Capítulo 9

 

I

 

              No había amanecido todavía porque el gallo del vecino, cuyo pescuezo iba a retorcer cualquier día no muy lejano, no le había despertado en medio de lo mejorcito del sueño. Los que sí le habían sacado del cálido mundo onírico mientras disfrutaba en compañía de una, por primera vez, receptiva Señorita Maple, eran los mamporros que llegaban del piso inferior.

              Sacó a desgana el pie de entre el revoltijo de mantas para introducirlo nuevamente y evitar que se le desprendiera algún dedo por congelación instantánea.

              La Señora Mellis no habría llegado a esas horas y la doncella que acababa de contratar unas pocas horas a la semana mucho menos. En consecuencia la sencilla casa de dos pisos estaría helada hasta el último rincón. Al cuerno. Necesitaba con urgencia arreglos pero gran parte de sus ingresos se los comía la hermosa residencia a orilla del mar donde vivía entre geranios, rosas y crisantemos la abuela Clotilde. La anciana era feliz allí.

              ─¡Ya voy, diantre!

              Ni que le fueran a escuchar desde el exterior.

              Alcanzó el gastado batín y se lo colocó sobre el pijama para volver sobre sus pasos tras haber alcanzado la puerta. Tras dudar levemente se abrigó con el remendado jersey de lana y la bufanda que cada día picaba más. Envolvió sus helados pies con otros dos pares de calcetines por lo que éstos no terminaban de entrar del todo en las zapatillas, dando la impresión de tener unos pies gigantescos e hinchados. Menuda pinta.

              Dudó un largo segundo en quitarse algo de ropa pero los endemoniados golpes no cejaban generándole una mezcla incontrolable de impaciencia y rabieta. Si hasta le dolía el cuero cabelludo del frío.

              ¡Y los golpes iban a derribar la puerta!

              Sólo una persona era tan terca e insistente. Una entre un millón. Ninguna otra. No señor. Otro golpetazo le obligó a arrancar antes de que se le quejaran los vecinos. No eran horas de acicalarse y ¡no eran horas para recibir visitas!

              Se le iba a congelar el trasero en el camino a la puerta de entrada. Y se resfriaría. Y la pulmonía llamaría a su puerta. Y moquearía sin control, se le hincharían los ojos y abotargaría la nariz, espantando definitivamente a su casi encandilada y semi enamorada elegida. Y todo por culpa del ogro.

              Cerró la puerta de su cuarto para mantener algo de la calidez que había desprendido su cuerpo las pocas horas que había conseguido conciliar el sueño y descendió con rapidez. Por todos los….

              Qué frío.

              De un brusco tirón abrió la puerta para vociferar a Ross que no eran horas de visitas nocturnas, pero frente a él se topó con la negra mirada de Peter Brandon quien permanecía con el puño en alto preparado para otro golpe. Junto a él, Rob y detrás, Ross. Con una resabiada sonrisa en los labios. Su mejor amigo era un hijo de mala madre, lanzando a otros por delante.

              ─Tienes un aspecto ridículo, Clive.

              La tararira de exabruptos se le quedó atascada en la garganta mientras las miradas de los tres hombres le recorrían desde sus embutidos pies hasta el gorro de lana que le quedaba grande.

              ─Gracias, Rob. Muy amable.

              ─De nada pero es que estás…

              ─¡Lo sé! No hace falta decirlo en voz alt…

              ─Grotesco.

              El gesto para acallar a Rob, sirvió de nada. Se deslizó a un lado para dejarles paso.

              ─¿Has dormido mal, acaso, en este cálido y acogedor hogar?

              Ahí estaba.

              Provocación en estado puro de boca del hombre que en estos momentos pagaría un chelín por no ver en una semana.

              ─Estaba durmiendo muy bien, gracias por el interés, Torchwell. Y para que sepas soñaba con…

              Información de más, ¡maldición! pero cuando se calentaba su boca llevaba la delantera.

              ─¿Con?

              ─Con nada.

              ─No ibas a decir eso así que, ¿con quién?

              Repentinamente los entrecerrados ojos de Ross se desviaron hacia el interior de la casa tratando de vislumbrar el interior.

              ─Nos dejas pasar o ¿quizá estás acompañado?

              ¡Ja! No caería esa breva. Quizá en compañía evitara congelarse.

              ─Pasad a la cocina y prepararé un té. Hace frío.

              ─Sin duda. Más frío dentro que fuera, en la helada calle lo cual daría que pensar a alguien más sensato, ¿no crees?

              Dioses, de la casa no salían esa noche sin tener él y Ross una buena pelea. Puños incluidos. La mirada repleta de avisos que lanzó a Ross provocó la reacción habitual en él.

              Ignorar la velada amenaza.

Diablos. Tenía razón. El aliento se apreciaba con claridad al surgir del cuerpo en contraste con el frío ambiente.

              ─Poneos cómodos.

              Mientras lo hacían, sin desprenderse de la ropa que los abrigaba, él se acercó a recoger los leños apilados a un lado del hogar, olvidando la sorda molestia en el torso que todavía le causaba latigazos de dolor al coger pesos o hacer bruscos movimientos. El quejido no surgió fuerte, pero sí lo suficiente para que sonara con claridad en el cómodo silencio que se había adueñado de la estancia. La ronca voz de Ross no tardó en husmear.

              ─¿Clive?

              El disimulo era el recurso de los astutos. Tosió quejosamente. Varias veces.

              ─¿Qué?

              ─No lo lograrás.

              ─No sé de qué hablas, Ross.

              ─Lo sabes perfectamente.

              ─No.

              ─Te acabas de quejar.

              ─¿Cuándo?

              ─Al levantar los leños.

              ─Es que pesan.

              Las miradas alucinadas de los tres hombres se centraron en él por lo que decidió que la distracción era el segundo mejor recurso de los seres  inteligentes.  Se le había olvidado el primero.

