Capítulo 6

 

I

 

              ─No tienes por qué avergonzarte, Ross. A todo el mundo le han rechazado en alguna ocasión. He de confesar, con la única intención de levantarte el ánimo, que a mí se me han resistido las damas en diecisiete ocasiones desde mi precoz juventud. Y no me rindo. Tampoco es que lleve la cuenta, vaya. Bueno, a cinco de ellas les espantó la abuela Clotilde con sus bruscas maneras por lo que casi no cuentan. Yo les agradaba. Mucho.

              De algo estaba seguro.

              Su punto fuerte no era aliviar al personal.

              Por el contrario, por la expresión en el rostro de Ross, le estaba enfureciendo a pasos agigantados.

              ─Te podría ayudar, si quieres. A no deprimirte, me refiero.

              En un minúsculo segundo le tuvo plantado a escasa distancia de él, obligándole a alzar la mirada. Vaya. El gruñón parecía a punto de estallar.

              Reculó un par de pasos.

              ─¿No sufres de mal de amores?

              ─¿Tú qué crees?

              ─¿Que puede que no?

              ─De puede, nada.

              ─Que no, entonces.

              Ross apretó aún más los labios.

              ─Está bien. Ya lo he captado, hombre y ¡no te enfades conmigo! Es tu abuela la que cree que sufres de mal de amores, no yo. Tú no amas con pasión sino que…

              Las cejas alzadas de su mejor amigo hicieron que reconsiderara la última frase antes de empeorar la situación. Había sonado un tanto raro.

              ─No quise decir eso.

              ─Entonces, ¿qué quisiste decir, Clive?

              Maldición.

              ─¿Que te auto controlas? ¿Que lo controlas todo? ¿Que eres Don control?

              Eso le gustaría. El control era el segundo mejor amigo de Ross y su mejor amante. Sonrió, sabedor de que había acertado de pleno. En la diana. O, ¿no? Los espasmos en la mandíbula de Ross no indicaban que hubiera atinado con su opinión.

              Diablos. Esto iba de mal en peor.

              No daba una.

              Actuaría como un caballero inglés en toda la extensión de la palabra, en una situación comprometida. Esquivaría el tema con suprema elegancia y se chivaría más tarde a la abuela de Ross.

              Ella sabría qué hacer. Eso mismo.

              ─Mira, sólo te digo que soy experto en esos temas y tu abuela siempre tiene razón. Es sabia, amigo mío y tiene ojos en la nuca. Y si ella está convencida de que sufres de mal de amores, algo te ocurre aunque tú no te enteres o no quieras aceptarlo. Más sabe el anciano por experimentado que el engreído joven por…─demonios, otro pálpito en la mandíbula─. No quiero decir que seas engreído aunque motivos tienes para serlo. Lo que quería explicarte es…

              Calló y apretó los labios antes de hundirse más en el lodazal verbal en el que se estaba enredando sin ayuda. Necesitaba una vía de escape pero ya, antes de que en un arranque de ira exacerbada, Ross le atizara un golpe sin previo aviso.

              ─¿Y, si dejamos esta torpe conversación para otro día y momentito más apropiado? O mejor pensado, lo hablas con tu abuela.

              ─No te vas a librar tan fácilmente, Clive.

              ─Y ¿por qué no?

              ─Porque tú empezaste el tema.

              ─Y ahora lo acabo. ¿Ves qué fácil?

              ─Y un cuerno, Clive.

              ─¿Ves?

              ─¡El qué!

              ─Algo te pasa, Ross. Tú nunca juras, salvo en situaciones incómodas.

              ─Es que me incomodas con tu insistencia.

              ─¡¿Me llamas pesado?!

              ─¡No!

              Increíble. Además de que se preocupaba por él.

              ─Acabas de hacerlo.

              ─Maldita sea, pecoso.

              ¡Otro juramento! Impactante.

              ─Será el mal de amores.

              ─¡No tengo un jodido mal de amores!

              Torpedeó con los labios, indicando que el gallo que acababa de emerger de la garganta de Ross, atrayendo todas las miradas presentes en su dirección, era la clara señal de que algo le pasaba. Y la explicación lógica era… la de la abuela.

