Capítulo 17

 

I

 

              Rob se retrasaba. Era imposible que indagar acerca de un único hombre llevara tanto tiempo. Agotada la paciencia, decidió bajar a la planta baja a fin de controlar el acceso a la entrada de la mansión. Debió atender a sus instintos. No erraban.

              No dejarle a solas. Nunca más.

              Pero la mirada de esos ojos tenía la capacidad de derretirle al completo. Era casi mediodía y el insensato seguía ahí fuera. En algún lugar. Intentó decirle que sería arriesgado pero como era terco como una mula y la idea se le había colado entre ceja y ceja, no pudo convencerle para que esperara al término de la reunión que tenía prevista con un par de clientes y de ese modo acudir ambos a recabar información sobre el tal Osborne.

              Que podía cuidar de sí mismo. El canijo lo había expresado con toda la seriedad del mundo y de seguido se había sentido ofendido por su mirada de incredulidad.

              Y un cuerno.

              Se estaba asfixiando en su cuarto. Tras lanzar una última mirada por si Cotton aparecía con su rubio jinete al otro lado de la verja que daba acceso a la entrada, aspiró con fuerza. Aferró la chaqueta abandonada sobre la silla y salió del cuarto a grandes zancadas. Clive se había empeñado en acompañar al canijo al campo de batalla, según sus palabras, pero la palidez que cubrió repentinamente ese pecoso rostro al erguirse le hizo desistir, tras un larga perorata de Torchwell.

              Actuaban extraño esos dos, como si uno de ellos hubiera metido la pata hasta el fondo y no encontrara la manera de disculparse o, mejor pensado, desconociera el motivo del enfado contrario mientras que el otro mantenía un terco silencio a propósito para descolocar al primero. Otro misterio sobre el que prefería no indagar.

              El golpe recibido en la pelea por parte de Clive no había sido nimio y éste permanecía en observación. El alcohol ingerido en la taberna poco había ayudado a mejorarlo. El buen doctor Brewer les había dado una serie de indicaciones. Si se mareaba, que descansara. Si balbuceaba, que le avisaran. Si regurgitaba, tres cuartos de lo mismo sólo que sin perder más tiempo del necesario. Ante todo, evitar traslados innecesarios. En consecuencia, le habían instalado, entre protestas y gemidos insulsos, en una de las habitaciones del segundo piso. La mirada de revancha de esos ojos grises al escuchar la frase de Torchwell, de que al menos por unos días no se le congelarían los dedos de pies y manos o que dejaría de hacer peticiones estrambóticas en un hombre crecido, tuvo su punto risible.

              Pobre hombre.

              Tener a Torchwell de enfermera sonaba a suplicio en toda regla.

Descendió las escaleras con premura hasta localizar a su hermano en su despacho. La pelea diaria de Doyle con las cuentas del negocio había comenzado por el aspecto ceñudo que mostraba. Su cuñada no estaba a la vista.

              ─¿Julia?

              Los claros ojos de su hermano se centraron en su rostro.

              ─En casa de Mere. En la reunión semanal del temido club.

              ─¿No te inquieta?

              ─Siempre.

              ─¿Y?

              ─¿Y, qué?

              ─¿No vas a hacer algo?

              ─¿Como qué?

              ─Encerrarle, vigilarle, espiarle. Yo que sé.

              ─¿Te da a ti resultado con el canijo?

              Diablos. No lo había apreciado desde ese punto de vista.

              ─No.

              ─Pues eso.

              Un suave gorjeo llamó su atención y un pequeño puño surcando el aire le impulsó a acercarse a la cuna colocada a la derecha de Doyle. Una sonrisa cubrió sus labios. Su diminuta sobrina. Era tan pequeña y preciosa con esos redondos ojos que le miraban a uno con detenimiento y le hacían sentirse tan especial. Desprendía ternura y calidez. Redonda y repleta de una inocencia que él apenas recordaba, salvo cuando se acercaba a ella.

              Su olor le calmaba. Esa mezcla de galleta dulce de nata y pureza.

              La primera vez que le cogió en brazos casi se desmaya al echársele la pequeñuela a llorar pero su voz le hizo callar. La primera vez que entonaba una nana en su vida, por pura desesperación y la hubo de inventar. La canción del lobo lelo. Ahora esa sencilla canción era la preferida de Rosie. Hasta el punto en que ocasionalmente sus padres, desesperados y llenos de agotamiento acudían en su auxilio para que le durmiera con sus canturreos. Y sorprendentemente, funcionaba. Tan menuda entre sus manazas, su favorita era una postura un tanto incómoda. Le apoyaba contra su antebrazo boca abajo hasta que los lloros remitían y entonces le giraba para arrullarla, entonando esa tonta canción. Nunca lo admitiría pero le encantaba sentarse en el viejo sillón orejero de su habitación, en la oscuridad, canturreando y acariciando esas regordetas mejillas con las yemas de sus dedos.