              ─¿Qué demonios hacéis aquí a estas horas?

              Brandon intervino.

              ─Tenemos más desapariciones entre manos.

              Le tomaban el pelo.

              Ross se levantó en un fluido movimiento y le arrebató los pesados troncos de las manos tras susurrarle en bajito que más tarde hablarían del misterioso quejido.

              En cinco minutos el muy condenado tenía el horno de leña desprendiendo un delicioso calor. No terminaba de entender que alguien a quien toda la vida se le había entregado absolutamente todo en bandeja de plata, se arreglara mejor que él con su propia supervivencia. ¿Todo lo tenía que hacer bien, el condenado?

              ─¿Conoces al agente James y a su compañero?

              ─Claro. James y Roberts. Son buenos hombres. ¿Por qué?

              ─Nadie les ha visto desde que cambiaron el turno.

              Frunció el ceño ya que le agradaban esos chicos al ser de los pocos que le recibieron sin abierta hostilidad. Intuía lo que estaba por llegar.

              De espaldas a ellos y esperando a que el agua terminara de calentar, Ross comenzó a hablar en un tono de voz sosegado que dejaba entrever la rabia que sentía bajo la superficie.

              ─Por la tarde, antes de la reunión con el resto de inspectores, acudió a mi despacho uno de ellos y solicitó hablar conmigo. Se le notaba preocupado y tenso. Extremadamente tenso. En cuanto le dice que les escucharía se relajó. A punto estuve de retrasar la reunión y oír lo que quería decir pero no lo hice.

              Los amplios hombros de Ross se tensaron levemente. De manera casi imperceptible, salvo para quien conociera a la perfección sus gestos y expresiones.

              Se culpaba.

              Le conocía lo suficiente para saber que lo que pasaba por ese alucinante cerebro y en esos momentos era culpabilidad.

              ─No podías saberlo, Ross. Así que déjalo, amigo.

              La bronca voz siguió.

              ─Ayer de madrugada en lugar de ir a casa, me dirigí a comisaría. Sabía que tenían turno de noche así que mi intención era hablar con ellos sin esperar a la mañana. Al llegar, en el patio trasero descubrí un charco, un rastro de sangre y esos muchachos no aparecen por ningún lado. Desaparecidos sin que ningún compañero haya visto algo fuera de lugar. Curioso, ¿verdad? Y oportuno. Demasiado oportuno.

              ─Puede que la sangre no sea de ellos.

              Ross se giró con un rápido movimiento en su dirección, salpicando algo de agua caliente fuera del cazo.

              ─Claro, pecoso y puede que las vacas vuelen o el sentido común llame a tu puerta.

              Vaya. El ogro estaba más agrio que de costumbre hasta el punto que Rob se interpuso entre los dos, alzando las manos en dirección a cada uno como si tratara de impedir una embestida por ambos lados.

              Peter intervino con rapidez.

              ─¿Qué querían contarte?

              Ross suspiró y bufó.

              ─No lo sé. Poco más llegaron a decir, salvo que querían hablar conmigo.

              No tenía sentido. Él los conocía y lo que investigaban no parecía excesivamente complicado o peligroso.

              ─El caso que tenían asignado era sencillo. No hay razón para que hayan desaparecido.

              Tres pares de ojos, uno oscuro, otro azul y el tercero dispar centraron de nuevo en él las miradas. Se acomodó en la silla.

              ─Hace tres semanas le dieron una paliza de muerte a un carnicero en el barrio de Smithfield, en el Noroeste de la ciudad. Les asignaron la investigación del caso a esos muchachos. Por lo que sé intentaron hablar con el hombre en varias ocasiones pero estaba moribundo. Le rompieron costillas, clavícula, un brazo… Bueno, podéis imaginarlo. Por lo que sé decidieron esperar un tiempo hasta que se recuperara.

              ─¿Negocios o personal?

              ─No lo sé. Lo único que noté fue que hace un par de semanas, aproximadamente, debieron descubrir algo porque se les notaba preocupados. Casi asustados.

              ─¿Hablaste con ellos?

              ─Una vez.

              ─¿Y?

              ─Tenían planeado salir de la cuidad para hablar con el hombre cuanto antes.

              ─Sigue.

              ─Dijeron algo extraño y que no encajaba con aquello que investigaban pero nos interrumpieron antes de que se explayaran.

              ─¿¡Qué dijeron!?

              ─¿¡Y bien!?

              Pues sí que eran impacientes los tres hombres sentados a la mesa. A punto estuvo de arengarles con una lección sobre las virtudes de la sana paciencia pero se vio a sí mismo en medio de una buena trifulca. Se aguantó las ganas, a duras penas.

              ─Recuerdo que James dijo algo semejante a que tendrían que clausurarlo en cuanto todo saliera a la luz y que sólo habían llegado a descubrir una milésima parte de lo que ocurría y eso gracias al carnicero y el inicio de su campaña.

              ─¿Seguro que dijeron eso?

              ─No, Ross, ¡acabo de inventarlo para liarte la mente porque me aburro!

              Una sonrisilla resabiada curvó los labios de su amigo.

              ─Qué gruñón estás últimamente, Clive. ¿No será mal de amores, verdad?

              Increíble. Sería canalla el muy…

              Se puso rojo como un tomate provocando la hilaridad de los otros dos hombres. Y la gota que colmó el vaso fue el gesto de asentimiento de Rob. ¡Se aliaban contra él!

              ─Hoy estás realmente gracioso, Ross.

              ─¿A que sí?

              ─¿Volvemos al tema en cuestión o prefieres reír un poco más a mi costa?

              ─¿Puedo elegir?

              Le enseñó los dientes, provocando una mueca maquiavélica en el hombre que nunca perdía la compostura. El mundo se estaba volviendo del revés.

              ─¿Qué hacemos ahora?

              Rob contestó de inmediato.

