Capítulo 5

 

I

 

              La situación era extremadamente incómoda por razones imposibles de enumerar.

              Esperar la llegada de Torchwell acompañado de Clive había resultado más breve de lo imaginado y la coyuntura planteada se había arreglado con facilidad. El adulador director del hospital no había querido escuchar la palabra escándalo por nada del mundo e incluso hubiera estado dispuesto a dejar en la calle a Titus Caan de un plumazo. Abandonado a su suerte.

              El muy pomposo le estaba poniendo furioso.

              Según su propia interpretación, el señor Caan, en términos estrictos no era un paciente del hospital al carecer su historial de firma y refrendo médico. Esas eran las llamativas palabras surgidas de la boca de semejante cínico. La manera en que ese hombre, por llamarlo de alguna forma, había recalado de director de un hospital de tales dimensiones se le antojaba una burla.

              El control de las autoridades sobre los centros hospitalarios dejaba mucho que desear y desde el interior del carruaje facilitado por el superintendente Torchwell se preguntaba hasta qué punto otras personas en la misma situación de Caan se encontraban enclaustradas entre esas mismas paredes de fría piedra.

              Puede que demasiados.

              Respiró con alivio. El subdirector y la avinagrada enfermera Mayers que tantos problemas planteaba al principio habían desaparecido con la llegada de Peter por lo que al fin se llevaban consigo a Titus. La ansiedad con que esos ojillos contemplaban todo a su alrededor casi dolía e impactaba. Apenas los abría manteniéndolos semi cerrados. Peter enseguida imaginó que su causa se debía a permanecer tanto tiempo encerrado en la oscuridad y alejado de la luz. Lo mismo le ocurrió a él.

              No lo dijo pero no hacía falta hacerlo.

              Los tres ocupaban el interior del cómodo carruaje mientras que Clive y Torchwell hacían uso de sus monturas. Y por los retazos de conversación que llegaba del exterior, la discusión entre esos dos parecía escalar por momentos. Estaban tensos y se miraban de reojo cuando el otro creía que no era observado. Como niños enrabietados.

              La discusión sobre el primer lugar al que dirigirse se había alargado un tanto hasta que finalmente optaron por acudir a la mansión Brandon. Allí Doyle ya les estaría esperando y parte de la casa ya se habría organizado para acoger a los nuevos huéspedes.

              ─¿Vamos a casa, Ro… Robert?

              La profunda voz de Titus sonaba diferente. Amansada.

              ─Sí. A casa.

              ─¿Puedo dormir en mi cama?

              ─Ya veremos, Titus.

              ─Vale. ¿Estará allí mi Claire?

              ¿Quién?

              Era la primera vez que conseguían sacar unas palabras de ese corpachón.

              ─¿Quién es Claire, Titus?

              ─Mi amiga. Me… me cuida.

              Con la mirada pidió socorro a Peter, quien permanecía sentado y callado frente a ellos en el interior del carruaje, dejando en sus manos el hilo del intrigante interrogatorio. Éste se inclinó hacia adelante hasta colocar la palma de su mano sobre la rodilla de Titus, apretando suavemente.

              ─No lo sé, muchacho. Quizá haya tenido que salir a la calle, a  hacer compras o esté ocupada cuando lleguemos pero no pasa nada.

              El efusivo gesto de Titus negando con la cabeza, les sorprendió.

              ─¿Qué pasa, Titus?

              ─Ella noooo puede salir. No le dejan.

              ─¿Porqué?

              ─Se escaparía. Casi se fue una vez y le pegaron. Le hicieron daño y no me gustó. Después se escapó otra vez y le buscan pero yo le guardo el secreto. Ella es buena y me cuida cuando ellos no le ven.

              ¿Qué diablos? Cruzó miradas con Peter quien mostraba tanto asombro como él.

              ─¿Quiénes le pegaron, muchacho?

              ─Eso no se dice.

              ─No pasa nada, Titus. A nosotros puedes contárnoslo.

              Dudó aferrando una de sus inmensas manos con la otra, retorciéndolas. Rob presentía que temía decirlo pero a su vez deseaba compartir lo que sabía.

              ─Ellos.

              ─¿Quiénes son ellos?

              La transformación fue veloz. Como hacía unas horas en la negra celda, el inofensivo gigante se encogió sobre sí mismo, haciéndose un ovillo tembloroso.

