Capítulo 29

 

I

 

              Transpiraba como un pollo desmelenado y también la abuela Allison. Los corredores seguían desiertos y salvo un pequeño encontronazo con un asustadizo roedor el camino había permanecido despejado.

              En el intenso silencio se percibieron unos pasos que se acercaban por el corredor al que debían acceder.

              ¡No estaba preparada para luchar! ¡Ni para pensar en ataques y contraataques! ¡Prefería pensar en flores o catalejos! Esos temas le relajaban. Pensar en peleas le tensaba. Soltó las patas de la jefa de sección que cayeron de golpe al suelo. Dios mío, ahora a la pobre mujer además de la frente, se le amoratarían los talones. Todo por su culpa. Tenía alma de delincuente. Un alma negra y fea.

              Otra vez tenía ganas de lloriquear.

              ─¡Jules!

              La abuela Allison estaba sorda como un topo. No había captado los tenues pasos.

              ─¡Viene alguien! ¡Pisando fuerte!

              Adoptó la posición. La del carnero. El trasero para arriba, doblada por la cintura en forma de ele y la cabeza preparada para atacar. Sombrero y pelucón incluidos.

              ─Jules, hija, ¡¿qué haces?!

              ─Prepararme para arremeter.

              ─¿Por qué?

              ─Se acerca el enemigo.

              Vaya. Era la primera vez que escuchaba jurar a la abuela Allison.

              ─Has perdido la cabeza. ¡Debemos escondernos, niña!

              Uf, con su postura le costaba hablar sin agotarse.

              ─¡No hay tiempo! Viene alguien y dudo que crean que la jefa de sección se ha echado una siestecilla entre turno y turno en medio del pasillo central. Debemos atacar antes de…

              ─¿Defendernos con nuestras desnudas manos?

              ─Eso mismo. Échate para atrás, Allison. Creo oportuno coger carrerilla.

              Se arremangó un tanto las faldas y se inclinó más en ángulo.

              ─Ay, hija, lees demasiadas novelas. Y como sigas así te vas a hacer daño en la cabeza.

              ─La tengo dura.

              ─No lo dudo, querida.

              Diantre, los pasos estaban cerca. Más de lo esperado. La jefa de sección comenzó a roncar. Mucho. Y resoplaba. Hizo gestos desesperados a la abuela Allison para que se lanzara al suelo y le callara tapándole la boca pero no le entendió.

              Se les acabó el tiempo para planear algo medianamente decente. Una sombra inmensa se cernió sobre ellas. Se lanzó para topar con la coronilla con una superficie plana y dura. Muy dura.

              ─¡¿Qué demonios haces, mujer?!

              Oh, Oh, ohhhhhh.

              El plano vientre del fondón. Esa era la superficie dura contra la que había topado. Se enderezó ante la alucinada mirada de su prometido, fija en sus piernas. Soltó la falda de golpe.

              ─¡Se os ha pasado la hora! ─la mirada color jade se centró en el bulto que resoplaba, tendido en el suelo boca arriba con la boca abierta. Dios mío, era un tanto grotesca la situación─. ¡¿Qué habéis hecho?!

              ¡La voz era acusadora! ¡Y le miraba a ella! ¡A su huevo! Se lo toquiteó y se caló el sombreo hasta las cejas.

              ─Ya lo he visto, mujer. No lo escondas ─la clara mirada se repartió entre ella, la desmayada jefa de sección y la abuela para centrarse de nuevo obsesivamente en ella─. Ya hablaremos de esto en casa, sin interrupciones. Debemos salir de aquí y dejar vía libre de acceso a los demás. Os llevaré con Edmund junto con nuestra inesperada acompañante y me vuelvo con el resto ¡Menudo maldito desastre!

              ¡Seguía con la mirada fija en ella!

              ¿Por qué le miraba con ojos entrecerrados? Ella había actuado con rapidez y sorpresivamente. Hasta la abuela se había asombrado, ¿no? Su mente funcionaba en los momentos inquietantes.

              Como el rayo.

              El fondón cargó con la jefa Mallory con sorprendente facilidad mientras farfullaba algo incomprensible. Echó a andar a paso ligero en dirección contraria a la que acababa de recorrer por lo que no tuvieron más opción que seguirle. Agudizó el oído pero no consiguió entenderle. Se lo tapaba la tela del sombrero. Algo sobre imprevisible, insensata y endemoniada mujer.

              Esperaba que se estuviera refiriendo a su carga.

              El hombre hablaba entre dientes. Tendría que decirle que vocalizara con cuidado y abriendo bien la boca porque si no sus conversaciones iban a dejar mucho que desear. Que manejara la lengua como era debido. Bueno, quizá se guardara esta última indicación para ella y su imaginación. Bueno, no eso sino su memoria. ¿Acababa de escuchar algo parecido a un desastre y mema? No, tenía que haber sido tema o lema. Quizá flema. Sí. Seguramente esto ya que ella había actuado con verdadera flema inglesa.

              Qué orgullosa estaba de sí misma. Cuando se lo contara a Mere y Julia seguro que se derretían de satisfacción y le palmeaban la cabeza repetidas veces. Bueno, no, mejor su hombro que Mere no llegaba a alcanzar su cabeza con comodidad.

              Una sensación extraña en la nuca le hizo volver la mirada, sin dejar de avanzar.