              ¿Acababa de cerrar su mejor amigo las manos en forma de puño y rechinaba esos blancos y alineados dientes?

              Curioso.

              Ross nunca se exaltaba. Ni aunque estallara el infierno se despeinaría. Era un hombre templado. Esa era la palabra idónea para describirlo. Tem… pla… do. Tranquilo, capaz, sosegado y sin una pizca de pasión en ese impactante cuerpo.

              Se le ocurrió de sopetón. Abrió los ojos enormes, atrayendo la mirada dispar del grandullón.

              ¿Sería virgen?

              Quizá por eso sufría de mal de amores. Porque no se atrevía a plantarse ante su elegida y decirle que la quería para él. Que desearía yacer con ella.

              ¡Era tímido en cuestión de amores!

              Lanzó una risilla sin poder evitarlo.

              ¡Virgen!

              Eso no podía preguntárselo. No. No podía hacerlo. Era un tanto ridículo y ligeramente imposible. Las mujeres se lanzaban a los brazos de Ross en parejas de a dos y si te apuras, algún triplete también.

              ¡Quién tuviera esa suerte!

              Todo lo contrario a él, que se agobiaba con todo y su éxito con las damas era nulo. Mejor pensado, casi nulo.

              Decidido. El le ayudaría a conseguir a su media naranja. ¿Para qué estaban los amigos, sino para esos menesteres escabrosos?

              Completamente satisfecho, le dio una piadosa palmadita a Ross en el brazo.

              ─Tú tranquilo, amigo y cuenta conmigo. El secano no durará mucho. Confía en mí.

              ¿Era angustia lo que relucía en el fondo del ojo de Ross? ¿En el de color ámbar? Le miraba como si fuera de otro mundo.

              Comenzaba a enfadarse con el hermetismo de Ross. No entendía el motivo por el que se enfadaba con él cuando sólo pretendía ayudar para que no sufriera más de lo necesario con el dichoso mal de amores que se negaba a admitir.

              Había millones de peces en el ancho mar. Si uno escapa del anzuelo, colocas otro gusanillo y listo. Al agua a probar suerte y a empezar de nuevo.

              Quizá el siguiente en picar fuera un hermoso y sabroso besugo en lugar de una escuálida y triste sardinilla.

              Dios, le estaba entrando hambre. Y las pastas esas de mermelada se habían agotado. Como le empezaran a hacer ruidos las tripas le daba algo. Además, todavía no había conseguido descubrir quién era la dulce dama en cuestión.

              Quizá si él soltaba primero la identidad de su reticente pretendida consiguiera aflojar algo el muro de ausencia de información que Ross había izado a su alrededor. Abrió los labios para soltar el dato pero se detuvo al escuchar el firme retumbar de la aldaba de la puerta principal. Gracias a la divina intervención o al recién llegado podría respirar un buen rato. Le daba igual.

              ─Pues mira, Ross. En este caso va a ser que sí.

              ─¡¡El qué!?

              Menudo berrido acababa de lanzar el hombre tranquilo.

              ─Que me voy a librar de dar más explicaciones.

              El rugido agolpado en la garganta de Ross llegó a sus oídos.

              El mayordomo acababa de anunciar la llegada de Marcus Sorenson.

              Le agradeció la interrupción mentalmente. Justo a tiempo.

              Aún no sabía muy bien cómo encarar la cada vez más estrecha relación entre ese Sorenson y los hermanos Brandon. Lo que ninguno podría olvidar en lo que quedara de vida, era la inestimable ayuda prestada por ese hombre con el caso de los hermanos Bray, en lograr su captura y el hecho de que gracias a su intuición e inteligencia habían conseguido dar con Julia, tras su secuestro. Eso equivalía a una deuda impagable por su parte.

              Era curiosa la vida.

              De enemigos irreconciliables a amigos. Mala sangre nunca muere o al menos eso decían, salvo en este único y notable caso. Rob le había relatado en alguna ocasión el origen de la enemistad entre Doyle Brandon y Marcus Sorenson a grandes rasgos, sin ahondar demasiado, ya que tampoco conocía de primera mano la historia pero resultaba increíble como la vida se revuelve contra todo lo vivido y creído en un minúsculo instante en el que se torna del revés.