              ─¿Titus?

              Habían cruzado el límite con sus preguntas.

              No parecía escucharles.

              Ellos.

              Lo único que les quedó claro es que ellos, quienesquiera que fueran, le causaban verdadero terror al hombre que había comenzado una vez más a tararear bajito, para sí mismo.

              Cantando hermosas nanas con esa profunda y dulce voz.

 

 

 

II

 

              El Club de Crimen al completo reunido, una vez más.

              Como incrementaran más sus miembros tendrían que arrendar con urgencia un lugar en el que celebrar sus reuniones ya que las leyes de la naturaleza no alcanzaban a expandir el salón que ocupaban al gusto y necesidades de sus dueños. Por el momento al menos, porque tal y como avanzaban la ciencia, la industria y los descubrimientos, cada cual más incendiario, imaginar lo que estaba por llegar era un sueño para una mente curiosa.

              Con una mezcla de cariño y exasperación recorrió con la mirada a todas y cada una de las personas que parecían entenderse, compartir y departir en el caos formado en el salón principal de su hogar. Todas salvo una.

              Aquella que dañaba mirar.

              No había errado en sus suposiciones.

              Nada más cruzar la puerta de entrada a la mansión Brandon la rechoncha figura de Burrowers, el mayordomo, tras hacerse cargo de sus abrigos y mientras les conducía al hogareño salón, les había informado que su incomparable señora se había hecho cargo de todo. Las habitaciones estaban preparadas y se habían organizados turnos paralelos para la vigilancia del señor Titus Caan. Por supuesto, sin mermar en un ápice la protección de las dos señoras de la casa.

              Y luego Doyle  le decía a él que se obsesionaba con ciertas cosas.

              Apoyó la espalda contra la pared más cercana a la puerta de entrada a la habitación, acogiendo en su campo de visión los tres grupos formados que charlaban entre sí, sin dejar de interactuar con los restantes. Una costumbre imposible de erradicar desde que escapó de su cautiverio. Nunca dar la espalda a los accesos, huecos o puntos muertos de visión. Permanecer en guardia.

              Expectante.

              La habitación calmaba su nerviosismo. Los cómodos y acogedores muebles, los amplios ventanales, los cálidos tonos de las paredes y alfombras relajaban. No era una estancia cargante sino con una decoración contraria a los cánones de supuesta elegancia de la época. Espaciosa y sencilla iba con su carácter. Con la forma de ser y pensar de los habitantes de la casa y de sus visitantes. Escasos cuadros cubrían sus paredes dando una sensación de frescura y olía en consonancia. A refrescante eucalipto. 

              Los Evers eran divertidos. Peculiares. Y a la cabeza, sin duda, estaba la diminuta e incontrolable Meredith Evers. En su último mes de embarazo les tenía a todos completamente trastornados. Su marido mostraba síntomas de desquiciamiento y angustia, con la simple mención de la llegada del temible momento. Las ojeras le llegaban a la barbilla. Seguro que pasaba las noches despierto observando a Mere, para que el terrorífico momento no le pillara desprevenido.

              El parto.

              La palidez que cubría el rostro de John, cada vez que una nimia mueca cruzaba el ovalado rostro femenino, adquiría tonos verduzcos y ésta era seguida por un ahogado gemido masculino, preguntando ¿viene el bebé, cielo? No olvides que debes avisarme con tiempo. Para prepararme.

              Pobre hombre.

              Con la suerte que tenía seguro que le tocaba atender al parto de su pequeña y aguerrida mujer.

              La apuesta entre los hombres de la familia y amigos sobre los minutos en que el gigantesco hombre iba a tardar en desmayarse desde el momento en que su tierna mujercilla rompiera aguas, iban desde los cinco segundos hasta los diez minutos. El último envite pertenecía a la propia Meredith aunque lo daba por perdido a la luz de los recientes acontecimientos.

              Nadie apostaba más allá de ese reducido tiempo, teniendo en cuenta que en la primera ocasión en que creyeron que el parto se avecinaba, el desmayo de John había sido fulminante para regocijo y risillas no disimuladas de toda la familia, aunque algo atemperadas por el simultáneo vahído y mareos del padre de Mere y dos de sus hermanos.