              En esos instantes se sentía limpio. El pasado desaparecía. De un plumazo, en cuanto rodeaba ese pequeño y frágil cuerpo entre sus brazos.

              No pensaba. Nada dolía.

              Era su redención. Un pequeño trocito de carne balbuceante e indefenso le atontaba.

              Juraría que la pequeña le reconocía en cuanto se plantaba ante ella. Le miraba atentamente y alzaba los puñitos en su dirección como pidiendo que le izara. Y siempre caía. Hacer lo contrario era impensable.

              Le destapó, levantando sin esfuerzo el liviano peso.

              ─Le estás malcriando, hermano.

              ─Puede pero para eso están los tíos, ¿no?

              La satisfecha sonrisa en labios de su hermano fue respuesta suficiente. Se alejó un par de pasos dejándose caer en el sillón colocado al albur del fuego. La pequeña necesitaba calidez.

              ─¿Qué te pasa?

              Su hermano le conocía como si le hubiera parido.

              ─Rob no ha vuelto aún.

              ─No tardará.

              ─Está solo, Doyle. Le dejé ir solo.

              ─No.

              ─No, ¿qué?

              ─Vi salir tras él a Guang.

              ─¿Enviaste a Guang?

              ─Ni en un millón de años. El pequeño gran sabio es capaz de atizarme y dejarme inconsciente con un golpe del dedo gordo del pie. Creo que fue una decisión propia y bien meditada. Dudo que sea la primera ocasión en que le protege o quizá deba decir, os protege y mucho menos que  Rob se haya dado cuenta de su presencia ya que el hombre iba de camuflaje.

              Las enarcadas cejas de Peter instigaron la respuesta.

              ─Todo de negro. Como un fantasma. Temible. Ese hombre te quiere mucho, hermano ─una jocosa sonrisa distendió el rostro de Doyle─. Lo cual es sorprendente con el mal genio que gastas.

              ─Muy gracioso.

              ─Nunca llegaste a contarme el origen de vuestra amistad.

              La curiosidad llenaba los claros ojos de su hermano.

              ─Algún día.

              Pasaron unos minutos en silencio, roto únicamente por los ruidos que emitía la pequeña. Sonreía sin parar. Era suficiente una nimia carantoña para que mostrara esas suaves encías. Con su pañuelo limpió la diminuta boca llena de babas para acariciar la pelona cabeza a continuación. Tan diminuta.

              ─Te tiene sorbido el seso.

              ─Le dijo la sartén al cazo.

              Una bronca risa del padre acompañó el suave gorjeo de la hija. Ambos sonidos, unidos, eran hermosos. Para los oídos de un hermano y un tío era… preciosos.

              Unos diminutos dedos envolvieron su dedo índice. Su sobrina agarraba fuerte. Sin miedo.

              ─¿Crees que Titus conoció a Claire Robbins?

              Peter no dudó más de un segundo.

              ─Sí. Su reacción al ver a Elora fue instintiva. Se sintió protegido. La manera en que le abrazaba hablaba de cariño, hermano. Y no conocía a Elora.

              ─¿Dónde estará esa mujer?

              ─Ojalá lo supiera pero la investigación de los turbios asuntos de los Bray sigue su curso y nada se ha descubierto sobre Claire Robbins que no supiéramos ya ─Peter acarició la rolliza mejilla de la pequeña antes de seguir─. ¿Y, si no le encontramos?

              La pregunta iba dirigida a su hermano, a sí mismo, a sus miedos. A sus dudas.

              ─No lo permitiremos. Elora sufriría un dolor que le seguirá carcomiendo por dentro. Lentamente hasta enloquecer ─La voz de Doyle se había tornado extremadamente ronca─. No sufrirá más. Sé lo que es eso, de primera mano  y no podemos permitirlo. Esa mujer no lo merece, Peter.

              A veces olvidaba el dolor que su desaparición había causado a su hermano y las cicatrices que habían dejado atrás. Doyle le preguntaba en ocasiones la hora en que iba a llegar a casa y todavía, de tanto en tanto, atisbaba su silueta perfilada en la ventana del despacho, esperando su llegada y quizá, temiendo que desapareciera, una vez más. Intentaba disimular pero esos ojos claros siempre habían sido los espejos del alma de su hermano. Límpidos y llanos. Sin dobleces.

