Capítulo 25
I
─Ya estamos prometidos así que no va a ocurrir nada escandaloso porque estemos juntos en una habitación, querida. Mejor dicho, con una compañía algo silenciosa y con las apariciones estelares de otras tantas personas para vigilarnos ─las rojizas cejas que cubrían los ojos color jade se fruncieron como si acabaran de descubrir un hecho la mar de molesto─. En resumen, querida mía, podría afirmar casi con seguridad que no nos dejarán solos hasta después de nuestra boda.
Dios mío, Jules juraría que el hombre farfullaba entre dientes. ¿Estaba nervioso? No. No podía ser. Ese era Jared Evers. La desvergüenza personificada. Fue a contestar pero la boca del hombre se abrió de nuevo para seguir parloteando sin control alguno.
¡Estaba nervioso! Se mordió el labio inferior para evitar una sonrisilla que no pasaría desapercibida al fondón.
─Concretando un poco más, hasta la noche de bodas. Puedes respirar libremente antes de asfixiarte del soponcio, Jules Sullivan. Soy franco. Asúmelo. Además, todavía queda un tiempo para que llegue el sabroso y esperado momento.
Centró la vista en el hombre que se pavoneaba frente a ella como si esperara un desmayo ante un ejemplar masculino tan suculento. Tras mantener la mirada fija unos segundos en las bien formadas cejas masculinas, la apartó.
No estaba muy segura de si Jared Evers le estaba provocando con toda la intención del mundo o el hombre hablaba en voz alta compartiendo sin control sus pensamientos más íntimos. Casi estaba por decantarse por la segunda opción teniendo en cuenta con quien compartía el fondón lazos de sangre. Con Mere. La deslenguada número uno del reino. Un pequeño defectillo que apenas era apreciable en su Mere, en su momentáneo prometido era un defecto descomunal, desquiciante, desesperante y mejor lo dejaba ahí que se lanzaba y no podría parar.
Le desconcertaba.
Con ese hombre nada era blanco o negro sino multicolor y con sombreados. Un camino debiera ser recto y llano no con pronunciadas curvas y cuestas empinadas. Tratar con él le agotaba, mental y físicamente. Provocaba que estuviera alerta. Despierta. Y temía que llegara a gustarle esa sensación.
Estirando la espalda, aspiró con vigor para sosegarse y para conseguir relajarse, si eso fuera posible. La mañana había resultado un completo sinvivir. A primera hora habían dispuesto de una escasa hora en la casa Brandon antes de que llegara el aviso de que Peter Brandon era una estupenda comadrona y que había ayudado a traer al mundo a los gemelos de Mere y John. Que Rob Norris también había echado una mano, canturreando sin control ni afinación alguna.
Un pequeño nudo se le formó en la garganta al recordar la transformación de las facciones del hombre que en estos momentos recorría la habitación que ocupaban, rezongando acerca de los posibles problemas con los que podían topar en el hospital. El abanico de emociones en el rostro de Jared al escuchar que Mere estaba de parto había abarcado desde un completo terror, al miedo intenso, a la sorpresa, a la ilusión, a la preocupación y a la felicidad más absoluta al leer la última frase de la nota enviada por la abuela Allison.
La madre y los bebés estan sanos y salvos. Son preciosos y se parecen a su madre.
Jared Evers adoraba a su hermana y sólo por eso, ella estaba dispuesta a perdonarle algún que otro defectillo. No demasiados. Sólo alguno. También era algo torpe cuando se emocionaba. Al leer la nota de la abuela su impuesto prometido había volcado con el codo la taza de té caliente que ella había colocado junto al borde de uno de los planos y al tratar de equilibrarlo, había rasgado un poco el papel. Era un descontrolado precipitado. El resultado era unos planos con un ligero olor a dulzón y bastante arrugados. También había tropezado ligeramente con la alfombra al echar a correr hacia la puerta y volver bruscamente al recordar que le dejaba a ella atrás. Por un minúsculo segundo Jules estuvo segura de que le iba a izar en volandas para que se diera prisa pero finalmente optó por asirle del brazo y arrastrarla tras él.
No había llegado al presenciar la expresión del rostro masculino al ver a su hermana y sobrinos juntos por primera vez pero le hubiera gustado. Una cosa era engañarse un poco a sí misma y otra ocultar lo más que evidente. Le gustaba observarle. Claro que también le gustaba ir al zoo de Londres a observar al detalle a los animales y su comportamiento. Para compararlos con el fondón. Sobre todo a los peludos primates.
Lo único que había alcanzado a escuchar mientras subía los escalones en dirección al primer piso eran las hermosas risas entrelazadas de ambos hermanos. Hermosas y cómplices. Su corazón dio un vuelco al recordarlo. Parecido al que había sentido mientras pisaba con paso firme los escalones para asegurarse que una de sus mejores amigas había sobrevivido a un doble parto.
Se había sentido tan feliz al verles.
El ambiente que se respiraba en casa de Mere era lo opuesto a lo que encontraba en su propio hogar. Era calor. Eran risas. Era amor, en el sentido más amplio de la palabra. Era… lo que ella buscaba casi con desesperación.
Sonrió levemente al recordar la imagen de Mere arrebujada entre las sábanas, sonrosada y a la espera de que llegara su marido mientras Jared permanecía estirado cuan largo era sobre el lecho, a los pies del colchón. Su hermana le retaba a coger en brazos a sus sobrinos pero él le contestaba que apenas le cabían en la palma de la mano. Que era un torpe con las cosas pequeñas y que se contentaba con contemplarles. Con verles respirar. La escena era…
Jules tragó saliva, apretó los labios y se recolocó los anteojos para leer con claridad las líneas que formaban el entramado de celdas, pasillos y estancias que llenaban el hospital de San Bartolomé.
Los hermanos Brandon habían localizado los planos de construcción del hospital y sus sucesivas reformas. Ella debía memorizar sus formas, sus recovecos, entradas y salidas por si debían escapar a la carrera en algún momento.
La abuela Allison había echado un ojo a los enormes planos y lo había dejado en sus manos alegando que tratar de entenderlo era como desenredar una madeja hecha con miles de nudos y su cerebro estaba un tanto desgastado para agotarlo aún más. Había optado por fijar en su mente la distribución de los pisos, entradas y salidas así como la ubicación del despacho de Colin Piaret y de la antigua celda de Titus. El resto lo había dejado en sus manos o, más bien, en su capacidad para memorizar.
