. Dios, su risa le encandilaba. Era preciosa y difícil de escuchar pero cuando surgía espontánea era única. Escuchó la frase como en la lejanía al tener Peter el rostro apoyado contra la almohada. El no me vas a dejar olvidarlo nunca, ¿verdad, canijo?
No. Lo susurró tan suave como surgió la pregunta. Su primer masaje estaba grabado a fuego en su mente aunque su final no fuera como imaginó en su día. Un recuerdo hermoso.
La inmensa figura permanecía quieta, sin moverse. Su cuerpo le decía adelante, haz cuanto quieras y por todos los diablos que lo iba a hacer. No tardó en recolocarse a su gusto pero no antes de que esos ojos le miraran llenos de una cálida promesa. De jugosa retribución por el saqueo de la crema. El vello del cuerpo se le puso en punta. Al completo.
Se cubrió las manos de la espesa y olorosa crema. Penetrante pero agradable. Según pasaban los segundos y por alguna extraña razón calmaba los sentidos. En parte los exacerbaba. Provocaba calor, un inmenso calor allí donde se aplicaba.
Un gemido.
Lo dicho. Ya estaba medio blandengue el grandullón. Paró el suave masaje que había iniciado con la punta de los dedos sobre la leve marca de sus dientes provocando el suave meneo de ese trasero ordenando que continuara.
Sonrió. Daba órdenes hasta con el trasero desnudo.
Le encantaban los sonidos que emitía y saber que solo él los escuchaba. En la intimidad.
Estaba tan caliente que por un segundo le invadió la necesidad de que su propia piel lo sintiera. Dejó caer su peso contra el de Peter. Quizá pesara demasiado estirado sobre él, cubriéndole entero. Quizá le aprisionara. Quizá le incomodara. Su mente comenzó con ese estúpido juego que a veces no podía evitar al pensar en el pasado del hombre que quería. Y si…
Separó el pecho de la espalda contra la que se apoyaba. Lo suficiente para darle algo de libertad pero sintió unas manos aferrar las suyas para sujetar a continuación sus muñecas y deslizarlas hacia arriba hasta pasar por debajo del pecho de Peter y dejarlas ahí. Le abrazaba. Notó cómo Peter soltaba sus manos y colocaba sus propios brazos bajo la fresca almohada. Fue a imitar su movimiento pero un susurro le paró.
─No, Déjalas ahí. Donde están.
Lo hizo. Y apretó. Fuerte, abrazando su torso, casi reflejando el miedo a que fuera la última vez.
Tenía razón. Estaba cálido. Se amoldaban a la perfección. Siempre fue así. Depositó otro suave beso sobre la nuca antes de apoyar la cara entre el duro rostro y el hueco que formaba su hombro, contra la almohada que Peter abrazaba. Sin soltarle. Simplemente sintiéndole.
Su mirada se desvió hacia las malditas agujas y sus labios se movieron tras morderse angustiados. El tiempo se les echaba encima.
─Nos queda poco tiem…
Le acalló con un suave sonido, sin palabras.
─Abrázame y calla, entonces.
Peter se giró levemente para volver la cabeza en su dirección. Sus ojos quedaron a escasa distancia de los suyos y sonrió.
─Me gusta tenerte así. Cerca.
─Claro. Soy blandito y cariñoso. Y complaciente en grado sumo.
Le encantaba su sonrisa.
─Será en sueños, canijo.
Torpedeó con los labios.
─Como barro moldeable en tus manos ─Ahí estaba. Esa mirada soñadora que apenas dejaba entrever─. Salvo cierta parte rígida y potente, claro. Y grande. Esa es ingobernable cuando estás por los alrededores y…
La mano que lo envolvió le cortó la respiración. Al completo y también su parrafada. El calor se le acumuló en las sienes y en la entrepierna.
─¿Decías?
Nada. No podía decir… nada. No con esa mano acariciándole. No con ese rostro junto al suyo.
No miró de nuevo el reloj. Se le olvidó todo salvo el hombre que tenía a su lado. Los labios que besaba con desesperación. La espalda a su alcance. La piel resbaladiza por el ungüento. Su olor.
El tiempo se detuvo con sus caricias y con su forma de amar. No supo si fue él o Peter. Quizá lo hicieran al unísono. Se movieron hasta quedar tumbados de frente, sobre sus costados, con los muslos entrelazados. Acariciándose. Frotándose. Amándose.