              ─Con la investigación de la enfermera Gates entre manos, mañana comenzaremos con los interrogatorios del personal del hospital. Tendremos la agenda apretada pero convendría que nos asignaras la desaparición de James y Roberts, Torchwell. Si querían decirte algo, debemos descubrirlo y no llamará la atención que indaguemos si oficialmente se nos ha asignado el caso. Tú decides.

Los inquietantes ojos de Ross se posaron un instante en Clive.

              ─Está bien. Así lo haré y cuanto antes.

              ─¿No llamará la atención tanta rapidez?

              ─No. Ya es conocido en comisaría que esos muchachos no han vuelto a sus hogares. También lo del rastro de sangre en el patio de caballos, ya que ordené al inspector Glenn que me informara al ser él quien custodiaba el mostrador de entrada… ─por un segundo la frase vaciló al fijar Ross la mirada en la repentinamente rígida figura de Clive, frente a él─ …y que en sus armarios dejaron la ropa de calle por tanto no llegaron a cambiarse en ningún momento al terminar la ronda. Antes de venir para aquí ya comenzaban a circular  los rumores de secuestro por lo que no hemos de esperar el plazo de veinticuatro horas para los casos de desapariciones.

              Ross dejó de hablar para dirigirse a él directamente.

              ─¿Qué pasa con Scott Glenn, Clive?

              No se le pasaba una al condenado.

              ─¿Por qué lo dices?

              ─Te tensaste al mencionarle.

              ─No lo hice.Ves donde no hay.

              Rob se volvió hacia él, a su lado para intervenir.

              ─Lo hiciste, amigo.

              ─No.

              ─Sí. Estoy sentado a tu lado y lo noté.

              ─No me tensé.

              ─¿Entonces?

              ─Me estiré. La espalda. Y las piernas. Las tengo algo agarrotadas.

              Ross apoyó los antebrazos en la mesa frente a él, acercándose peligrosamente.

              ─No vas a crecer más por mucho que te estires, Clive. Lo sabes, ¿verdad?

              La madre….

              Le ahogaría a veces y también a los otros dos lerdos que intentaban ahogar la risa sin disimulo alguno. ¿Y qué, si era un pelín paticorto? Lo compensaba con otras cosas. Aunque bien pensado, al menos con las risas se habían descentrado del tema del idiota de Glenn así que por esta vez lo dejaría pasar de forma magnánima.

              Aspiró para sosegarse y centró la vista en Rob y Peter porque Ross le estaba poniendo de los nervios.

              Le dio un codazo a Rob para que dejara de reír de una condenada vez.

              ─¿Creéis que…?

              Ross contestó exponiendo lo que todos temían.

              ─Había demasiada sangre como para que la persona que resultara herida haya sobrevivido. Imposible. Y si les atacaron por lo que iban a decirme, lo hicieron porque sabían que iban a hablar.

              Brandon intervino.

              ─Lo que significa que te vigilan de cerca, Torchwell.

              ─Sí.

              ─Quien os vigile no debe averiguar que sois amigos.

              No le gustaba nada, pero nada la mirada entrecruzada entre Ross y Peter, como si estuvieran planeando algo que por alguna razón intuía que les iba a afectar a Rob y a él. Y no para bien.

              ─No.

              Como Ross contestara con más monosílabos iba a estallar de ira.

              ─No le va a gustar.

              ─Para nada.

              Se acabó. Se referían a él y no se enteraba de lo que hablaban. Antes de berrear desvió la mirada hacia Rob y no parecía demasiado sorprendido como si intuyera lo que daban a entender los otros dos. Estalló.

              ─¡En cristiano, diablos!

              Ross de giró de sopetón en su dirección.

              ─Te voy a hacer la vida imposible durante una temporadita, pecoso.

              Alucinante.

              Se dio cuenta que se le había quedado la boca abierta de par en par, con la lengua al aire. A su lado Rob, extendió el índice de su mano derecha para cerrársela pero siguió sin poder reaccionar.

              Con esfuerzo recobró el uso de sus sentidos.

              ─Será broma.

 

 

 

II

 

              Planear requería meticulosidad y localizar una brecha por la que adentrarse en territorio enemigo era esencial para lograr sus fines.

              No se le escaparían de nuevo.

              Para ello debía acechar a los hombres que pretendía utilizar de eslabón. Descubrir sus debilidades, necesidades y deseos. La investigación había revelado que no conseguirían sobornarle con dinero ni ofreciendo una holgada posición social. Restaba únicamente aquello que rompía a un hombre por dentro. Emplearlo en su contra. Aquello que amaba.

              Debía calmar el ansia y la rabia que le inundaba cada vez que rememoraba la imprevista manera en que sus planes se vieron truncados. Por el mero hecho de que Roland Bray se encaprichara con esa mujer, él había perdido lo que era suyo.

              Débil y estúpido hombre. No equivocaría de nuevo la elección de las piezas del juego.

              Tener a su juguete tan cerca, poder rozarlo y no conseguir retenerlo le ponía a prueba.

              No era momento de que antepusiera la rabia a la astucia. Necesitaba equilibrarse. No importaba ya que los causantes de su error no llegaran vivos a celebrar el juicio. Al fin y al cabo él había cumplido su parte al facilitar la información comprada por los hermanos y proteger al Albus Drake en prisión. Todos le creían muerto en la revuelta y los que dudaban no osaban susurrarlo por temor a que encontraran sus cuerpos en el río o peor, donde nadie imaginaba y sólo unos elegidos sabían encontrar.

              Sintió la mueca curvar sus labios. Si la burda población supiera…

              La sonrisa desapareció de sus finos labios.

              Todos callaban salvo ese torpe policía. El mismo que ahora acompañaba a su juguete a todas partes y que se estaba convirtiendo en un verdadero estorbo. El mismo que había gritado a los cuatro vientos que creía que Martin Saxton seguía vivo. Cierto, ya que él ya no era ese hombre. Era otro pero no menos influyente que el hijo del duque.