Disponía de cinco horas a lo sumo para que su mente absorbiera toda la información. Después tocaba vestirse para el gran acontecimiento junto con Allison e infiltrarse en el complejo. Una vez dentro, dar acceso al fondón para que les protegiera de ser necesario. ¡Ja! Como que el fondón iba a ser capaz de eso. Si lo único en lo que sobresalía era en mirar su propia imagen en el espejo además de lanzarse besos a diestro y siniestro.
No recordaba haber conocido en su vida otro hombre más engreído y que creyera que las mujeres debían lanzarse a sus pies para besuquearle las pantorrillas. Si pudiera, cogería carrerilla y le daría un buen cabezazo en medio del pecho. Dudaba que llegara a alcanzar la boca para desdentarla un poco y así dejara de sonreír con esa sonrisilla que le ponía de los nervios.
Sentía sobre su costado las miradas sufridas del hombrecillo oriental, amigo de Peter Brandon y de Titus. Hasta ellos se apiadaban de su situación. Daba lástima y con razón. Su vida personal era inexistente y ya no digamos la sentimental.
Jamás había besado a un hombre que amara y le correspondiera, ni siquiera en sueños. Lo más cercano había sido una pesadilla en que un varón se le acercaba con una rosa roja en la mano haciendo muecas y sonidos estrafalarios con los labios, anunciando a bombo y platillo su intención de besarle. Iba vestido con un taparrabos hecho a base de hojarasca y por alguna extraña razón sus labios y orejas mostraban una grotesca desproporción con el rostro. También una pelambrera rojiza sobre el abultado cráneo. Lo siguiente había sido tener a un palmo de su cara a un orangután con la rosa sujeta entre los dientes. Todavía le dolía el trasero debido a la caída del lecho, al despertar horrorozada.
Ese era el origen de su intensa observación de los primates. Simplemente comparaba gestos porque estaba casi segura que el varón propenso al besuqueo había sido Jared Evers y había involucionado con una rapidez pasmosa ante sus ojos. Quizá si le pidiera, con total naturalidad, que pusiera morritos y mordiera una rosa se olvidaba del tema que le tenía desquiciada. Y que sonriera mientras mordisqueaba el tallo.
Dios mío, se le estaba yendo la cabeza. Por momentos. Trató de borrar de su mente la imagen repentina del fondón en taparrabos, mordiendo con ansia seductora una rosa roja.
Carraspeó llamando sin querer la atención del hombre, quien le observó con curiosidad. Seguro que estaba roja, ¡como un tomate!
Con rapidez le dio la espalda volviendo su atención a la mesa cubierta de papeles.
Habían esperado pacientemente a que Peter despertara de su letargo tras el episodio del parto. Por el momento permanecía bajo la estrecha vigilancia de Rob Norris. Le encantaban esos dos hombres sobre todo Peter. Tan grande pero tan delicado con ellas. Con Titus. Un alma gentil en un cuerpo inmenso. Igual que el gigante de los rasgos infantiles. Quizá por ello Peter Brandon sentía tal necesidad de protegerle.
Por lo que le constaba, hacía un rato habían llegado al hogar John y Doyle Brandon, tras reunirse con el hombre que trabajaba en el Ayuntamiento de la ciudad de Londres. Estaba deseando escuchar la información recibida pero tendría que esperar. Todos tendrían que hacerlo ya que ambos habían subido al piso superior a reunirse con sus respectivas mujeres. Para asegurarse de que se encontraban sanas y salvas, al igual que los bebés. El susto pasado por John debió ser mayúsculo al recibir la noticia del parto. Si ellos se angustiaron, imaginar la reacción del marido era casi imposible.
También le había parecido escuchar poco después una persistente llamada a la puerta de entrada principal pero había optado por concentrar su atención en el jaleo que tenía entre manos. No convenía distraerse.
Memorizó la planta principal del hospital de San Bartolomé hasta que se le nubló ligeramente la visión.
Empezaba a sentir sudores fríos por todo el cuerpo. Sus abuelos aún no habrían recibido su mensaje intentando explicar lo de su enlace con Jared Evers pero en cuanto lo hicieran dolería tanto como les dolió en el pasado. Se cortaría la mano por evitarles el daño. La mano y lo que fuera porque les adoraba pese a la frialdad que su abuelo mostraba hacia ella. Puede que su abuela lo aceptara pero él…
Ella no era su madre. Ella nunca les traicionaría o abandonaría. Antes daría la vida a provocarles el mismo sufrimiento que su hija les causó. Les quería tanto que en ocasiones soñaba que les perdía. Despertaba angustiada y no lo entendía. No entendía cómo su madre les dio la espalda y…
─No va a funcionar. Si te distraes con una mosca para memorizar no quiero ni imaginar lo que va a ser…
─¡No me distraigo!
─Lo haces, querida. Delante de mis narices.
─¡Pues no mires!
─Arriesgo mi integridad para protegerte, pajarillo.
¡Oh!, Ohhhh…
No podía con ese hombre. Era… era… ¡un presumido fondón! Ni que fuera un regalo de los dioses. Decidió contratacar.
─En realidad no es necesario que nos acompañes, Jared. Con tu agilidad, seguro que derrumbas la pared exterior del hospital de un pequeño traspiés.
─¡El tropiezo de antes fue un lapsus!
─Por supuesto ¿Cómo no me di cuenta de que la taza de té y la alfombra tenían vida propia y te atacaban por ignorarlas?
¡Uy! Le había enfadado. Puf, pues peor para él. Desde luego, que poca capacidad de autocrítica tenían los varones. La figura masculina se acercó con rapidez por lo que se colocó en consonancia. Con los brazos en jarras. Si creía que le iba a amedrentar no conocía a Jules Sullivan y su vena de pura terquedad.
─Retira lo dicho, Jules Sullivan.
¡Ja! Ni que estuvieran en un jardín de infancia y le hubiera llamado presumido fondón a pleno pulmón delante del resto de críos.
─No.
Que entrecerrara esos ojos verdes no era buena señal. No señor. Le daba igual, no pensaba rectificar. Que le obligara, si se atrevía.
─No te lo pediré dos veces, querida.
─Ni aunque me lo pidas veinte, querido.
Se estaba poniendo colorado. Y al muy engreído ¡le sentaba bien el rubor en los pómulos! Qué injusto era el mundo. A su alrededor dejó de percibirse la suave conversación que mantenían Guang y Titus. Claro que su pelea debía de ser más interesante a ojos de terceros. Con lo poco que le agradaba centrar la atención ajena en ella, su prometido parecía atraerla como el polen a las abejas.
Eran incompatibles.
