Capítulo XXVI

Maggie intentó correr hacia donde estaba su esposo, pero el agente más alto la agarró por el brazo y dijo con aspereza:

¡Oh, no, ni hablar, maldita arpía, no cuando tú eres probablemente la responsable de su desmayo! Yo no voy a decir que sea veneno, claro está, no hasta que no lo confirme un médico, pero a ningún hombre le puede sentar bien la noticia de que ha albergado a una espía en su casa, por no decir a un lord tan distinguido y tan respetable como este. Tú te vienes con nosotros.

¡Pero necesita ayuda! —gritó Maggie— ¡Lydia, envía a alguien inmediatamente a buscar a James o al doctor Brockelby!

¿Pero qué le pasa? Ned nunca está enfermo.

¡No hables! Corre a buscar a Frederick y dile que vaya… ¡Oh! ¡Gracias a Dios! —exclamó cuando al intentar volver a soltarse de las garras del agente, aunque solo fuera para llamar al lacayo, vio que se abría la puerta del recibidor y a James en el umbral— ¡James! ¡Edward está enfermo otra vez!

¿Qué demonios…?

Acto seguido, en cuanto vio a su hermano hecho un ovillo y tendido en el suelo, se giró y gritó:

¡Brockelby, ven, por favor, date prisa!

Maggie oyó que la viuda daba un grito y notó que su aspecto era sombrío, y al recordar las terribles acusaciones que había vertido sobre ella, empezó a preguntarse si habría algo en el té que les haría enfermar a todos. Ése pensamiento le llevó a otro, más terrible, y cuando el agente, que aún la sujetaba con fuerza por el hombro, empezó a empujarla hacia la puerta, gritó con urgencia:

¡James, escúchame! —Pero éste hablaba con un hombre corpulento ataviado con un abrigo rojo, quien, con gran alivio comprendió que sería el doctor Brockelby. Además de portar un bastón de mango dorado que representaba al emblema de su profesión5 , Maggie notó que cuando se quitó el sombrero al entrar en la estancia y se lo dio a Frederick, que entró detrás de él, este le dio un maletín de cuero negro. James la miró al ver que volvía a llamarle, pero estaba intentado atender a la vez al médico y al conde y le respondió: 

Un momento, Maggie. Dejemos que Brockelby le eche un vistazo primero. Y encárgate de que salga todo el mundo de aquí, si eres tan amable.

Haremos lo que dice ese hombre, jovenzuela —dijo el agente mientras la apartaba a un lado para que pudiese pasar el doctor—. El señor necesita un médico, pero no necesita a nadie como tú merodeando por aquí. Tú te vienes conmigo, como ya te he dicho, y solucionaremos lo tuyo públicamente.

¡Pero ustedes no lo entienden! —gritó. Lydia oyó sus gritos y fue corriendo hacia ella.

Suéltala, estúpido. Es la esposa de mi hermano. Ella es la condesa de Rothwell. Le he dicho que la suelte.

¡Qué tontería! —declaró el agente.

Y, mi lady, no empiece a contarme la historia de que el señor se ha casado con esta escocesa, porque no me voy a creer ni una sola palabra. Ya nos ha causado bastantes problemas, y tengo la impresión de que debería hacerle unas cuantas preguntas más, pero como el señor se ha quedado por el camino, por así decirlo, solo me voy a llevar a esta maldita escocesa al despacho del juez hasta que haya hablado con los que me han enviado aquí.

Escúcheme bien —empezó a decir Lydia, pero Maggie le interrumpió, atemorizada por lo que le pudiese suceder a Rothwell.

Lydia, olvídate de lo mío. A mí no me va pasar nada. Pero dile a James que Edward ha tomado el té con azúcar y dile que ahora estoy segura de que las otras veces que sucedió no fue por casualidad. ¡Dame tu palabra de que se lo vas a decir, Lydia, y no permitas que nadie, salvo James o el doctor Brockelby, le de nada de comer ni de beber! Creo… Creo… —pero no podía expresar sus sospechas en voz alta, no a Lydia, que ahora la miraba como si hubiese perdido el juicio, ni siquiera a James. Solo le quedaba rezar para que el joven Carsley y el doctor pudiesen salvar a Edward. Giró la cabeza para contemplar por última vez la escena que iba a dejar atrás, ahora empañada por un velo de lágrimas, y observó que lady Rothwell estaba tan inmóvil y tan rígida cual una talla de piedra. Deseó que Brockelby, que se asemejaba más a otro petimetre aristócrata que ningún médico que ella hubiese conocido jamás, tuviese de petimetre lo mismo que el conde y conociese su profesión tan bien como James decía.

