Capítulo 10

 

I

 

              ─No permitiré que esos hombres destrocen su trabajo. Es demasiado importante.

              La aterciopelada voz enmascaraba una velada amenaza. No le agradaban las advertencias y menos aún, de la mujer de la que partían. Nadie osaba decirle cómo llevar sus asuntos. Jamás.

              ─Eso debiste pensarlo antes de evitar que mis hombres lo eliminaran, querida mía. Sopesar la posibilidad de que el idiota escapara o se asustara y hablara. Aunque no le entendieran, que quedara libre suponía un riesgo.

              Los finos labios femeninos se apretaron, rabiosos.

              ─Tú tampoco debiste matarla, Martin.

              ─Hubiera hablado.

              ─¿Y qué? Apenas tenía información. Sólo lo que el idiota le contó.

              ─Más que suficiente ─se acercó hasta rozar la espigada figura que no apartaba esos calculadores ojos de él─. Esas dos desgraciadas estaban  recabando y enlazando demasiados datos. No correremos riesgos innecesarios. No esta vez.

              ─No los quiero cerca de él. Necesita tiempo y espacio para trabajar. Está muy cerca de lograrlo, Martin ─los labios femeninos se apretaron en una fina línea─. Lograrán que ese idiota hable, que diga algo que les acerque a aquello que protejo. No lo permitiré, Martin. Debes pararles.

              ─Haber degollado a ese inútil gigante.

              ─¡Le necesitaba! Sólo él era capaz de calmarlos.

              Desde su altura le observó.

              Era curioso. Y en cierto modo, atrayente.

              Le recordaba a Celeste. Fría. Mordaz. Calculadora. Ya no tenía con quién jugar ni compartir la excitación que sentía durante sus sesiones. No era lo mismo y algo en la mujer que no apartaba la mirada de él, retadora, le entretenía. Esa nube de locura que en ocasiones se reflejaba en esos ojos y esa innata capacidad para causar dolor.

              La mujer que tenía frente a él hubiera sido perfecta para lo que tenía en mente pero ella ya tenía su propia obsesión. Era un peón más en su plan para atraparlos.

              La única que había logrado acercarse lo suficiente a uno de ellos. Un lobo disfrazado de cordero en medio del rebaño. Tan engañosa en su aspecto exterior como en sus modales. Tan desequilibrada y obsesiva en el interior que le divertía. Hasta cierto punto. El mismo que habían alcanzado hacía unos minutos.

Podría romperle el cuello y nadie osaría intervenir. Degollarle ensuciaría su ropa y eso le desagradaba. Lástima que fuera una pieza importante del juego ya que disfrutaría al escuchar sus gritos de agonía.

              ¿Serían roncos o rasgados?

              Estúpida mujer. No apreciaba las posibilidades.

              La visita a la anciana había sido rápida y había obtenido la información que le interesaba. Disponía de un mes como máximo para finiquitar su plan y enredar en una bien tejida red al hombre que le daría lo que ansiaba desde hacía demasiado tiempo como para poder esperar más. Si se apoderaban de las dos cosas que más atesoraba, se rendiría a sus pies. Entonces llegaría el intercambio. Perder lo que amas o conservar el honor. Deseaba que llegara el momento para ver la derrota en la mirada de uno de sus enemigos. En uno de los que impidieron que lo tuviera al fin en sus manos cuatro meses atrás.

              El resto era cuestión de dinero. Ingentes cantidades de dinero pero no era lo primordial para él.

              Lo esencial era sacar a Robert de la mansión y de su círculo. Separarle de aquellos que le protegían. Enseñarle de quién era. A quién pertenecía y sobre todo, hacérselo entender a la sombra.

              Lo iba a disfrutar.

              Recrearlo le suponía una excitación sin freno que cada vez le costaba más ahogar.

              ─Estás enfermo.

              La brusca carcajada en respuesta a esas dos palabras que acababa de espetarle su fría socia le sorprendió incluso a él, pese a emanar de su propia garganta.

              ─Ya somos dos, querida mía.

 

 

 

II

 

              Con cada atisbo de mirada se enfadaba más y más, como una caldera de esas de carbón a punto de estallar. Juraría que el color rojo del rostro seguía estampado ahí en toda su gloria. Sin desvanecerse una pizca.