Observó con fijeza el rostro del hombre parado a un paso de ella que parecía estar sopesando el próximo paso a dar. Jules sonrió por dentro. Le había dejado pasmado. Ahora lo entendía. El pobrecillo creía que eran compatibles como pareja. Estaba en babia. ¡Si ni siquiera encajaban como amigos! Discutían sin cesar y nada tenían en común. Al fondón le encantaban los espejos. Ella los aborrecía. Él era un descontrolado. Ella necesitaba tenerlo todo bien amarrado para evitar…
¡¿Pero qué diantre era el jaleo que se escuchaba al otro lado de la puerta?!
Alzó la mirada y descubrió que ya no era el centro de atención. Las tres cabezas masculinas presentes se habían vuelto en dirección a la puerta de la habitación que ocupaban y esa había sido la causa del cese de la conversación entre Guang y Titus.
Parecían porrazos entremezclados con ¿gritos?
Ay, Dios mío.
Odiaba las sorpresas.
II
No huiría.
Se negaba a que le acecharan como un animal. Desvió la mirada hacia Peter mientras los nudillos aporreaban la puerta. La voz del mayordomo, al otro lado, trataba de calmar los ánimos pero el escándalo aumentaba por momentos.
Permaneció unos instantes con su mirada clavada en la de Peter. No pronunció una palabra. Tampoco fue necesario. La opresión le inundó el mismo centro de su pecho al observar que éste, lentamente, cerraba la ventana bajo la mirada de asombro de Doyle y John mientras que nada respondía a la apremiante pregunta de este último de qué demonios estaba haciendo. Que detendrían a Rob y todo se iría al traste. Que no lograrían averiguar que pasaba y Saxton conseguiría lo que quería. Que debían huir.
La ronca voz de Peter no vaciló al contestar.
─No. Ya es suficiente. Si huimos le daremos la razón. Es lo que Saxton quiere. A la policía tras nuestros pasos y atrapados como ratas. Si peleamos, tendremos una maldita posibilidad y con una, nos vale.
Doyle se alejó de la ventana para acercarse, dejando atrás a su hermano. Clavó su clara mirada en él.
─¿Estás seguro, Rob?
─No, pero tenemos la libreta. También información. Podremos mostrársela a los agentes y quizá…
La siguiente frase provino de Clive, quien permanecía con todo el peso de su cuerpo contra la madera de la puerta.
─Quizá nos escuchen. Desconocen que yo estoy aquí. No es lo mismo detener a un agente que intentar hacerlo delante de su compañero. Intentarán evitar un escándalo y lo aprovecharemos en nuestro favor ─tras un breve segundo continuó─. Puede funcionar.
Rob asintió en dirección a su compañero. Un fuerte golpe provocó que el cuerpo de Clive rebotara contra la madera.
Tras aspirar profundamente, Peter habló.
─Déjales entrar, Clive.
III
El atardecer se les echaba encima y eso significaba que Elora llevaba desaparecida casi veinticuatro horas. Demasiado tiempo.
No debía distraerse en esos momentos o perdería el escaso control que le quedaba. Alzó la mirada para enfrentar unos muros que guardaban en su interior algo que él necesitaba.
En su origen el hospital de Bethlem fue un priorato para las hermanas y hermanos de la Orden de la Estrella de Bethlehem, de la que el edificio tomó su nombre. Más tarde se convirtió en un hospital para enfermos mentales. Una oleada de frío le recorrió las extremidades. Ubicado en Southwark, a la orilla sur del río Támesis, era una mole de tres pisos ubicada en los campos de St. George.
En el pasado fue notorio el trato inhumano hacia sus moradores, los llamados desafortunados, y quizá eso se reflejaba en la impresión que provocaba. La mala fama era merecida. En una época no demasiado lejana los internos eran exhibidos como animales de feria para el entretenimiento del público por un determinado precio. Pobres desgraciados.
El edificio reflejaba extrema dureza y frialdad. Grandioso, de líneas clásicas y definidas pero sin alma. Un maldito lugar en el que demasiadas vidas se habían marchitado.
Tocaba esperar hasta que uno de los celadores les diera acceso al edificio por unos de los laterales.
La partida la formaban cinco hombres. Bien armados y dispuestos a sacar la información que venían a buscar. El viejo Sampson, él y tres hombres elegidos a dedo por el viejo. De plena confianza. No querían llamar la atención sino pasar desapercibidos por lo que nada en su aspecto destacaba a media o larga distancia. Él permanecía ligeramente encorvado para disimular su altura. Dentro les esperarían el enfermero y el médico. No había sido fácil sobornarles pero una pequeña fortuna, en los tiempos en que vivían, tentaba a cualquiera.
El sonido de una llave el girar en una cerradura desvió sus pensamientos. Comenzaba a lloviznar y la temperatura empezaba a caer en el exterior. Una cara arrugada asomó por el espacio abierto y con un veloz ademán les indicó que entraran. La puerta de acceso al exterior quedó nuevamente cerrada a cal y canto.
A esas horas las visitas habían desaparecido y únicamente hacían guardia unos pocos miembros del personal, que desperdigados entre las cuatro paredes de un inmenso edificio, no se cruzarían entre sí. Los hombres que había sobornado habían intercambiado sus turnos para facilitar el plan.
El interior se correspondía con el exterior.
Sampson entregó un sobre al hombre con rapidez y éste lo guardó entre sus ropajes. El pago estaba hecho. Ahora solamente quedaba reunirse con los otros dos para recibir la información que buscaba con desesperación y que les entregaran lo que fuera que ocultaban entre esos muros.
El hombre se dirigió al viejo Sampson.
─Nos esperan en el primer piso. En cuanto lleguemos, yo desaparezco.
─No.
─¡Ese era el trato!
─El trato fue facilitar la entrada y la salida, si surgían problemas. Hasta que terminemos, permanecerás con nosotros.
─¡No los habrá!
No había tiempo para conversaciones sin sentido.
En dos pasos se acercó al hombre que apretaba los dientes, como si sus planes se hubieran torcido en un instante. Se inclinó ligeramente debido a la diferencia de altura. Los ojos que hasta hacía un segundo se mostraban retadores, se amilanaron. Habló apenas en un susurro. No necesitaba gritar para que entendiera lo que iba a decir.
─Esperarás si no quieres que te destripe aquí mismo.
Los ojos parpadearon un par de veces hasta que pareció salir de su estupor. Los hombros temblaron ligeramente.