              Los negocios de los Bray, su territorio, eran suyos ahora. Un sonido de pura apreciación calentó su garganta. Le había sorprendido el poder que habían conseguido reunir los hermanos Bray. Unos dominios ahora suyos. Un poder ahora en sus manos. Lo emplearía en obtener lo que se le había escapado en demasiadas ocasiones. Su hermoso juguete. Se recreaba una y otra vez en la manera en que hubiera discurrido la escena en el burdel. Estaba hermoso atado. Atrapado.

              Exquisito.

              La sombra era otra cuestión que debía resolver. Pero eso sería en el momento oportuno. A su manera y a su elección. Ni antes ni después.

              Su mirada recorrió, contándolos, los desgastados libros que llenaban las numerosas baldas que cubrían casi al completo las paredes de la suntuosa biblioteca. La vieja no tardaría en aparecer dando comienzo al teatro al que se había visto forzado a recurrir las últimas semanas.

              Escuchó los pasos dándole tiempo a recomponer su seria expresión. El lacayo le informó que la vieja rancia le estaba esperando en sus aposentos. Que los últimos días se sentía fatigada y que llevaba esperando su llegada hacía un par de horas. Palmeó el frasco que mantenía fuera del maletín que portaba con él. A buen recaudo.

              La decrépita mujer hablaba demasiado. De todo y de nada, sin contención apenas, salvo de aquello que de verdad le interesaba. La mezcla de hierbas que le suministraba en cada visita le atontaba y le soltaba la lengua con una facilidad pasmosa.

              Lentamente iba recabando información y ella apenas lo recordaba. Lo único que se quedaba en su memoria era que el dolor disminuía con cada ingesta de cuchara sopera de remedio que le había recetado su medico particular.

              Una tarde el impulso de destrozarle el cráneo casi superó su necesidad de engañar, adular y ganarse su confianza. A veces, esos ojos de un peculiar tono parecían leerle la mente. Otras la confiada mirada no reflejaba desconfianza alguna.

Era bueno engañando. Engatusando.

              Nadie sospechaba. Ni la vieja, ni los policías que trabajaban con su juguete.

              Sólo él decidiría el momento de desvelar el engaño.

              Pronto.

 

III

 

              Serían alrededor de las doce del mediodía y desde el interior de la habitación se escuchaba el jolgorio formado dos estancias más allá. La reunión semanal de las mujeres del Club del Crimen tocaba esa semana en el hogar de Julia.

              Rob disfrutaba con el sonido de la risa despreocupada de ésta enlazada con la de Mere e interrumpidas por las incomprensibles palabras de la abuela Allison, debido a los muros que les separaban del alegre grupo.

              Claro que también daban miedo. No ellas, sino lo que pudieran estar planeando en esas secretas reuniones que únicamente permitían que presenciara su padre. Pobrecillo. Tener que controlar a tanta mujer agotaba las fuerzas de cualquier hombre en su sano juicio, por muy habituado que estuviera a convivir con ellas.

              Se acomodó en uno de los sillones ubicados junto al empañado ventanal que daba al cuidado jardín trasero de la mansión. Al nivel del suelo el jardín se asemejaba a una tupida manta de descoloridos tonos verdes en algunas zonas. Otras aparecían cubiertas por diminutas y delicadas flores amontonadas entre sí. La primavera asomaba con cuidado casi como si temiera hacerlo de golpe.

              Tras una rápida ojeada a la cerrada puerta por la que en cualquier momento accedería el último de los imprevistos huéspedes de los Brandon, se lanzó en picado. Tozudo e insistente, se inclinó levemente en dirección a Peter, ignorando el ceño fruncido del gruñón.

              ─Recuerda que me lo has prometido.

              ─¿El qué? 

              ─Ser delicado.

              El resuello resonó en la habitación.

              ─Siempre soy suave, canijo.

              ─No, Peter. No siempre.

              ─Lo soy.

              ─No lo eres, amigo mío. La sana virtud de la paciencia y suavidad recae exclusivamente en este lado de nuestra relación.

              Al ceño le acompañaba ahora el fruncimiento de labios.

              ─No cuando tienes hambre.

              ─Ese es mi estómago, Peter. No cuenta.

              ─Por supuesto. ¿Cómo olvidar que vais por separado?

              ─¿Te ríes de mí?

              ─De tu estómago y sus protestas, sin dudarlo. Además y no es por llevarte la contraria pero mi paciencia ha mejorado notablemente con la edad.

              ─De eso, nada.

              ─Ejemplos.

              ─¿Cómo?

              ─Señor, dame paciencia. Quiero ejemplos.

              ─¿¡De qué!?

              ─De qué va a ser, canijo. De mí supuesta falta de delicadeza.

              De acuerdo. ¿Quería honestidad? Tendría franqueza en estado puro. Y esta vez, no se iba a dejar liar.

              ─Tú lo has querido. Ayer, sin ir más lejos, en la fiesta en casa de los Evers, le dijiste a la Srta. Breeches que tenía bigote.

              ─No… dije… eso.

              ─¡Le dijiste que tenía pelusa supra labial!

              ─¿Es o no cierto que tiene pelusilla?

              ─Eso no viene al caso, Peter.

              ─O sea, que sí.

              ─Le tenías que haber dicho que su pelusa era suave y delicada. Cuasi esponjosa o plumosa. Para no ofenderla, quiero decir.

              Esos profundos y oscuros ojos le miraron como si no creyera lo que había escuchado hasta el punto que le hizo reconsiderar lo que acababa de espetar. Mira por dónde, no iba a ser el caso. Algo de pelusa tenía la joven, pero no como para espantar al respetable. A él le agradaba la muchacha.

              Lo dicho, dicho estaba.

              ─Me miraba hambrienta. Ya sabes.