 

              Te voy a hacer la vida imposible durante una temporadita, pecoso

 

              El empuje y derribo habían comenzado antes de lo esperado. Sin ir más lejos, esa misma mañana en la asignación diaria de tareas había dado inicio en toda su gloria. La reunión habitual de inspectores había resultado un maldito y horripilante fiasco. Para empezar, el impresentable de Scott Glenn se había sentado tras él y no había parado de lanzar pullas a todo tema que se tocaba pero sobre todo, enfiladas en su dirección.

En cortas y certeras palabras Ross había venido a insinuar que él y Rob necesitaban supervisión en la investigación del caso de los compañeros desaparecidos. Que el personal era escaso por lo que Ross actuaría de apoyo de forma excepcional ya que consideraba que el inspector Stevens necesitaba que alguien con experiencia le cubriera las espaldas.

              El colmo había sido escuchar la babosa frase del hijo de mala madre sentado a su espalda, recalcando que además de su espalda también necesitaba que le cubrieran ese redondo trasero.

              Mal bicho. Se había quedado completamente paralizado al escuchar la frase, rabioso y notando, entre las risas de sus malditos compañeros, cómo el color iba ascendiendo por su cuello hasta llegar a lo alto de su cabeza. Estaba seguro de que el insidioso comentario había alcanzado los oídos de Ross al sentir esa intensa mirada en él.

              ¿Lo peor? Que le había costado un verdadero triunfo no volverse como una fiera, abalanzarse sobre el impresentable que no paraba de lanzar insinuaciones enfermizas al aire y partirle los dientes hasta dejarle desdentado.

              ¡Maldición!

              Había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad que últimamente sentía diezmada.

              ─Sigo esperando.

              No se lo podía creer.

              Estaban en pie esperando al posadero para que les diera una habitación en la que pasar la noche y se sentía agotado de galopar sin cesar durante horas. Agarrotado y dolorido. Los morados estaban en su fase azulada y molestaban a rabiar. Las caras internas de sus muslos y su trasero estaban literalmente adormecidos, era prácticamente medianoche y Ross seguía dándole guerra con su más que evidente enemistad con Scott Glenn. Si antes intuía algo, tras la maldita reunión matutina las sospechas se habían transformado en más que meras conjeturas.

              Llevaban un par de días pateando el barrio de Smithfield, buscando alguna pista sobre el caso que investigaban los agentes James y Roberts sin lograr fruto alguno. Nadie hablaba. Peor. Les rehuían como a la peste. La única información obtenida era que el carnicero había vendido su negocio tras recibir la brutal paliza y había salido de la ciudad, sin dejar otra señal que su caso a medio investigar.

              Una posible dirección era lo único de lo que disponían y se la había facilitado la pareja que había adquirido su local. Una pequeña propiedad en Canterbury, al norte de la población. A escasos kilómetros del lugar en el que se encontraban en esos momentos Ross y él.

              Rob y Peter se habían quedado en Londres y a ellos les había tocado la verde campiña de compañera de viaje. La cual, sin duda, era mucho más llevadera que el ogro que le acompañaba.

              Estaba demasiado cansado y la tensión invadía todo su cuerpo. No tenía la más mínima intención de contestar y en cuanto le dieran a cada uno su habitación para pasar la noche, iba a esconderse del mundo y lamer sus heridas al rebujo de las cálidas mantas.

              ─¿No me digas que ahora tienes taponados los oídos con la lluvia?

              Dios, es que no le podía haber tocado de mejor amigo alguien menos obstinado.

              ─No, Ross. Lo que estoy es calado hasta el tuétano. Los calzones me gotean de la lluvia que se me ha colado por todas partes porque te has negado a coger un carruaje para llegar antes a caballo, lo cual de poco ha servido ya que es casi medianoche y a estas horas nada podemos adelantar. Estoy tieso, helado, enfadado y quiero perderte de vista un buen rato.

              ─Pues va a ser que no, señores.

              Y ahora, ¿de qué demonios hablaba el hombre que acababa de aparecer ante ellos tras diez minutos haciendo vete tú a saber qué?

              Con la mirada fija en él a modo de disculpa el posadero extendió el brazo sujetando una enorme y pesada llave. Y ¿por qué diablos le mirada con expresión lastimera?