              El único que permaneció lúcido y en posición vertical resultó ser Jared Evers. Claro que las súplicas ahogadas a su hermana de que no podía parir con él de comadrona, que nunca lo superaría, que ella no era un vaca y con eso no quería insinuar nada salvo que en su vida únicamente había presenciado el sangriento parto de una vaca, al parecer pusieron fin de cuajo a las ganas de nacer de la criatura. Lo cual demostraba a todas luces que los bebés eran intuitivos a la hora de elegir el instante de su nacimiento.

              En resumidas cuentas, los varones presentes de la familia habían resultado inservibles al completo. En lugar de atender habían tenido que ser atendidos. El relato en boca de la propia Mere no había tenido desperdicio.

 

              Me abandonaron en un estado agónico, casi de parto, con una contracción en el futuro inmediato y mi marido, padre y hermanos roncando. Y Jared balbuceando, extremadamente pálido, no sé qué sobre vacas parturientas y que se le podía escurrir su sobrino sin darse cuenta.

Un espantajo de ayuda.

 

              Centró su mirada en la voluminosa y preciosa figura, sentada junto a su marido, mientras engullía como una posesa unas pastas preparadas por la Señora Pitt. John mantenía su manaza sobre su vientre, cubriéndolo casi al completo. Protegiéndolo o quizá a la espera de una pequeña y viva patada de la personilla que se estaba formando en su interior.

              Nadie lo comentaba en voz alta pero a él le parecía que estaba demasiado redonda para un solo bebé pero no se atrevía a hablar. Igual a John le daba un síncope de la impresión.

              Su hermano y Julia, su esposa, charlaban a su lado. Se alegraba tanto de la felicidad de Doyle que a veces temía la posibilidad de que perdiera lo que tanto le había costado obtener. Dios, el cortejo de su cuñada había sido risible, por no decir otra cosa. Divertido pero también doloroso.

              Julia había perdido a su padre y había sufrido tanto que un velo triste se adueñaba en ocasiones de esa tierna mirada. Doyle en seguida se daba cuenta de ello y se acercaba a su mujer con su pequeña Rose en brazos. Toda tristeza desaparecía entonces y la mirada castaña se inundaba de amor. De un amor profundo y hermoso que se reflejaba en los transparentes ojos de su hermano mayor. Merecían compartir ese amor y regalarlo a la diminuta y maravillosa criatura que el azar les había colocado en su camino.

              Daría lo que fuera, incluso su vida por ellos.

              Dios. Sin dudarlo un segundo.

              Por unos instantes un nudo se le formó en la garganta mientras contemplaba a su hermano mayor. El único, junto con Rob, que jamás le dio por perdido, que derramó sangre y lágrimas hasta encontrarle y que a base de tesón, insistencia y amor consiguió sacarle del infierno del que creyó que jamás escaparía. Nunca conseguiría enumerar las noches en que Doyle le despertaba de una maldita pesadilla y se quedaba junto a él, sentado en la oscuridad de su cuarto leyendo capítulo tras capítulo de un libro cualquiera para él pero que su hermano atesoraba. Hasta que el sueño le reclamaba para envolverle una vez más en pesadillas.

              Durante meses y años vivieron en un negro abismo.

 

              El mundo es inmenso, hermano y el futuro no está escrito. No permitiré que el pasado te engulla. No lo permitiré.

 

              Y lo consiguió.

              El muy testarudo lo logró. Con paciencia y amor le arrancó de ese terror helado que le invadía al anochecer.

              Un alma sabia y sensible con un corazón tan inmenso que apenas cabía en ese amplio pecho.

              Sonrió con calidez.

              Amaba a su hermano. Adoraba a su familia aunque le costara un mundo expresarlo en ocasiones. Lo intentaba. De verdad que lo intentaba. A veces casi lo conseguía pero las frases se le trababan en la boca por la emoción, incapaz de pronunciarlas como hubiera querido para que ellos supieran todo lo que guardaba dentro. Muy dentro.

              Aunque lo sabían. Ellos lo sabían. De eso estaba seguro.

              La mirada de su hermano se lo decía, su contagiosa sonrisa, una suave palmada en el hombro o una caricia cruzando ese lugar en su espalda que él odiaba.

              Paseó su mirada por el resto de la sala, saltándose el lugar que ocupaba Rob quien por el momento le esquivaba con la mirada.