              ─Tendría hambre, Peter. Haberle llevado un bollo. O pastas, que estaban sabrosas.

              El gesto de exasperación no le pasó desapercibido a Rob.

              ─No, canijo. Me refiero a que me miraba como te miro yo a ti. Ávida de contacto carnal.

              ¡Menuda buscona!

              ─¡Hiciste bien!

              La pícara mirada de Peter le puso los pelos como escarpias.

              ─¿Tenemos celos, canijo?

              ─Nop.

              ─¿Seguro?

              ─Del todo. Además, yo le gano.

              El ansia por preguntar relucía en los negros iris de Peter, por lo que se decidió a contestar, mostrando una sonrisa de oreja a oreja, antes de que le estallara una vena en la sien.

              ─Mi bigote es… más grande.

              Le encantaba pillarle desprevenido. Cada día que pasaba, lo disfrutaba  más.

              Inmensamente.

              No tenía la más mínima intención de reconocerlo y mucho menos a Peter, sentado frente a él, completamente enfurruñado porque le había dicho que era un cuasi búfalo en sus formas de tratar a las damas. A las muchas damas que se derretían por su persona sin que él se diera cuenta.

              Lo cual en sí mismo era inconcebible. No que le persiguieran como pegajosas y persistente abejillas revoloteando a su alrededor como si de un tarro bien surtido de miel se tratara, sino que Peter no se apercibiera de ello en lo más mínimo.

              Lo dicho. Inaudito en un hombre sagaz.

              Desvió una vez más la mirada a la puerta, para retornarla segundos después hacia el hombre que se mostraba la mar de cómodo, repantingado frente a él con las piernas descuidadamente abiertas y cruzado de brazos.

              Calores.

              Eso le estaban entrando al sentir esos negros ojos recorrerle entero con una mirada posesiva y blandengue transformando ese duro y enfurruñado rostro en hermoso. No había otra forma de definirlo. Fue a sonreír pero calló al ver la expresión que cruzó esa cara tras unos segundos en los que permaneció pensativo. Casi dubitativo.

              ─No lo hice a propósito, canijo. Es sólo que… ─esos ojos oscuros se oscurecieron más de lo que creía posible─ …no me agrada que otras personas me miren así. Me recuerda al infierno. Un pequeña parte de la mirada de esa mujer fue suficiente para recordármelo. La necesidad de alejarle de mí pudo con mi sentido común y con mis modales. No quise dañarle u ofenderle. Nunca haría eso a una mujer.

              Las palabras que Rob tenía en la punta de la lengua se le trabaron, quedando olvidadas al completo. Los músculos de su cuerpo quedaron paralizados.

              El infierno. Ni el lugar donde le retuvieron dos largos años, ni su prisión, ni siquiera el maldito pozo que se llevó parte de su juventud y de su inocencia.

              Era… el infierno para Peter.

              No solía hablar de lo que le ocurrió mientras estuvo en las garras de la enloquecida mujer que se obsesionó con él hasta tal punto que le marcó para siempre y no sólo físicamente. Peter necesitaba sacar ese dolor para que no les devorara a ambos lentamente y poco a poco lo estaban consiguiendo. Entre los dos.

              Cada noche, con cada conversación, lograban avanzar un paso más. Lentamente y con paciencia. Con amor.

              Pero era duro, muy duro escucharlo. Conocer de primera mano por lo que había pasado. Que ya no se encogiera o apartara al sentir las yemas de sus dedos sobre las letras que se leían en esa inmensa espalda ya era un logro.

              Peter no separada su mirada de él. La voz apenas temblaba pero bajo la superficie, ahí estaba. Inmenso dolor.

              ─Las drogas me impedían resistirme. Eso y las malditas cadenas pero les veía, Rob. Veía la forma enfermiza en que me recorrían el cuerpo con esa mirada inconfundible. La capucha que me colocaban tenía rendijas para los ojos y les veía relamerse, elegir con parsimonia los látigos, las barras, los juguetes. Me miraban con depravación. Sabían que podían hacer cuanto desearan sin que pudiera defenderme. Saberlo les daba poder, excitándoles. Si hubiera podido… Dios, les habría destripado, Rob. A todos. Mujeres y hombres, porque no merecían otra cosa. No soporto…

              ─¿Qué?

              La oscura mirada no se separaba del suelo.

              ─Aborrezco las malditas fiestas. Me siento expuesto.

              No terminaba de entender lo que quería decir.

              ─Peter…

              ─¿Y si alguna de las personas que se cruza conmigo, que me roza al pasar fuera uno de ellos, fuera…?

              Comenzaba a intuir aquello que de manera entrecortada no conseguía dar a entender.

              ─Peter…

              ─La mente se me ofusca, Rob. Me obsesiono tratando de captar algún olor que les identifique pero lo peor es el miedo.

              ─¿A qué?

              ─A perder la cabeza y a destrozar a esa persona cuyo aroma me lleve de vuelta al infierno. A perderte a ti por no ser capaz de controlar el odio que a veces me carcome por dentro. A no importar lo que me rodee o dónde esté si identifico a uno de aquellos depravados. Me aterra perderme de nuevo.

              ─¿Dónde?

              ─En el maldito infierno, de nuevo.

              ─No lo permitiría, Peter.

              La tristeza inundó esa oscura mirada, tras elevarla.

              ─No podrías evitarlo, canijo. No podrías y si lo intentaras, podría arrastrarte conmigo. No estoy dispuesto a que eso ocurra.

              Había opciones. Siempre las había.

              ─¡No iremos a más fiestas!

              Un dulce sonrisa curvó los labios de Peter.

              ─No podemos enclaustrarnos, canijo.

              ─Y, ¿por qué no?

              ─Te morirías del sopor en una semana.

              ─Subestimas mi portentosa capacidad para auto entretenerme con una mosca ─Una risilla escapó de la garganta de Peter─. Además, te tendría a ti.