              Casi se mordió la lengua de la necesidad de que se explicara para terminar y poder ir a su cuarto, desnudarse, secarse él y sus ropajes y dormir en paz sin la gigantesca y malhumorada figura a su lado.

              ─¿De qué diablos habla usted?

              El rollizo posadero apretó los labios antes de contestar.

              ─Tendrán que compartir habitación. Es la única que tenemos libre y mi señora acaba de adecentarla para ustedes.

              No pudo refrenar el gemido de agonía. No. No. No… ¡No!

              No iba a aguantar ocho horas metido en una habitación con Ross y sus habituales broncas.

              ─¡Ni hablar!

              ─¡Muy bien!

              ¿Cómo que muy bien?

              Y, ¿¡por qué estaba sonriendo beatíficamente el muy idiota!?

              Le miró de reojillo mientras Ross aferraba la llave que le alcanzaba el posadero, con firmeza. Dios, la sonrisa no era de satisfacción. Era maquiavélica. Un incómodo nudo se hizo un hueco considerable en sus tripas. Se giró raudo hacia el hombre que le acababa de dar un soberano disgusto.

              ─Busque… otra… habitación, buen hombre.

              El posadero se encogió de hombros.

              ─No la hay, señor. Con el aguacero que está cayendo nadie se arriesga a  quedar en el camino por lo que la posada está a rebosar. Lo que les ofrezco es lo único que queda y lamento decirles que no es una maravilla. Es la habitación del ático y sólo tiene una…

              La voz de Ross cortó la explicación del posadero.

              ─Nos es suficiente y gracias.

              ─¡No lo es!

              ─Lo es, Clive.

              Era ridículo. El rostro del mesonero iba de uno al otro al ritmo en que hablaban, como si presenciara una divertida contienda. Y la paciencia de Ross se estaba agotando. Se notaba por la manera en que se había estirado hasta sacarle más de media cabeza. Odiaba cuando hacía eso. Se sentía enano.

              Se estiró cuanto pudo y literalmente gruñó al posadero, quien dio un paso atrás.

              Ross apretó la llave entre sus dedos y casi pareció que la acariciaba.

              ─Te diviertes, ¿verdad?

              ─No sé de qué hablas, Clive.

              ─Que sepas que pienso dormir a pierna suelta y mi disposición a hablar es nula.

              ─¿Acaso tienes otras cosa en mente, pecoso?

              ¿Qué demonios? Estaba demasiado espeso como para pensar.

              ─¡No me llames pecoso, Ross! ¡No soy un crío!

Con la última palabra en la boca se giró como una tromba y encaminó escaleras arriba mientras escuchaba la endemoniada frase de Ross fluir  a su espalda.

 

              El tercer piso, Clive. Al fondo. No vayas a perderte y entrar en otra habitación para escapar de la quema.

 

              Subo en un segundo tras pagar al amable posadero.

 

              Espérame… despierto.

 

              Definitivamente le odiaba a muerte esa condenada noche.

              Al llegar frente a la enclenque puertecilla se dio cuenta que la llave la tenía su amigo.

              ¿Es que nada le salía bien desde hacía unos meses?

 

 

 

III

 

              ¡Que se le estaba agriando el carácter!

              Su mente llevaba obsesionada con la maldita frase una semana al completo.

              Condenada situación en la que esa mujer endemoniada, incontrolable y completamente imprevisible le había colocado. Era su mano derecha, cuernos y eso suponía que Elora debía… No, ella tenía que hacer todo, absolutamente todo lo que él le ordenara. Con pelos y señales. Sin rebatirle. Sin fruncirle ese pequeño ceño y ¡sin decirle que se le estaba agriando el carácter y que así no habría mujer que lo aguantara!

              ¡Las mujeres le adoraban! Más aún, ¡se le derretían!

              Además, para eso estaba ella, ¡¿no?! Para aguantar su mal genio. Para eso le pagaba generosamente.

              Se pasó las manos por la rapada cabeza antes de exhalar el aire que parecía a punto de reventar su pecho.

              Odiaba dar su brazo a torcer y más con ella pero quizá no debió gritarle y tampoco debió decirle eso. No conseguía apartar de su mente la mirada de esos redondos y oscuros ojos tras decirle que le pagaba para que hiciera cuanto le ordenara. Joder. Claro que ella no se achantaba. Nooo, no esa endemoniada mujer.