              El resto de los miembros del club seguían tan ruidosos y expresivos como siempre. Los hermanos de Mere provocaban un auténtico tumulto sólo con su presencia. Dejando aparte que ocupaban gran parte de la estancia por su corpulencia, Jared parecía estar dando instrucciones severas a su hermana. Aspavientos incluidos.

              Mejor dicho, parecía estar intentando, con el rostro desencajado y el cabello enmarañado, que ella le hiciera algo de caso, sin resultado alguno mientras Dean y Thomas se carcajeaban descaradamente de él a su espalda. John no se quedaba atrás con una sonrisa repleta de sorna plantada en su rostro al tiempo que intentaba sacar del alcance de su pequeña mujer un plato de panecillos recién horneados.

              Calculaba que les quedaba como mucho media hora antes de que la reunión se descontrolara por completo.

              La abuela de Mere y el viejo Norris observaban la escena que se desarrollaba a un par de metros con paciencia, sentados junto a la tímida Jules. Todos permanecían expectantes con los dos ancianos, deseando escuchar de sus labios que había llegado, al fin, la hora de contraer matrimonio. El sospechaba que estaban dando largas para ponerles de los nervios a todos.

              En segundo plano y sin apenas abrir la boca para opinar, comentar o incluso bostezar, Jules Sullivan era la tercera pata de una mesa robusta e irrompible formada por ella, su cuñada Julia y la pequeña Mere. Cómo tres mujeres tan dispares podían comunicarse sin necesidad de palabras y ser tan afines le resultaba un completo misterio. Claro que, quién era él para discutir un hecho tan evidente de la vida como que las tres damas eran inseparables, con el riesgo, peligro y terror que ello conllevaba para aquellos que les querían.

              Casi soltó la carcajada.

              Los redondos ojos de la recatada señorita Jules Sullivan se habían clavado por un breve e intenso segundo en el trasero de unos de los hermanos de Mere. Más concretamente en el de Jared, para separarlos de inmediato tras sonrojarse sus mejillas de golpe.

              Ahí bullía una buena historia para relatar, sobre todo teniendo en cuenta que algo debía haber notado el hombre al girarse como una furia hacia la púdica dama para espetarle algo que ella contestó rauda, callando la boca al hombretón de golpe y provocando que los verdes ojos masculinos se desorbitaran. Increíble. Le acababa de dejar con la palabra atascada en la boca debido al muro en que se había transformado al instante su suelta lengua.

              Lo gracioso era que esa timidez casi enfermiza en Jules desaparecía en proporción a la proximidad de Jared Evers. Cuanto más cerca, más descarada se volvía la joven provocando que el grupo al completo instigara encontronazos entre esos dos. Ahí había pasión en toda la extensión de la palabra.

              Le hubiera encantado escuchar la sabrosa frase de la joven. Sí, señor.

              Destensó los músculos de la espalda.

              El rincón ubicado cerca de la chimenea le llamaba pese a su resistencia en dejarse llevar por esa necesidad de observarle.

              Se rindió.

              Rob se había incorporado algo más tarde a la reunión tras dejar acomodado a Titus en su nuevo hogar. Les había costado que el aniñado gigante se relajara lo suficiente pero con la ayuda de Julia lo habían conseguido. A ello había contribuido la inestimable colaboración de los dulces de la Señora Pitt. El embriagador olor del sabroso pastel de manzana de la cocinera había derrumbado todas las defensas del gigante. La calidez que desprendía la cocina de la mansión, con el ir y venir del personal, las risas, la diversión, las sosegadas órdenes lanzadas por Burrowers y la hermosa porción de pastel junto con un vaso de templada leche habían obrado el milagro.

              El miedo con que Titus les miró al principio les quebró algo por dentro.

              A todos.

              Dios santo.

              Temor a que lo que se le ofrecía en un sencillo plato fuera una trampa.

              La Señora Pitt rompió el silencio y con la voz completamente quebrada se sentó con extrema suavidad junto al gigante que seguía paralizado ante su plato, sin atreverse a tocarlo. Sentado a la mesa de la cocina. Temblando como una criatura indefensa.

 

              Come, hijo. Te prometo que nadie te hará daño en esta casa. No lo permitiría y tampoco mis señores.

 

              La arrugada y regordeta mano de la mujer se colocó sobre la magullada del hombre, apretando tan suave que un gemido angustioso brotó de esa callada garganta. Como si no entendiera la ternura que le mostraba otro ser humano.