Por un breve segundo sintió tristeza. Ése no era él. Ya no lo era, pero le obligaban a serlo. Con cada amenaza, con cada palabra algo se tensaba en su interior. Algo que odiaba. Sintió la mirada del viejo Sampson sobre su nuca y apretó los dientes. No deseaba que el viejo supiera de lo que era capaz aunque lo intuyera. No quería que lo presenciara o que se lo contara a Elora. No deseaba tener esa maldita capacidad para atemorizar. Cuadró los hombros antes de dirigirse al celador.
─Muestra el camino.
Las delgadas piernas no se hicieron esperar. Recorrieron pasillos y esquinas. Oscuras y tétricas. Las puertas a los lados permanecían cerradas pero no habían llegado a las zonas de las celdas. No se toparon con otras personas por el camino. Se encontraban en la zona de administración. Limpia y aséptica.
No tardaron más de diez minutos en dar con una puerta doble con una placa mostrando la identidad del médico que la ocupaba. Harold Pryce. Desde su interior se filtraba el sonido de una conversación. El celador chocó los nudillos contra la puerta en rápida sucesión. Al otro lado debían estar esperando la llamada ya que apenas tardaron un par de segundos en responder. A un lado y al otro pronunciaron una palabra y su respuesta prevista. Un código de identificación.
Accedieron a la habitación y la expresión en los rostros de los hombres que les iban a facilitar el camino le puso en tensión. El más viejo se acercó en un par de firmes zancadas a él. Mostraba unas facciones abiertas pero tensas. Algo había ocurrido entre el momento en que aceptó su dinero y su llegada. Apenas tardó un segundo en hablar, entrecortadamente.
─Soy el doctor Pryce. Por la mañana ha llegado una orden de traslado del interno de la celda 26, sección segunda del Ala este. El hombre que buscan.
A su izquierda sintió cómo se envaraba el cuerpo del viejo Sampson. Respiró profundamente antes de preguntar.
─¿A dónde?
─Al hospital de San Bartolomé.
Maldita sea. Todo terminaba apuntando a ese condenado lugar.
─¿Un hombre?
La sorpresa se filtró en las miradas tanto del médico como del enfermero. En esta ocasión fue este último el que contestó.
─¿Qué quiere decir con eso?
─Creímos que su paciente podía tratarse de una mujer.
La sacudida de la cabeza del médico antes de contestar adelantó el contenido de la respuesta.
─No. El desafortunado número 26 es un hombre y la orden se ha ejecutado al mediodía pese a mi oposición. Lamento no haber podido detenerles y créanme, todo esto no tiene sentido ─el médico se giró dándoles la espalda antes de susurrar, casi para sí mismo─. Él decía la verdad, todo este tiempo.
¿De qué diablos hablaba el hombre? En una zancada se acercó, agarró su brazo y le giró con fuerza. Necesitaba saber quién era el hombre y que diablos estaba pasando pero sobre todo, debía conocer su relación con Elora. El motivo de la carta que había recibido y el maldito canje al que se referían los que le habían amenazado.
─¿Qué no tiene sentido?
─Que le recluyeran aquí. Llegó en un estado lamentable hace unos meses y me fue asignado. Había sufrido una intoxicación aguda. Medio muerto. Llegó sin historial y se negaba a identificarse pero algo en él…
─Siga.
─Está bien. Al principio creí que había sido un intento de suicidio pero, tras comenzar a tratarle, no cuadraba con ese hombre. Mi especialidad, en el campo de las enfermedades mentales, son las fabulaciones. Este paciente mostraba todas y cada una de las señales. Farfullaba sobre conspiraciones, sobre secuestros y asesinatos. Acerca del tráfico de infantes pero sobre todo, estaba obsesionado con proteger a su hijo. Y con encontrar a una mujer.
─¿A quién?
─Nunca lo dijo pero en una ocasión, sólo una, se refirió a ella como Claire. Repetía que ella había escapado pero permanecía encerrada. Un completo sinsentido.
¡Maldita sea! Su mirada se cruzó con la del viejo Sampson. El médico continuó como si no hubiera apreciado la reacción que sus palabras provocaba en ellos.
─Le traté pese a que no era un paciente asignado a mí. Parecía estable y cuerdo salvo por las fabulaciones. Persistían pese al transcurso del tiempo y eso no es habitual. Hace un par de semanas, se interesaron por él. Apareció un familiar. Una prima. Una mujer que dijo que estaba dispuesta a encargarse de su manutención pero con una condición.
─¿Llegó a conocerla?
─Sí. Una mujer delgada, fría aunque de aspecto agradable y que físicamente en nada se asemejaba a mi paciente. Algo en ella me desagradadó.
─¿Su nombre?
─Angelique Blossom, si no recuerdo mal.
¡Maldición! Solo podía ser ella. La ayudante de Piaret. La única mujer que conocían con ese nombre y que tuviera relación con el hospital de San Bartolomé.
─¿Cuál era la condición impuesta por la mujer?
─Que se trasladara a mi paciente al hospital de San Bartolomé. Cuando se lo dije a él se opuso rotundamente a quedar bajo la tutela de esa señora pero lo verdaderamente extraño es que estuvo más que de acuerdo con el traslado. Es más, parecía ansioso de que ocurriera. Cuanto antes.
─¿Llegó a decirle el motivo por el que deseaba el traslado?
─Sí, justo antes de que se lo llevaran. Le pillé con la guardia baja y le aseguro que eso es poco habitual en Neil.
El corazón le dio un vuelco en el pecho al escuchar el nombre de pila.
─¿Y?
─Dijo que ella le importaba. Mucho. Más que su vida. Y eso es raro.
─¿Por qué?
─Porque la mujer llamada Claire es su cuñada. No su esposa.
La estancia se congeló en ese mismo instante y sintió la mirada de Sampson sobre su rostro. Parecía que la sangre había dejado de circular por sus venas y los músculos se le habían agarrotado al completo. Clavó la mirada en el médico y algo debió leer en él ya que el hombre reculó un par de pasos.
No le estaba mintiendo.
El médico no mentía. Y a él, el corazón se le acababa de partir en dos.
IV
Se frotó las manos contra su vestido. Hacía apenas veinticuatro horas había lucido tan hermoso. Ahora estaba rasgado y sucio. Y sus manos se encontraban cubiertas de arañazos y pequeñas heridas que no tardarían en infectarse pero le daba igual. Presentía que estaba bajo tierra y eso le angustiaba ya que siempre había sentido una pizca de opresión al encontrarse en lugares cerrados. Sentir la imposibilidad de respirar aire puro podía con sus fuerzas. Con las pocas que le quedaban.