              La risa de Peter se cortó de cuajo al tiempo que ladeaba esa regia cabeza, observándole atentamente. Su boca continuó moviéndose por inercia ante el silencio de Peter.

              ─Lo cierto es que las fiestas me aburren. Soberanamente y bailo fatal.

              ─Doy fe de ello, canijo.

              Alzó las cejas en dirección a Peter, airado.

              ─¡No es mi culpa haber nacido con dos pies izquierdos! ¿Acaso no has visto bailar a padre? Es hereditario. No mi culpa. Además, como vea a otra mujer babear por tus huesos igual estallo en un arranque de ira y eso, sería desastroso.

              ─No.

              ¿Cómo que no?

              ─¿No sería desastroso?

              ─No, canijo. Desastroso es verte bailar y pisotear a tus sufridas parejas de danza.

              La postura de Peter silenció la respuesta que tenía en la punta de la lengua. Desvió los ojos hacia el exterior, alejándose de él y de las miles de preguntas que si se atreviera, no dudaría en emitir.

              Con voz queda, apenas un susurro, Peter comenzó a hablar.

              ─No podrán conmigo, Rob. No dejaré de vivir mi vida por lo que hicieron. Ya me robaron demasiado.

              La firmeza llenaba esa mirada. La ronca voz se sucedía como si un chasquido hubiera roto el precinto de su silencio. Y ese sonido había resultado ser la lasciva mirada de una joven deseosa de algo que desconocía.

              ─Todavía sueño que oigo el arrastrar de su falda al otro lado de la puerta. El sonido metálico de la llave pero sobre todo…

              Esperó a  que surgiera de Peter. Sin presiones.

              ─No consigo olvidar las palabras de Saxton, Rob. Cierro los ojos y las escucho. Sus planes para ti. Para los dos. No puedo arrinconarlas.

              ─Lo sé.

              ─Debo estar alerta.

              ─Lo estaremos. Esta vez no nos cogerá desprevenidos.

              ─Hablas como si lo esperaras, canijo.

              ¿Cómo decirle que así era? ¿Que si había algo tan seguro como que a las mareas las guiaba la luna, era que Saxton no se rendiría? Antes de escapar por aquel tambucho se lo dejó tan claro que sus palabras aún retumbaban ocasionalmente en su memoria.

 

              Eres mío. No de la sombra.

 

              Y yo siempre consigo lo que es mío. No lo olvides, mi juguete.

 

              Pronto.

 

              Pese a los meses transcurridos aún le enfermaba el recuerdo. La forma en que le había acariciado el contorno del labio. El cabello. Una caricia que para ese monstruo hubo de ser íntima e inusual y que a él le provocó repugnancia. Saber que estaba ahí fuera, en algún lugar. Intuirlo cerca. Y sentir que eso enloquecía a Peter. La mera posibilidad de que él desapareciera de repente y conocer de primera mano lo que estaría pasando mientras le buscaban angustiados.

              ─Saxton lo intentará, Peter, pero eso no significa que lo consiga.

              El gesto de asentimiento de Peter fue suficiente.

              Habían transcurrido dos días desde el último asalto a sus sentidos cuando el muy insensato le había acorralado en su cuarto, sin que hubieran pasado más de cinco minutos desde que había vuelto de comisaría, a altas horas de la noche.

              Si no hubiera estado tan agotado…

              Lo había gozado.

              Compartir con naturalidad lo que habían hecho durante el día, sin necesidad de ocultar información o lo que sentían mutuamente. Compartir besos y caricias. A punto estuvo de mandar al diablo el maldito cansancio que le consumía esa noche tras catorce horas ininterrumpidas de recorrer las calles buscando información. Les faltó tan poco para dejarse arrastrar pero necesitaban reposar. Y el mero hecho de descansar sabiendo que a su lado estaba Peter era un alivio. Un pequeño resquicio de seguridad en medio del caos.

              La situación era una verdadera locura.

              Como decidieron de común acuerdo entre los cuatro, Torchwell les había asignado la investigación del caso del secuestro de los agentes James y Roberts. Así se había calificado para dar inicio a la investigación policial. No como un homicidio que era justamente lo que ellos temían que fuera. Los murmullos habían resonado entre las cuatro paredes de la sala de reuniones pero la helada mirada de Torchwell había acallado cualquier posible protesta.

              Ello no significaba que los compañeros fueran a facilitarles el trabajo pero los obstáculos no eran una novedad.

              Se habían dividido para abarcar las tareas pendientes con más efectividad. Peter y él asumirían la compleja conversación que estaba por llegar con Titus, mientras que Clive y Ross tratarían de localizar al hombre que los agentes desaparecidos no llegaron a interrogar. El carnicero al que habían agredido y casi matado de una paliza. El problema contra el que habían chocado de frente eran los reducidos datos de los que disponían ya que las libretas de apuntes de la investigación de los agentes James y Roberts se habían esfumado junto con sus dueños.

              En la cerrada oscuridad de un patio de caballos.

              Parecían dar un paso adelante, tres hacia atrás.

              El pomo de la puerta giró con suavidad, entreabriéndose ésta y dando paso al gigante que en unos pocos días parecía haber renacido. Mostraba un aspecto tan diferente a aquel en el que lo hallaron.

              ─Pasa, Titus y tranquilo, amigo.

              Un coro de suaves y femeninas risas les alcanzó arrancando una preciosa sonrisa en ese inocente rostro, relajándolo al completo.

              ─Son bonitas.

              Lo eran. Sin duda, era hermoso el sonido.

              Rob esperó un poco, lo suficiente para que Titus se acercara a ellos voluntariamente pero no se movía por lo que optó por levantarse, dejando libre el lugar que ocupaba. Obedeciendo a un leve gesto el inmenso y acobardado hombre se ubicó frente a Peter, al que se negaba a mirar, salvo de soslayo.