              Con tremendo descaro le había hecho una reverencia, que había dejado sus piernas al descubierto y le había espetado un por supuesto, mi amo y señor que rebosaba sarcasmo en estado puro.

              A punto estuvo de gruñirle que las damas no enseñaban las piernas a los hombres si no querían verse metidas de lleno en problemas, pero le despistó la llama de desafío que relució en esos enormes ojos.

              Y ahora la mitad de sus hombres le miraban con el ceño fruncido por haber ofendido la sensibilidad de la mujer que le traía por la calle de la amargura. Y lo peor era que el maldito malestar que sentía en las endemoniadas entrañas no desaparecía desde que esa mirada dolida se había clavado en la suya.

              Demonio de mujer.

              ¡Agriando!

              ¿Acababa de darle una patada a un leño prendido en la chimenea?

              Por todos los infiernos.

              No, si al final su negocio ardería en pompa porque esa mujer le desquiciaba los nervios.  Aspiró intentando recuperar la serenidad.

              Un fuerte repiqueteo en la puerta le sacó de sus pensamientos. La puerta al abrirse dejó pasar una corriente de aire que hizo saltar pequeños rescoldos del fuego.

              ─Jefe, acaba de llegar una misiva urgente de la casa Brandon.

              El viejo Lucas se apresuró a dársela y quedó a unos pasos de distancia.  Sampson no estaría lejos. Esos dos viejos marineros parecían un jodido matrimonio y por su actitud protectora, se creían los progenitores de Elora. Los dos viejos encorvados y enfurruñados con los que trataba a diario tampoco le dejaban olvidar lo que había hecho. Es más, ¡los ofendidos parecían ellos!

              Se negaban a dirigirle la palabra salvo ¡en casos de extrema necesidad! ¡A él, Marcus Sorenson!  El mundo se había vuelto loco y toda la culpa era de ella.

              No lo terminaba de entender. El era un buen jefe. Comprensivo. No castigaba sin tener una buena razón y pagaba bien. Muy bien. Los hombres le eran extremadamente leales.

              Al fin y al cabo no estranguló a sus hombres cuando no impidieron a la pequeña fiera acudir a los muelles hacía unos meses. No les arrancó el pellejo cuando no protegieron a Elora como debían o no le hicieron desistir de esa locura de plan que por puro milagro salió bien. No les dejó sin los pocos dientes que les quedaban cuando se enteró que no habían impedido que esos hijos de puta le arredraran y le pusieran las manos encima.

              Que Albus Drake posara sus malditos ojos en ella.

              Demonios. Se estaba enfadando por momentos sólo de pensarlo. Y en lugar de estarle agradecidos, se enfurruñaban porque había herido los sentimientos de la endemoniada mujer que…

              El contenido de la carta cortó su tararira mental de golpe y porrazo.

              ¡Otra vez se había metido en líos!

              Su rugido se hubo de escuchar en todas las plantas de la casa por el bote que pegó el viejo Lucas.

              Por los clavos de…

              Le iba a encerrar amordazada en el armario de su despacho y se iba a colgar la condenada llave al cuello.

 

 

 

IV

 

              ─Hubiera preferido que no dierais aviso a Marcus.

              Llevaban escasos veinte minutos todos apelotonados en el salón principal de la casa porque no habían conseguido que Titus se zafara de la pequeña mujer que acariciaba el ralo pelo del gigante como si se tratara de su hijo. Pese a emplear todo tipo de distracciones, incluyendo esa tarta de fresas que se había convertido en su debilidad. Por la forma en que los párpados de Titus parecían pesarle cada vez más se estaba adormilando y en consecuencia el resto hablaba en susurros.

              ─¿Por qué?

              ─Porque se presentará todo airado. La sangre le subirá a la cabeza y arremeterá sin pensar.

              ─¿Por qué?

              Ojalá tuviera una respuesta racional a la pregunta de Julia pero en los últimos tiempos cada vez que quedaba plantada ante Marcus el raciocinio desaparecía como por ensalmo. Puf. De golpe.

              Miraba esos ojos verde azulados y se encrespaba completamente. Como el aceite y el agua. A eso se asemejaban.

              Alzó la vista y no pudo dejar de admirar la esbelta silueta de Jules Sullivan.