También le dolía el cuello e imaginaba que se le estarían formando moratones. Ese hombre le había hecho daño y había disfrutado con ello. Tras su inquietante conversación, Martin Saxton había desaparecido para dejarle a solas con sus miedos. Ese hombre conocía a su gemela y había disfrutado dejándole en la ignorancia. Seguía sin saber si Claire permanecía viva, tras sobrevivir a su desaparición. Sólo sabía que algo dentro de ella se rompería con su muerte. Su mente o su cuerpo lo notaría. De alguna forma sentirían la falta de su hermana.
Rezó una pequeña plegaria por sus niños. Mientras permanecieran a salvo, le valdría. Estaban con Marcus y él les protegería y cuidaría en caso de que ella faltara. Por mucho que quisiera parecer un ogro, ella le conocía bien. Y era un buen hombre.
Un hombre duro con un corazón generoso.
Se tensó de nuevo. Media hora después de que Saxton la dejara a solas, uno de sus hombres le desató mientras otro no dejaba de apuntarle con un arma. No pronunciaron ni una sola palabra. La puerta de salida por la que acababan de entrar permanecía entornada permitiéndole ver que la estancia daba a otro espacio semejante a aquel en el que estaba encerrada. Por unos breves segundos una figura femenina quedó inmóvil en el quicio de la puerta. Una mujer alta y esbelta. De rasgos clásicos. La recorrió con esos ojos fríos deteniéndose en sus brazos, en sus manos. Casi como si buscara algo con ansiedad y se molestara al no hallarlo. Poco después desapareció con una inquietante sonrisa en los labios. Como si supiera un secreto que ella ignorara.
Cada vez que unos pasos sonaban cerca se alejaba hasta el fondo del estrecho pero alargado espacio que ocupaba. Las paredes, techo y suelo eran de tierra. Un fino polvillo blanco cubría algunas zonas. Parecía una vieja galería de mineros cuya excavación había quedado a medias. La escasa iluminación provenía de unas antorchas colocadas en un lado de la pared y aparte de la silla en la que había despertado sentada y amarrada, ningún otro mueble ocupaba más espacio.
Pero lo que más destacaba del lugar era el olor. Un olor diferente. A algo cercano a ella descomponiéndose. Un olor que se pegaba a todo. Al pelo y a la ropa.
De forma instintiva sacudió la cabeza y con ella su cabello antes de ladearla ligeramente, azuzando el oído.
Se acercaban de nuevo.
Por un segundo sopesó el arremeter contra todo aquél que entrara por la puerta pero necesitaba saber lo que estaba ocurriendo. Si no era Saxton, lo haría. Preguntaría. No entendía qué estaba pasando y porqué le mantenían prisionera.
Los pasos se detuvieron ante la puerta.
Lo que menos esperaba fue la figura de una anciana desarreglada y que, pese a ello, desprendía un aire de inmensa dignidad. Una fina mordaza le cubría la boca y tenía las manos atadas a la espalda. Le acompañaban tres hombres. Uno de ellos era el mismo que le había golpeado con violencia, en el rostro, en comisaría.
Era la primera ocasión en que le veía desde entonces y sintió, de nuevo, un instintivo rechazo hacia él. Uno de sus acompañantes sujetaba una silla. Su mirada se cruzó con la de la mujer y el color de sus ojos, de un llamativo color ámbar, le recordó a alguien. A alguien cercano pero los nervios y sentir la mirada del policía corrupto sobre ella, le impedía centrarse.
Sus captores no pronunciaron ni una palabra. Colocaron la silla cerca de la suya y de un empujón obligaron a la mujer a sentarse. Una mueca de dolor arrugó el anciano rostro de la mujer.
─¡Parad! ¡Le hacéis daño!
La sonrisa en el rostro del policía le puso el vello en punta. Ese hombre estaba enfermo. Gozaba al presenciar el dolor ajeno.
─Ya basta. Por favor…
El hombre habló en su dirección.
─Pararán cuando yo lo diga, zorra.
Se contuvo. No convenía enfrentarle en su situación. Era evidente que odiaba a las mujeres por algún motivo y la manera en que le miraba, le estaba poniendo cada vez más nerviosa. Por el rabillo del ojo se dio cuenta del gesto de la mujer que acababan de traer. No podía hablar pero tenía un rostro extremadamente expresivo. Pedía sin palabras que no les retara, que no les enfrentara. Tragó saliva. Dios, no podía permanecer quieta. No cuando estaban causando dolor a una anciana delante de ella.
El policía se acercó a ella arrinconándole.
─Estás mejor calladita. Salvo que prefieras que te calle yo.
Sus insinuaciones le enfermaban. Sus amenazas debieran atemorizarle pero por alguna razón le enfurecían. Su cercanía le repugnaba.
─Glenn.
La voz de otro de los hombres no impidió que el policía alzara una de sus manos para tocarle el rostro.
─Quizá cuando ya no le sirvas de anzuelo, te regale.
No podía apartar la cara y alejarla de él. Si no dejaba de tocarle le iba a morder. Hincaría los dientes hasta el hueso. Ese hombre le dejaría inconsciente de nuevo pero no sin llevarse un par de dedos por delante.
─Como me toques de nuevo, cerdo, te arranco la mano.
Los ojos del hombre se abrieron ligeramente antes de echar la cabeza para atrás y lanzar una carcajada. Comentó que sí, que sin duda la iba a pedir como regalo en pago de sus servicios. Que iba a disfrutar domándole.
Algo se le revolvió en las tripas y cerró la mano en forma de puño. La sonrisa en el hombre demostraba que se había dado cuenta y esperaba el golpe. Casi parecía desearlo.
─¡Glenn! ¡Déjale antes de que el jefe se entere!
Las palabras dirigidas a ella llegaron junto con una envenenada mirada en dirección al hombre que le interrumpía.
─En otro momento, muchacha. Ahora os dejaremos solas. No demasiado. El tiempo suficiente para que llegue tu regalo y para que volvamos a vernos.
Cerró los ojos al sentir la yema de un dedo deslizarse por su cuello, antes de que el calor se retirara. Pocos segundos después el sonido de la puerta al cerrarse. Permaneció un minuto en el mismo lugar, en pie y con los ojos cerrados, sintiendo la fría pared contra su espalda y costado. Tratando de calmar su revuelto estómago. Hasta que escuchó el sonido tras la mordaza.