              ─No ocurrirá de nuevo, Doyle.

              La brusca manera en que éste alzó la cabeza del libro de cuentas en el que estaba inmerso, habló de entendimiento. Y de una pizca de temor.

              ─Saxton está ahí fuera, hermano y os quiere a ambos.

              Fue a contestar. A tranquilizar el corazón de un hermano que lo había dado todo por él y que aunque no lo demostrara, temía perderle de nuevo pero el sonido de la puerta se lo impidió. Sólo podía ser el canijo por lo que quedó a la espera de que su figura apareciera por la entrada al despacho. Tras el murmullo de una breve conversación, el tontolaba entró como una tromba en la caldeada habitación, cortando de cuajo su avance al recaer su mirada en Rosie. Ya podía relajarse al completo.

              ─¿Otra vez canturreando, grandullón?

              Dios, cómo le quería.

              Y cómo le aterraba perderle.

 

 

 

II

 

              ─Una vez más.

              ─Por todos los…

              ─¿Por favor?

              ─La última o no volveré a ingerir carne y sus derivados en un año como poco. El solomillo.

              ─Vale. Dame un segundo, Ross.

              ─Un cliente no va  a esperar a que te decidas a despiezar la carne por donde te da la gana, Clive. Has de ser rápido y eficaz o llamarás la atención y tendré que acudir al rescate, de nuevo.

              ─No seas presuntuoso. Cara interna del lomo bajo, formado por la cabeza, el centro y la punta además de la oreja, cordón y rosario que son las partes más pequeñas.

              Si no fuera por el aspecto dolorido que más que una sonrisa de satisfacción, provocaba una mueca, el rostro de Clive exudaba complacencia.

              ─Bien. ¿Cómo se despieza?

              La mueca de placer desapareció de golpe y porrazo.

              ─¿Pinchando a la vaca en el moflete del costado? ¿En el derecho? ¿O quizá… en el izquierdo?

              Su gemido de desesperación apenas desapareció con el repiqueteo de unos nudillos golpeando la puerta de la habitación que los hermanos Brandon habían puesto a disposición del desastre andante. Las siguientes palabras de Clive, surgieron titubeantes.

              ─¿En algún lugar cercano al cogote?

              No iba a salir bien. En cuanto una clienta asidua a la carnicería en la que se iba a infiltrar reclamara un buen lomo y el pecoso le envolviera el rabo y pezuñas, su tapadera se iba al traste.

              ─¡Una vaca es enorme, Ross! Hay mucho donde elegir. Dame una pista.

              Optó por callar porque en caso contrario iba a lanzar un condenado exabrupto. De los que coloreaban la piel del pecoso hasta límites insospechados.

              Otra tanda de golpes hizo temblar la puerta.

              Les reclamaban desde el piso bajo.

              Con la mirada recorrió la despatarrada figura acomodada en el butacón ubicado junto al ventanal, justo frente al asiento gemelo que él mismo ocupaba en esos momentos. Rodeado de papeles en los que se detallaban las partes de una vaca entre otros animales, sus definiciones y los muchos y variados hábitos en la profesión de carnicero, Clive vestía una camisa suelta, un pantalón que le quedaba holgado y permanecía descalzo.

              Transmitía comodidad e informalidad. Plena confianza.

              Hogareño.

              Cerró un instante los ojos para abrirlos a continuación. ¿Por qué demonios se le ocurrían esas ideas extrañas y a destiempo?

              Clive trató de levantarse con rigidez para acudir a la llamada en la entrada mostrando su rostro una mueca de dolor.

              ─¿Te duele?

              ─Apenas.

              ─Dime la verdad.

              ─No es dolor. Es incomodidad. Me siento limitado y odio sentirme así.

              Una nueva secuencia de llamadas les hizo reaccionar por lo que Clive respondió que bajaban en unos minutos.

              ─Vamos.

              Ross extendió la mano con la palma hacia arriba para ayudar a Clive a incorporarse, antes de titubear y retirar la extremidad, en una reacción instintiva. El pecoso frunció el ceño por lo que extendió la mano una vez más.

              ─¿Qué pasa?

              ─Nada.

              Le aferró con fuerza. Las manos de Clive estaban cálidas. Ligeramente más frescas que las suyas y eran algo más pequeñas. No demasiado, encajando a la perfección. Se sentía…

              ─Ya puedo yo.

              ¿Qué?

              ─Estoy en pie ya, Ross. Puedes soltarme la mano.