              Le complacía y tranquilizaba que un hombre como Marcus Sorenson estuviera de su parte, ya que no era hombre para desear de enemigo.

              La inmensa y musculosa figura entró como una imparable tromba en el salón saludando a los presentes, pausando ligeramente al inclinarse ante Jules y lanzar en su dirección una incitante sonrisa.

              Interesante.

              Todavía más llamativa resultó la reacción de Jared, cuadrándose como un poste y fulminando con la mirada a la recatada figura de la sonrosada dama que había devuelto sin pensarlo dos veces la seductora sonrisa. Algo se estaba cociendo y para variar él no se enteraba de nada.

              ─Toma asiento, Marcus.

              La mirada verdeazulada de éste se deslizó con rapidez sobre los presentes para pasar a Ross y quedar fija finalmente sobre él.

              ─Apenas dispongo de tiempo pero venía a avisaros. Algo se está cociendo en los bajos fondos y por la información que nos llega, los Thompson quieren hacerse con el desperdigado clan de los Bray.

              Un suave murmullo de inquietud invadió el silencio que siguió a sus palabras.

              ─Lo que nos faltaba.

              Pegado a él, Ross parecía contrariado. Notaba la tensión de sus músculos. Marcus siguió hablando con rapidez.

              ─Los Bray tienen demasiado poder incluso tras las rejas y no permitirán que otro clan se haga con sus negocios. Tendréis que poner sobre aviso a la policía para parar la matanza que se avecina ─Con agilidad Sorenson se dirigió hacia Torchwell─. ¿Habéis conseguido sacar algo de Roland Bray?

              ─Poca cosa. No conseguirán que hable. No sin ofrecer algo a cambio y el tiempo se nos acaba. El juicio está señalado dentro de un mes y si les condenan a él y a su padre, será a muerte. Se llevarán al infierno la información del lugar donde tienen a aquellos que no conseguimos rescatar.

              Sorenson frunció el entrecejo.

              ─Siguen desapareciendo parejas, Torchwell. Al sur de Londres y en las últimas tres semanas mi gente ha localizado tres, como poco. Al Norte otra y estamos a la espera de más información. La gente teme hablar, incluso prometiéndoles nuestra protección.

              ─¿Recién casados?

              ─No todos. Dos de las parejas llevaban casados cierto tiempo y han dejado a un par de críos atrás, uno de ellos enfermo.

Por segunda ocasión Jules intervino en la conversación desde que se habían reunido.

              ─¿Están…?

              Los claros ojos de Sorenson se clavaron en ella con intensidad.

              ─Bien protegidos y en buenas manos─ por un segundo el musculoso cuerpo se tensó─. Al cuidado de Elora y de mi gente.

              La clara voz de Rob se elevó entre el suave murmullo ocasionado por los nuevos datos.

              ─Creímos que los secuestros pararían con la captura de los Bray pero no ha sido así y nadie habla. Absolutamente nadie. ¿Qué diablos está pasando?

              ─No lo sé pero este maldito asunto va más allá de la venta de recién nacidos o las peleas clandestinas. Y los que saben algo están demasiado asustados como para abrir la boca.

              ─No me extraña después de lo que ocurrió con el último.

              Con sólo anunciar su intención de hablar uno de los hombres que habían comprado una criatura para criarla como propia, había dictado su sentencia de muerte. Ni siquiera el hecho de estar protegido y custodiado por tres agentes le había salvado de una muerte sangrienta. Ni a él ni a los policías que se habían ofrecido para protegerlo

              ¿Qué diablos estaba ocurriendo en la ciudad? La grave voz de Marcus Sorenson se hizo hueco entre el ruido.

              ─Los rumores son más intensos y aumentan  al Noroeste de la ciudad.

              No hizo falta que Sorenson se explayara. Al Noroeste se ubicaba el hospital de San Bartolomé.

              Les estaba pidiendo que, aprovechando el caso que les habían asignado a Rob y a él, indagaran en la zona. Con cuidado y sin llamar demasiado la atención.

─¿Qué sabes?

              Sorenson no dudó al contestar.

              ─Aparte de que el caso que os han asignado es un misterio y que la enfermera desaparecida es o ha sido un fantasma porque nadie dice conocerla, poco más. Mi olfato me dice que nos estamos metiendo en algo feo y complicado.