Se conocían y reconocían sus cuerpos. Como viejos amantes que disfrutan al reencontrarse cada vez, casi como si fuera la primera vez pero nunca del todo. Las zonas ya marcadas, ya conocidas.
No podía tragar saliva y la tensión crecía y creía con cada caricia. Sintió frialdad con la retirada de la ancha palma rodeándole para notar el movimiento de esa misma mano colocando su muslo sobre el de Peter. El calor abrasador en su entrepierna, el suave tanteo y el leve aguijonazo de dolor antes de notarse lleno. Suavidad y dureza. No entendía cómo podía sentir todo al mismo tiempo pero con él, así era. Y placer. Combinado con una tensión casi imposible de aguantar. Tanta que había momentos en que la necesidad de gritar a Peter que parara casi podía con él. Casi.
Le estaba matando con sus empujes, con sus caricias. Le decía algo pero no escuchaba. El rugir de la sangre lo tapaba todo. Todo menos la sensación de ser amado. Plenamente.
Estallaron a la vez. Como lo hacían todo y quedaron tumbados. Agotados. Compartiendo suaves besos entre jadeos entrecortados.
Las cabezas se tocaban sobre la almohada. Con una de sus manos recorrió el duro vientre de Peter, el sudor que le cubría.
─Te quiero, Peter. Con toda mi alma.
Unos dedos se cruzaron sobre los suyos y apretaron. Nada más. Tampoco hizo falta.
Quedaron quietos unos minutos con las respiraciones algo aceleradas, ralentizándose poco a poco. Con los dedos entrelazados. Disfrutando con algo tan sencillo como estar recostados juntos sobre el lecho.
Aprovechando hasta el último segundo.
IV
Paró junto a la verja que daba al jardín delantero y quedó paralizado. La tenue luz se filtraba al exterior. Era tarde. Estaba anocheciendo y una mujer soltera no debiera recibir extraños o conocidos en el hogar después de pasada determinada hora pero tras la reunión en casa del matrimonio Aitor y las noticias de que Ross estaba malherido, su mundo se había vuelto del revés. Totalmente. Y necesitaba enfrentarse a la mujer con la que creyó…
No, con la que creía poder compartir su vida.
No comprendía sus miedos ni la distancia que estaba marcando con ella. Llevaba un tiempo echando a Melody la culpa de la frialdad instalada entre ambos pero no era ella la culpable. Era él y sus miedos a equivocarse al tomar la decisión que llevaba rumiando un tiempo.
Todavía los sentía y por eso estaba delante del desapacible jardín que rodeaba la sencilla casa de dos alturas en las que vivía la mujer que identificaba como su prometida. La que a todos había anunciado como tal, incluso a Ross. Necesitaba saberlo de una vez por todas. Si sentía, al verla preciosa frente a él, lo mismo que cuando…
No se permitió terminar la frase.
Con soltura descorrió el cerrojo que afianzaba la puerta que le impedía la entrada. Tenía gracia pero el pelado jardín no cuadraba con la mujer que habitaba la casa. Tampoco es que se hubiera adentrado demasiado en sus dominios ya que jamás había pasado de la planta baja por mucho que su dormitorio le generara una tremenda curiosidad. Asociaba a Melody con un azulón profundo y no sabía el motivo. Dicen que el lugar en el que uno duerme le define bastante. O quizá no. Si así fuera a él lo describirían como comodón, caótico y apacible.
Enlazó las riendas de su montura en la madera y lo dejó descansar hasta que él retornara. Le bastaba un cuarto de hora para hacer lo que tenía intención de cumplir antes de que se iniciara el coordinado ataque.
Apretó el paso hasta dar con las punteras de los zapatos contra el pie de la puerta de entrada a la casa. A ras de suelo y a la izquierda de la puerta principal estaba ubicada la salita. El lugar que conocía como la palma de la mano tras pasar horas interminables ingiriendo té y pastas o en medio de algún silencio confortable. La luz provenía de ahí. En cambio, la pequeña cocina, al otro lado estaba en completa oscuridad al igual que el piso superior.
Al alzar la mano para golpear la puerta se dio cuenta que prácticamente ya había oscurecido.