 

              Aquí estás a salvo.

 

              Come tranquilo, que yo cuido de ti.

 

              Jamás imaginó presenciar una escena tan dura y enternecedora en la cocina de su hogar.

              Tras unos minutos todos respiraron hondo.

              El gigante devoraba el pastel y los temblores habían desaparecido de su enorme cuerpo.

              Y sonreía.

 

 

 

III

 

              Dicen que los ojos de quien amas se te clavan en el alma y en la memoria, que su olor te acompaña toda tu vida y que su presencia la sientes aunque te falte. Que tus manos hormiguean con su cercanía y las aletas de la nariz se dilatan ante su proximidad, tratando de captar ese aroma único que  asocias a querer. A amar.

              Desearía tanto que fuera falso.

              Desearía… poder distanciarse.

              Que su presencia no tapara todo lo que ocurría a su alrededor, centrando sus malditos y despiertos sentidos en la imponente figura que relajada y con una sonrisa en esos labios, observaba con disfrute a todos y cada uno de sus amigos.

              Percibir esa intensa mirada en uno, anudaba las entrañas.

              Se le había complicado la existencia en unas condenadas horas, al dejarse enredar por esa labia que ocasionalmente fluía de Peter. Una cosa era no verle para alejar la maldita tentación, ya que olvidar resultaba imposible a esas alturas. Horas y horas de insomnio dando vueltas en el lecho, recordando cada una de sus peleas, conversaciones, ocurrencias y besos, le habían abierto los ojos y el maldito corazón.

              Estaba tan atrapado como el hombre que no tenía intención de ofrecerle una salida.

              Le había costado un triunfo mantenerse alejado de Peter desde que la junta disciplinaria había dado su veredicto. Devolver esas cartas y soportar los austeros y enfadados silencios de su bendito padre, tampoco había sido un plato de buen gusto.

              La frase más repetida de la semana.

 

              Eres idiota de solemnidad, hijo.

 

              La segunda más reiterada.

 

              El amor no suele llamar dos veces a una misma puerta, hijo.

 

              La tercera.

 

              ¡Espabila, Rob, que no te va a esperar eternamente!

 

              Puede, pero, ¿cómo explicar que por mucho que amara a ese complicado hombre le aterraba conducirlo hacía su peor enemigo, hacía su muerte?

              Eso le destrozaría por dentro.

              Le asustaba lo que sentía aunque hubiera momentos en que se dejaba llevar, porque no le quedaba otra opción por lo que bullía en su interior. ¿Cómo decir que una parte de él no podía evitar pensar en las consecuencias si eran descubiertos? Las miradas se tornarían diferentes, el respeto desaparecería y surgiría el rechazo. Sus compañeros en el cuerpo de policía le darían la espalda por razones que nada tenían que ver con el trabajo sino con sus elecciones personales.

              Pero sobre todo, ¿cómo explicar al hombre que quería ese miedo que crecía en su interior, casi como si se avergonzara de lo que sentía cuando lo que en realidad temía era…?

              Ni siquiera podía ordenar sus pensamientos, ni poner palabras a ese maldito pavor que provocaba que una parte de él se alejara de Peter para evitar que les hicieran daño.

              Sabía la respuesta que Peter le daría a su primer temor pero a él no le valía.

              Ya no.

              Nunca le arrastraría a un nuevo infierno aunque le costara su corazón apartarlo de él.

              En cuanto al resto, más allá de todo el tumulto descontrolado de sentimientos que tarde o temprano tendría que afrontar, le aterraba causarle dolor. Que sus dudas o inseguridades dañaran a un hombre que no lo merecía.

              Tan complicado.

              De reojo se dio cuenta de que Peter,  lentamente, con esos condenados y armoniosos movimientos, acortaba la distancia que le mantenía alejado de él. Ya no atendía a lo que hablaban Clive y Torchwell a su lado. Algo de unas gafas, amores rotos y el superintendente mascullando que Clive no se enteraba de absolutamente nada. Torchwell sonaba encolerizado y… todo se difuminaba con la figura de Peter dirigiéndose hacia él.

              La piel se le comenzaba a erizar mientras maldecía las reacciones incontrolables de su cuerpo.

              Diablos, no se iría a sentar a su lado.