Abrió los ojos y no dudó. Se lanzó corriendo hacia la anciana y se colocó a su espalda tras decirle que estuviera tranquila, que no tardaría en soltarle. Que entre ambas buscarían la manera de escapar. Se escuchaba a si misma farfullar sin control, como una cría pero estaba asustada. Muy asustada. Y atontada. No había retirado la mordaza. Se colocó de nuevo frente a la mujer y con tanta suavidad como pudo emplear, aflojó el nudo de la tela hasta dejarla colgando del cuello.
La anciana trató de hablar pero no pudo. Debía tener la boca y garganta irritadas. Se humedeció los labios y la voz fluyó ronca.
─Gracias. Muchas gracias.
Le dio un suave apretón en el hombro antes de volver a su espalda y arrodillarse para facilitar la tarea.
─Soy Elora Robbins, señora
El sonido de asombro paralizó su intento de soltar la cuerda.
─¡Dios mío! La madre de los gemelos.
La cuerda cayó al suelo, liberando a la mujer.
─¡Él quiere a tus bebés!
Se alzó lentamente antes de enfrentarse a la anciana y a sus palabras.
─¿Cómo?
─Colin Piaret. Ese hombre quiere a tus bebés y no parará hasta conseguir lo que busca, muchacha ─la anciana se estaba agitando─ Debemos salir de aquí y avisar a mi nieto. Ya estará al tanto porque es inteligente y sabe que jamás iría a los baños en Bath pero nunca le dije lo de mis huesos y…
A la anciana le estaba dando un ataque de nervios o se estaba desquiciando. Esperaba que fuera lo primero. A eso podía enfrentarse.
─Señora, no me ha…
─Pero creo que mi secuestro es una trampa para atraer a Ross. Confié en Piaret y en el joven médico. Jamás debí hacerlo. Si por mi…
¡¿A Ross?! Dios mío. Ahora lo asoció. Esos ojos eran como el de su nieto, Ross Torchwell. ¡Esa anciana era la abuela del superintendente!
─Señora.
─…culpa les ocurre algo, no lo superaré. Puede que hayan acudido los dos al campo. Puede que Clive le haya acompañado y entonces…
─¡Señora!
Su grito acalló las entrecortadas frases de la mujer.
─¿Es usted la marquesa de Torchwell?
La respuesta se escondía en los ojos agrandados por la sorpresa. Quizá consiguiera alguna respuesta de esa mujer.
─¿Qué está pasando?
Una aspiración profunda acompañó un gesto de desesperación. La mujer se frotó las doloridas muñecas antes de hacer un gesto de compasión y aferrar una de sus manos.
─Me llamo Alexandra Torchwell y sí, Ross es mi nieto.
─¿Por qué le retienen aquí?
─Por la enfermiza obsesión de un hombre, la de su amante y la intención de un asesino de no dejar nada al azar.
No terminaba de entenderlo.
─No le entiendo, señora.
Un suave suspiro y una mirada llena de tristeza en dirección a la puerta prepararon a Elora para las próximas palabras.
─Sufro de una enfermedad que no desearía a nadie y que me obliga a seguir un tratamiento innovador. Un tratamiento ideado por un genio en el campo de las enfermedades óseas.
Comenzaba a verlo. Poco a poco.
─Colin Piaret.
─Sí. Veo que el nombre te suena, muchacha.
─Pero creí que ese hombre era un amigo. Creí que había facilitado datos para la investigación policial de la desaparición de la enfermera asignada a Rob Norris y Clive Stevens.
─Yo también y nunca me he equivocado tanto. Como confiaba en él, me abrí a ese hombre. Era mi médico y creí que podía confiar en él. Le hablé sin trabas de mí, de mi nieto, de sus amigos y compañeros, de su trabajo en la policía. Sin darme cuenta daba información al enemigo de mi nieto.
─Y, ¿qué tengo que ver yo con todo ello?
─Demasiado, querida.
─¿Cómo sabe todo esto?
─Por Colin. Al ver cómo me trataban una pizca de remordimiento le hizo explicarse. Quizá pasó demasiado tiempo en mi compañía y me cogió cariño. Quizá un resquicio de humanidad. No lo sé. Sólo sé que al poco de encerrarme, entró una noche en mi celda, se sentó frente a mí y se puso a hablar. Sin pedírselo. Sin parar. Quizá necesitara compartir parte de su vergüenza.
Elora tragó saliva.
─Necesito saberlo. Si mis niños están en peligro, necesito…
Una arrugada mano apretó la suya.
─Está bien.
V
Clive se hizo a un lado dejando vía libre a quien fuera que se hallaba al otro lado. Rob sintió la presencia de Peter a su derecha mientras que Doyle se situó al otro lado. John se aproximó con rapidez a la puerta y, antes de que la abrieran del exterior, aferró el pomo girándolo.
En la entrada a la mansión se habían arremolinado un numeroso grupo de personas. Jared hablaba con voz tensa con dos agentes que se mantenían costado contra costado, con la espalda en dirección a la puerta de salida a la calle. Quizá nunca imaginaron que iban a encontrar tal frontal oposición a sus pesquisas. Jules se encontraba a escasos pasos, escuchando con atención la tensa conversación. Por la escalinata que daba al primer piso se acercaba Julia con rapidez. No tardó en colocarse junto a la abuela Allison que trataba de calmar al anciano que quería y que temía que los policías se llevaran a su hijo con ellos.
Rob aguantó la respiración al repasar con la mirada el rostro del hombre que lo había criado. La palidez de su padre le heló la sangre dañando algo en su interior. Las piernas actuaron por sí mismas al impulsarle en su dirección. Su padre sufría y de nuevo, él era el maldito causante. Lo que juró que nunca pasaría de nuevo.
Una mano paró su movimiento por lo que, de un brusco movimiento, se la quitó de encima. No importaba a quien perteneciera. Sólo sabía que debía ir con su padre.
Le aferraron de nuevo, esta vez del brazo y se sacudió pero no le soltaron. Los dedos apretaron fuerte contra su carne. Giró la cabeza hasta chocar con esos ojos negros.
─Déjame, Peter.
─Espera, maldita sea. Espera un momento.
─Está asustado, Peter.
─Lo sé, Rob, pero si sales ya no habrá marcha atrás.
Clavo su mirada en la oscura.
─¿Acaso la ha habido en algún momento?
Observar el dolor y la rendición llenar los oscuros ojos dolió tanto o más que ver el miedo en el rostro de su padre.
─Por favor, Rob.
