Cápitulo 12

I

 

              ─El lado de la puerta o el de la pared. Tú eliges.

              ─¿Qué?

              ─Venga Ross, que estoy empapado. Te dejo elegir.

              ─De eso nada.

              ─¡No entramos los dos en esa cosa!

              Por esa cosa, se refería al minúsculo catre que ocupaba dos terceras partes del raquítico ático. Otra parte la ocupaba una cuerda cuyos extremos iban de pared a pared y que imaginaba serviría para tender sus mojados ropajes. La restante zona habitable no podía decirse que sirviera de mucho, debido al abuhardillado tejado que imposibilitaba que dos hombres de cierto tamaño pudieran desplazarse sin encorvarse, salvo en los aledaños de la minúscula cama.

              Lo único decente en su situación era el calorcillo que desprendía la pequeña chimenea y que no captaba el definido repiqueteo de goteras para fastidiarle la noche.

              ─Yo no pienso dormir en el suelo, Clive.

              ─Pero yo odio las arañas… ─tras un rápido repaso al cuarto, volvió a la carga─ … y este lugar tiene aspecto de cobijar a más de una.

              ─Solucionado, entonces. Me pido el lado de la cama que da a la puerta.

              No se lo podía creer.

              ─¿¡Qué haces!?

              Con brusquedad Ross se giró hacia él. Ya se había adueñado de la zona que había reclamado para sí, desprendido del abrigo, de la oscura chaqueta y se estaba soltando los puños de la camisa con una sonrisa de vencedor en pleno rostro que le estaba poniendo de mal humor. De muy mal humor.

              ─Desnudarme.

              ─Pero no tienes muda de ropa.

              ─¿Y?

              ─¿Con qué vas a dormir?

              ─Como Dios me trajo al mundo, pecoso y tú también.

              ─De eso nada ─carraspeó antes de puntualizar─. No es correcto.

              ─Pues no vas a meterte en la cama mojado así que tú decides. Calado hasta los huesos y vestido en el duro y polvoriento piso o desnudo y caliente en el diminuto y mullido colchón, pegadito a mí.

              Esto… es… increíble.

              ─¿Murmurabas algo, Clive?

              Fue a callar pero no le dio la gana de dar su brazo a torcer.

              ─Ya lo que lo mencionas, sí, Ross. Sí que murmuraba.

              El muy condenado ya estaba medio desnudo.

              ─Habla.

              ─Digo que no podemos dormir desnudos en la cama.

              ─¿Por qué?

              ─Me tomas el pelo, ¿verdad?

              ─Deja que lo piense. Hum… no.

              Sería memo. Se estaba riendo de él. Y le estaba provocando por algo. Algo que se le escapaba.

              Al abrirles el posadero la puerta del desván Ross había empalidecido al apreciar el aspecto que ofrecía el lugar y había tragado saliva al recaer su mirada en el lecho. Su reacción había resultado inconfundible aunque tratara de ocultarla.

              Se le ocurrió de sopetón.

              ¡Sería bribón el muy…!

              Lo estaba haciendo a propósito para quedarse con la estrecha cama para él solo. Y él, con su pudor idiota que le acompañaba desde niño, ¿se iba a dejar manejar como una marioneta y terminar tirado en el suelo para amanecer al día siguiente como un artrítico anciano, con las extremidades adormecidas, doloridas y telarañas en el pelo?

              No… en… esta vida.

              Ya tenía demasiados moratones y cierta edad como para esperar un mínimo de comodidad.

              De un brusco tirón se arrancó el lazo del cuello y casi, casi se carcajeó para sus adentros. La expresión de Ross nada había reflejado pero los dedos de ambas manos se le habían tensado instintivamente con el movimiento que había hecho al desprenderse del lazo. El muy bestia odiaba perder y más que descubrieran sus planes. Y ya no digamos que le salieran del condenado revés a como los había planeado.

              Dios, qué listo era a veces.

              Sintió ganas de restregarse las puntas de los dedos contra la helada solapa de la chaqueta en señal de extrema victoria, pero hubiera sido demasiado provocar. Incluso para él.

              Optó por informar de la situación a Ross. Con suprema calma.

              ─Ahora que lo pienso, amigo mío, tienes más razón que un santo. Te prefiero a ti antes que a la compañía de las peludas arañas.