              Le gustaba mucho esa mujer. Muchísimo pero se sentía como un pato mareado a su lado. Torpe, con los pies enormes y gordita.

              En resumen, un botijo andante.

              Claro que ella había tenido gemelos y para su desgracia los pechos no habían disminuido de tamaño tras dejar de amamantarles, como le había adelantado la comadrona. Ni sus anchas caderas. Odiaba estar tan redonda, por no decir otra cosa. Le deprimía tener que alzar la vista ante todo aquel, hombre o mujer, que se le pusiera por delante salvo en el caso de Meredith Evers.

              Sonrió levemente. Eran de la misma altura.

              Dios mío, ¿se estaba convirtiendo en una vetusta y amargada uva pasa? ¡Se estaba alegrando de que otra mujer fuera tan enana como ella!

              Debía controlarse y lo consiguió tras deslizar una mirada por todos y cada uno de los ocupantes de la sala.

Le agradaban todas. Mere, Jules, la abuela Allison. Edmund Norris era un hombre especial y en cierto modo su dulzura le recordaba al viejo Lucas. Algo en esa mirada llena de ternura, como si leyera el pensamiento le hacía sentirse a gusto y protegida.

              Y Julia. La mujer que sin dudarlo le había abierto las puertas de su hogar.

              Estaba nerviosa y se le notaba. Lo sentía en las miradas de soslayo que recibía de todas ellas, sin disimulo alguno.

              El bruto ya se habría dado cuenta de que algo no iba bien al no aparecer ella a la hora convenida de siempre para repasar los libros de inventarios, de cuentas, y resolver con Marcus los problemas que les planteaba su gente. El hombre llevaba insistiendo tres meses en que debía trasladar su hogar a otro barrio, a ser posible cercano al suyo. Incluso le había ofrecido la planta alta de su enorme casona. Que el barrio en el que residía  no era seguro. Que ella y los niños apenas cabían en la diminuta casa pero él no entendía que ese inmueble no era sólo cuatro paredes y un tejado, sino también lloros, risas y recuerdos. Tantos recuerdos.

              Claro que como el muy bruto no entendía de ternura, ni de amor, ni de caricias, ni de otras muchas cosas que un hombre de su edad ya debiera reconocer por experiencia, se enfadaba cuando le recordaba que no era quien para meterse en sus asuntos privados.

              Que al fin y a la postre Marcus le pagaba para ser su mano derecha en los negocios. Sólo eso. No para que se dejara mangonear en todos los aspectos de su vida.

              La última vez que le espetó a la cara lo que él mismo unas horas antes le había recalcado, creyó que le estallaría una palpitante vena de la ira y rabieta que le estaba dando. Le recordó tremendamente a Evan, su pequeño. En plena pataleta infantil, a excepción de los lloros y berridos.

              Eso había ocurrido hacía una semana y aún le miraba con encendidos ojos. El resultado era que no paraban de discutir. Bueno, él discutía y ella se defendía.

              También odiaba tener el oído tan fino pese a que el ruido quedara ligeramente amortiguado por la respiración del muchacho que le rodeaba con sus inmensos brazos. Porque eso era. Una criatura desvalida en un cuerpo de hombre. Dios mío, esa mirada le había aflojado completamente el corazón.

              Titus Caan había conocido a su hermana.

              No había otra explicación para la forma en que había reaccionado al verle, por la manera en que había susurrado el nombre de Claire al apretarle fuerte entre sus brazos como si hubiera sentido tal alivio al verle que temiera soltarle de nuevo.

              Un mundo de esperanza se había abierto ante ella. Uno que no creyó que le golpearía de lleno con las sencillas palabras de un desconocido, susurradas contra su pecho.

 

              Te he echado mucho de menos, Claire.

 

              Otra tanda de brutales golpetazos llegó a su oído. No le valía a Marcus con llamar insistentemente a la puerta de entrada. Noooo, era incapaz de hacer las cosas a medias. Tenía que gritar a pleno pulmón que le abrieran la puta puerta de inmediato, que venía a buscarla.

              ¿Acaba de gritar el muy bruto a los cuatro vientos una palabra malsonante?

              Un sudor acalorado le cubrió el cuerpo. Quién tuviera el don de la invisibilidad. Marcus estaba en el escalón superior a furioso. Así retumbaba su voz, al menos.