Ya no protestó más para evitar que se distrajesen y para dejar que atendiesen a Rothwell, y dejó que los dos agentes la llevasen al recibidor de la entrada, a través del recibidor de las escaleras y de los curiosos rumores de los criados, y luego al patio de la casa, donde les aguardaba un carruaje destartalado. No hizo ningún esfuerzo por ocultar las lágrimas que ahora resbalaban por sus mejillas y le cegaban los ojos y permitió que la subiesen al coche. Intentó concentrarse en rezar por la recuperación de su esposo y repetirse una y mil veces que podía confiar en James y que, por encima de todo, este y Lydia sentían más afecto por Rothwell de lo que habían expresado cuando los conoció, que lo amaban casi tanto como ella. Ellos no permitirían que muriese. Mientras la empujaban al interior de aquel viejo coche, repitió mentalmente, cual letanía, las palabras que la joven Carsley tenía que decirle a su hermano acerca del azúcar, que, a su vez, le contaría al doctor Brockelby lo que había sucedido durante el viaje y este sabría perfectamente qué hacer para salvar la vida del conde.

Ya no tenía que pensar más acerca de quién podría ser responsable de las dolencias del conde. Recordó que María portaba consigo lociones y tónicos que le había dado la viuda y que Chelton parecía controlar a su esposa con puño de hierro. Recordó también que María le había ofrecido a ella misma un poco de láudano, alegando que le ayudaría a aliviar el dolor. En aquel momento, Maggie había pensado que María lo utilizaba para aliviar el dolor causado por la agresiva mano de su esposo, mas ahora se preguntaba si aquel opiáceo también se lo había proporcionado lady Rothwell.

Fuese cual fuese la causa de la dolencia actual del conde, estaba convencida de que habían intentado envenenarle y también estaba convencida de quién había sido. Recordó que James descartó la posibilidad de que los Chelton estuviesen implicados porque nunca antes habían intentado hacerlo. Ahora comprendía que ni ella ni James habían contemplado la posibilidad de que los Chelton estuviesen actuando en nombre de su señora. No cabía duda de que lady Rothwell había querido aprovechar la posibilidad de librarse del conde de forma que pagasen otros por ello, a fin de allanar el camino para que su amadísimo hijo ocupase su puesto.

Se sentó, destrozada, en el asiento, con postura rígida, moviéndose un poco para dejarle sitio al agente más alto, que se sentó a su lado, y desplazando los pies para permitir que el segundo hombre tomase asiento enfrente de ella. Por lo demás, se esforzó por ignorarles, repitiéndose que no tenía ningún miedo. De hecho, no deseaba preocuparse mucho por ella misma, solo por su marido, porque independientemente de lo que le sucediese a ella, lo más importante era que él no muriese. Él haría todo lo que estuviese en su mano para ayudarla cuando se recuperase. Incluso si no sobrevivía, algo demasiado terrible como para tenerlo en cuenta, Lydia recurriría sin duda a sir Dudley Ryder aunque, por supuesto, también existía la posibilidad de que todos los habitantes de la casa que la familia Rothwell poseía en Londres estuviesen tan destrozados por la muerte de su señor, que ni siquiera se acordasen de ella.

También existía la posibilidad de que Lydia no creyese que fuese importante decirle a James que Rothwell había tomado el té con azúcar. Maggie lamentaba no haber sido más precisa en sus acusaciones; sin embargo, también existía la posibilidad, aunque esperaba que fuese remota, de que sus hermanastros fuesen más egoístas de lo que ella había creído y que James desease el dinero y la posición de su hermano y le dejase morir. Cuando el coche se puso en marcha y se descubrió a sí misma preguntándose qué haría su padre si finalmente la colgaban por ser jacobita, y descubrió que ese pensamiento tan sensiblero, por no hablar de los que le habían precedido, era síntoma de una incipiente tendencia a caer en un abismo de desaliento. Se obligó a sacar todas esas ideas de su mente, y empezó a recuperarse.

El coche avanzaba presto y habían obligado a los caballos que tiraban de él a que mantuviesen un trote acelerado y por ello el cochero se vio obligado a hacerles detenerse súbitamente, a fin de evitar chocar contra un palanquín que entraba por la verja del jardín de Privy. Conforme se iban acercando, los pasajeros tuvieron que agarrarse  adónde pudieron para evitar caer al suelo. Maggie, se agarró al marco de la ventanilla y miró hacia el exterior cuando el pequeño vehículo pasaba al lado del carruaje y se descubrió mirando fijamente al rostro perplejo de sir Dudley Ryder. 

Oyó un grito, el carruaje se detuvo después de dar otra sacudida, y los agentes intercambiaron miradas de desconcierto. El hombre que estaba enfrente de ella tenía mejor visión y con cara de pocos amigos susurró:

Un mentecato, Cyril, que ha saltado del palanquín antes de que se detuviese —parpadeó—. Solo lo he visto en otra ocasión —dijo—, pero algo me dice que yo conozco a ese tipo. 

Es sir Dudley Ryder —dijo Maggie con voz pausada. El hombre alto que estaba sentado a su lado dijo le dijo en tono reprobatorio:

Escucha, muchacha, acuérdate de lo que le he dicho antes a la señora y no me cuentes más bobadas.