              A su espalda, al fondo del corredor, apareció una tenue luz. El vello de sus antebrazos se erizó. Le daba la impresión de que si ellos avanzaban la luz les seguía. Si paraban, se detenía. Apenas hacia ruido como si la figura que acompañaba a la luz fuera descalza. Como un fantasma pisándoles los talones.

              Inclinó levemente la cabeza y se detuvo un poco hasta que la abuela le urgió a seguir adelante. Puede que sus oídos le hubieran engañado por los nervios pero también le había dado la impresión de escuchar la campanilla de entrada al complejo sonando con vigor.

              Quizá algún ingreso inesperado.

              Puede que la figura nos les siguiera a ellos sino que se dirigiera a la entrada principal.

              Ya no sabía qué pensar. Al fin y al cabo era noche de luna llena y ésta llamaba a la locura.

 

 

 

II

 

              Jared ya se habría imaginado que algo no discurría como debiera. Al no encontrárselos cerca de la entrada trasera al hospital esperaban que hubiera obrado con lógica y, sin esperarles, hubiera sacado a las mujeres del hospital, lejos de cualquier peligro.

              La espalda de Sorenson iba a provocar el estallido de la tela de su chaqueta.

              El hombre que había atendido la llamada no les daba acceso al hospital. Un enfermero de guardia. De unos veintitantos años y que tartamudeaba ligeramente. Se negaba en redondo a dejarles pasar al interior ya que nadie le había informado de su llegada. Le daba igual que él fuera policía. Le daba igual que uno de ellos se comportara un poco como algunos de los dementes que circulaban por el edificio al vociferar que si no le dejaba pasar en los próximos dos segundos, le atravesaría sin pensarlo dos veces. Con lentitud el joven se dirigió a Marcus explicando que la materia es sólida pero que ya le curarían a partir de mañana. Cuando le admitieran en la sección de perturbados profundos.

              Se asemejaba a un dubitativo adulto hablando con un gigantesco infante.

              Tras considerar, al parecer, que ya había dado las suficientes explicaciones a un perjudicado el enfermero se volvió en su dirección, sin dejar de desviar de tanto en tanto la mirada hacia Rob y hacia los hombres de Marcus. A Sorenson le ignoraba.

              ─No insistan. No entrarán. Si lo hacen, llamaré a la policía.

              ─¡Somos la policía!

              ─Sí, claro ─la mirada extraviada del hombre se centró unos pocos segundos en Sorenson antes de desviarse con rapidez─. Y el Doctor Piaret es un criminal peligroso que mata niños y en su despacho hay un túnel subterráneo por el que circulan  las vacas.

              Se cruzó de brazos pese a ser ligeramente enclenque y afianzó la punta del pie contra la parte inferior de la puerta. Insistió, con una voz completamente chillona y algo trémulo, que le quedaban cinco horas para finalizar su turno y que volvieran más tarde. Que para entonces ya habría llegado el director del hospital y él se encargaría del tratamiento que resultaba evidente que debía recibir el hombre del pendiente de oro. Que con la historia, carente de sentido alguno, que le acababa de contar seguro que le encerraban una buena temporada. En soledad para no contagiar al resto de los enfermos y evitar que todo el mundo comenzara a mugir por los pasillos del hospital o a alguno le diera por comer la escasa hierba que crecía en el jardín central.

              Ciertamente sonaba fatal la historia de Sorenson. Él tampoco les hubiera dejado entrar.

              Un bufido fue lo único que recibió el enfermero a modo de aviso. Le dio tiempo a abrir los ojos como platos. Marcus le atravesó mientras rugía que cinco horas eran demasiadas. En realidad, no llegó a atravesarle. Simplemente arremetió contra la madera y le placó con su cuerpo. El joven nunca debió retarle con la mirada o con sus palabras. El hombre que cinco segundos antes se negaba a dejarles entrar cayó de espaldas al suelo, en plancha. Catatónico. Sin mediar palabra el viejo Sampson le arrastró de una pierna y Wigg de la otra hasta dejarle arrinconado en una esquina del patio. Como un fardo.

              ─¿No debiéramos quitarle de en medio? ─preguntó Rob.

              ─No.

              La voz de Marcus sonaba extremadamente ronca.

              Se lanzó de nuevo a la carrera.

              Demonio de hombre. Era veloz, el condenado.

 

 

 

III

 

              No conseguía aflojar las muñecas. Le ardían. Y sentía la mandíbula desencajada. Atado de pies y manos le habían lanzado a un maloliente carromato y en ese momento circulaban en alguna dirección. Hacía frío. Quedarían unas tres horas para el amanecer y se sentía como un inútil. De nuevo.

              Le llegó una bocanada de olor. El río. Se dirigían en dirección al Támesis.

              Recibió una patada en el tobillo por lo que, instintivamente, encogió las piernas pero la mano que aferraba la soga que los envolvía no se lo permitió. La mirada de Glenn antes de atarle le había revuelto las tripas. Ese hombre le tenía ganas y en cuanto pudiera, intuía que le iba a dar una paliza de muerte. Sus músculos se tensaron recibiendo esta vez un fuerte golpe en la cadera.

              Escuchaba frases sueltas. Algo sobre los muelles. Hablaban de un intercambio y que, en cuanto estuviera cerrado, tuvieran a los niños y ella se reuniera con Colin, todos desaparecerían. Le escuchaba a ella como si sus palabras hicieran eco en su cráneo. Quizá fuera una conmoción por los golpes. Otra vez. El par de puñetazos le habían dejado ligeramente atontado.