Con sus dedos separó con lentitud los que aún aferraban su brazo. Uno a uno. Se resistieron, casi como si obraran por sí solos, acompañando la súplica en la voz de Peter. Logró soltarlos y se giró hacia el lugar en el que todos permanecían reunidos y ahora en silencio, al darse cuenta de que él estaba allí. Un silencio impactante. A su espalda sentía la figura tranquilizadora de Clive. Apoyando su decisión.
Antes de acercarse a los dos policías que habían acudido a detenerle, se volvió ligeramente y rozó la mano derecha de Peter. La más cercana a él. Acercó su rostro al suyo ya que sus palabras eran sólo para él. Para el hombre que quería. Esperó a que esa profunda mirada se centrara en él y habló. Con claridad. Apenas un susurro.
─Con una posibilidad nos vale, Peter. Tú mismo lo dijiste antes, mi amor. Déjame ir.
No lo esperaba. Él no esperaba que dijera esas dos palabras. Las que todo aquél que ama desea escuchar. La sorpresa en esos negros iris lo demostró. Los duros rasgos de Peter forzaron una mirada llena de amor y confianza. Dios, en ese momento agradeció al destino haber conocido a ese hombre. Amarle y ser correspondido. Pero sobre todo dio gracias por haberlo admitido.
Le respondió con otra sonrisa y asintió, dándole a entender que todo estaba bien y que entre ellos estaba todo dicho. El amor no necesita explicación y lo que él sentía por Peter nada lo borraría.
Con un brusco movimiento le dio la espalda. Si esperaba más, dudaría. Y no podían hacerlo. No, si querían acabar con el hombre que les acosaba desde las sombras.
Avanzó unos pasos hasta quedar bajo el marco de la puerta y cuando sus ojos se posaron en detalle en la figura del policía entrado en años, el furioso golpeteo en su pecho se relajó un poco.
El agente Strandler. Un buen hombre al que una vez consideró un amigo.
No conocía al otro. Quizá perteneciera a otro distrito. Lo que carecía de sentido era que fuera él y no otro el que había acudido en su busca. La mirada del hombre pasó por encima del hombro de Jared hasta dar con la suya.
Lentamente pero con paso firme dejó atrás a Peter y a sus amigos para enfrentarse a un hombre que siempre le había parecido honrado a carta cabal.
Era el momento de descubrir si se equivocaba o no.
VI
Le costaba respirar. Le costaba centrarse.
Nunca imaginó que Rob fuera a pronunciar esas palabras. Dos sencillas palabras que para él, valían un mundo. Nunca las esperó porque en su mente sonaban ridículas dichas entre dos hombres. Le parecían femeninas. Palabras que un esposo compartiría con su mujer. No las que un hombre diría a otro. Las mismas que a veces se le quedaban trabadas a él en la punta de la lengua. Expresaban tanto que daba miedo. Y decirlas en voz alta, incluso a Rob, le provocaban temor a ser rechazado.
Había estado tan equivocado.
Rob tenía que sentir su mirada en la espalda. Temía lo que pudiera ocurrir en cuanto Jared se apartara y tuvieran que enfrentarse con Strandler y el agente que le acompañaba.
Cuadró los hombros y palpó el mango de su puñal. Daba igual lo que ocurriera ya que le seguiría hasta el mismo infierno. Se preparó para matar si fuera necesario al mismo tiempo en que, por el costado de su ojo izquierdo observaba a Guang posicionarse junto a la puerta de entrada a la mansión. Esos agentes no saldrían vivos de la casa con Rob detenido y su viejo amigo no necesitaba una orden para impedirlo.
Con una ligera sorpresa se dio cuenta que Titus se posicionaba junto a Guang y quedaba a la espera. Como dos camaradas de armas que llevaran luchando juntos toda una vida.
La tensión se palpaba en el aire con tal crudeza que casi podría rasgarse. Strandler no apartaba la mirada de Rob. Algo a su alrededor pareció relajarse antes de hablar.
─¿Mataste al celador?
Aguantó la respiración y esperó a la respuesta de Rob.
─No.
Las miradas de los dos agentes se cruzaron antes de que el más veterano se volviera de nuevo hacia Rob.
─¿Fue Martin Saxton?
Eso sí que no lo esperaban.
VII
─Colin Piaret es una eminencia en el estudio de los huesos humanos y sus enfermedades. Le conozco desde hace tiempo y noté un cambio en él hace un par de años. Lo atribuí a la tensión y la responsabilidad de su trabajo. Y lo gracioso es que, en parte, mi intuición no me engañaba ─las facciones de la marquesa de Torchwell se tensaron─. Su cambio se debía a una sencilla razón. Una mujer llamada Angelique Mayers. Dio con él para que tratara a su pequeño y ahí comenzó todo.
─¿Su pequeño?
─Sí. Tiene un hijo que sufre de una grave deformidad ósea en las piernas.
─Como mi pequeño Evan.
─Sí.
─Pero, ¿qué tiene eso que ver con…?
─Angelique Mayers tenía una hermana gemela que sufría de la misma enfermedad que su hijo. Por tanto es algo hereditario. Acudió a una de las mayores eminencias del país en busca de respuestas y…
─¿Y?
─Creó una obsesión. Colin se casó con esa mujer en secreto pero ella se niega a tener más hijos. Él los desea con desesperación pero ella…
Fue fácil seguir el hilo de la explicación.
─Ella se niega hasta que él descubra si sus hijos puedan nacer deformes. No se arriesgará.
La marquesa asintió con firmeza.
─Por eso quieren a mis hijos. Quieren saber qué hace que uno de los gemelos nazca enfermo y el otro sano. Dios mío, les quieren para estudiarles.
La cabeza de la marquesa sencillamente asintió de nuevo. Agotada, la anciana se sentó en la silla antes de hablar.
─Necesita niños, gemelos que nazcan o manifiesten alguna enfermedad ósea al nacer o en sus primeros años de vida pero es difícil encontrarlos así que buscó el medio para conseguirlos sin preguntas de por medio. O quizá, sea más preciso decir que el medio le encontró a él.
Elora quedó un par de segundos en silencio. Ahora sí que se había perdido completamente con las palabras de la marquesa.
─No sé a qué…
─Martin Saxton. Ahí es donde entra en escena ese hombre y Colin pierde el control de la situación. Si es que alguna vez llegó a tenerlo.
Los ojos de la anciana se alzaron y se clavaron en los de ella. Se dio cuenta de inmediato que había unido las dos piezas.