Ahora sí que se entrecerraron esos ojos dispares y el inmenso cuerpo pareció crisparse pero permaneció callado y quieto como una estatua. Parecía una roca.

              ─Ala, que te vas a enfriar, Ross. Ya sabes, desnudo como el señor te trajo al mundo. ¡Ah! y quien avisa no es traidor, así que, que sepas que hablo en sueños, me muevo sin parar, doy patadas incontroladas que parecen coces y tiendo a abrazarme a todo aquello que me da calorcito. Ya se sabe que un soltero siempre está falto de cariño e igual te confundo por la noche con una hermosa y curvilínea dama.

              Ross se estaba poniendo verde y él iba a soltar la carcajada en cualquier momento. Y bien merecido lo tendría el muy cafre por jugar con el lecho de un hombre, que es sagrado.

              ─Enseguida vuelvo. Tú sigue con lo tuyo.

              Del pasmo no le dio tiempo a su mejor amigo ni de contestar.

              Qué bueno.

              Una situación incómoda que se había tornado en una pura broma. Diantre, se sentía tan satisfecho con su pronta y espabilada reacción a la jugarreta de Ross, que iba a dormir a pierna suelta. Más teniendo a su lado al horno andante que era el ogro. Sí señor. Al final el día se estaba enderezando.

              Salió del cuarto como una exhalación en busca del posadero y en pocos minutos se encontró de vuelta frente a la endeble puerta sin que se escuchara un solo sonido en el interior. En su mano llevaba un par de paños para secarse y otros de mediano tamaño para asirse a la cintura y evitar dormir completamente desnudos. Seguro que Ross lo agradecería. Aunque para el caso, jamás hubiera imaginado que el hombre careciera totalmente de vergüenza. Claro que Ross podía, con la facha que tenía. El por el contrario con su lechosa piel, además de sus cortas y robustas piernas…

              Empujó con suavidad la puerta y descubrió que Ross ya estaba acomodado en la cama.

              Vaya. Ocupaba dos terceras partes del jergón. Uno de los dos iba a terminar tirado en el suelo durante la noche y siempre, siempre le pasaba al más menudo. O sea, a él y de verdad que le daban repelús los arácnidos.

              Recorrió el cuarto con la mirada y sí. El ogro estaba desnudo. Su ropa estaba ubicada en fila sobre la cuerda y no parecía haberse dejado nada encima.

              ─Veo que te has acomodado. Sí que eres rápido.

              Un brusco movimiento provino del lecho al alzar Ross la cabeza de la plana almohada, antes de contestar.

              ─¿Vas a estar toda la noche hablando, pecoso? Si no recuerdo mal, antes dijiste que tu predisposición a hablar era nula.

              ─Eso era antes y ahora es ahora. Las cosas cambian. La marea fluye. La vida…

              Un gruñido de protesta que surgió de la corpulenta figura le silenció y éste fue seguido por los crujidos del soporte de la cama al enderezarse en ella Ross, quedar incorporado contra el respaldo de madera y cruzarse de brazos con la mirada clavada en él. Lo retaba a seguir, si se atrevía. Estuvo a punto pero decidió no arriegar el pellejo.

              La sábana que cubría a Ross dejó su torso al descubierto tapándole únicamente de cintura para abajo.

              Clive frunció el ceño, descorazonado. Qué mal repartido estaba el mundo y vaya por Dios, no le extrañaba que las mujeres se pirraran por su mejor amigo. Corría el rumor de que en un par de ocasiones las damas se habían peleado, con tirones de cabello incluidos, por sus favores o al menos esos eran los maliciosos rumores que recorrían  la ciudad. No es que él atendiera demasiado a semejantes bobadas pero por alguna tonta razón el recuerdo afloró en su mente.

              Contemplando a Ross en semejante postura estaba por creérselo. Era condenadamente guapo y bien formado el hombre. No tenía una onza de grasa en el cuerpo. En la parte visible por lo menos. Tenía que preguntarle cómo hacía para estar tan en forma.

              Boxeo.

              Tenía que ser eso.

              Él se sentía algo desproporcionado y bajo en comparación. Si Ross se le quedaba mirando así se iba a poner nervioso, demonios. Más de lo normal en situaciones raritas. No podría desnudarse. No. No podría.