              Sonaba colérico.

 

 

 

V

 

              No era posible que tardaran un cuarto de hora en abrir el engendro de puerta de entrada a la mansión de los hermanos Brandon. Se le hizo eterno. Hasta tal punto que sopesó acceder por una de las ventanas de la casa, mientras sus hombres quedaban vigilando el perímetro.

              Ella estaba en algún lugar dentro de esa casa y ¡había faltado a su reunión!

              Indisciplinada.

              ¡Maldición!

              Eso era. Una pequeña mujer salvaje e indisciplinada y él estaba furioso con ella. Cada día más. Le desquiciaba que no le hiciera caso.

              A mala hora le contó que planeaba cenar con Jules Sullivan a solas. Y a mala hora se le ocurrió pedir consejo sobre cómo tratar a una dama ya que no estaba acostumbrado a estar rodeado de éstas. Es más, nunca había tratado con alguna. Por algún motivo su segunda al mando se había sentido ofendida con sus palabras. Tras darle vueltas una semana, se había rendido. Ni idea de lo que había podido ofender tanto a Elora. Tampoco sabía bailar a la moda y sus modales eran… algo bruscos. Su lenguaje no era mejor. Con otra mujer sencillamente se la tiraría hasta quedar ambos satisfechos y saciados pero no creía que ello fuera a resultar con Jules Sullivan. Necesitaba saber cómo obrar para no espantarla con sus maneras y su forma directa de hablar.

 

              ¡¿Sin carabina?!

 

              Eso le había gritado Elora tras escuchar sus planes. Se había colocado en jarras, separado los pies como si de un gladiador se tratara y le había lanzado una mirada acusadora y retadora, apretando esos labios sin soltar prenda salvo esas dos curiosas palabras.

              No sabía muy bien qué era lo que le había enfurecido tanto, de nuevo. Ni había mentido ni gruñido. No había Dios que entendiera a esa mujer.

              Y, ¿para qué demonios iba a llevar un arma a una condenada cita? De escoger, optaría por algo más sencillo para ocultar o sus cuchillos, en última instancia. Nunca una ostentosa carabina.

              Esa mujer carecía del mínimo sentido común exigible en el más normal de los humanos.

              ¡Al fin! El repiqueteo de veloces pasos acercándose al otro lado del portón ralentizó algo el pulso de la sangre corriendo por sus venas. Era imposible imaginar su negocio y si se apuraba, su vida, sin esa diminuta mujer que lo organizaba todo como un verdadero miembro del ejército.

              El pequeño mayordomo al servicio de los Brandon le dio paso y sin darle tiempo a decir dónde estaba el torbellino, se encaminó a grandes pasos hacia el salón del que emanaba un ligero murmullo. Por lo menos no se escuchaban sollozos o griterío descontrolado.

              Accedió sin llamar y con una ligera muestra de desesperación recorrió en un segundo con la mirada la disposición de los presentes. No estaba. Maldita sea, ella no estaba.

              ─¿Dónde…?

              Peter Brandon se desplazó a un lado, dejando a la vista una descomunal espalda que parecía envolver algo.

              Diablos.

              Ese algo, esa castaña cabellera y esos bracitos llenos eran inconfundibles. Se encendió como una mecha y por un segundo lo vio todo rojo. No lo pensó. Dio dos pasos en dirección al sillón donde un hombre que no conocía parecía abrazar a Elora, al tiempo que sin saber muy bien cómo, su mano empuñaba el puñal.

              Le cerraron el paso y a punto estuvo de perder los nervios.

              ─Está bien, Sorenson. Es Titus y es… inofensivo.

              Entre la bruma le llegó la grave voz de Peter Brandon pero eso no hizo que dejara de verlo todo teñido de rojo.

              Una firme voz femenina que reconocería entre miles, se alzó entre el jolgorio que había generado su brusca entrada.

              ─Estoy perfectamente, Marcus. Puedes irte por donde has venido.

              ¡Perfectamente! ¡Que se fuera!

              ¡Y un cuerno!

              No se volvería con las manos vacías. Y una vez en casa, esa mujercilla escucharía con atención lo que tenía que decirle.

              De cabo a rabo. Sin interrupciones, ni muecas desafiantes.

              Después de disculparse con él, claro.

 

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Amor entre las sombras
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