Capítulo XII
Al ver que el niño se ponía en pie y desaparecía entre los arbustos, Rothwell dijo con voz queda:
—No diga nada, miss MacDrumin. Dudo que vayan a hacernos daño. —No perdía de vista a James, pues no estaba seguro de cómo iba a reaccionar, dado que pese a todas sus correrías por los barrios bajos de Londres, dudaba que tuviese mucha experiencia con delincuentes.
Posó la mano derecha sobre el bolsillo de su abrigo y empuñó la pistola que llevaba dentro; acto seguido hizo ademán de salir del carruaje. Cuando la misma voz profunda le ordenó que no se moviese de donde estaba; el conde, a su vez, dijo con tono lastimero:
—Querido amigo, debe comprender que llevamos varias horas encerrados en este incómodo carruaje, traqueteando por sus destartaladas carreteras. Le juro que ni siquiera protestaré cuando me roben hasta el último penique, si nos permite estirar las piernas. La dama no tardará en sentirse abatida si no le permiten tomar un poco de aire fresco, pues está muy afectada por este ultraje.
—¿Lleváis una mujer? Sal, no te pasará nada.
Rothwell había descendido del carruaje y permaneció en pie, con aspecto lánguido, la mano aún en el bolsillo, y los dedos alrededor de la empuñadura de la pistola. Enseguida notó que el cochero permanecía atento a sus caballos y el segundo muchacho parecía dispuesto a seguir su sabio ejemplo. Maldijo su propia estupidez al haber subestimado a los escoceses. Conocedor de la prohibición de portar armas en las Tierras Altas, había creído que habría poco que temer y aunque sus cocheros portaban trabucos, las armas, como su espada y la de James, estaban inútilmente tendidas debajo de los asientos.
Eran cuatro bandidos, todos cubiertos por máscaras y gruesos gorros de lana, y daba la impresión de que el cabecilla era el de menor estatura, pues era el único que portaba un arma de fuego. La miró con ojo experto y notó que se trataba de un trabuco antiguo, mas la firmeza de la mano que la sostenía revelaba una gran habilidad en su manejo. Los otros blandían siniestros garrotes y un hombre, mucho más alto y corpulento que los otros, parecía especialmente amenazador.
—Sus carteras, caballeros —hablaba el alto—. Entréguenmelas, si son tan amables.
Carsley oyó un leve grito a sus espaldas, miró hacia el carruaje y vio que miss MacDrumin estaba sentada en el borde del asiento, boquiabierta. Él le lanzó una sonrisa tranquilizadora, mas, presa del temor, solo parecía tener ojos para el bandido de la esbelta figura. James también lo miraba a él y, para gran sorpresa de su hermano, no había cometido ninguna imprudencia; le miraba como si aguardase instrucciones, sin moverse ni siquiera para entregar sus objetos de valor. Rothwell tampoco le indicó que lo hiciese.
El tipo corpulento, que empezaba a perder la paciencia, se acercó a James, por lo que el líder del grupo, descartando al parecer a Rothwell por no considerarlo peligroso, se giró para apuntar al joven Carsley con el arma. Descuidaba de esta manera al conde, mientras sostenía el trabuco con firmeza.
El eco del disparo de Ned retumbó en las colinas circundantes y el cabecilla dio un grito de dolor mientras dejaba caer su arma. El hombre corpulento, que se dirigía hacia James, se detuvo instantáneamente y giró sobre sus talones. El muchacho que se había tendido sobre la carretera saltó de su cobijo y se apresuró hacia el herido, mas los otros dos hombres se abalanzaron con furia sobre Rothwell, con los garrotes en alto.
—¡Atrás! —El bramido de James y la súbita aparición de una pistola en su mano derecha hizo que uno de ellos se detuviese. Su hermano pudo encargarse del segundo, dio un giro para evitar el garrote y se abalanzó limpiamente sobre su cintura. Cuando se irguió, vio que aquel miraba hacia el jefe, que permanecía en pie y frotaba la mano ensangrentada sobre unos bombachos ya bastante sucios de por sí. Le ofreció su pistola y dijo con brusquedad:
—Toma esto, Ned. Eres mejor tirador que yo y quiero echarle un vistazo a esa mano.
Éste alcanzó con una mano la pistola que no había sido disparada mientras miss MacDrumin descendía del carruaje para ponerse a su lado. Los otros hombres también habían bajado los garrotes y miraban hacia James. El muchacho, que tiraba de la manga del líder e intentaba ver la mano herida, fue cuidadosamente apartado, mientras este observaba con recelo, pero en silencio, como se acercaba el joven Carsley.
Para gran sorpresa de Rothwell, en vez de mirarle la mano, tal y como había dicho que haría, James extendió la suya y le arrebató la máscara y el gorro, con lo que dejó al descubierto una larga melena de cabellos suaves y dorados. El cabecilla era una mujer; una mujer joven y muy hermosa además.
Lo miró y se apartó de él.
—No te acerques, maldito inglés, o te atravesaré aquí mismo.
—¿Con qué? —preguntó con curiosidad. Su voz se oía con nitidez entre el murmullo del río y el quieto movimiento de los caballos—. No puedes alcanzar la pistola y tienes las uñas en carne viva de tanto mordértelas. Déjame ver esa mano.