              La voz femenina no sonaba tal y como la conocía. No era dulce.

              Se mordió el labio inferior hasta doler. Debió escuchar a Ross. Sus advertencias. La extrañeza porque Melody tuviera tantas reticencias a conocerles. Debió…

              Debía escapar. Su instinto le gritaba que él era una parte del intercambio. Que el otro lado era aquello que obsesionaba a Martin Saxton.

              Rob Norris.

              Él era un simple peón en un oscuro juego.

 

 

 

III

 

              Aferró a Jules de la menuda mano pese a llevar a la señora desmayada como un saco al hombro. Su prometida tendía a quedarse descolgada del grupo. Y le había dado por chapurrear no sé qué sobre una sombra inquietante a su espalda. El leñazo en la frente le había trastocado. Y no le extrañaba. Era enorme.

No le iba a soltar de nuevo hasta que la misma mano que aferraba estuviera bien sujeta por el viejo Norris.

              ¡Por los Dioses! Cuando comenzaron a transcurrir los minutos y su carita no aparecía a través del cristal de la puerta que daba a la cocina comenzó a angustiarse. Había optado por forzar la puerta de entrada debido al nervio que comenzaba a formarse en la boca de su estómago. Su prometida y su abuela a solas. Planeando. Casi vomitó de imaginar lo que pudieran estar haciendo.

No había nadie por los alrededores salvo un joven pinche que no tardó en vestir ropa de abrigo y salir al exterior. La negrura lo invadía todo.

              El condenado camino hasta localizarles se le había hecho eterno. La llegada fue peculiar, como todo lo que rodeaba a su ardilla.

              El peso de la mujer que cargaba comenzaba a hacerse notar por lo que soltó la mano de Jules y reacomodó el cuerpo.

              ─Podríamos cargarle un poco la abuela y yo si te pesa mucho. De pies y manos y esta vez, no le soltaré de golpe. Conseguimos arrastrarle un buen trecho. Antes de que nos estropearas los planes.

              ¡Increíble! Su prometida no paraba de rascarse bajo la horrorosa peluca que poco a poco le iba tapando los ojos. Estaba a un paso de morderla del enfado. Tenía que asustarle antes de contraer matrimonio. Después sería un caso perdido.

              ─¿Quieres terminar la noche sin rojeces?

              A dos pasos por detrás se escuchó la risilla nerviosa de la abuela.

              ─¿Eh?

              ─Que si…

              ─¡Te he oído!

              ─Lo dudaba porque como el caso que me sueles hacer es nulo, he decidido que o bien, estás más sorda que la abuela o bien lo haces a propósito.

              ─¿El qué?

              ─¡Llevarme la contraria!

              ─Eso no es cierto. Lo que ocurre es que tus órdenes suelen ser contradictorias en grado sumo.

              Optó por no entrar en debates con la ardilla porque era capaz de armarla.

              Agradeció a los cielos la escasez de personal que posibilitó salir del hospital sin cruzarse con otras personas y sin mayores problemas. Mientras recorrían a paso ligero la calle Smithfield en dirección a la esquina de la calle al final de la cual les aguardaba Edmund comenzó a sentir fijación con otra cosa. En apartar a la insensata del condenado jaleo que había estallado a su alrededor. Rob, Peter, Sorenson y el resto no habían aparecido en el lugar convenido. Lo cual significaba problemas. Y de los gordos.

              ¡Diablos! La mujer que cargaba al hombro comenzaba a removerse. Había sido un movimiento apenas perceptible de una de sus piernas pero ahí estaba. Un espasmo. Lo que le faltaba para fastidiar su parte del plan. Que recobrara el conocimiento y comenzara a vociferar que le estaban secuestrando unos maleantes.

              ─Si quieres, le doy otro cabezazo a la jefa. Tengo una puntería infalible.

              Por todos los diablos, su prometida era un peligro en potencia. Y su cabeza aún más.

              Fue a contestar con un berrido pero algo llamó su atención. Al otro lado de la calle percibió movimientos. Pese a la oscuridad. Se detuvo de golpe sintiendo el atropello de su prometida contra su parte trasera. La punta de una nariz chocó contra su espalda y una mano apretujó su glúteo derecho, estrujándolo tras sopesarlo ligeramente.

              Se volvió como una peonza casi lanzando a su desvalida carga a un lado debido a la fuerza y velocidad de su giro. Uno de los pies de la jefa de sección casi dio de lleno a la abuela en la barbilla.

              Su cuerpo rozaba el de su prometida. Quedó inmóvil mirándole desde lo alto. No se lo podía creer. Esa dulce cara le enfrentó como si nada malo hubiera hecho.

              ─¿¡Qué haces!?

              ─¿Nada?

              ─Me acabas de…

              Diablos, le daba vergüenza decirlo ¿Estaba sonriendo Jules descaradamente? No. No podía ser. No le había palpado el trasero a propósito ¡Era una dama! Una dama no estruja el glúteo de un hombre y mucho menos le da una reconfortante palmadita después.

              Parpadeó incrédulo.

¿No estaría mascando más de lo que podía tragar? Con los ojos recorrió los suaves rasgos y se humedeció los labios. No.

              ─¿Quizá lo has imaginado, querido? Eres propenso a fantasear.