              ─No te haremos daño, Titus.

              Un rápido parpadeo en esos pequeños ojos fue la única señal de que había atendido a las palabras de Peter. Éste se inclinó en su asiento acercándose sin movimientos bruscos, relajado.

              ─¿Va a venir la Sra. Julia? Es… buena.

              ─Quizá más tarde, ¿te parece bien?

              La cabeza del hombre que ya aparentaba más tranquilidad asintió.

              ─No sé mucho. Ellos me dejaban con los pequeños.

              Vaya. Y pensaron que le iban a tener que sacar la información con verdadero esfuerzo.

              Titus pareció intuir su sorpresa.

              ─La Sra. Julia me dijo ayer que me puedo quedar a vivir aquí. Con su niña. Yo sé cuidar bebés pero hay que tener muuuucho cuidado con ellos ─se inclinó hacia Peter y comenzó a susurrar tan bajito que Rob hubo de aproximarse para tratar de captar lo que decía─ Son muy pequeñitos y les gustan las nanas.

              ─¿Has cuidado de muchos bebés, Titus?

              ─Sí, les gusta que les cante.

              Una sombra de intranquilidad cruzó repentinamente esos dulces ojillos.

              ─Se los llevaron a todos. A la otra casa grande y fría. Al sitio oscuro. Con la mujer mala.

              ─¿Dónde los cuidabas, amigo?

              Se encogió de hombros en cuanto escuchó la pregunta.

              ─Tenían daño.

              Peter y él cruzaron miradas, completamente desconcertados.

              ─¿Qué quieres decir con daño?

              ─Daño.

              ─Ya pero…

              ─Todos tenían daño.

              Diablos. Necesitaban a Clive para que con su sonrisa y sus pacientes formas sonsacara al gigantón que les observaba como si le resultara incomprensible que dos supuestamente inteligentes adultos no le entendieran. Ese hombre conseguía que hasta el mayor sinvergüenza hablara. Por el contrario él era algo torpe con los interrogatorios y Peter… Peter únicamente lograba que se desmayaran antes de abrir la boca.

              ─¿Recuerdas la casa, Titus?

              Un suave gesto afirmativo les respondió.

              ─Era grande y siempre de noche.

              ─¿Y?

              ─Muy grande y tenía escaleras pero no luz. Y había animales muertos abajo. Y fríos.

              Titus sonrió completamente satisfecho como si la información facilitada y el mero hecho de darla fuera un logro.

              Por un segundo Rob quedó pensativo.

              Lo era. Para un hombre con una mente inocente y atrapada en un mundo aterrador debía parecerle una liberación el simple hecho de poder hablar de ello. Libremente y sin miedo. Sintió la mirada de Peter sobre su persona y no necesitó mirarle para darse cuenta de lo que pensaba. Si insistían o presionaban demasiado romperían al gentil gigante y no estaban dispuestos a hacerlo. El fin no justificaba los medios. No en este caso.

              Si Titus estaba dispuesto a hablar escucharían. Preguntarían pero no le empujarían más allá del lugar en que se sentía seguro por primera vez en su vida.

Con suavidad se sentó junto al gigante, quien se volvió en su dirección para regalarle una de las miradas más confiadas que había recibido en su maldita vida. Dios. La pregunta que tenía a punto de lanzar se le atascó en la garganta. No pudo.

En su lugar apoyó con gentileza la mano en la dura rodilla del gigante y apretó con suavidad.

              ─Todo está bien, grandullón. Ahora estás a salvo.

              Tenía una sonrisa hermosa. Como la de una criatura que nada tiene que ocultar porque nada malo ha hecho. Un hombre en paz consigo mismo y con el mundo. Se levantó tras dar un último apretón a la pierna que permanecía a su alcance y habló.

              ─¿Qué te parece si vamos a la cocina y preguntamos a la Sra. Pitt si nos hace una de esas tartas que tanto nos gustan?

              Resultó casi cómica la velocidad con que Titus se alzó y palmeó con esas enormes manos que Rob no podía dejar de imaginar cuidando a bebés.

              Bebés dañados.

              ¿Qué diablos habían obligado a hacer a ese hombre?

              Un escalofrío le recorrió el cuerpo al observar esas fuertes manos. Brutales y suaves al mismo tiempo. Se estaban adentrando en algo contra lo que su instinto avisaba con fuerza que debían ser precavidos y a Peter le ocurría lo mismo. Le conocía demasiado como para no leer en esa negra mirada su malestar.

              Una suave palmada fue suficiente para que Titus se encaminara con ellos hacía la cerrada puerta.

              Al mismo tiempo en que avanzaban escucharon otra puerta cercana abrirse. Una mezcla de frases femeninas y risas mezcladas con la ronca voz de su padre, sonaba cada vez más próxima a ellos.

              La reunión semanal de la parte femenina del club parecía haber llegado a su fin.

              Les presentarían a Titus.

              Las mujeres ya estaban al tanto de lo ocurrido tras explicarles Julia que tenían un tímido y temeroso invitado en la mansión. Mere le había ofrecido su hogar sin dudarlo y la cohibida mirada de Jules había brillado con fiereza tras escuchar el relato del hombre encerrado contra su voluntad en el agujero del que le habían sacado. Esas mujeres eran de armas tomar.

              Se inclinó para asir el pomo pero la mano de Peter se posó sobre la suya, sin permitirle girarlo. Un suave espera, canijo le detuvo de inmediato y presenció cómo el hombre que quería se tornaba fieramente protector. Como si adivinara que la rigidez que acababa de adueñarse del inmenso cuerpo de Titus, en pie junto a ellos, hablara de miedo.

              La otra mano de Peter se posó en el hombro del gigante, apretándolo.