Pues me parece que sí es él, Cyril —alegó su compañero con aspecto muy serio.

La puerta del coche se abrió de par en par y apareció la cara de sir Dudley. Con tono cortante, dijo:

¿Qué está sucediendo aquí?

Hemos arrestado a una maldita jacobita, Su Señoría, gracias a información recibida —replicó el que respondía al nombre de Cyril.

El primer impulso de Maggie fue gritarle a sir Dudley que por favor le ayudase, decirle que había sido acusada erróneamente y que la vida de Rothwell corría peligro. Pero mientras abría la boca para hablar, se dio cuenta de que podía decir algo que no debiera y empeorar las cosas, tanto para ella como para Edward. Al fin y al cabo este hombre era el ministro de Justicia. Él era el encargado de atrapar a los jacobitas y de asegurarse de que recibiesen su castigo y ella apenas podía demostrar su inocencia. Tampoco conocía las pruebas que podían existir contra ella ni tampoco si sir Dudley las conocía ya. Estos pensamientos cruzaron por su mente en un abrir y cerrar de ojos, y apretó los dientes a la espera de lo que decía él.

Sir Dudley le miró, claramente confundido, y dijo con voz calmada:

Querida, ¿dónde está su marido? Presumo que no se encuentra en casa, porque si así fuese usted no estaría en este apuro.

Los dos agentes acogieron sus palabras con visible inquietud. Maggie, tratando de imitar el tono calmado de Sir Dudly, dijo:

Rothwell se sitió súbitamente enfermo, sir Dudley, y estos hombres me han apresado en medio de la confusión que se ha originado después.

Dudley dirigió una mirada severa a los agentes y sentenció con voz grave:

¿Saben que esta mujer es la condesa de Rothwell?

Estábamos empezando a sospecharlo —dijo Cyril con tono de preocupación—, pero lo cierto es, Su Señoría, que se ha vertido una acusación y nadie nos ha dicho nada de que esta dama sea ninguna condesa. Bueno, nada a lo que un hombre sensato pudiese dar crédito.

Maggie estuvo a punto de explicar que casi había dicho la verdad, pero se contuvo y se mordió el labio inferior mientras aguardaba a que le preguntasen, si es que fuese necesario. En vez de ello, sir Dudley dijo:

Tonterías, agente, tiene que haber entendido mal, porque yo conozco muy bien a esta dama y le puedo garantizar que no es jacobita.

Estuvo en aquel apestoso baile de máscaras, señor —Maggie, que estaba volviendo a recobrar la esperanza, se desanimó otra vez, pero había subestimado a sir Dudley.

Excelente, así puede decirnos quién acudió. Como ustedes sabrán, estamos teniendo muchos problemas para encontrar dos personas distintas cuyas listas de nombres coincidan, así que la condesa nos va a ser de gran utilidad. No voy a asumir, bajo ningún concepto, que ustedes hayan cometido un desafortunado error a raíz de la confusión causada por la enfermedad del conde. En cualquier caso, ya me encargo yo de este asunto para que no tengan que entretenerse ustedes. Señora, si es tan amable de agarrarse a mi brazo —Así lo hizo, y descubrió lo mucho que le temblaba la mano. Mientras se apresuraban a la entrada de la casa, sir Dudley tomó sus manos entre las suyas y le preguntó con tono insistente:

¿Es cierto que Ned está enfermo? ¿Está grave? —Sus emociones eran más inestables que nunca y su voz amenazaba con fallarle, mas Maggie fue capaz de responder:

Muy grave, señor, pero James y el doctor están con él, así que espero que… que… —Mientras se esforzaba por reprimir las lágrimas, apenas le oyó cuando él le dijo:

Se ha comportado con mucha cordura, pues la situación podría haberse tornado tremendamente peligrosa. ¿Cómo han llegado a arrestarla? ¿Se había vertido realmente alguna acusación contra usted?

Lady Rothwell… —murmuró desconsoladamente—. Puede que haya sido realmente un malentendido, pues no recuerdo sus palabras exactas. Estaba angustiada porque temía que Lyd… es decir, que…

No hace falta que continúe —dijo él, ralentizando el paso para que ella pudiese agarrarse la falda mientras se apresuraban a subir por las escaleras—. Si Lydia está metida en esto, tengo información suficiente para adivinar el resto. En cualquier caso me encargaré personalmente de que no la vuelvan a molestar con esta cuestión jacobita.

Ella le miró a la cara y, consciente de que la puerta principal estaba abierta y de que Fields estaba junto a ella, dijo cautelosamente:

Debo decirle, señor, que no voy a poder ayudarle a… a eso de lo que ha hablado hace unos instantes —Para gran sorpresa suya, sir Dudley sonrió y dijo:

No me cabe la menor duda, pero independientemente de las tretas que empleen otros, sé bien que usted no supone ninguna amenaza para Inglaterra.