              ─Pero no podemos dejar de intentarlo.

              ─No. No podemos.

              La extraña mirada de Sorenson se alejó un segundo hasta un lugar que sólo él conocía pero todos los presentes imaginaron por dónde vagaba. Su rostro se relajó y por un segundo una hermosa sonrisa se dibujó en su apuesto rostro.

              Elora Robbins.

              Le agradaría conocer la historia entre esos dos. Una mujer que se había convertido en la mano derecha de uno de los hombres más temidos y poderosos de la ciudad. Una mujer pequeña, regordeta y curvilínea que no callaba ni se arredraba con nada, que había perdido a su marido en las malditas peleas clandestinas en las que se habían tenido que infiltrar para localizar a los Bray y que cuidaba de dos criaturas propias y, al parecer, de otras que no eran de su sangre sin pensárselo dos veces. Una mujer que se había lanzado en busca de su hermana gemela sin dudar y que se había encontrado por el camino con el hombre que tenían ante ellos. Una mujer que amaba a su familia con pasión y que lo había arriesgado todo, absolutamente todo, por encontrarla. Incluso su propia vida.

              Menuda mujer.

              Un certero codazo en el costado le devolvió de golpe a la realidad desde su mundo de fantasía. No pudo evitar encogerse levemente captando la atención de Ross. Había dolido el golpe, al alcanzarle en el mismo centro del lugar que ocupaban todos los llamativos moratones tras la pelea con sus estimados compañeros del cuerpo de policía. El siseo que exhaló, acompañando al codazo no sólo atrajo la inquisitiva mirada de Ross sino también la de Rob.

              ¡Maldita sea! Mira que era bestia el hombre y ahora querría enterarse de la razón de su quejido al recibir un apenas apreciable golpecillo.

              Al cuerno.

              No iba a soltar prenda.

              Al fin y al cabo era un hombre adulto, con sus derechos y decisiones inalterables y sensatas. Sobre todo eso último. Y consistentes.

              Sintió el leve toque de la punta de un dedo sobre la misma zona en la que le acababan de golpear, tanteando de nuevo.

              ─¡Quieres dejar de toquetearme, Ross!

              Gritar susurrando lo único que lograba es que le saliera voz de pato. Un espanto total.

              ─Me ocultas algo.

              La ronca voz de Ross sonó amenazadora y protectora a un mismo tiempo, lo cual era incomprensible. No alcanzaba a asimilar cómo lograba el muy condenado semejante efecto.

              Hoy era el peor día de su vida.

              Bueno, no.

              El segundo más desastroso. El premio se lo llevó el aciago día que casi lo matan.

              La bronca y seca voz de Sorenson desvió su atención.

              ─La zona del hospital de San Bartolomé pertenece al clan Bray, Norris. Saxton no estará lejos así que os aconsejo que extreméis las precauciones.

              Los azulones iris de Rob se cruzaron con los suyos. Aprensivos.

              ─Así lo haremos.

 

 

 

II

 

              Se les habían adelantado y los muchachos habían conseguido hablar con el nuevo e inquietante superintendente. La inteligente y calculadora mirada de Torchwell le ponía en guardia.

              No podían permitirlo de nuevo.

Tenían demasiado que perder.

              Era noche cerrada y fría para estar en plena estación primaveral. Se encogió dentro del fino abrigo que apenas resguardaba de las corrientes que barrían el patio de caballos situado en la parte trasera de la comisaría de policía. Ni un alma rondaba la lóbrega zona. El único sonido que se percibía era el de las respiraciones de los caballos que descansaban y de tanto en tanto, el de los inquietos cascos al rozar el duro sueño. Las pocas patrullas de guardia acababan de comenzar los turnos en los diferentes barrios que aglutinaban su distrito por lo que los estúpidos novatos no tardarían en finalizar su turno. Era cuestión de tener algo más de paciencia.

              Había sido pura mala suerte que les escucharan hablar hacía unos días y que fueran lo suficientemente espabilados como para asociar la escueta charla con el caso que esos dos novatos investigaban, pero ésta se había vuelto en contra de esos insensatos. Habían acudido a hablar con el viejo superintendente, desconocedores de que el hombre estaba corrompido hasta la entretela.