              A su avanzada edad de treinta años se había acostado con dos mujeres. Era su mayor secreto. La primera había resultado un completo desastre. Para los dos. Evitaba rememorarlo como si de la peste se tratara para no sufrir pesadillas. La segunda fue hace tres años y la mujer se obsesionó más con su piel que con él. No hacía más que toquetearle por todo el cuerpo, menos donde le interesaba y más tenso estaba. Era lo que se dice táctil, la mujer, sobre todo con su trasero. Tenía fijación por éste. Le llegó a decir que era más bonito y redondo ¡que el de cualquier mujer!

Eso no se le dice a un hombre. Jamás.

              Se desinfló totalmente y no hubo casi acople con la dama. Con lo necesitado que estaba. Lo malo fue que quedó traumatizado tras exigirle la mujer que se desnudara lenta y sinuosamente delante de ella. Que horror. Se sintió como un buey torpe y colorado al que exhiben para sacrificar minutos más tarde porque no da la talla para la labor encomendada.

              Desde aquella aciaga noche le resultaba impensable desnudarse delante de alguien, ni siquiera aunque se tratara de Ross, que era un hombre. Los hombres eran seguros ya que no se le iban a quedar mirando el trasero. Los hombres tenían lo mismo que él, por lo que no se iban a relamer como aquella mujer ni emitir extraños ruiditos, ni palmearle los glúteos un millón de veces hasta dejárselos escocidos, sobre todo el derecho.

              Ross era eso mismo. Como un eunuco. Grande, paciente y seguro. El mal genio que gastaba era un pequeño defectillo sin más que se le podía dejar pasar ya que nadie era perfecto por mucho que su mejor amigo lo pareciera.

Sólo había un ligerísimo inconveniente en su bien mascada teoría.

              El muy terco seguía con esos ojos clavados en él.

              Si le observaban… no… podía… desnudarse. No. Imposible del todo. La cuestión era plantearlo sin que Ross se mofara de él y de sus pudores semi virginales. Diablos, que mal sonaba eso.

              ─Pillarás una pulmonía ahí quieto como un poste, pecoso. Ya te he calentado el lecho.

              ─No puedo.

              Las definidas cejas se alzaron y un brillo sospechoso inundó esos ojos.

              ─¿No puedes moverte, no puedes pillar una pulmonía o no puedes…?

              ─¡No puedo desnudarse con gente delante!

              ─Sólo estoy yo.

              ─Y tú, ¿qué eres? ¿Un espectro?

              ─Me has llamado cosas peores.

              ¡Maldición!

              ─Lo que quiero decir es que me pongo nervioso si me miran.

              ─¿Al desnudarte?

              ─¡No, Ross, al estar como un pasmarote, chorreando agua!

              Una amplia sonrisa comenzó a curvar los labios de su amigo.

              ─No te… rías, Ross. Esto es un, ejem, pequeño problema que tengo. Incontrolable. Me pongo rojo y se me notan más las pecas. Obsesionan a las mujeres… ─¿se estaba riendo Ross por los bajines?─ …y me piden que haga cosas incómodas. Y algo raras, ya sabes.

              ─No, Clive, no sé. Lo raro para ti puede ser lo más aburrido del mundo para mí.

              Demonios, si Ross apenas podía pronunciar las palabras tratando de aguantar la risa.

              ─¿Qué te pasó, pecoso?

              ─¡No es asunto tuyo!

              Sin dejar de sonreír, Ross alzó las manos en señal de paz.

              ─Está bien, está bien. Ya está. No me río. Yo no te voy a pedir… ─ahora le temblaba el labio intentando detener una vez más esa risa endiablada─…que me hagas cosas raras. Te lo juro, salvo que me lo supliques, claro está.

              ─Muy gracioso, Ross.

              Se escuchaba tan raramente esa profunda carcajada que no pudo evitar corresponderle con una sonrisa.

              ─Las mujeres son caprichosas. Seres extraños.

              ─O tú eres tímido, amigo mío o poco aventurero en las artes amatorias.

              No iba a negarlo.

              Se llevó las manos a las solapas de la chaqueta y se desprendió de ella con urgencia. Estaba empapada. La volteó sobre la cuerda tras sacudirla y comenzó a desabotonarse la camisa pero sentía en la nuca la mirada del ogro. Su giró y cruzó de brazos empecinado. Ross seguía en la misma postura que antes. Ni un pelo se le había movido de lugar. Diablos, esta noche estaba obtuso el hombre.