¿Y cómo lo sabe, señor? Apenas me conoce.

Ya, pero conozco a su marido, y lo conozco desde hace casi un cuarto de siglo. Buenas tardes, Fields —añadió mientras Maggie pensaba una respuesta—, ¿qué diablos le pasa al señor?

El lacayo abrió los ojos de par en par al ver a Maggie, pero para gran sorpresa suya, su expresión se suavizó, aunque su tono era de preocupación cuando dijo:

Yo eso no lo sé, señor, pero míster James y el doctor Brockelby lo han subido a su habitación. 

Justo en ese instante se oyó el ruido de unos pasos en las escaleras y cuando Maggie vio que se trataba de James, la velocidad con la que se movía le hizo sentir un escalofrío de terror y echó a correr gritando el nombre del conde. James la agarró y la zarandeó ligeramente, para luego añadir con voz firme:

Ned está bien, Maggie. Los métodos de Brockelby han actuado mucho más rápido que los míos. Ned dice que se está acostumbrando a que le manipulen las tripas de todas las formas posibles. Pero, ¿qué haces tú aquí? Lydia me ha contado lo sucedido y yo estaba a punto de salir a buscarte y de explicarlo todo a quienquiera que quisiera escucharme. Habría ido Ned personalmente, pero Brockelby le ha amenazado con sentarse encima de él si intenta levantarse —Hizo una pausa, sonriendo, y a continuación, con un tono completamente distinto añadió—. He de decir que esto es una auténtica espiral.

Maggie respondió rápidamente:

Me ha rescatado sir Dudley —La había visto a ella, pero al oír mencionar el nombre del caballero, alzó la cabeza y vio que éste, que había permanecido junto a Fields, se adelantó hacia ellos y dijo:

Ha sido un placer ayudar a lady Rothwell.

Intercambió una mirada rápida con Maggie y la agarró por el hombro en un gesto que bien podía estar destinado a tranquilizarla o a advertirle de algo mientras se acercaba para saludar a sir Dudley, diciendo:

Te lo agradecemos mucho, Ryder.

Presumo que no he llegado en buen momento. Si Ned está demasiado enfermo para recibirme, lo comprenderé, pero lo cierto es que me ha hecho llamar y tal vez…

Estará encantado de verte, sobre todo después de que hayas salvado a su esposa de la humillación de ser interrogada por tus voraces subalternos. Ella te acompañará al dormitorio y yo me reuniré con vosotros en un momento. Antes, me gustaría hablar con mi madre, para tranquilizarla sobre el estado de Ned, y luego debo coger un presente que le voy a ofrecer a Brockelby en vez de pagarle por sus servicios. El muy estúpido parece pensar que como le había invitado a tomar una taza del famoso té de Boeha de mi madre, sería un pecado imperdonable aceptar sus honorarios por haberle salvado la vida a Ned.

¡Cielos! —exclamó Ryder— seguro que no ha sido para tanto.

No, lo cierto es que no —dijo James lanzando otra mirada a Maggie—. Simplemente ha bebido algo que no le ha sentado bien, pero en ese momento, como te puedes imaginar, nos ha dado un susto de muerte a todos.

Me hago cargo, sin duda —Volvió a ofrecerle el brazo a Maggie y no dijo nada hasta que llegaron a la puerta del dormitorio de Rothwell. Entonces, mientras ella ponía la mano sobre el pomo, añadió con tono reflexivo—. Me pregunto si Ned me contará la verdad de todo este asunto o si estoy destinado a permanecer en la ignorancia.

Ella giró la cabeza para mirarle, detectó una chispa de brillo en sus ojos y, olvidando sus buenos propósitos de pensar antes de hablar, le respondió con franqueza:

No sé cuánto querrá contarle, señor —El sonido de su risa cuando se abrió la puerta fue tranquilizador y esperaba que Rothwell no le reprendiese por hablar, una vez más, cuando no le correspondía.

Estaba recostado sobre un montón de suaves almohadones, tenía pálido el semblante, pero charlaba afablemente con Brockelby, quien estaba sentado a horcajadas sobre una silla y tenían los brazos apoyados sobre el respaldo de la misma. Al ver quién acababa de entrar, el conde exclamó:

¡Maggie, gracias a Dios! —El doctor se puso en pie de una forma un tanto torpe y le saludó con una inclinación, mas ella lo ignoró y se apresuró al lado de Rothwell:

Edward, ¿estás bien del todo?

Sí —Sonrió con gran alivio y tomó su mano entre las suyas, apretándola con fuerza.

Está un poco débil a causa del esfuerzo, pero con un buen descanso se repondrá.

Ya veo que lo está —dijo Maggie con tono firme.

¿Y cómo estás tú, mi amor? —preguntó el conde con dulzura— ¿Estás a salvo?