              Idiotas.

              Tenían los minutos contados.

              Ojeó el estrecho callejón por el que los novatos aparecerían en cualquier momento y se giró hacia sus cuatro cómplices.

              ─Lo quiero limpio y rápido. Ni testigos ni preguntas. Si los hubiera, los elimináis.

              Supo que a su compañero no le iba a gustar en cuanto dio la orden pero no era momento de disfrutar ni de ensañarse, sino de obedecer. No le permitió protestar más allá de una pequeña mueca de disconformidad.

              ─Si consiguen escapar buscarán la forma de hablar con el nuevo superintendente y eso ya sabéis lo que significa. No deben escapar.

              Todos conocían el maldito significado.

              Ese jodido inspector Norris les había causado demasiados problemas desde el mismo momento en que metió su linda nariz en asuntos que no le concernían. Le fastidiaba sobremanera la advertencia de que no le tocaran un pelo. Ni un mínimo roce, había sido la maldita y clara orden.

              Alguien le quería para él.

              Sonrió con algo de desgana. Eso no significaba que el otro policía quedara bajo la misma protección, ¿verdad? Nadie había hablado del bienestar del pelirrojo. Le tenía ganas a Stevens. Verdaderas ganas y se las iba a cobrar. Tarde o temprano.

              Ese aspecto de niño bonito, honrado a carta cabal y que no rompía un plato le desquiciaba completamente como jamás otro lo había logrado. Disfrutaba acorralándole. Incomodándole.

              A su oído le llegó el audible sonido de la puerta de acceso lateral a la comisaría al cerrarse de golpe.

              ─Son ellos, Glenn.

              No era necesario recalcar aquello que era obvio. Estaba rodeado de inútiles.

              Los dos muchachos se acercaban a ellos. Sin hablar. A la defensiva y sin saber que era inútil todo aquello que intentaran. No les serviría de nada porque ya estaban muertos. Desde el mismo instante en que hablaron de más, el novato agente Roberts y su desgraciado compañero habían ganado un viaje de ida al cielo o al infierno.

              Caminaban a la par hacia ellos pese a que ya debieran haberles visto.

              Con un sencillo gesto de su mano comenzó el ataque.

              Los muy cabrones les esperaban  pero carecían de experiencia y ellos les superaban en número. El tiempo corría a su favor. El primero en caer fue James pero en ese momento hicieron algo inesperado, como si hubieran planeado cómo actuar en caso de una emboscada. Casi como si la esperaran.

              Hijos de la gran puta.

              El muchacho James peleaba bien mientras hacía de barrera para que el otro se lanzara a la carrera, por el callejón, de vuelta en dirección al edificio del que acababan de salir.

              No tenía sentido.

              Volvía hacia el interior de la comisaria donde quedaría atrapado y sin salida. Se habían asegurado de que únicamente su gente cubriera los puestos de guardia esa noche. Claro que el chico lo ignoraba.

              Se enfureció.

              No tenía ganas de perseguirle. Lo quería limpio, rápido y sencillo.

              No le agradaba que sus planes se torcieran.

              De reojo observó la honda cuchillada que terminaba con la vida del joven James. Directa al corazón. Destrozándolo. El brillo de incomprensión en esos redondos e inocentes ojos por un segundo le molestó. Mucho. Esa mirada acusadora y confusa clavada en sus ojos, cuando el culpable era él. Por negarse a arrodillarse ante el poder. Estaba muerto y no quería darse cuenta, aferrándole a la vida. Su mente se resistía a aceptarlo pero su cuerpo no podía evitarlo. Tras un par de estertores el joven cuerpo quedó inmóvil. La sangre comenzaba a extenderse bajo su cuerpo.

              Estúpido muchacho. Debió aceptar su generosa oferta.

              Ahora era tarde para echarse atrás.

              Dio la orden. Uno de sus hombres ya sabía lo que hacer.

              Lo de siempre.

              Aquello que trataban de ocultar.

              Rabiosos por verse obligados a una persecución cuyo final ya estaba escrito, los demás siguieron las huellas del otro agente. Él quedó atrás, a la espera. Le desagradaba ensuciarse las manos, salvo en momentos muy concretos y exquisitamente seleccionados. El resto los dejaba para el disfrute de sus hombres.