              La brujilla desmelenada lo había hecho a posta. Sonrió cortando de cuajo la sonrisilla presumida formada en los labios femeninos. Las pupilas de esos redondos ojos se dilataron provocando que tragara la saliva que se le acababa de formar y acumular en la boca. Dioses, la ardilla lo ocultaba pero estaba llena de pasión y fuerza. Y pillería. Le entraron ardores y sudores repentinos. Y tal sensación de anticipación que  sintió flojera en las rodillas.

Pero, ¿qué demonios le estaba pasando? La pícara sonrisa asomó de nuevo a la cara de su prometida pese a que intentó ocultarlo por todos los medios. El tic en la mejilla le descubrió.

              Se inclinó hasta casi rozar el desastroso sombrero con su propia cabellera. Y ella no reculó. Las palmas de las manos le ardieron. Le retaba. Ella le retaba y a él le chiflaba que lo hiciera. Le encantaba la manera en que entrecerraba esos redondos ojos como diciéndole venga, atrévete, fondón.

              Se acercó otro poco más ladeando a su carga para que no le molestara en sus intenciones. Iba a susurrar. Iba a…

              La tensa voz de la abuela no se lo permitió.

              ─¿No es Elora esa mujer que acaba de salir de la iglesia de ahí enfrente? ¿No es un poco raro que alguien salga de una iglesia cerrada a estas horas de la madrugada? y ¿no se parece uno de los dos hombres que la acompaña a Martin Saxt…?

              El jadeo de la abuela que siguió a la pregunta tensó todos los músculos y tendones de su cuerpo.

              Su mirada se centró en las figuras que iban surgiendo una tras otra del pórtico de la iglesia de San Bartolomé. Y en el brillo del filo de una daga que acababa de degollar a uno de los policías apostados a ambos lados de la misma.

 

 

 

IV

 

              Llevaban luchando con los malditos grilletes unos veinte minutos. Tanto él como el marido de Elora. No habían dejado a nadie vigilándoles dentro del túnel pero estaba seguro de que estarían haciendo guardia fuera. Saxton tenía que saber que algunos de sus hombres morirían y a pesar de ello les había dejado atrás. Si estaba al tanto de lo que iban a hacer, de que iban a atacar en cualquier momento su organización debió retirar a sus hombres.

              Más vidas perdidas y destrozadas por ese animal.

              La respiración de su abuela sonaba fatigosa. Permanecía acurrucada con la espalda contra la pared y no emitía ni un sonido. Las dementes palabras de Saxton le habían hecho mella. Y dolido. Se culpaba pese a no ser la responsable de la obsesión de ese malnacido. Le había engañado y con ello había obtenido la información que buscaba para obtener ventaja.

              Hijo de mala madre. Estaba tan rabioso que se sentía arder por dentro. Por lo que Saxton había dicho. Por lo que le había hecho sentir. Por utilizar a Clive como moneda de cambio y sobre todo por intuir que él haría lo que fuera por salvarle. Incluso entregar a un buen hombre en manos de un desequilibrado.

              Y porque el condenado había acertado de pleno.

              La cerradura que cercaba la segunda muñeca cedió.

              La velada mirada de su abuela se apartó del suelo para enfrentar la suya. Saxton le había hundido. Su abuela adoraba a Clive. Siempre lo hizo y las palabras de ese hombre… Lo que harían con Clive si él no hacía como se esperaba de él. Cómo le rompería, poco a poco, si él no vendía a Rob Norris al enemigo.

              Destrozar a un hombre íntegro que para ese animal nada significaba. Para él, en cambio…

              ─No puedes hacerlo, hijo.

              El nudo en la garganta le impidió responder a su abuela.

              Si no entregaba a Norris, destrozarían al hombre que quería. Al hombre que no quería amar pero que a pesar de todo, quería con toda su alma. Le dolía el pecho. Quizá fuera el corazón. Su destrozado corazón. No quería pensarlo. No quería, pero las duras palabras de su abuela le estaban ahogando por dentro.

              ─Él nunca te lo perdonaría.

              Al otro lado de la estancia otra cerradura se abrió.

              Se agachó hasta quedar a la altura de la mujer que le había criado desde niño con amor. Sintió la suavidad de sus dedos sobre su rostro magullado.

              ─¿Ross?

              Fue incapaz de responder. Incapaz de enfrentar la angustiada mirada de la mujer que le había enseñado. Incapaz de decirle que no tenía libertad de escoger. Puede que Clive le odiara para siempre, que no le perdonara jamás su traición pero estaría a salvo. Lejos de las garras de Martin Saxton.

              Unos ojos azulones de limpia mirada se formaron en su mente y sus entrañas se retorcieron, con fuerza.

              Deslizó los brazos bajo las frágiles extremidades de su abuela para cargarle en brazos. Las marchitas yemas no se separaron de su mejilla. Como cuando era crío y todavía esperaba que su madre apareciera en cualquier momento para llevarle con ella. Cuando trataba de consolarle con su compañía y ese amor profundo que siempre le había acompañado. No podía enfrentar su mirada. Sencillamente, no podía.

              La figura masculina al otro lado de la estancia se aproximó a la puerta apoyando el lateral del rostro contra la madera. Poco después Neil Dawson se giró hacia él.

              ─No se escucha movimiento al otro lado.

              El pomo de la puerta giró sin resistencia. Nadie se movió y nadie impidió que abandonaran la habitación.

              ─Está abierta.