─Ese hombre ordena el secuestro de mujeres embarazadas con antecedentes de enfermedades óseas en la familia y espera a que nazcan las criaturas. Si nacen deformes, las entrega a Piaret. Si nacen sanos vende los bebés a precios desorbitados a familias ricas. Gana una fortuna, entre otras cosas. A las madres, las mata en cuanto dan a luz. Colin no llegó a decirme qué hacían con los desgraciados padres pero por lo que en su día comentó mi nieto, imagino que les utilizaban para engrosar las filas de luchadores en las peleas clandestinas.
─Por eso se llevaron a mi hermana.Y por eso Titus dijo que los niños tenían daño. Por todos los santos, era él quien cuidaba de ellos cuando nacían. Después los entregaban a ese hombre. Por eso canta esas hermosas nanas. Porque con ellas tranquilizaba a los pequeños y...
Se le revolvió el estómago y una arcada impidió que continuara.
La marquesa continuó con un mundo de tristeza llenando su voz.
─Tantos bebés. Debemos pararles. Debemos…
Dolía escucharla por lo que se acercó hasta quedar junto a ella. Se acuclilló y con una mano alzó el marchito rostro.
─Nos encontrarán. Marcus y su nieto. Rob y Peter. No cejarán hasta encontrarnos. No lo harán.
Sintió una suave palmada sobre el dorso de su mano. Un leve gesto afirmativo, sin fuerza, fue lo único que recibió. La anciana perdía fuerzas ante sus propios ojos por lo que, sin dudarlo, colocó su silla al lado y rodeó sus frágiles hombros con su brazo. No estaba segura de si preguntar pero las palabras de la marquesa se sucedían en su mente. Acerca de Martin Saxton.
Gana una fortuna, entre otras cosas.
Una parte de su cerebro quería saberlo pero otra, muy oculta en el fondo, temía hacerlo.
─¿Qué recibe Martin Saxton a cambio de los bebés?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la anciana, bajo su brazo. Se tensó a la espera de la respuesta.
─Libre acceso a la única entrada a los túneles ubicados bajo el mercado de ganado de West Smithfield y que no está controlada por el Ayuntamiento de Londres.
─¿Por dónde?
─Por el despacho de Piaret, ubicado en la planta baja del hospital. Tiene una entrada que da al único pasillo que une el hospital con la red de túneles.
─¿Para qué?
─A través de esos túneles se deshacen de las carcasas del ganado.
─¿Y?
─¿Qué mejor modo de ocultar cuerpos mutilados que entre restos de carne y de huesos de animales? ¿Quién se daría cuenta de que lo que sale de esos túneles es algo más?
─No puede ser.
─Ojalá fuera así, muchacha pero estoy segura de que esa joven enfermera de la que me habló Ross, Barbara Gates, y su compañera se enteraron de lo que ocurría. Si no me equivoco, una de ellas conocía al gentil gigante que cuidaba de los bebés. Quizá con ellas se sentía seguro. Quizá con ellas logró explicarse. Quizá finalmente habló. Tantos quizá, querida que puede que nunca sepamos lo que de verdad ocurrió entre esos muros de piedra.
Sí. Demasiados vacíos pero todo cobraba sentido lentamente. Un macabro y temible sentido. El olor pestilente que lo impregnaba todo. A muerte y putrefacción. El polvillo blanco que cubría determinadas zonas del suelo y paredes. Restos óseos pulverizados.
─Estamos en los túneles, ¿verdad? Bajo el mercado de ganado.
La cascada voz de la anciana adoptó un tono de extremo cansancio.
─Eso creo, muchacha.
─Puede que descubran la entrada a los túneles.
El avejentado rostro pareció recobrar algo de esperanza.
─¿Quién?
─Jules Sullivan y Jared Evers. Seguro que les acompañan los demás.
─¿De qué hablas, querida?
Apenas tardó unos minutos en contar los planes del club del crimen. La incursion en el hospital de San Bartolomé entrando a formar parte de la plantilla. Y lo mejor. Su intención de llevarlo a cabo en un par de días. Con cada palabra el semblante de la anciana se transformaba. De la desesperación y la rabia a un mínimo de esperanza y con eso, a ella le valía.
Una pequeña sonrisa cubría los agrietados labios que hasta hace unos segundos permanecían apretados. Unos dedos suaves y alargados se entrelazaron con los suyos antes de que la anciana continuara hablando.
─Creo que esas dos mujeres descubrieron de alguna manera lo que hacían con esas familias. Que los hombres y mujeres retenidos en el hospital de San Bartolomé, sin registrar, eran los desgraciados padres de unas criaturas condenadas desde que fueron concebidas e intentaron ayudarles. Por lo que me contó mi nieto, sólo lo lograron con uno. Un único afortunado. Quizá para ellas salvar esa vida fue suficiente premio. En ese mismo momento esas mujeres firmaron su propia condena a muerte. Y arrastraron al hermano de una de ellas al narrarle sus sospechas.
─Quizá el hermano se lo relató a los agentes encargados de la investigación de su ataque.
─Creo que lo hizo, querida. En caso contrario esos jóvenes permanecerían vivos y la última vez que hablé con mi nieto, estaba convencido de lo contrario. Demasiadas muertes para tapar un sucio negocio.
Elora frunció el ceño
─¿A qué se refiere, Alexandra?
La anciana exhaló un suave suspiro
─A que con el control de esa entrada y de los túneles Martin Saxton encontró la mejor forma de mover mercancía ilegal, traficar con ella y quizá hasta con personas, sin levantar sospechas ─los frágiles hombros se encogieron─. Sólo él controla lo que se mueve y nadie vigila lo que sale ya que ni un alma tiene conocimiento del segundo acceso a la red de túneles. Creen que únicamente salen carcasas de animales. Los que lo saben temen por sus vidas y nunca hablarán. Jamás.
Con un gesto de ligero enfado, la marquesa se colocó un grisáceo mechón tras la oreja.
─Martin Saxton utiliza una compleja red de transporte de mercancías bajo el suelo, fuera de miradas indiscretas e investigaciones indeseadas. Lo que llamaría la atención en la superficie pasa desapercibido bajo tierra, muchacha. Ese es su secreto. Y eso es lo que le mueve. La ambición y el dinero. No va a permitir que un negocio redondo sea descubierto, sin pelear a muerte.
─Dios mío.
─Dios nada tiene que ver con esto, muchacha.
El murmullo de unas voces indicaba que se acercaban personas. La marquesa se levantó de la silla para enfrentarles. Notó como le agarraba de la mano con dulzura pero firmeza, apretándosela. Fuerte. Sintió otro apretón antes de escucharle susurrar casi para ella misma
─Más bien el diablo.
No necesitó preguntar a quién se refería.
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