              ─Ross.

              ─¿Hum?

              ─Que no me mires.

              ─¿Por qué?

              ─Me pongo rojo.

              ─¿Por qué?

              Increíble. Parecía un crío insistente con preguntas embarazosas.

              ─¡Porque sí!

              ─Esa contestación es de crío, pecoso.

              ─¡Y la pregunta también!

              ─Y, ¿qué quieres que haga?

              ─¡Que te duermas!

              ─No puedo. Haces ruido.

              Muy bien. No podía seguir haciendo el tonto si no quería coger un catarro de mil pares de demonios. Haría como si no estuviera, como si no sintiera esa empecatada mirada sobre él. Sonrió en cuanto la idea le vino a la cabeza. Se lo imaginaría como la abuela Clotilde. Con canas, moño y haciendo ganchillo en la cama. Y sin dientes. Bueno, en su gran mayoría desdentado. Suspiró aliviado. La imaginación y sensatez finalmente se imponían a la voluntad y al ofuscado además de tonto decoro en un hombre de su avanzada edad.

              ─¿En qué piensas, Clive?

              ─En moños.

              ─Dios, a veces das miedo. Prefiero no saber.

              ─¿Dejaste de mirar?

              ─Nop.

              Diablos.

              Respiró profundamente con la espalda en dirección a Ross y lo pensó con cierta sensatez. La situación nada tenía que ver con sus otros tropiezos.

              Estaba exagerando. Ross era su mejor amigo. Un hombre racional. Un hombre hecho y derecho al que le daban igual sus pecas, su piel o que se quedara desnudo como lo trajeron al mundo delante suyo. Bien pensado, nada tenía que no tuviera él.

              Torpedeó con los labios tras deshacerse con rapidez de la húmeda camisa y emplear uno de los paños para secarse el pecho. Acomodó la camisa junto a la chaqueta y se dispuso a desprenderse de los pegados pantalones. Casi le temblequeaban las piernas del frío. A una, deslizó los calzones y el pantalón hasta que quedaron en el suelo con las tontas vergüenzas dejadas atrás. Le pareció escuchar un quejido estrangulado a su espalda y pensó que Ross se estaba acomodando al fin en el lecho, cansado de jorobarle y haciendo crujir la madera de su armazón. Con lo que debía pesar si no acababan en el suelo esa noche, se daría por satisfecho.

              Se secó con rapidez caderas, muslos, piernas y entrepierna ya que el agua de lluvia se había colado por todos lados. Se estiró tras coger del suelo las ropas y se detuvo brevemente pero sin volverse. Por lo ruidos que le llegaban de la cama Ross no parecía coger postura. Si se quejaba ahora, por la mañana no serían sólo gemidos estrangulados sino protestas a todo volumen, las que harían eco por toda la habitación. El catre tenía toda la pinta de sentirse como un potro de tortura.

Al menos los moratones que aún se apreciaban en su costado izquierdo, desde el costillar a la parte superior del muslo, quedaban ocultos el contraste con la lumbre del fuego.

              Se envolvió las estrechas caderas con el único paño que le quedaba seco y lo ató tan seguro como pudo. Tendría que valer. La ropa colgada comenzaba a gotear pero poco podía hacer para evitarlo, salvo rezar para que estuviera seca por la mañana. Incorporó un par de leños secos al fuego que comenzaba a apagarse y se giró un poco. Lo suficiente para asegurarse que al andar en dirección al lecho Ross no le estuviera mirando. Si lo hacía querría saber la causa de los golpes en su cuerpo y tendrían una nueva discusión y los cierto es que no estaba para demasiados trotes. El agotamiento parecía haberle consumido las fuerzas la última hora transcurrida. Le apetecía  tumbarse, acurrucarse y caer en brazos de Morfeo. Sin preocupaciones, sin miedo, sin sentir la necesidad de tener que estar alerta en todo momento. Sentir algo de paz. Sólo eso.

              La forma tendida de costado permanecía quieta como una estatua y al principio creyó que habría caído rendido, como le iba a ocurrir a él pero por el movimiento de la sábana que le cubría parecía respirar trabajosamente.

¿Se habría acatarrado?