              Tenía tantas pecas en el rostro.

              ─¡Ross!

              Sintió la frialdad en su mano al retirar Clive, de golpe, la suya y no pudo evitar cerrarla en un puño, como si necesitara mantener esa calidez un poco más. El fantasma de ese roce.

              ─Pero, ¿qué demonios te pasa, amigo?

              Dioses.

              ¿Qué le pasaba? ¿Qué diablos le pasaba? Que no podía borrar de su mente lo ocurrido hacía un par de noches y Clive no recordaba absolutamente nada aunque, por su expresión, comenzara a sospechar algo.

              ─Estás enfadado y si no te explicas, no puedo leerte la mente. Si hice algo que no debía, lo hice sin querer, Ross. ¿Te vomité encima, verdad?

              Si supiera…

              ─Te abracé y me negaba a soltarte. ¿Es eso? ─un sonido extraño surgió de la garganta de Clive. Se asemejaba a un lamento lleno de bochorno─. Lo siento mucho, Ross. Estoy falto de muestras de cariño, desde niño, y cuando bebo de más, me da por sobar a la gente. Un poquito, nada más.

              Ante su silencio, las pecas desaparecieron en medio de una repentina palidez.

              ─¿Hice algo… peor?

              Ross se apartó un paso. Demasiado cerca. Clive estaba demasiado cerca y se encontraban casi en penumbra. Los clásicos rasgos se delineaban a la perfección con la luz que desprendía la chimenea junto con los candelabros y hacía calor. Un maldito calor que no había notado hasta tocarle. Tras esperar a su respuesta unos segundos, el pecoso se agachó repentinamente y su cuerpo instintivamente respondió dando un maldito salto atrás. Como si le quemara la cercanía.

              ─Las zapatillas.

              ¿Eh?

              ─Iba a agarrar las zapatillas, bajo tu butaca. No te voy a morder las pantorrillas, Ross aunque, a veces, ganas no me faltan. Además, siento la cabeza llena de paja─ Clive intentó doblarse para alcanzar el calzado pero se enderezó lanzando un gemido de molestia─. Te niegas en rotundo a hablar de mi comportamiento de anoche así que, ¿me ayudas?

              Maldita sea.

              Ni por todo el oro del mundo iba a arrodillarse a su lado para enfundarle las condenadas zapatillas. No es que no quisiera, es que no… podía.

              Tenía que alejarse.

              Con la punta de su calzado empujó las endemoniadas zapatillas, posicionándolas de forma que al canijo le resultaran cómodas para calzar.

              ─Te espero abajo.

              A su espalda escuchó la ahogada protesta del pecoso pero hizo caso omiso. Prefería que creyera que estaba inquieto e incluso preocupado o enfadado antes que dar pie a una conversación para la que ni de lejos estaba preparado. Mucho menos, teniendo en cuenta que los favores del hombre que había dejado atrás se decantaban por una joven institutriz que reuniría todo aquello de lo que él carecía.

              Una joven a la que no conocía. Aún.

              Clive le había anunciado que le presentaría al grupo en cualquier momento, en cuanto ella se prestara a hacerlo una vez quitara el ligero pavor que sentía al mencionar la posibilidad de conocerles. Después de todo era comprensible, había lanzado el pecoso. Si las tornas fueran al revés, él ni loco accedería a conocer a las amistades de su futuro prometido. Daban miedo.

              Futuro prometido.

              Esas dos palabras le sacaban de sus casillas y estaba perdiendo el Norte.

              A mitad de la escalinata llenó sus pulmones de aire y se frotó la nuca con fuerza para desprenderse de algo de tensión. No tardó en acceder a la habitación que ocupaban los hermanos Brandon y Norris. Y una personilla diminuta a la que apenas se veía entre los musculosos brazos del menor de los Brandon.

              Daba la impresión de que había novedades por el aspecto inquietante que mostraba Rob Norris. Se asemejaba a una caldera en plena ebullición, con el cabello encrespado y paseándose por toda la habitación a un ritmo que impedía que Peter le siguiera con la mirada al salir de su campo de visión. A semejante ritmo al hombre le iba a estallar una vena.

              ─Muerto, Peter. Es un muerto. Lleva dos meses bajo tierra. Bueno, presunto muerto.

              ─¿Lo cotejaste?

              ─Ni una mísera lápida en el cementerio con su nombre. Nada.

              ─Pero…

              La mirada ofendida del rubio se enterneció al fijarse en la diminuta figura que arrullaba Peter, antes de hablar.

              ─Tápale los oídos.

              ─¿A quién?