Habían quedado en reunirse en las cercanías del hospital todos aquellos que tenían la intención de acabar con Martin Saxton y rescatar a los que les habían sido arrebatados. Tres calles al Norte del lugar en el que se asentaba el hospital.
Repitió los suaves toques para que los vecinos no se molestaran. No escuchó movimiento en el exterior por lo que ladeó la cabeza. Le pareció percibir movimiento en la sala. Los pasos de una mujer, ligeros, no tardaron en hacerse notar.
Ella le hacía sentirse cómodo en su compañía y eso nunca le había ocurrido con otras mujeres. Incluso el par de inocentes besos compartidos los había sentido dulces y sosegados.
La puerta se abrió de par en par.
Era bonita. Una mujer espigada y de rasgos clásicos. Algo más baja que él lo que suponía cierta altura en un miembro del género femenino. Y siempre tenía una sonrisa en la boca, salvo en aquella ocasión en que le surgió el sarpullido por el exceso de azúcar debido a sus bombones.
Sus ojos se desviaron hacia sus manos. Las tenía cubiertas por un par de suaves guantes pese a haber transcurrido diez días desde la última ocasión en que la visitó. El sarpullido debiera haber remitido ya. Quizá la próxima vez le regalara algún tipo de crema floral o una de esas cosas para mujeres que elaboraban en las boticas.
─¿Clive?
Diablos. Ahora no sabía qué decir ni cómo explicar su repentina presencia en la casa.
─¿Podría pasar?
─Es tarde.
─Lo sé y lo lamento pero es importante.
No apreció ningún movimiento dubitativo en el gesto de Melody dándole acceso al hogar. Para su sorpresa se dirigieron a la cocina en lugar de a la salita. No le importaba. Siempre le había agradado el calor que desprendían los fogones. Le recordaban a su madre. La única fuente de cariño que conoció en su vida y que perdió demasiado joven, siendo niño.
En silencio observó cómo su prometida abría un armario y sacaba un par de gruesos leños. Estuvo tentado que decirle que no desperdiciara la fuente de calor ya que apenas iba a permanecer unos minutos con ella pero calló. Ocupó una de las sillas de la cocina tras pedirle permiso.
No tardó el fuego de la chimenea baja en prender.
Era una mujer competente. Y se sentía a gusto en su compañía.
─Sé a lo que vienes. Te esperaba esta noche.
¡Dios!
─Y creo que no te va a agradar la respuesta.
¿Cómo sabía que le iba a pedir en matrimonio? Que tenía toda la intención de cerrar un nudo que permanecía a medio atar antes de acudir esa noche al punto de encuentro. No podía saberlo ni intuirlo. Tampoco su pregunta.
─Soy un buen hombre, Melody y creo que haríamos una buena pa…
─No lo entiendes, ¿verdad?
Frunció el ceño. Ciertamente no lo hacía. Por un instante un brillo en la mirada femenina le erizó el vello de la nuca.
─Tampoco me extraña demasiado ya que soy buena. Muy buena, ¿no crees?
Melody se acercó al lugar que él ocupaba, sentado a la mesa de la cocina. Tuvo la imperiosa necesidad de levantarse y lo hizo quedando a dos pasos de ella. Le miraba retadora. No se parecía a la mujer que conocía.
─¿Qué dices?
─Nunca me casaría con un hombre como tú. Por favor, un solitario e inútil policía que ni siquiera ve a quién tiene a su lado. Valgo mil veces más. Un hombre que de nada se da cuenta. Un superintendente venido a menos por un amigo. Degradado y siempre dudando. Con… una deformidad.
Las dos últimas palabras las dijo casi con odio. Con asco. Como si él fuera una inmundicia. Condenada mujer ¿Por qué diablos…? Un hueco comenzó a formarse en su vientre. Aferró el desgastado abrigo que había dejado sobre el respaldo de la silla y comenzó a colocárselo. Nunca había gritado a una mujer ni golpeado y no iba a empezar ahora. Por mucho que le insultaran o vejaran. Apretó los dientes e instintivamente su mano se dirigió a la cintura. No llevaba encima el arma ya que a ella no le agradaban. ¡Maldición!
Con sus palabras llegó la duda. La incertidumbre.
Ella no debiera saber que antes ostentaba el cargo de superintendente. Siempre se presentó como inspector. Tampoco lo de su vista defectuosa. Eso sólo lo sabían sus amigos. Los más cercanos.