              No le extrañaba. Desde el costado del lecho sopesó la mejor manera de deslizarse para no quedar al borde pero tampoco pegarse demasiado al ogro, no fuera a contagiarle el inicio de trancazo que parecía estar incubando o pegarle una patada que diera con sus huesos en el duro piso. Sobre todo lo primero.

Esa inmensa espalda pareció estremecerse.

              ─Te enfriaste, Ross.

              Nada.

              ─Tu abuela me echará la culpa… ─se volteó uno de los extremos del paño que envolvía su cintura en la zona del vientre para fijarla bien tensa─ …cuando en realidad es que eres simplemente terco.

              Se sentó en el escuchimizado borde y planeó la mejor manera de tumbarse.

              ─Como cojas fiebres reumáticas o alguna de esas enfermedades raras… ─se izó y dejó caer para sopesar la blandura del fino colchón. Un par de veces y era dura a rabiar─ …seguro que me la pegas y…

              ─¡Te quieres estar quieto y meterte dentro!

              No le dio un soponcio del susto, debido al berrido, de chiripa. Aún sentado en la cama se volvió para darse cuenta en ese mismo instante que había metido el zanco hasta el mismísimo fondo.

              Había dejado los morados al descubierto. Y el endemoniado paño cubría lo mínimo imprescindible para que su pudor resistiera, por el momento. Nada más.

              ─Qué… demonios… es eso.

              La había armado. Distracción. Recuerda, Clive, eres el rey de la distracción.

              ─Un paño.

              ─Quítatelo. Ahora.

              El nerviosismo le afectaba al oído. Se sacudió la cabeza hacia un lado. Había jarreado tanto que igual su cuerpo estaba inundado de agua por dentro y le obstruía las vías auditivas.

              Una manaza salió disparada como un cañón en dirección al nudo sobre su vientre. La palmeó con fuerza para desviar su trayectoria y se irguió, alucinado, dando un paso atrás.

              ─¿¡Qué haces!?

              ¡Ross se disponía a levantarse como Dios lo trajo al mundo y dejaría expuestas sus zonas pudendas y él las vería!

Sus enormes zonas pudendas.

              ¡No podía ser!

              Se volvió en dirección a la puerta para no verle y evitar que el hombre se ruborizara al darse cuenta de lo que hacía, pero los crujidos de la cama anunciaban que al idiota ¡le daba igual exhibirse desnudo!

              Se mantuvo en el sitio por la simple y tonta razón de que no sabía cómo reaccionar. Si se volvía le vería desnudo y eso, como que no. Escapar era de cobardes y resultaría ridículo danzar por la posada en un reducido paño mostrando demasiada piel lechosa para su gusto.

              El grito que le brotó de la garganta al notar unos largos y cálidos dedos escurrirse por su baja espalda para tirar del endemoniado paño con fuerza casi lo dejó sordo y eso que el berrido lo había lanzado él.

              Como una desequilibrada peonza se giró una vez más hacia el origen de su desdicha.

              Diablos.

              Ross estaba desnudo. Del todo.

              Enorme y enfadado. Y sin ropas. Ni una. Las sábanas olvidadas descuidadamente sobre la cama. No… mires… abajo, Clive.

              No… mires.

              No se le ocurrió otra cosa. Se tapó los ojos con una de sus manos precipitadamente.

              ─¡¿Pero qué diablos haces?!

              ¡¿Cómo que qué diablos hacía?!

              ¡Preservar  la dignidad masculina de ambos!

 

 

 

II

 

              ¡Y ahora se tapaba los puñeteros ojos!

              Pues así no iba a escapar de su descomunal furia. Por lo menos ésta había aparcado el opresivo calor que sentía en el bajo vientre. No sabía qué le había inducido a mirar a Clive mientras se desnudaba. Quizá saber que le daba apuro y así importunarle pero no esperaba sentir…

              No debió hacerlo.

              Segundos más tarde el muy lerdo había comenzado a rezongar y a dar saltitos en la cama y su aguante se había resquebrajado con el ¡quinto endiablado rebote de ese trasero sobre el esmirriado colchón!

              Sin retirar la mano e inmóvil como un poste, Clive parecía no respirar a un paso de él. Su mente le conminaba a no recorrer ese cuerpo y esa piel que el pecoso parecía odiar. Lechosa.