Sí, gracias a sir Dudley.

Él miró a Ryder, que se había detenido en el umbral de la puerta, desde donde los estaba observando, y dijo:

Vuelvo a estar en deuda contigo, Ryder, pero me atrevería a decir que sabrás cobrártela, como siempre.

Sir Dudley le sonrió.

No lo dudes. Y ahora dime, Ned, ¿ha sido éste el motivo por el que me has hecho llamar?

En cierto modo —Mirando hacia el doctor y a continuación otra vez a Ryder—. Te lo contaré todo pronto, espero, pero por el momento prefiero reservarme mi opinión.

¿Podría preguntar por lo menos por la causa de tu enfermedad?

Rothwell vaciló y el doctor respondió:

Una reacción extraña y a todas luces exagerada al té, señor. Dado que él ha sido el único en enfermar y dado que el señor no acostumbra a hacerlo cuando bebe bohea, cualquiera pensaría que en la taza se ha vertido algo más aparte del té. Tal vez haya sido en la cocina, antes de servirlo en la mesa.

Fields entró en la habitación justo en ese momento y tosió ligeramente mirando hacia el doctor, que se giró y le miró, mas su expresión se calmó inmediatamente al ver la botella de whisky y las copas que portaba el mayordomo en una bandeja. 

De parte de míster James, señor. Me ha pedido que le diga que esto le va a gustar más que el bohea —Hizo una pausa, y añadió—. Yo puedo garantizarle, señor, que en la cocina no se ha puesto nada en la taza del señor. 

Antes de que el doctor pudiera rebatir ese argumento, Rothwell dijo:

Fields, acompaña al doctor y a sir Dudley abajo y sírveles todo el whisky que deseen. ¡Llévatelos de aquí! 

Fields obedeció y el doctor salió inmediatamente con él, mas, aunque parecía que Ryder iba a cumplir los deseos del conde, se detuvo en el umbral de la puerta y dijo:

Confío en que vayas a contármelo todo. No me conformaré con que me cuentes una parte y no me reveles el argumento, Ned.

A éste le brillaban los ojos.

Saber que cuentas con mi plena gratitud debería bastarte por el momento, amigo mío, aunque te diré, ahora que solo puede oírnos Maggie, que te he hecho llamar porque mi charlatana hermana dio un paso en falso anoche ante media docena de personas. Está claro que la noticia ha llegado a tu gente, si no a ti mismo, dado que dos de ellos han tenido la desfachatez de arrestar a mi esposa.

Pero tal y como yo lo he entendido, la han confundido con tu hermana.

No. Más bien les han ayudado a decidir, pero eso forma parte de lo que pretendo contarte en otro momento. Dado que has sido tan amable de rescatar a Maggie, presumo que no tengo que preocuparme por Lydia.

De ninguna manera.

Se hizo una pausa y acto seguido Rothwell añadió:

¿Va a suponer esto algún problema para ti?

Sir Dudley sonrió y dijo:

Creo que no mucho, gracias al excelente criterio de tu esposa de optar por no decir nada que pudiera ser utilizado después en nuestra contra. No te preocupes por esto, Ned, yo me ocuparé de todo.

Te lo agradezco mucho. Ahora sal de aquí. Desearía quedarme a solas con mi mujer.

Cuando sir Dudley salió y cerró la puerta, Maggie se sintió casi tan tímida como la primera vez que había estado a solas con Edward. Él la miraba con afecto y también un tanto divertido, y ella solo deseaba abrazarle. Él la atrajo hacia la cama, a su lado, y le preguntó:

¿Te quieres meter? Hay sitio de sobra.

No había nada en el mundo que hubiese deseado más, pero dijo:

No debo hacerlo, todavía no. Pero estoy muy contenta de que estés mejor. En mi vida había pasado tanto miedo como cuando te has desmayado. He pensado que habías muerto.

¿Y tanto te hubiese importado eso, Maggie?

Habría deseado morirme yo también —dijo simplemente ella.

James me ha dicho que no te has resistido a que se te llevasen. Deberías haber insistido más en explicarles quién eras.

¿Habría importado mucho eso? —preguntó ella a la vez que se daba cuenta de que él no sabía que la viuda había añadido un cargo más al acusarle de haber intentado envenenar al conde—. No ha parecido importar mucho cuando Lydia ha intentado explicarles quién era. Solo han escuchado a sir Dudley.

Le debo mucho —dijo acariciándole el brazo—. Debes de haber pasado mucho miedo.

Ella le sonrió:

¿Lo dices porque sir Dudley ha dicho que no he hablado?

No, mi amor, lo digo porque la experiencia que has tenido con nuestra legislación inglesa no puede haberte llevado a tener mucha fe en ella. Presumo que te has sabido morder la lengua porque habrás decidido que mantenerte en silencio era la opción más sabia.

Ella arqueó las cejas.

Veo que confía en mí, señor.