              ─Ellas son maravillosas, Titus. Nunca, nunca te harían daño, amigo. Recuerda eso cuando abramos la puerta, ¿de acuerdo? ─una pícara sonrisa cubrió el hermoso rostro de Peter─ También son un poco ruidosas, cariñosas y puede que alguna intente darte un beso o abrazo. No te harán daño, amigo. Jamás. Déjales hacer.

              La tensión fue desapareciendo paulatinamente con cada palabra que brotaba de los labios de Peter.

              Madre mía. Amaba a ese hombre duro y sensible. Terco y amoroso.

              ─Ellas te gustarán, Titus.

              La manaza que cubría la suya sobre el pomo se relajó y le dio un suave toque indicando que adelante, que la abriera. Lo hizo y se toparon con el ruidoso y maravillosos mundo de las mujeres y de su padre. Lleno de colorido, de sonrisas y de calidez.

              Sus miradas recalaron en la redonda figura de Mere. Titus inhaló fuerte al recaer su mirada en ella.

              Rob sintió la presión de unos fuertes dedos en su brazo.

              ─La señora va a tener bebés.

              Se giró hacia Titus quien no apartada la mirada de la tela que tapaba el abultado vientre de Mere.

              ─Ajá.

              El gigantón sonrió provocando que el grupo de mujeres suspirara como si todas ellas fueran a ser madres primerizas y acabaran de decirles que su criatura iba a nacer rolliza, con un portentoso apetito y que dormiría de un tirón durante la noche.

              La diminuta mujer cuyo carácter se asemejaba al de un torbellino incluso en sus días más bajos, se acercó a Titus y quedó a su altura. Su coronilla le llegaba a medio pecho pero nada parecía arredrar a esa mujer. Extendió su mano hasta que Titus la envolvió con la suya y tiró de él hasta que éste se vio obligado a inclinarse lo suficiente como para que su mejilla quedara al alcance de los rosados labios.

              Lo dicho. Ya estaban besuqueándolo. Una tras otra, lo besaron de una forma tan suya, tan semejante a la manera de ser de cada una que un maldito nudo se le formó en la garganta. Con cada caricia en el redondo rostro de Titus, la espalda del gigante se iba relajando y sus labios se curvaban un poco más, cada vez.

              Pobrecillo.

              Sintió la tensión en el cuerpo de Peter situado a su lado en reacción a la inmovilidad de Titus. Tan repentino que le pilló de sorpresa.

              Maldita sea.

              Algo iba mal.

              Titus acababa de soltar la mano de Mere y enderezarse en toda su impresionante altura, de golpe. Su mirada quedó clavada en la figura femenina que había quedado detrás de las demás, parcialmente oculta a las miradas de ellos pero que con un paso lateral de la abuela Allison, había quedado al descubierto.

              El sonido que emanó de Titus fue gutural, desgarrador y ansioso.

              Le provocó algo en su pecho que hacía tiempo que no sentía. Le recordó al gemido de un cachorro perdido al ver la figura de su madre. Dios santo, sonó a pura desesperación, congoja y felicidad. Pura y llana felicidad.

              ─Claire.

              Únicamente Peter, al escuchar el susurro, reaccionó a tiempo para aferrar la chaqueta que cubría la inmensa mole que se acababa de lanzar desesperado en dirección a Elora Robbins. Pero no fue suficiente.

              En un segundo el gigante había envuelto entre sus impresionantes brazos a la pequeña figura que parecía haber quedado congelada de la impresión. En el desconcierto causado por la velocidad con que Titus se acercó a la mujer, el resto del grupo de mujeres se colocó en medio impidiendo el avance de Peter.

Fue sencillamente impactante.

              Las rodillas del gigante se doblaron al tener abrazada a Elora y cayó  al suelo. Lloraba con un niño pequeño. Con sollozos que surgían del mismo centro del pecho. Desgarradores.

              Lastimaba escucharlos.

              Hasta que la mujer que permanecía parada tan desconcertada como los demás, aún en pie, con los inmensos brazos del gigante rodeándole y su cara apretada contra su pecho, habló con dulzura, como si surgiera natural en ella la reacción que el gigante que no la soltaba necesitara para tranquilizarse. Rodeó con sus regordetes brazos los hombros de Titus y le abrazó. Fuerte.

              Un gesto tan sencillo como único. Le hablaba con calidez al oído. Le decía que estuviera tranquilo, que ya estaba en casa, que ella iba a cuidar de él.

              Hasta que algo le respondió Titus que provocó que esa mirada se oscureciera. Las pupilas de Elora se dilataron hasta tal punto que el iris que las rodeaba desapareció al completo. Elevó la mirada y Dios santo. Puro dolor y tristeza. Y angustia. Honda y sin ocultar.

              No olvidaría esa mirada en años. No la olvidarían todos aquellos que les rodeaban.

              ─Maldita sea, Peter, ¿qué diablos? Hay que avisar a Marcus Sorenson.

              Sólo alcanzaron a escuchar con dificultad la frase que pronunció Elora mientras apretaba con fuerza el cuerpo que apenas conseguía abarcar con sus brazos, ya sentada en el suelo de la entrada de la mansión, con el inmenso y tembloroso hombre recostado contra ella. Rodeados de gente. Ellos y el personal de la casa que había acudido al escuchar la tremenda algarabía. Los hombres de Doyle. Incluso Guang se había unido al escuchar el tumulto generado.

              Por alguna extraña razón Elora y Titus parecían vivir su propio drama, sin darse cuenta de que eran observados de cerca. En su mundo.

              La resquebrajada voz femenina surgió ronca pero nítida.

              ─Ella era mi hermana. Claire era mi gemela. ¿Le conociste?

              La pequeña mujer tembló antes de alzar gentilmente con su mano la cara de Titus en su dirección y susurrar una pregunta, tan bajo, que apenas alcanzaron a escuchar.

              Con miedo a escuchar la respuesta.

              ─¿Está viva mi hermana?

 

******

 

Amor entre las sombras
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