              ─A la niña.

              ─Por los dioses, Rob. Rosie no entiende lo que hablas y aunque lo hiciera, estás casi farfullando.

              ─Y eso, ¿quién lo dice?

              ─¡Apenas se te entiende!

              ─Eso, no, hombre. Lo otro.

              El suspiro de exasperación de Peter casi despertó a la pequeña.

              ─Es demasiado pequeña, canijo.

              ─Y, ¿si se le queda la información almacenada en la mente? En algún lugar recóndito. ¿Y si resurge de sus cenizas en la adolescencia?

              ─Dudo que la niña nos salga enterrador, Rob.

              La flema mostrada en la frase de Peter Brandon no pareció tranquilizar un ápice a Norris. Todo lo contrario. Su piel mostró una tonalidad preocupante y algo translúcida. Tan concentrados estaban en su extraña conversación que Ross dudó que fueran a hacerle caso de decidirse a intervenir.

              ─No es bueno hablar del tema muertos con ella delante. Es insano para una persona diminuta y además…

              Estuvo a punto de mediar suplicando a Doyle que trasladara a la pequeña a terrenos más neutrales pero éste se le adelantó a buena velocidad. Pobre hombre. El epítome de la paciencia en un envoltorio algo feroz. Ya debía estar acostumbrado a las rarezas de esos dos.

              Tras un par de besuqueos en la pelona cabecita por parte de los discutidores, sin perder comba ni un segundo en su debate, Doyle Brandon se le acercó y quedó como una estatua ante él, con la criatura en brazos.

              ¿Qué diablos?

              Con un fluido movimiento le acercó alzándola un poco, provocándole sudores repentinos. ¿No querría que le cogiera? Él jamás había sostenido a un bebé. Eran tan pequeños y algo pegajosos.

              ¡Babeaban de continuo! Seguro que también mordían. Bueno, no. La cría acababa de sonreírle y los dientes brillaban por su ausencia.

              ─Estamos esperando ─resaltó el padre con impaciencia.

              ─¿A qué?

              Dios, la niña acababa de hacer un puchero. Pidió auxilio con la mirada a Robert Norris y el muy lerdo mostró una sonrisa más que complaciente por su torpeza monumental ante los seres diminutos.

              ─Un beso, Torchwell.

              ─¿Qué?

              ¡No pensaba besar a Doyle Brandon!

              ─Despídele con un beso.

              ─¿A la niña?

              ─No, hombre. A su  sombra. ¡Claro que a la niña!

              Lo hizo pese a sentirse inmensamente ridículo hasta que ese olor desconocido le maravilló y esos ojillos redondos le observaron como si, en un instante, le fuera a catalogar generando una impresión para toda la vida. Por algún extraño motive le importó. Muchísimo.

              Si la cría se echaba a llorar, le daba algo.

              No lo hizo.

              Extendió el puñito y le… sonrió.

              A él.

              No le importó que sus ojos causaran inquietud o que fuera enorme. Obvió sus rasgos caracterizados por una cruda dureza y sencillamente… sonrió. Y lo más extraño fue que le dieron igual las jocosas risas de los hombres que permanecían trás él mientras observaba alejarse las figuras de padre e hija o que Clive acabara de cruzar el umbral en el exacto momento en que él se agachaba a besar la desnuda cabeza de la niña.

              Estaba perdiendo el rumbo. Completamente. La clara voz de Norris le sacó de su ensimismamiento.

              ─Ahora podemos hablar libremente sin oídos inocentes a la vista.

              ─Antes también, Rob.

              ─Eso lo dices tú, Peter, pero mejor no arriesgar. La salud mental de la niña es importante.  Volviendo al tema de marras. La visita al padrón ha sido agotadora. Son innumerables los libros de empadronamiento desde el año 1841. Me he centrado en los distritos en los que residen ciudadanos que reúnen cierta holgura económica. En los libros figuran  el oficio, la edad, el género, el estado civil, la relación con el cabeza de familia, lugar de nacimiento y lo que nunca imagine, los posibles defectos físicos de cada individuo.

              ─¿Qué?

              ─Lo que has oído, Peter. Me llamó la atención y recordé  lo dicho por  Titus al hablar de los bebés. Lo de que tenían daño ¿Y, si se refería a algún defecto físico? ─Nadie contestó─. No lo sé, simplemente me lo recordó. Hay que añadir otras fuentes como los libros de inscripción de cabezas de familia susceptibles de pagar impuestos sobre la propiedad o los libros de registro de votantes. Es una tarea ingente. Demasiados datos y poco tiempo. Además…

              ─Rob…

              ─He localizado a tres Osborne. Un tal Patrick Osborne, residente en las afueras, de unos sesenta años y padre de familia numerosa. Orfebre. Le he eliminado por razones obvias.