Esta mañana has dicho una cosa que me ha hecho pensar mucho. Me has dicho que había errado al no confiar más ni en Lydia ni en ti. Ahora comprendo que tenía que haber hablado con Lydia en vez de limitarme a dar por hecho que no sería sensato hacerlo. Y cuando pensaba en eso, me he dado cuenta de que a ti también te he juzgado mal. Es cierto que en ocasiones hablas sin pararte a pensar en las consecuencias, pero me he percatado de que rara vez dices ninguna tontería al hacerlo. De hecho, lo que más me gusta de ti, aparte de tus encantos más aparentes, por supuesto —movió la mano para acariciar su seno izquierdo— es el hecho de que hablas claro y sin tapujos. Y resulta absurdo que yo te llame siempre la atención por ese don. No dudo que habrá momentos en el futuro en que me irrite tu franqueza, pero has demostrado en más de una ocasión, y no solamente hoy, que sabes cuándo conviene guardar silencio. Ningún hombre podría desear más.

Le he dicho a Lydia por qué nos hiciste volver a casa anoche —dijo Maggie que decidió contárselo todo por si acaso cambiaba de opinión con respecto a lo que acababa de decir.

Tenía que habérselo dicho yo mismo. Si he aprendido algo de ti, querida esposa, espero que sea que no se debe desconfiar siempre de la mujer. Nunca hubiese dicho que yo era, precisamente, de esa opinión, pero al vivir en la misma casa que mi madrastra y ser el objetivo de todas las casamenteras de Londres, por no hablar de las mujeres más elegibles…

¡Qué pobre Edward! —dijo Maggie, moviendo los labios. Él la asió por los hombros y le besó apasionadamente en la boca, luego la soltó y la miró con ojos de sospecha:

¿Tú no le has contado ya a Ryder lo que ha pasado, verdad?

Todavía no sé qué es exactamente lo que ha pasado. ¿Lo sabes tú?

Apuesto a que lo has adivinado. He oído que Lydia le decía a James que no debía permitir que nadie me diese nada de comer o de beber. Le ha dicho que tú le has pedido que le dijese también que había tomado el té con azúcar.

He creído que te habían envenenado, pero tal vez, si el doctor dice que ha sido tan solo algo…

Brockelby sabe que no ha sido nada de eso. Está claro que James se lo ha contado todo antes de que yo recobrase el conocimiento, pero él ha dicho que daba igual lo que fuese, que como ya lo había ingerido, lo mejor era vaciarme el estómago. Y eso es lo que han hecho. Si alguna vez llego a perdonar a mi madrastra por esto, jamás le perdonaré por el ruibarbo, la ipecacuana, ni una cosa espantosa que me he hecho tragar Brockelby.

Yo nunca la perdonaré —dijo Maggie rotundamente.

Él volvió a estrecharla entre sus brazos y volvió a soltarla cuando la puerta se abrió y entró Lydia, que llevaba un pañuelo húmedo en una mano y parecía haber estado llorando.

Ahí abajo la situación es horrible. Le he dicho a James que mamá les había gritado no sé qué estupidez a esos dos horribles hombres acerca de que Maggie había intentado envenenarte, Ned, y se ha vuelto completamente loco.

¿Es eso cierto? —preguntó mirando directamente a Maggie— ¿Te ha acusado?

Ha dicho que los jacobitas te habían envenado, y dado que acababa de acusarme de serlo, era fácil sacar una conclusión, pero estaba consternada, desde luego. Quizás debería bajar para ver si puedo hacer algo —Hizo ademán de ponerse en pie, pero Rothwell la detuvo y preguntó:

¿Dónde está Ryder, ratita?

Él y el doctor Brockelby han llegado justo cuando James estaba echando pestes contra mamá, pero les ha gritado que se metieran en la biblioteca y se bebieran el maldito whisky y eso han hecho. Yo no podía irme tan fácilmente porque mamá no dejaba de agarrarme y de decir que ella no pretendía hacer ningún daño, que lamentaba enormemente haber sido tan estúpida de permitir que parte de sus polvos cayeran en tu taza y aún más estúpida de permitir que esos horribles hombres pensasen que Maggie era hija de un jacobita cuando en realidad lo que ella había dicho era que la mayoría de los jefes de las Tierras Altas lucharon en el levantamiento. E insiste en que ha tenido mucho cuidado de no acusar a Maggie de envenenarte. Pero James ha seguido gritándole y, dado que también ha dicho que estaba segura de que si Dios se dignaba a permitir que él se convirtiese en el conde de Rothwell, pronto comprobaría por sí mismo que su futuro matrimonio era muy poco acertado. Creo que sí que pretendía hacer mucho daño. Oh, Ned, ¿no te parece que pensar algo así de tu propia madre es algo terrible? —Se echó a llorar de nuevo. 