              Demonios, no se extrañaba que las mujeres se obsesionaran con él.

              ─El hecho de que te tapes los ojos no significa que no te vea, Clive. Te veo entero y estás todo morado.

              ─De eso nada.

              ─¡¿Nada?!

              Paró el gesto furioso de la mano dirigido a los moratones al darse cuenta que el pecoso seguía con los ojos tapados. Le sacaba de quicio.

              ─Vale. Un pelín. Consecuencia de un pequeño encontronazo. Apenas apreciable.

              ─¡Apenas!

              ─¡Deja de repetir mis palabras, Ross!

              ─¡Es que carecen de sentido! ─Diablos, estaba a un suspiro de arrancarle él mismo la mano que permanecía sobre los grises ojos, de manera casi obsesiva. Aspiró profundamente─. Baja esa condenada mano.

              ─¿Para qué?

              ─¡Para mirarme mientras hablamos! Como hombres adultos.

              ─¡Ja! Será como hombres adultos vestidos, ¡no desnudos!

              ─¡No estás desnudo, Clive!

              Un sonido ahogado surgió de la boca del pecoso. Le estaba aturullando aún más de lo esperado. Había dicho algo pero el hombre se había atorado a mitad de frase. Se acercó un corto paso.

              ─¿Cómo dices?

              Clive carraspeo levemente.

              ─Que tú sí.

              ─¿Sí, qué?

              ─¡Que estás al aire! Bueno, ya sabes, tus zonas.

              Apretó los puños. No había Dios que le entendiera.

              ─¡¿Qué zonas?!

              Clive movió casi con desesperación la mano que tenía libre casi chocando contra su bajo vientre.

              Las siguientes palabras fueron dichas tan bajo que apenas las entendió.

              ─Las pudendas, diablos.

              Increible pero cierto. Clive se había cubierto los ojos por apuro. Debió darse cuenta ya que estaba todo sonrosado y las pecas que le cubrían la piel resaltaban dándole un tono casi dorado.

              Se enderezó completamente sabiendo que cuando Clive retirara esa mano tendría que alzar la cabeza para mirarle a los ojos. Eso le descolocaría algo más. Y no es que a él le gustara descolocarle. Es que merecía un buen susto para quitar esas infundadas vergüenzas.

              ─Deja de actuar como una criatura de pecho, pecoso.

              Se aproximó otro paso hasta casi rozar ese alzado antebrazo. Si Clive retiraba la mano en ese momento se iba a llevar la sorpresa de su vida. Tan cerca.

              Demasiado, para un hombre desnudo y otro semidesnudo. El aire a su alrededor se estaba caldeando y temía hacer algo indebido. Los latidos en su pecho se aceleraron repentinamente al imaginar, lo que nunca debió imaginar. Algo que su mente reconocía como prohibido. Apretó los labios y le recorrió con la mirada. Cada curva, cada duro plano, la suavidad de esa clara piel, mientras Clive permanecía ignorante de la lucha que mantenía contra sí mismo. Se estaba acalorando y el maldito cuarto estaba helado.

              Por mucho que se riera de él y de su estatura, el pecoso no era un hombre bajo. Sólo lo era en comparación con él y esa piel… Esa…

              Pensaba locuras.

              Ya se estaba tensando otra vez.

              ¿Qué diablos le estaba pasando?

              No supo que le llevo a hacerlo. Su mente no pudo detener el avance de uno de sus dedos al dirigirse hacia las huellas amoratadas en el costado izquierdo de Clive. Coloridos, con los bordes menos definidos, ya menguado el tono que mostraron días atrás. Había peleado lo suficiente en su vida como para saber que los golpes eran de días atrás y habían sido lanzados con verdadera saña. Buscando puntos flacos y desprotegidos. La punta del dedo se posó en lo alto, justo bajo el pectoral y se deslizó con suavidad, para no dañar. Tan sinuoso que la punta casi no rozaba la piel. Casi.

              La reacción de Clive no se hizo esperar. Un maldito respingo y la mano que ocultaba esos ojos grises salió disparada hasta chocar contra su esternón, tratando de alejarle.

              Miedo.