              ─Te va a darse un síncope. ¡Respira!

              Rob aspiró una buena bocanada de aire.

              ─¿Qué más?

              ─Lucius Osborne, sargento en el ejército. Destinado en la India. También eliminado. Finalmente, Alan Osborne. Supuestamente fallecido dos meses atrás y, al parecer, vivito y coleando en la actualidad.

              ─Eso no puede ser.

              ─Dímelo a mí. En el libro registro figura fallecido por accidente pero de la noche a la mañana aparece una nota marginal de rectificación. El muerto ha resucitado de sopetón.

              ─¿Qué más datos aparecen?

              ─Casado, sin hijos, en la treintena y lo más interesante, miembro de la Junta Metropolitana de Obras Públicas de la ciudad de Londres. Su último y recién incorporado miembro.

              El silencio que se extendió por la habitación hablaba de desconcierto.

              Ross optó por intervenir.

              ─¿Por qué investigaban los agentes James y Roberts a ese hombre?

              Clive le siguió.

              ─No sólo eso. ¿Cómo puede resucitar un hombre de la noche a la mañana y qué relación tiene con el carnicero apaleado?

              La situación se tornaba cada vez más compleja.

              Y la reciente información en lugar de esclarecerla parecía enredarla más, si eso fuera possible.

              Ross posó la mirada en los hombres que de alguna extraña forma se habían convertido en casi amigos pese a los obstáculos iniciales. Por un instante estuvo a punto de compartir sus dudas, sus sospechas y sus planes pero calló al ver lo enfrascados que Peter, Rob y Clive estaban en buscar el sentido a lo rocambolesco de la situación.

              No tendría más remedio que salir de dudas por sí mismo.

 

 

 

III

 

              El grito le despertó.

              Los ruidos angustiosos que emanaban del cuerpo tendido junto a él le causaron angustia. Jamás había escuchado semejante sonido. El vello de los antebrazos se le erizó. Sonaba como el lamento de un animal atrapado en una profunda trampa. Acorralado y desesperado por escapar.

              Se incorporó porque necesitaba que esa garganta dejara de emitir esos rasgados y roncos sonidos, porque tenía que pararlo, de cualquier modo. Apoyó la palma de la mano sobre el desnudo y tenso hombro. Temblaba entero.

              ─Peter.

              Nada. Suavemente empujó.

              ─¡Peter!

              El ataque llegó tan repentino que no supo protegerse.

              Se encontró boca arriba con Peter colocado a horcajadas sobre él. Las piernas las tenía atrapadas bajo las sábanas al igual que unos de sus brazos y no podía… No podía hablar con las manos de Peter haciendo presión sobre su cuello, rodeándolo. Lo único que se le ocurrió en esos segundos de inmensa sorpresa fue tratar de empujar con la mano que tenía libre uno de los brazos de Peter pero presionaba demasiado. Demasiada fuerza.

              Apenas podía respirar y la luz de la luna permitía observar el perfil del hombre que le mantenía sujeto contra el colchón. Le miraba, Peter miraba su rostro con fijeza. Esos negros ojos estaban abiertos… pero no le veía.

              ¡Dios!

              No le veía a él sino que estaba en  otro lugar. Lejano. En el infierno, y él comenzaba a marearse. Abrió la boca para tragar algo de aire. Golpeó el brazo, ese brazo que apretaba cada vez más pero Peter parecía no sentir los golpes. Clavó los dedos con tremenda fuerza en la carne y sintió más presión, aprisionándole contra el fresco colchón sobre el que permanecía tendido.

              No… podía… respirar.

              Trató de alzar las piernas e impulsar el cuerpo más fornido hacía adelante pero no logró moverle. Parecía un bloque de piedra. Lo sintió entonces. Fue un segundo pero le fue suficiente. Ese breve afloje le permitió susurrar  tres sencillas palabras.

 

              Soy yo, Peter.

 

              El tenso rostro que parecía observarle se ladeó levemente.

 

              Soy Rob. Me estás… ahogando. Por… favor.

 

              No iba a aguantar mucho más. No con la fuerza que imprimían esos dedos.

              ─¿Rob?

              La presión cedió paulatinamente y con ella el ahogo, trayendo consigo el trago de aire que necesitaba para llenar sus cerrados pulmones. Apartó los brazos e intentó hablar pero la tos no le dio margen de maniobra. Sintió el brusco movimiento de Peter alejándose y la ristra de juramentos. A cada cual, más impactante.