              Y el camino hacia la superficie, despejado.

              Saxton le daba vía libre para traicionar a un hombre y salvar a otro.

 

 

 

V

 

              Se cruzaron con un par de vigilantes que quedaron inconscientes en un par de segundos. El viejo marinero y el escurridizo ratero quedaron atrás, a cargo de su ocultación. Desconocía dónde les iban a meter ya que al paso que iban todos los posibles escondites en el hospital de San Bartolomé ¡iban a quedar colapsados con las víctimas desprevenidas de Sorenson!

              Éste había perdido la paciencia al completo. Ni siquiera perdía más tiempo del necesario en comunicarse con ellos. Emitía sonidos guturales y las zancadas que daba eran cada vez más apresuradas.

              Los ventanales que daba al patio interior del hospital dejaban entrar en el corredor suaves corrientes de aire. No era complicado localizar el despacho de Piaret. Ellos ya lo conocían y Marcus había memorizado su ubicación. En las cercanías no había ni un alma como si todos supieran lo que iba a ocurrir esa noche y hubieran abandonado el lugar, a su suerte.

              La puerta de doble hoja de entrada al despacho les detuvo de golpe.

              La mano derecha de Marcus se extendió en dirección al pomo pero Peter la apartó de un ligero empujón antes de susurrar.

              ─Puede que estén dentro.

              ─¿Y?

              ─Puede que Saxton esté dentro.

              El curvo filo de un cuchillo apareció de la nada. El suspiro de desesperación de Peter se emparejó con la indicación de Sorenson de que no se filtraba luz por el bajo de la puerta. Que no se escuchaba ni un alma en el interior. Que aunque así fuera le daba igual porque si tenía que arrancarle las tripas a ese hombre para encontrar a Elora, lo haría.

              Los dos pares de ojos se enfrentaron mientras él observaba sin que le hicieran el más mínimo caso. Para variar, diablos.

Escurrió sus dedos entre los dos corpachones y giró el pomo. Una manaza se cerró alrededor de su muñeca. La ronca voz de Peter no se hizo esperar.

              ─¿Qué haces, Rob?

              ─Ignoraros. Además, si estuvieran dentro habrían escuchado vuestros sonoros gruñidos, bufidos, resoplidos y ya estaríamos con una buena pelea entre manos.

              Empujó con las puntas de los dedos.

              El despacho seguía siendo tal y como lo recordaba. Lleno de libros, revistas y papeles. Amplio y en esos momentos, vacío de ocupantes o intrusos.

              ─Debemos encontrarlo.

              ─Estará en los túneles, Peter. Con sus hombres. Antes debemos…

              ─¡Me refiero al acceso, no a Saxton!

              ─Ah.

              Dioses, no veía a un palmo de su cara. Si no localizaban la entrada al pasillo de unión con el mercado de ganado estaban acabados. Los hombres de Sorenson no tardaron en encender unas velas que portaban, repartiéndolas al resto.

              No sabía muy bien por dónde empezar. Con la mirada recorrió todo el espacio. En la biblioteca. En las baldas siempre se camuflaba algún libro trucado que se empujaba para abrir un oculto pasillo al más allá. Empezó a toquetear todos los libros de medicina tratando de fijar la mirada en alguno que destacara entre los demás.

              Frunció el ceño.

              El doctor tenía intereses curiosos y diversos. Las plantas y su reproducción. La detallada disección de la musculatura. Las costumbres de los nativos de las diferentes colonias. La porosidad de los huesos y en medio de la balda superior, en un lateral, los relatos de Verne. Sus viajes extraordinarios.

              Demasiado evidente. Para aquél que gozara del don de apreciar la ironía.

              Sus ojos se centraron en el libro colocado en el extremo izquierdo de la balda superior. De ser alguno, su instinto le indicaba que era ese. Con un suave cabeceo llamó la atención de Peter quien se acercó a él. Sorenson se mantenía ocupado poniendo patas arriba el despacho ayudado por sus hombres. Dentro de nada comenzaría a arrancar los tablones del suelo, el papel de las paredes e iniciar su propio túnel en dirección al subsuelo.

              Extendió el dedo y acarició con el índice el lomo ilustrado de Viaje al centro de la tierra. Le apasionaba esa novela y le repateaba las entrañas compartir algo con Piaret, aunque fuera el disfrute de una hermosa historia.

              Empujó tanteando con cuidado.

              La estantería central se separó al girarse en posición contraria al resto. Su corazón comenzó a golpear con fuerza en el pecho y a su lado Peter apenas emitía sonidos. No se le escuchaba ni respirar. El leve crujir del movimiento de la madera detuvo los movimientos del resto de los hombres hasta que todos se agolparon con las miradas fijas, de manera obsesiva, en el oscuro espacio.

              Uno a uno se colaron por el hueco en dirección a los túneles.

              Olía a muerto.

 

 

VI

 

              ─¿Por qué?

              Los ojos femeninos que creyó conocer en algún momento se volvieron en su dirección.

              Forzaron su boca a abrirse y una tela le llenó la boca.

              El estallido se entremezcló con el dolor. Encogió los hombros pero el rostro seguía quedando expuesto. A los puñetazos de Glenn.

              ¡Dios! Notaba el hilillo de sangre manar de su nariz. El puñetazo había sido brutal y dentro de la boca algo había cedido. Se había rasgado la lengua. Tragó como pudo la saliva y trató de encoger las piernas antes de recibir el puñetazo en el vientre.