 

 

 

IV

 

              Rígido como la varita de un efusivo director de orquestra en plena función. Ese era el aspecto actual de Rob. Juraría que incluso se le estaba encrespando el rubio cabello.

              Diablos.

              A él se le estaba erizando la piel con cada paso que le aproximaba al canijo. La condenada cercanía le ahogaba.

              Que así fuera.

La tensión entre ellos casi se podía palpar y les estaba descolocando a ambos. Distrayéndoles.

De pasada captó la conversación de Clive y Ross pero carecía de sentido alguno, sobre todo por parte del pelirrojo si se atenía a la mirada de estupor del superintendente. Optó por almacenar la información en un lugar inservible de su cerebro y se dejó caer sin pudor alguno junto al petrificado cuerpo de Rob. Pegado como una lapa. Completamente. Desde el hombro, la firme cadera, el lateral del muslo, la rodilla y por sus benditos antepasados que el canijo no iba a lograr escurrirse en esta ocasión.

              Desprendía tanto calor. O quizá fuera él.

              Tarde o temprano tendrían que acostumbrar a tocarse en presencia de la familia o amigos sin apurarse como vírgenes vestales, diablos.

              La barrera de los besos estaba superada.

              Bueno, en proceso. En fase de inicio, mejor dicho, si se centraba en el calor que le subía por el cuerpo al rememorar los pocos besos compartidos, que a propósito, no habían vuelto a darse en un par de semanas.

              Por un alocado segundo estuvo tentado de plantarle un buen beso en los morros al canijo, quien había comenzado a deslizarse subrepticiamente hacia el lateral que sillón de dos plazas que ocupaban.

              Iluso.

              De un fluido movimiento se levantó ligeramente y se aposentó con un sopesado y retador movimiento sobre el faldón de la chaqueta que llevaba puesta Rob. No se libraría sin rasgarla, atrapando las curiosas miradas sobre ellos. Que protestara lo que le diera la gana.

              Mentalmente.

              En el lateral de su rostro notaba posada la incrédula y enfurruñada mirada de Rob. No pudo evitar que una sonrisilla maquiavélica asomara a sus labios, llamando la atención de Rob hacía sus labios.

              ─Lo estás haciendo a propósito, Peter.

              ─¿No me digas?

              Rob abrió la boca para contestar pero el estupor lo detuvo. Con un ligero tirón consiguió liberar dos centímetros de tejido y apretó los labios como un crío al que no regalan lo que quiere en el exacto instante en que lo exige. Esos azulones ojos se clavaron en su rostro y con toda la dignidad que podía reunir un hombre completamente atrapado, se dirigió a él.

              ─Actuemos como adultos, por una vez en la vida.

              ─Por supuesto.

              ─Mientras nos cobijemos aquí no quiero emboscadas, ni sorpresas, ni otras cosas que puedas estar ideando, Peter.

              Le sonrió beatíficamente.

─Me debes un beso.

              ¡Dios!

              Impresionante el brusco cambio en el color de la tez del canijo de blanco ruboroso a grana subido.

              Le chiflaba.

              Sabía que estaba rozando la provocación, la incitación y el desafío pero alguien le daba un empujón al alelado sentado a su lado o se veía dentro de año y medio todavía persiguiéndole rebosando desesperación y deseo contenido a punto de estallar, a partes iguales. La paciencia no era su fuerte. Ni mucho menos. Y la notaba erosionarse poco a poco, con cada acercamiento, cada mirada, cada conversación.

              ─¡No te debo nada!

              ─Te olvidas, amigo mío, de aquella ocasión en que te facilité gran parte de mi arsenal de armas en la prisión de Wandsworth. Cuando, una vez más, olvidaste ir armado.

              ¿Estaba farfullando el canijo? Sin duda. Le ignoró y continuó con la tararira.

              ─Recapitulando. Te salvé la vida por lo que espero a cambio algo de igual o superior valor. Tú decides, pero quiero algo jugoso.

              Rob se había quedado con la boca y los ojos abiertos de par en par. De acuerdo, le ofrecería algo de ayuda.

              ─Un beso, como poco.

              Seguían sin surgir sonidos apreciables y el tono colorado persistía.

              ─Muy bien. Si te parece poco, lo dejamos en unos cuantos besos y un largo y profundo masaje.

              Oh,oh.

              Que se le ahogaba el canijo.

 

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Amor entre las sombras
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