              Sonrió aspirando la mezcla de humedad, frialdad y dulzura que asociaba a la muerte. A sus pies la sangre comenzaba a extenderse bajo el cuerpo inerme.

              El muchacho Roberts no tardaría en caer. Él mismo se había acorralado al volver al único lugar que creyó seguro y que en realidad era una  ratonera.

              No había prisa.

 

 

 

III

 

              Paulatinamente sus amigos se habían dirigido a sus hogares. Las horas pasaban con rapidez. El reloj había anunciado hacía tiempo las once de la noche y se avecinaba una dura pelea. Sentados alrededor de la cálida chimenea, le acompañaban  Doyle y Julia, su agotado padre si sus constantes bostezos eran una clara señal de cansancio y Peter. La situación que llevaba inquietándole desde el mismo momento en que el muy terco le convenció para instalarse en la mansión, había llegado. Y debía afrontarla.

              Con decisión varonil. Eso mismo.

              En cierto modo se sentía reconfortado tras trasladarse a la casa Brandon. Su barrio rebosaba de familias de policías y a esas alturas todos estaban al tanto de lo ocurrido en el cuerpo. La pintada en su puerta lo atestiguaba y no deseaba que su padre sufriera más. No podía soportar un segundo más de tristeza en esa clara y profunda mirada al darse cuenta que el barrio al completo les había vuelto la espalda juzgándoles y condenándoles sin una segunda mirada atrás. Sus vecinos les esquivaban. Les señalaban. Como apestados.

              Estaba acostumbrado a las situaciones incómodas. También podría con ésta.

              Alzó la mirada y tragó saliva.

              Demonios.

              Peter iba a por todas.

              Con la negra mirada clavada en él se había desabrochado el lazo que anudaba el cuello de su camisa liberando un par de botones. En su vida había apreciado la apostura masculina y lo había visto como algo sin interés que ahí estaba.

              Esos ojos negros no se apartaban de él.

              Jamás fue el aspecto de Peter, ni su endemoniado mal genio, ni su inteligencia, ni su piedad, ni su escasa paciencia, ni esa mente curiosa e inquieta. Fue la maldita manera en que le miraba, como si lo fuera todo para él. Cómo si le conociera mejor que él mismo. Dios, a veces asustaba esa intensidad.

              La misma endiablada mirada que le estaba calentando por dentro en esos momentos, que le provocaba sudores, temblores, nervios y que le trastornaba al completo.

              Por todos los….

              No tenía ni idea de lo que acababa de preguntarle su padre. Se sentía incapaz de apartar la mirada de esos llenos labios curvados en una juguetona sonrisa. Provocando que se sintiera como un crío en su primer enamoramiento. Justo antes de su primer y húmedo beso.

              ─¡Hijo!

              ─¿Hum?

              ─¿Te lo presta Peter o no te hace falta?

              ─No.

              El silencio se volvió pesado. Las miradas de su padre, Julia, Doyle y el gruñón le recorrían el rostro, expectantes e interesadas. Había espetado lo primero que le vino a la mente porque se negaba a reconocer que el bruto le desconcentraba y en cuanto percibía su miraba dejaba de atender y escuchar  lo que ocurría a su alrededor.

              ─¿Desnudo, entonces?

              ¿Qué?

              La risa inundaba la voz de Peter.

              ─Por mí no hay problema, canijo. Lo que tú prefieras estará más que bien.

              Ese ronco sonido le ponía la carne de gallina.

              ─Quería decir, sí.

              ─Estamos veleta hoy, ¿no, canijo?

              ─Pensaba para mis adentros y me despisté un segundo. Le puede pasar a cualquiera.

              ─Ya, pero últimamente te despistas mucho, sobre todo si yo estoy cerca.

              ─Eso no es cierto y no seas engreído.

              ─Lo es y no lo soy.

              ─No lo es y vaya si lo eres.

              ─Lo que tú digas ─esa sonrisilla en el rostro de Peter mientras hablaba, nada bueno vaticinaba─. Yo también prefiero desnudo.

              La jocosa risa que acababa de escapar de la garganta de Julia le hizo serenarse.