              No sirvió de nada.

              Intentó respirar, rápido, pero le costaba. Le suponía un gran esfuerzo ya que con cada bocanada de aire llegaba el punzante dolor. Como cuchilladas en medio de la tripa.

              ─Ya está bien, Glenn. O no nos servirá de nada ya que no podrá andar por sí mismo.

              ¿Andar? Pero, ¿de qué diablos hablaban?

              Sintió los labios de Melody junto a su oreja. El roce. Se burlaba de él y de su imposibilidad para hablar con la mordaza cubriéndole la boca.

              ─Pronto terminará todo, Clive. La cuestión es si le importarás lo suficiente para entregar al otro.

 

 

VII

 

              Las paredes de los túneles estaban resbaladizas y pese a que Ross le arrastraba de la mano, le costaba tanto dar unos pocos pasos que se sintió como un peso que lastra al fondo del mar un buque junto con su tripulación.

              Le dolían los huesos. Los mismos a los que culpaba de todo. De haberle obligado a llamar a un hombre que creyó que le iba a ayudar y que al final le había destrozado, a ella y a su familia. Si sólo fuera a ella no le importaría pero su nieto, su Ross, no merecía la agonía de tener que optar entre salvar a un hombre que adoraba y traicionar a otro, destruyendo con ello el honor del que siempre se había enorgullecido.

              Cuando llegara el momento, ella no sabía cómo iba a reaccionar pero las palabras de ese hombre le habían provocado nauseas.

Por delante caminaba con sigilo el otro hombre. El marido de Elora. Cerró los ojos un segundo mientras seguía avanzando y rezó una plegaria por la joven que también debía elegir entre sus niños y su marido. Ella no hubiera dudado de estar en su lugar. Al menos eso creía.

              Estaba aterrada. El humo les había obligado a encaminarse en una única dirección, donde era menos denso. Poco después de abrir la puerta de la habitación en la que habían estado retenidos y recorrer un desnivelado corredor en cuyo suelo discurrían dos vías paralelas de hierros, había escuchado cómo su nieto olfateaba el aire para tensar el cuerpo de inmediato. No había pronunciado palabra pero notó su nerviosismo en la manera en que había estrechado sus dedos, como si sintiera miedo de perderle frente a un peligro que acababa de surgir.

              Algo ardía en las cercanías y tenía que estar propagándose con fuerza.

              Desde ese momento habían apretado el paso girando hacia el túnel de la derecha en la siguiente bifurcación. Allí el olor era algo menos intenso pero una ligera inclinación indicaba que marchaban cuesta arriba.

              No supo calcular el tiempo hasta que el hombre llamado Neil Dawson forzó un gesto brusco creando el puño derecho y aplastó la espalda contra la fría pared. El antebrazo de su nieto se colocó frente a ella y le empujó contra la dura superficie. Le protegía. Los latidos de su corazón retumbaban con fuerza, contra sus costillas.

              Llevaban un rato ascendiendo por un túnel pero el humo parecía seguirles, como si necesitara del contacto humano. No era una cuesta empinada pero si constante. El marido de Elora había susurrado que no tardarían en llegar al hospital y daba la impresión de saber de lo que hablaba. Desprendía ansia por llegar, como si lo que buscaba fuera a encontrarlo allí pero carecía de sentido. Elora no estaba en el hospital de San Bartolomé. Ni ella ni sus niños.

              Apenas le quedaba aliento.

              Se acercaban pasos. De varias personas, descendiendo con rapidez. La respiración se le aceleró. Sólo le acompañaban dos hombres y ella les estorbaría si debían pelear. Instintivamente se echó hacia atrás. Debía dejarles espacio. Debía apartarse. Debía intentar que los jóvenes se salvaran. Ellos merecían vivir. Intentó deslizarse poco a poco lejos del alcance de su nieto sin que se diera cuenta pero de inmediato apreció el brusco giro de su apuesto y magullado rostro en su dirección.

              ─¿Abuela?

              Lo notaba en el tenso antebrazo de su nieto.

              Se acercaban.

              ─No podréis luchar conmigo cerca, hijo. Podría volver por donde vinimos. Podría…

              Los fuertes dedos se crisparon rodeando su muñeca.

              ─No.

              Se les echaban encima. El suave resplandor de las velas se aproximaba y no disponían de armas.

              El sonido del choque entre dos cuerpos, unos pasos más adelante, fue brutal.

 

 

 

 

VIII

 

              ─No. Y no puedes ordenármelo.

              ─¡Qué no…!

              Les iban a perder de vista y su terca además de empecinada prometida se negaba a quedarse con Edmund y su abuela.

              ¡Quería acompañarle! Quería cazar a uno de los hombres más peligrosos con los que se había cruzado en su vida.  Literalmente había dicho cazar y algo parecido a ¿despellejar? Y todo, porque según palabras femeninas, la soledad en la defensa contra el crimen era de atontados. Que por eso ellas habían formado un club contra el crimen de cinco miembros. Bueno, de unos cuantos más tras sus sucesivas ampliaciones. Para protegerse las espaldas los unos a los otros. Para ayudarse, para camuflarse, para incentivarse y para muchas cosas más que en ese momento le costaba recordar ¡porque el detestable hijo del duque se les escurría entre las callejas de la ciudad y se llevaba a Elora de acompañante!