              Con los ojos llorosos le observó alejarse hasta quedar apoyado, vistiendo únicamente el oscuro pantalón del pijama, con la espalda contra la pared ubicaba junto al ventanal. Como una estatua, con la perdida mirada fija en él. Intentó hablarle pero su voz no surgía. Le dolía la garganta y la presión causada por el inmenso peso de Peter en el torso todavía lo sentía, opresivo. Apartó las sábanas que envolvían la parte inferior de su cuerpo y quedó quieto, sentado al borde del lecho.

              Un sonido estrangulado llegó de la oscura zona en la que se había arrinconado Peter.

              ─Casi… te mato.

              No.

              ─Dios, Rob, ¿qué he hecho?

              Nada. Sencillamente había reaccionado como cualquier otro, en su lugar, al ser despertado bruscamente de una maldita pesadilla. Dioses, era un idiota ya que debió imaginarlo. El hecho de que Peter jamás le hablara de la posibilidad de sufrir pesadillas, no significaba que no despertara cubierto de sudor o gritando, intentando protegerse de un maldito fantasma que permanecía vivo en sus sueños y en sus miedos.

              Con el corazón en un puño vio caer a un buen hombre, derrotado.

              Peter se deslizó poco a poco hasta quedar sentado en el suelo, con la amplia espalda contra la fría pared. La noche era gélida pero no parecía sentir el frío que les rodeaba pese a estar bajo techo. Los rescoldos de la chimenea hacía tiempo que se habían extinguido y los cristales que se entreveían por el hueco de los cortinajes estaban completamente empañados.

              No se dio cuenta que se acercaba lentamente arrastrando la manta consigo. Se frotó suavemente la garganta con las puntas de los dedos antes de quedar frente a la figura que parecía no atender a lo que ocurría a su alrededor, centrado en aquello que fuera que sentía demasiado hondo para compartir. Tampoco alzó la cabeza, oculta bajo esas inmensas manos que podían ser letales o  inmensamente tiernas.

              No podía dejar que se encerrara una vez más en sí mismo. No esta vez. Sin movimientos bruscos, se agachó hasta quedar a la altura de Peter.

              ─No fue culpa tuya, Peter.

              Por un segundo creyó que no le contestaría pero lo hizo.

              ─Casi… te ahogo.

              ─No lo hiciste.

              ─Pude hacerlo.

              La cabeza permanecía cabizbaja, oculta a su mirada.

              ─Mírame, Peter.

              No lo hizo.

              ─Por favor.

              Esos ojos negros.

              Dios, esos ojos oscuros brillaban con lágrimas sin derramar. Llenos de pesar y vergüenza. Temerosos de un rechazo que esperaba del hombre que amaba. Un rechazo que debía saber que jamás llegaría. Un hombre dolido que esperaba repudio. Se inclinó y apoyó las palmas de las manos sobre las rodillas que permanecían dobladas. Bajo sus manos sintió tanta tension.

              ─Sólo te pido una cosa, Peter.

              Por primera vez desde que se acercó, Peter alzó la cabeza. La curiosidad llenó esa negra mirada. No dudó. No esta vez. Se arrodilló para acercarse aún más y cubrió con su mano la áspera mejilla del hombre que le miraba con una acongojante mezcla de aprensión, duda, miedo y esperanza. Un hilo de esperanza.

              ─Que de una vez me hables. No retazos mezclados con suaves palabras. Ni sombras de lo que te ocurrió. Jamás juzgaré, Peter, y ¿sabes por qué? ─La oscura cabeza se inclinó levemente, hacia un lado, apretando la mejilla contra su mano en un gesto casi infantil─. Porque nos amamos y eso, nadie nos lo quitará. Ni lo que te hicieron, ni lo que te viste obligado a hacer para sobrevivir. Pero necesito saber, Peter y tú… Tú necesitas contarlo.

              El silencio se tornó opresivo. Duró lo que se asemeja a una eternidad. Si Peter se negaba a hablar jamás llegaría a comprender del todo las reacciones del hombre que apenas parecía respirar a su lado. Gozarían de la intimidad propia de dos personas que se amaban pero no terminarían de compartirlo todo.

No presionó. Sencillamente permaneció quieto frente a él. Esperando.

              ─Creí que por una vez había logrado soltarme de las argollas y era el cuello de Saxton el que apretaba. El maldito cuello de ese enfermo.