Rothwell dijo con dulzura:

Es terrible, ratita, pero, a la luz de las pruebas, es una conclusión bastante razonable. ¿Ha descubierto James por casualidad qué ha sido lo que me ha echado al té?

Ella se secó otra vez los ojos y dijo:

Sí, pero no se lo ha dicho mamá. Ha sido María. Al ver que mamá se negaba a responder a ciertas preguntas que le hacía, ha enviado a Fields en busca de María y le ha dicho que la colgarían por asesinato si tú morías, porque él testificaría en su contra y diría que había intentado matarte en la carretera camino de Escocia y luego durante el regreso a casa. Y María se ha echado a llorar y ha dicho que ella solo lo hizo las primeras veces y que había puesto hierba mora en tu comida.

¡Hierba mora! ¿Belladona? Pero eso me habría matado al instante, ¿no?

Eso mismo dice James y cree que mamá pensó que era belladona, solo por casualidad, el producto que destila él para su rostro es una hierba mora inglesa común y no tiene nada que ver con la otra. Y dice que por eso es por lo que no funcionó cuando María lo echó en tu comida. De hecho, dice que si no hubiese añadido el jugo de mora al tónico de mamá habría sido completamente inofensivo si te lo bebías. Lo que te hizo enfermar fue el jugo de mora. María dice que quería dejar de hacerlo al ver que lo que te echaban te hacía enfermar, y dice que el que le obligaba a seguir intentándolo era Chelton, que también le obligó a echar láudano del que le había dado mamá. Dice que ella tenía miedo de que les descubriesen y no echaba dosis suficientes. Y Chelton estaba tan furioso con ella que le pegaba. Ella le ha dicho a James que en la casa de Glenn Drumin no pudieron hacer nada porque los criados no les quitaban ojo de encima y que cuando vio lo amable que habías sido con ella en la carretera, no sé a qué se refería ni ella tampoco lo ha explicado… 

Ya sabemos de lo que hablaba —dijo Maggie recordando el terror que sintió María cuando empezaron a descender la pronunciada pendiente del paso de Corriearrack—. Continúa, Lydia.

Bien, pues ha dicho que le plantó cara a Chelton cuando éste le pidió que echase más de eso en la comida de Ned.

Eso es cierto. Dijo para todo aquel que la quisiera escuchar que se aseguraría de que yo no comiese nada que ella no hubiese cocinado o supervisado mientras se cocinaba. Y después de eso ya no tenían forma de hacerlo sin incriminarse a sí mismos. Parece que le debo mucho a María.

Maggie no estaba tan segura.

¿Por qué lo hicieron?

Lydia respondió:

María ha dicho que fue porque ella siempre ha hecho lo que mamá le ha pedido, desde que era muy joven, pero además, mamá le dijo a Chelton que si se negaba a hacer lo que le pedía le despediría y no le daría referencias. Es demasiado viejo para encontrar trabajo en otro sitio, sobre todo si fuese despedido de la casa de campo de la familia Rothwell. Y además, mamá prometió pagarle una gran cantidad dinero. Lo que yo no sé es dónde creía ella que iba a conseguir tanto dinero. Y ahora todo lo que ha logrado es enfurecer a James y hacer que yo lamente que sea mi madre.

Maggie sintió mucha lástima por Lydia y se puso en pie para ir a su lado, esta vez Rothwell no hizo nada por detenerla. Pero cuando pasó su brazo por los hombros de la joven muchacha, la puerta se abrió otra vez y entró Brockelby con una copa de whisky en la mano. 

Me pregunto, Rothwell, de dónde demonios has sacado esto. Ryder dice que no lo sabe y le hubiese preguntado a James, pero aún sigue encerrado con tu madre y no deseo molestarles. Lo cierto es que nunca he bebido un whisky mejor. Tengo que conseguir un poco. 

Se trata de una reserva privada de mi estado de las Tierras Altas, Brockelby. Le diré a James que te de una botella si te llevas a mi hermana a la biblioteca y le sirves una copa para que se recomponga. Mi suegro afirma que puede curar todas las enfermedades del mundo y si bien yo no me atrevería a decir tanto, me estoy empezando a dar cuenta de que debo hallar la manera de producir su licor para luego comercializarlo.

Brockelby habría entrado en un debate acerca de las mejores formas de hacerlo, mas cuando Rothwell señaló con un gesto a Lydia, deprimida, él recobró la calma y la asió suavemente del brazo.

Debería ir con ella —dijo Maggie.

No, mi amor, podemos confiar en Ryder y en el doctor para que se ocupen de ella de momento. Ven aquí y… No, espera. Ve y cierra esa condenada puerta primero o enseguida entrará James o cualquier otro a interrumpirnos. Luego ven aquí y siéntate.

¿No deberías descansar tal y como te ha dicho tu médico, Edward? —preguntó inquieta después de haber cumplido con la primera de sus peticiones.

No.