              Las siguientes frases había sido una sucesión de preguntas que su prometida se formulaba a sí misma en voz alta, trabándose con la lengua, acerca del motivo por el que Elora iba con ese hombre sin que le arrastraran a la fuerza, dónde diantre estarían los demás, por qué se le habría ocurrido llevar esa peluca que picaba tanto y que le encantaría tener canillas de hombre.

              Fue a preguntar pero optó por callar. El cerebro de esa mujer era un completo misterio.

              Tras susurrar las últimas palabras Jules había echado a corretear dejándole con la palabra en la boca. Juró en voz baja. Varias veces, mientras se palpaba el arma que ocultaba en el cinturón y perseguía a grandes zancadas a su tambaleante ardilla hasta alcanzarle y asir su mano, con firmeza. Entre jadeos se volvió ligeramente a la fuente de su infortunio.

              ─Con fuerza.

              ─Será rápido. Y las faldas me estorban. Además se dice fácil teniendo largas piernas de hombre enfundadas en un pantalón.

              Por todos los…

              ─Que te aferres a mí mano con fuerza. Como te sueltes, Jules Sullivan y eches de nuevo a correr sin avisarme antes, tendremos…

              ─Lo sé. Un debate acalorado.

              ─¡Más que un debate!

              Se detuvieron en una esquina. Él, alineado contra el borde. Con cuidado asomó parte del rostro para esconderlo de inmediato antes de volverse hacía ella, con cara de pocos amigos.

              Jules tuvo que indagar un poco. La última frase del fondón había sonado cuasi amenazante. Necesitaba distraerse para apartar un poco la mente de la locura que le había invadido al echar como una loca aventada a correr tras el enemigo. Pero es que se llevaban a Elora.

              ─¿Una discusión?

              ─Más que una…

              ─¡Soy pacifista por naturaleza!

              ─Tu cabeza no lo es, querida.

              ─¡Salvo cuando me provocan! Entonces mi cabeza no piensa. Colisiona con contundencia.

              La mano masculina tiró de ella con fuerza hasta cruzar una desolada calle. Seguían los pasos de Elora, de Martin Saxton y no podían permitirse ser descubiertos. Si les perdían de vista Elora desaparecería para siempre y por sus gloriosos antepasados que no iba a ser así. ¡Y un rábano! Fue a comunicarle su decision a Jared pero el fondón ¡refunfuñaba y chapurreaba que las cabezas estaban para pensar no para chocar! Eso era desconocimiento supino. Sí, señor. Ya se lo haría entender en un momento más acorde con semejante tipo de conversación. Ahora prefería almacenarlo en la memoria.

              No tenía la más remota idea de a dónde iban pero le pareció escuchar unos pasos tras ellos. Livianos pero firmes. Y sigilosos. Tanto, que un escalofrío le recorrío la espalda.

              Al igual que en el interior del hospital.

              Fue a volverse con un nudo en medio del estómago. Se estaba angustiando. Sentía que les acechaban por la espalda como a una presa  despistada e inocente que miraba lo precioso que lucía el horizonte. Y el fondón seguía centrado en aquello que les sacaba ventaja y que acababa de desaparecer por una esquina, ¡diantre!

              Estaba agotada. Llevaban recorridas unas diez calles a la carrera y ella no estaba hecha para recorrer largas distancias. No era un corcel ágil y fino.

              Era una mula asfixiada por el esfuerzo.

 

 

IX

 

              No le dio tiempo a pensar al escuchar el golpe. Sorenson acababa de iniciar la pelea de su vida y lo hacía como todo. Sin contención. Lo único que escuchaba eran los gruñidos y los huesos cubiertos por carne chochar contra carne ajena. Entrecerró los ojos para captar movimiento cercano. La condenada cuesta abajo dificultaba la lucha en el túnel.

              No tenía sentido. Debieran haber dado con más hombres. Durante el descenso no había encontrado oposición y ahora… Ahora un único hombre se había cruzado en su trayectoria.

              No.

              Una forma inmensa se abalanzó contra él. Dispuso de un segundo para escuchar el grito desesperado lanzado por Rob, a su derecha pero el empujón llegó del lado contrario lanzándole contra el hombre que quería. Su puño rozó un robusto hombro cubierto por una camisa.

              De refilón percibió otra figura más menuda que vestía unas condenadas ¿faldas?

              ¡¿Qué diablos?!

El codazo le dio en pleno esternón provocando que se doblara sobre sí mismo expulsando todo el aire del cuerpo. Su contrincante era fuerte, ágil y estaba en plena forma. Peleaba con astucia. Desde su espalda llegaba el sonido de una pelea descomunal por lo que obedeció a su instinto, tras alzar ambas manos a modo de parapeto.

              ─¡Quietos!

              Unos nudillos le rozaron la mejilla en el mismo instante en que Rob pasaba a gran velocidad a su lado para empujar al hombre que les atacaba.

              Se irguió con algo de dificultad. Eso había sido un quejido y la voz sonaba femenina. Algo ronca pero el tono era inconfundible. Cerca de él se encontraba una mujer. Una mujer realmente asustada y olía a ¿quemado?.

              Vociferó con tanta fuerza como pudo en dirección al montón de brazos y piernas que se revolvían en el suelo, en medio del polvo, gritando a Rob, a Marcus y a sus hombres que pararan de una condenada vez. Farfulló que no peleaban con hombres de Saxton, antes de agacharse y aferrar de la cintura a Rob, que seguía tirado sobre otro cuerpo algo más corpulento que el suyo. Le costó separarle.