              Gracias. En completo silencio agradeció a lo que fuera que había logrado que el hombre que quería hablara, al fin. Peter permanecía con la cabeza inclinada y apenas se le escuchaba. Si no fuera por la escasa distancia que les separaba, no hubiera captado el sentido de sus quedas palabras.

              Iba a doler. Tanto al hablar como al escuchar.

              Hizo lo que sintió como natural.

              Se deslizó por el piso hasta sentarse al lado de Peter, con suavidad. A su derecha, entre el cálido cuerpo y la cómoda de roble en la que guardaban sus pertenencias. Ambos apoyados contra la pared. Con un sencillo gesto cubrió las espaldas de ambos con la manta que había llevado consigo. Peter apenas se dio cuenta, dejándose hacer y en parte, él lo agradeció.

              Con las manos cerradas en forma de puño, aferrando el borde de la manta, se acercó hasta que su costado rozó el de Peter. El inmenso cuerpo todavía temblaba ligeramente. Algo menos, pero ahí estaba.

              Liberó una de sus manos del calor que le ofrecía el abrigo de la manta y alcanzó la mano derecha de Peter. La misma que permanecía sobre su rodilla. La misma que mostraba unos nudillos blanquecinos por la inmensa fuerza que ejercían. Debía estar haciéndose incluso daño. Los dedos se resistieron a soltar pero no se iba a dar por vencido. Ni ahora ni nunca. Colocó la mano de Peter con los dedos extendidos sobre la suya. Como espejos, palma contra palma y entrelazó sus dedos. Para su sorpresa los sintió frescos. No emitió un solo ruido, dejando que el contacto hablara por sí mismo hasta que Peter se sintiera preparado y las palabras fluyeran, una tras otra.

              ─Odiaba aquel lugar. Rob. Aprendí a odiar, a desear la venganza y una parte de ese odio permanece dentro de mí. La capacidad de matar sin compasión.

              ─Peter…

              ─No. Tú no lo has visto, Rob. Temo perderte. Si supieras de lo que soy capaz, de aquello en lo que me convirtieron, podría perderte.

              El muy condenado no terminaba de entenderlo.

              ─¿Confías en mí, Peter?

              Los dedos enlazados con los suyos apretaron con fuerza y el anguloso rostro se volvió en su dirección.

              ─Sabes que lo hago.

              ─Yo creo que no.

              Peter aspiró con fuerza antes de contestar pero no le dejó seguir. Con un gesto de su mano libre y un espera apenas perceptible, le pidió que callara.

              ─No puedo evitar quererte y lo he intentado… ─Sintió la negra mirada abrasándole─ … con todas mis fuerzas. A veces me da miedo lo que siento. Por los dos. Nunca podremos mostrarlo, Peter. Ni nos casaremos, ni tendremos hijos. Nunca nos besaremos en público o podremos sentir la suficiente libertad como para expresarlo en voz alta. Lo que compartimos nos convierte en depravados a los ojos de la gente.

              ─No digas eso, Rob.

              ─Es lo que hay y con lo que estoy dispuesto a vivir. Pese al riesgo o el miedo. Yo confío, Peter. Ya no dudo ─Se tocó el pecho─. Lo que siento aquí… ─rozó con su dedo su propia sien─ … y aquí es más fuerte que yo. He dejado de luchar. Hace mucho que dejé de hacerlo así que la pregunta que te hago es, ¿has dejado de hacerlo tú?

              Había llegado el temido momento.

              Guardó completo silencio, sintiendo únicamente el calor de esa palma contra la suya. Ni un movimiento durante unos aterradores segundos hasta que éste llegó, rodeado de lo que definía al hombre que quería.  Voluntad, calor, pasión, ternura y amor. Inmenso amor.

              Sintió que tiraban de su mano, con fuerza.

              Sus labios chocaron con pura desesperación. Casi dolía pero la necesidad de mostrar lo que sentían dentro tapaba la brusquedad y la aspereza que llegados a ese punto habían dejado de retener.

              Su maldito corazón retumbaba enloquecido. El mordisco en su labio inferior dolió, sintiendo el sabor de herrumbre que destilaba la sangre. Dios, le daba igual todo. Que siguieran en el suelo en una postura que en una situación diferente hubiera resultado incómoda y ridícula. Que apenas respiraran por miedo a que la locura de sensaciones en las que se estaban perdiendo, se desvanecieran. Que sólo sus manos y sus labios se tocaran.

              Era… hambre.

              La manera en que se devoraban, no podía definirse de otro modo.  Hambre de contacto. Hambre de sabor. Hambre de caricias.

              Hambre de Peter.

 

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Amor entre las sombras
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