Muy bien. Lo cierto es que tenemos que hablar de algunas cosas. Sabes que ni James ni Lydia han tenido nada que ver en esto.

Claro que lo sé, mi amor. Ahora vuelve aquí.

Ella vaciló.

Siento la necesidad de decirte de una vez por todas que aunque me he dado cuenta de que no me importa en absoluto vivir en Londres contigo, sencillamente no puedo seguir compartiendo casa con tu madrastra. Espero que no esperes eso de mí.

¡Dios mío, no! ¡Que se vaya al diablo!

Pero no puedes echarla de la casa.

No, y aunque es culpable de dos intentos de asesinato, el tuyo y el mío, gracias a esa espantosa acusación, no deseo dar lugar a ningún escándalo de mal gusto entregándola a las autoridades. Lo que haré será recluirla en la casa de la viuda6 de Derbyshire, con Chelton para que la cuide y unos cuantos hombres de mi confianza para que se aseguren de que no se muevan de allí. María podrá hacer lo que desee y si decide permanecer con mi madrastra, yo mismo me encargaré de que Chelton no pueda hacerle daño —Añadió con voz firme. —Pero ahora mismo no me apetece hablar más de ellos. 

No me extraña, señor, debe estar muy…

Ven aquí, Maggie. —Había un nuevo matiz en su voz que volvió a hacer brotar el rubor en sus mejillas y le causó un cosquilleo en una zona mucho más céntrica de su cuerpo, mas se acercó de buen grado y permaneció en pie junto a la cama. Él se sacó el camisón por la cabeza, haciendo saltar dos botones, que fueron a parar al suelo, debajo del armario.

Quítate la ropa y métete en la cama.

Ella se mordió el labio para que no se le notase la sonrisa y dijo:

Es muy temprano, señor. Además, los criados servirán la cena enseguida, y dado que no creo que su madrastra desee hacer de anfitriona y Lydia es aún demasiado joven para…

Quítate la ropa, Maggie.

Obediente, se soltó el lazo del corsé, mas cuando empezó a desabrochar los ganchos de la espalda, dijo:

¿Dices en serio lo de producir whisky de Glen Drumin para comercializarlo? ¿Cómo vas a hacer eso si papá se niega rotundamente a pagar ningún impuesto ni ninguna tasa y tú dijiste…? 

Independientemente de lo que dijese, lo dije antes de saber que podría existir un mercado entre aquellos dispuestos a pagar precios tan altos por el whisky como los que pagan por el vino. ¡Así que ahora que lo sé, encontraré la manera de vendérselo, incluso si tengo que sobornar a alguien para que exima el whisky de Glen Drumin de la actividad de los malditos recaudadores! Ahora, métete en la cama. 

Ella vaciló, dejando que su vestido cayera al suelo, disfrutando de la forma en que cambiaba su expresión mientras lo hacía. La enagua siguió al vestido y a continuación añadió con voz pensativa:

Aún no estoy nada segura de que este matrimonio nuestro vaya a funcionar, pues estamos en desacuerdo en muchas cosas y aunque sé que me encuentras atractiva y ciertamente disfrutas este tipo de cosas…

Por lo que más quieras, Maggie, los dos somos lo suficientemente fuertes como para hacer que esta unión funcione si nos esforzamos por que así sea, con desacuerdos o sin ellos, pero si tengo que levantarme para meterte en esta cama, haré que te arrepientas de haberme irritado de este modo —Sus últimas palabras carecían de la fuerza de las primeras, cosa que no le sorprendió, pues cuando tomó sus senos entre sus manos en mitad de sus amenazas y se acercó a él, oyó como se le paralizaba la respiración en la garganta. 

Creo —dijo ella con actitud provocativa— que te vendría muy bien aprender a suplicar, Edward.

Piensa lo que te dé la gana, mi amor —dijo él, agarrándola—. Ven a la cama. 

Ella dio un paso atrás y sonrió.

Podrías empezar pidiéndome de forma más cortés que me reúna contigo en la cama —En vez de salir a por ella como ella había deseado que hiciese, él dobló los brazos por detrás de la cabeza, la miró con perezosa diversión y dijo:

¿Te he dicho que te quiero?

No, pero ya me lo había figurado, así que no esperes que caiga rendida entre tus brazos, pues, de hecho, no creo que yo te haya dicho nunca esas mismas palabras. Así que, si deseas escucharlas, ya sabes lo que tienes que hacer.

Yo no voy a suplicarte nada, mi amor, y más vale que te lo vayas metiendo en la cabeza. Ahora ven —Esta vez obedeció, pues el aire era fresco, mas cuando él se deslizó sobre ella con ademán posesivo, dijo dulcemente:

Sí que te quiero, Edward, te quiero mucho, pero antes de que termine el día te haré suplicar igual que tú me hiciste suplicar a mí en una ocasión.

Nunca lo conseguirás, querida esposa.

Pero, dicho sea en su honor, lo consiguió.

* * *