              La figura que quedó en el suelo comenzó a incorporarse hasta quedar de rodillas. Se presionaba el costillar como si le doliera. Conocía ese contorno musculoso.

              Escuchó la asombrada y anciana voz femenina, algo cascada.

              ─¿No nos van a matar?

              ¡Maldita sea!

              En dos zancadas se acuclilló junto al hombre que respiraba con fatiga, arrodillado en el suelo. Una mitad del rostro mostraba la inflamación de los golpes pero la otra la conocía a la perfección. Ross Torchwell. Dios santo.

              A unos palmos de distancia distinguía las cortas frases de Rob entremezcladas con las temblorosas de la mujer. Sólo podía ser la marquesa de Torchwell.

              ─¿Cómo habéis…?

              El breve silencio le inquietó ya que no casaba con ese hombre pero algo en la postura de Torchwell cambió. Cuadró los hombres y habló, entre dientes. Como si le costara hacerlo.

              ─Conseguimos salir y despistarles aunque…

              ─Ross…

              La oscura cabeza del superintendente se inclinó, apartando la mirada de él, al escuchar la suave advertencia en la voz de la marquesa. Algo estaba ocurriendo que no terminaba de comprender. Algo realmente serio.

              Extendió el brazo tras incorporarse para ayudar a que el otro hombre se irguiera pero Torchwell dudó al ir a aferrar su mano. Simplemente cerró los ojos y tensó la mandíbula. Estaba decidiendo algo y parecía que con esa decisión le iba la vida. Mostraba una lividez que incluso a la luz de las velas llamaba la atención. Tragó saliva porque su instinto le decía que tenía que ver con Saxton. Con ese malnacido.

              No podían esperar más. No podían, por mucho que importara lo que rumiaba Torchwell. El ataque por el flanco del mercado de ganado ya habría comenzado y Clive, Strandler y los demás estarían en plena refriega. Eso si Clive no se había lanzado a lo loco en busca del mismo hombre que tenía ante sus propios ojos en ese momento.

              ─Debemos seguir, Ross. Clive ya habrá entrado con Strandler en los túneles y…

              Se encontró de repente aplastado contra la pared. No lo vio venir. Ni la rapidez. Ni la rabia. Ni el asfixiante miedo oscureciendo esos ojos dispares entremezclados con un extraño hilo de esperanza.

Escuchó los sonidos de asombro de los que les rodeaban.

              ─¿Está a salvo, con Strandler? ¿No lo tiene él?

              ¿Qué?

              Unos firmes dedos apretaron contra el lateral de su cuello. Con firmeza y ni un atisbo de compasión. Si presionaban más…

              ─Responde, Brandon.

              No jugaba. Torchwell no jugaba sino que exigía con una voz tensada al máximo. No supo qué responder porque carecían de sentido sus palabras. Claro que estaba a salvo. Clive siempre estuvo a salvo, ¿no? Estaba con Strandler.

              Un hueco comenzó a formársele en la boca del estómago al darse cuenta que el compañero de Rob no había aparecido a la hora ni el lugar convenido. No sabían de él y se inclinaron por lo cómodo. Por creer que se habría quedado con el otro grupo.

              Escuchó la brusca aspiración de la anciana tras el cuerpo del superintendente y ante sus propios ojos, presenció el inmenso dolor en Torchwell al escuchar las inquietantes palabras de Rob, referentes a su compañero.

 

              Clive no llegó a la hora convenida, Torchwell.

 

              Los dedos del policía se aflojaron, carentes de fuerza permitiéndole dar un paso adelante, con la cabeza inclinada y los hombros completamente hundidos. Le recordó a un soldado derrotado que busca a sus hermanos caídos en la batalla, a su lado, para enterrarles con sus propias manos.

              No fue él quien habló sino el desconocido que había peleado con Sorenson y del que éste no apartaba la mirada. Una mirada furiosa. Sampson y Wigg permanecían ubicados entre ambos separándoles fisicamente.

              Era un desconocido para él y para Rob pero no lo era para Sorenson. Por alguna razón éste le conocía.

              Mientras se enzarzaban con Torchwell había escuchado, golpes, patadas, gritos y juramentos al otro lado del tunel. También la referencia ahogada a Elora y a su marido pero bastante había tenido con la pelea que le había caído entre manos.

              La seca voz del desconocido les interrumpió.

              ─Si hablan del hombre del cabello rojo, el que han secuestrado, a estas alturas ya le habrán matado y descuartizado. Al igual que a mi mujer. Saxton no perdona. Siempre engaña. Y siempre… gana.

              Condenado malnacido.

              Sus palabras carecían de vida, de compasión, de cariño, de cualquier tipo de sentimiento.

              Sorenson chocó contra la espalda de Sampson que se cruzó en su camino, bloqueándole. Si alcanzaba a ese hombre le mataba. Sencillamente le mataba con sus propias manos y no le extrañaba. La frialdad con la que había hablado de Clive y, peor, de Elora, de su propia mujer, como si no fuera con él, era enfermiza.

              Sintió la mirada llena de sorpresa de Rob sobre su rostro. La misma que estaría instalada sobre el suyo.

              No se lo podía creer.

              Ese hombre era el marido de Elora Robbins.

 

******

Amor entre las sombras
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