              No podía estar hablando de lo que imaginaba. No delante de la familia. Diablos, le ardía la cara. Le bombeaban cara, manos y Peter se lo estaba pasando de miedo con su maldito apuro.

              Sintió sobre su hombro la cálida palma de la mano de su padre.

              ─Es tarde, hijo y ya es hora.

              Un ataque. Eso le estaba dando. Un ataque de nervios fulminante.

              ¿Hora de qué? ¡No podía acostarse con Peter!

              No podía.

              No estaba preparado. ¡Hacía dos semanas, un día y cinco horas que no se besaban!

              Dios, qué penoso. Llevaba la cuenta.

              ¿Por qué le recorría con la mirada Peter como si fuera un jugoso lechón? ¡No iban a hacer nada! Nada de… nada.

              Sobre la coronilla de su cabeza sintió el suave beso de su padre, despidiéndose de él. Parecía estar dándole su bendición.

              No, no, no, no. No podían dejarle a solas con él. En cuanto quedaban a solas su fuerza de voluntad escapaba por la ventana como por arte de magia. Peter siempre terminaba por enredarle con su labia, con sus palabras y esos ojos.

              Necesitaba un buen muro de contención y lo tenía a su vera.

              Su padre.

              Con ojos suplicantes, susurró.

              ─Compartiremos habitación, ¿verdad?

              El bufido de su amoroso padre le desencajó la mandíbula. Las palmaditas piadosas en el omóplato le indicaron que ¡no le iba a echar una mano!

              ─Hijo, tienes veintinueve años.

              ¿¡Y, qué!?

              ─Ya es hora de independizarse, ¿no crees? Y de afrontar tus miedos infundados.

              ─¡No temo a nada!

              ─Claro, hijo. No lo dudo pero esta noche, habrás de arreglártelas solo.

              Inconcebible. Increíble. Impactante. Demonios, ya estaba con esa manía de nuevo. Eran los nervios.

              ─¿Me has escuchado, hijo o te has convertido en piedra de repente?

              Ni se dignó a contestar. Se volvió raudo a su segundo comodín. Su matrimonio preferido. Fue a hablar pero Doyle se le adelantó para decirle que ¡actuara como un adulto maduro! 

              Se giró como una fiera hacia el otro lado al percibir un más que identificable sonido.

              ¡Qué desfachatez! Peter se estaba carcajeando en silencio e intentaba aguantar la risa.

              ─¡No te rías, Peter o la tenemos! Mira, que la tenemos y ¡bien gorda!

              Éste alzó las manos en forma apaciguadora al tiempo que Doyle y Julia se levantaban del sillón que ocupaban y les daban las buenas noches, abandonándolo a su suerte. La pobre Julia no hacía más que bostezar como consecuencia del inminente resurgir de los dientecillos de su pequeñuela, quien le mantenía despierta dos noches de cada tres, tratando de calmarla con canturreos y caricias y Doyle no se quedaba atrás. Éste se dirigió a Peter y le pidió que les acomodara a su padre y a él con paciencia y diligencia. Sonaba a ligera advertencia, desbocando, al escuchar la frase, los latidos en su torso.

              Los astros se aliaban en su contra.

              La desafiante mirada de Peter le retó a protestar de nuevo.

              Muy bien. ¿Quería guerra? Tendría Guerra.

              No pensaba arredrarse y menos ante Peter.

              ─Adelante, Peter. Te seguimos hasta donde quieras guiarnos, claro.

              La manera en que el bruto alzó las cejas y le enseñó los dientes le llenó el estómago de mariposas revoloteando. Juró en voz baja. Eso no ocurría en la realidad, maldición. Sólo en las condenadas novelas de romance esas que estaban tan en boga y deleitaban a las damas.

              ¡No a los hombres!

              Los hombres eran los que se lanzaban y provocaban esa reacción en las señoras. Los que iniciaban la seducción y se camelaban al respetable.

              La mente se le quedó en blanco mientras su padre y él seguían a la tensa figura del grandullón que se encaminaba a paso ligero hacia la hermosa escalinata que daba al piso superior donde estaban los dormitorios principales de la casa.

              Dios, Dios, Dios, se le acababa de ocurrir.

              ¿¡Qué se hacía si los dos eran varones!?

 

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Amor entre las sombras
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