              Esos ojos grises que conocía como si fueran los suyos reflejaban incertidumbre, inseguridad y perplejidad. Le miraba como si no le reconociera del todo y eso dolió. Los desbocados latidos de su corazón debían oírse a una milla y la boca…

              Reseca era decir poco. En cuanto la dura palma cayó en el centro de su pecho, sintió ese tirón que comenzaba a reconocer en su bajo vientre. Maldita sea. Debió atarse un condenado paño a la cintura. Rogó porque el pecoso no mirara abajo.

              Los dedos de Clive contra su pecho se flexionaron y enredaron con el vello que lo cubría tirando levemente de él.

              Tenía que romper el silencio. Tenía que destrozar la tensión que como una losa les cubría. O haría una maldita locura que destrozaría la única amistad por la que valía la pena luchar y morir. Fue a decir algo, lo que fuera pero Clive se le adelantó.

              ─Estás caliente.

              Sus músculos bajo esa dura mano se tornaron más rígidos de lo que ya estaban.

              Dioses. Si el pecoso supiera. Tenía que hablar, tenía que romper esa tension pero la voz sencillamente no manaba.

              ─¿No ves? Te acatarraste y cogiste fiebre. Y seguro que ahora me lo pegas.

Su cuerpo se relajó. De golpe. Clive no se había dado cuenta.

              ¡Dios!

              En ese instante le vino a la mente plantarle un fraternal beso al pecoso donde cayera, menos en  la boca. Ahí, no.

              Estupideces. Últimamente pensaba estupideces.

              ─Tú no eres normal, Ross.

              Un suave empujón seguido de una palmada le alejó lo suficiente para poder respirar de nuevo, desapareciendo esa endemoniada tensión de su cuerpo.

              De un plumazo, todo había vuelto a su ser y ese instante de locura, esa enloquecedora sensación de descontrol y desbordante demencia por su parte, quedaba en el pasado. Enterrado. Y ahí permanecería si no quería perder al hombre cuyos ojos aún desprendían cierta desorientada perplejidad.

              Tragó saliva y humedeció los labios para que las palabras brotaran de una maldita vez. Surgió, más ronca de lo esperado.

              ─¿Con quién peleaste?

              ─Venga, Ross. Fue una bobada.

              Señaló las marcas que permanecían claras en ese cuerpo.

              ─Eso no parece una bobada. ¿Fue Glenn?

              ─Pero, ¿qué manía te ha entrado con ese hombre?

              ─Escuché el comentario, pecoso. En la reunión con los hombres.

              El rostro de Clive se contrajo mientras se dirigía de nuevo a la cama dejando su espalda expuesta a su mirada. Sin contestar. Pues no iba a quedar la cosa así.

              De un salto, Clive se tumbó en el quebradizo catre y se tapó rápidamente, negándose a mirar en su dirección. Claro que no le extrañaba, si seguía tan desnudo como cuando le parieron. Demonios, la situación era irreal. A pasos agigantados se encaminó al otro lado del jergón y se deslizó en la cama. Quedaron casi rozándose al posicionarse él tendido boca arriba y Clive de costado, dándole la espalda. Al menos los golpes quedaban ocultos a la vista pero el tema no estaba ni de lejos, cerrado.

              No señor, no iba a quedar así.

              ─Claro que, razón no le falta.

              El brusco giro del pecoso hizo que su costado chocara contra él. La mirada que le lanzó casi le hizo sonreír. Estaba rojo como un tomate de la indignación.

              ─¡¿Para golpearme?!

              Hum. Así que tenía razón y había sido ese maldito cabrón.

              ─No. Al decir que tienes un blanco y redondo trasero.

              Los grises ojos parecieron salirse de sus cuencas hasta que él no pudo retener la risa que parecía ahogarle.

              ─Tú eres idiota, ¿lo sabías?

              ─Me han dicho cosas peores. Bueno, tú me has dicho cosas peores.

              ─Merecidas.

              ─Sin duda, pecoso, sin duda.

              Con el dorso de la mano dio un palmetazo sobre la sábana que cubría ese redondo y bonito trasero que tanto llamaba la atención para recibir en represalia un meritorio gruñido acompañada de una suave patada a modo de advertencia del hombre que se volvió una vez más de costado.

              En unos minutos la suave respiración se ralentizó indicando que Clive había entrado en un profundo sueño, pero él… El no podía apartar de su mente la sensación de esa mano, de esos dedos sobre el mismo centro de su pecho.

 

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Amor entre las sombras
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