La fría voz femenina se tornó aún más helada. Con pasmosa lentitud se desprendió de los finos guantes. Los dorsos de las manos mostraban unas marcas rojizas, agrietadas. Propias de una reacción por el contacto con algo que daña y que no termina de curar. Le llegó de repente una oleada.
Ese olor.
El corazón le comenzó a golpear errático en medio del pecho.
Le era familiar. Ya lo había notado en ella. Era llamativo y un punto molesto pero lo obvió. Al fin y al cabo él la había elegido para compartir su vida. Apretó los labios sintiéndose ridículo y humillado. Tan humillado.
Le resulto tan fácil ahora. Como si su mente dejara de estar bloqueada por los sentimientos. Recordó la otra ocasión en que lo percibió. El día en que en compañía de Ross localizaron a Maura Kennedy a las afueras de Londres. Bajo la lluvia peleó con un hombre y desprendía ese mismo aroma. A muerte. Indefinible y a la vez, tan concreto y conocido. Los días en que estuvo infiltrado en la carnicería en pleno barrio de Smithfield se le hizo tan familiar como el de la sangre al espesarse. Penetrante y dulzón. Desechos y carne en descomposición. Cuesta que el olfato lo asimile al principio. Después uno se acostumbra.
Ella olía a su enemigo.
─Al fin comienzas a darte cuenta. Ha sido realmente pesado esperar hasta esta noche aguantando tu compañía. Soportar tu infantil ilusión. Llevar puestos los guantes para ocultar la reacción de mi piel al contacto de los huesos al ser pulverizados ─la mujer hablaba como si fuera algo normal. Como si hablar de triturar huesos fuera normal. Dios mío─. Prefiero la compañía de mi marido. A mi Colin. Por él haría lo que fuera.
Tragó saliva y tensó el cuerpo. Sus palabras desprendían un regusto a demencia. A obsesión. Ella no se enfrentaría a él sola. Se maldijo por no darse cuenta que algo iba mal.
La última palabra le dejó totalmente paralizado. En su cerebro todo cuadró.
Angelique Mayers.
Esa mujer era Angelique Mayer, la mujer de Colin Piaret y le había tenido al alcance de la mano durante meses. Como ahora. Maldijo el destino por no haberlo visto antes. Cuando Rob se quedó aquella primera vez en el hospital de San Bartolomé protegiendo a Titus, él salió en busca de ayuda. No llegó a conocerla o a cruzarse con el personal del hospital salvo el celador que les acompañó a la celda. Peter y Rob le enfrentaron en la entrevista a Piaret en su despacho. Todos le hablaron de ella. De la forma en que protegía al médico, de manera obsesiva. De su amargura. De su frialdad. Después supieron el por qué. Lo que jamás imaginó, lo que ninguno de ellos imaginó fue que Melody Maple fuera Angelique Mayers.
Por ello la mujer se resistía a que la presentara a sus amigos. Maldita zorra sin alma.
La ira le sobrepasó. Dio dos zancadas en su dirección pero ella reculó con una extraña mueca en la boca.
─Te vienes conmigo a comisaria.
La carcajada de la mujer sonó… cruel.
Lo sintió a su espalda. Otra presencia. El crujido de los tablones del suelo al combarse con el peso de una persona. Una trampa. Era una maldita trampa y había caído de nuevo como un estúpido novato.
─Gírate, querido, aunque no creo necesario presentaros ya que os conocéis del trabajo.
La cabeza femenina se inclinó hacia él como si tuviera intención de contarle un secreto que le divertía inmensamente. Una arcada ascendió por su esófago. Las ganas de vomitar le llenaron. A duras penas aguantó las ganas de dejarle inconsciente de un cabezazo. Inclinó levemente el torso para pillarle por sorpresa pero las palabras brotaron, a modo de aviso, de los labios de esa mujer.
─Si fuera tú, no haría movimientos bruscos, Clive. Al fin y al cabo mi socio ya me dijo lo del disparo en la sien. Quizá por eso seas tan lento. Y torpe. No queremos que se repita, ¿verdad? No antes de tiempo.
Completamente rígido se giró suavemente hacia su espalda. Un cañón apuntaba a su cabeza. La mano que lo sujetaba no temblaba.
Tras el arma estaba el rostro de Scott Glenn.
Sonriente. Y siniestro.
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