—Ni lo sueñes —Retiró la mano hacia atrás con rapidez y, alejándose de él, se agachó ligeramente y alcanzó su bota derecha con la mano izquierda. Cuando se movió hacia ella, se irguió con un puñal de aspecto truculento y al ver que este se detenía sorprendido, le escupió de lleno en la cara—. ¡Acércate ahora, maldito villano!
Para divertimento de Rothwell, James reaccionó con mayor velocidad y agarró a la muchacha por el brazo con una mano y el puñal con la otra. Arrojó el arma más allá del río y la obligó a que se inclinase hacia adelante, la rodeó con el brazo por la cintura y con visible fuerza le dio un azote en el trasero con la mano derecha. Ella volvió a gritar, esta vez con furia. El conde observaba a los hombres cuidadosamente, por si hacían ademán de intervenir. No se movió ninguno. Todos estaban boquiabiertos, con los ojos fijos sobre James, aparentemente petrificados. Maggie agarró a Ned por el brazo.
—¡Deténgalo, señor! ¡Oh, deténgalo! No debe hacer eso. ¡Kate le matará!
Rothwell se dio cuenta inmediatamente de que conocía a la muchacha, mas no dijo nada, seguía vigilando a los bandidos y apenas tenía que esforzarse por detener al hombre que había derribado para evitar que volviese a ponerse en pie. Al igual que los otros, el tipo miraba a James, quien sin duda se estaba liberando concienzudamente de las emociones acumuladas. Su víctima seguía gritando furiosa, insultándole y asegurándole que se pudriría en el infierno por lo que estaba haciendo, hasta el mismísimo instante en que James la arrojó a las gélidas aguas del río Garry.
—Eso te tranquilizará —dijo poniendo las manos sobre la cintura y mirando hacia abajo con severidad mientras ella salía del agua farfullando—. Está claro que tienes muy mal genio, pero antes de que escupas o grites insultos a un hombre, asegúrate de que no pueda castigarte. Solo una loca provocaría a alguien más fuerte que ella —Se dio la vuelta y como si pretendiese resaltar el hecho de que no le tenía ningún miedo, y preguntó a su hermano—. ¿Qué hacemos con ellos?
—Deberíamos presentarlos ante el juez más cercano —dijo Rothwell girando su mirada hacia miss MacDrumin. Tal y como esperaba, ella estaba muy preocupada y dijo:
—No debe hacer eso, señor, acaba de demostrar que no son una amenaza para nadie. —Él se dio cuenta de que no miraba a los bandidos cuando hablaba. La figura empapada de Kate la miraba, mas ella no dijo nada y Rothwell encontró su expresión un tanto compungida.
—Su conducta, o su falta de ella, no es lo que importa ahora, miss MacDrumin. Son criminales y no cabe duda de que deben ser ahorcados —dijo.
Para su satisfacción, vio que la endiablada jovenzuela del arroyo parecía finalmente turbada, mas se puso en pie sin mediar palabra y, pese a que se resbalaba entre las rocas, rehusó la mano de James cuando este se acercó para ayudarla. En la voz de Maggie se percibía una nota de desesperación.
—Por favor, déjelos marchar. No sabían que era su carruaje el que atacaban. Además, el juez más cercano está lejos, en Blair Atholl. ¿Acaso pretende hacerlos caminar detrás del segundo carruaje, atados a una cuerda?
Él simuló que sopesaba aquella alternativa. Ya había decidido que no valía la pena llevar al penoso grupo a ninguna parte, pues las consecuencias no serían buenas, por no hablar de la inconveniencia de desandar el camino que acababan de recorrer. El esfuerzo no compensaba, mas deseaba ver hasta qué punto se preocupaba por ellos. Si estaba confabulada con aquellos patanes, le correspondía a él averiguarlo antes de viajar más lejos en su compañía. Las dudas de Rothwell alentaron a Maggie a decir:
—Por favor, señor, está mojada hasta los huesos y el cielo amenaza con llover. Si camina detrás de los carruajes, no resistirá mucho y morirá. —Él levantó la mirada y vio que llevaba razón sobre la lluvia. En el sur se habían formado unas oscuras nubes.
—James, coge sus armas. Asegúrate de cogerlas todas. Matthew, ayúdale y registradles las botas —dijo. Cuando la joven muchacha que había junto a él suspiró aliviada, centró su atención en ella y añadió con tono severo—. Me debe una explicación, querida, así que vuelva al coche.
Maggie le obedeció, tragó saliva y se preguntaba qué podría decirle mientras recordaba que asustada ante los actos de James, había pronunciado el nombre de Kate. No esperaba que un hombre tan astuto como Rothwell lo hubiese pasado por alto. Cuando se había apeado del carruaje, fingiendo ese aspecto lánguido, ella se había sorprendido, pero se había dado cuenta de que lo hacía únicamente para hacer que los hombres de Kate lo tomasen por un inglés mojigato e inofensivo. Ella misma se había creído su pose al principio, con lo cual no podía sorprenderle que Kate y los otros lo subestimasen y centrasen su atención en James, de aspecto más peligroso. No obstante, ella desconocía que Rothwell iba armado, de lo contrario habría tratado de advertirles de ello. Ahora se estremecía tan solo de pensar en que podía haberla matado.
No creía que tuviese fuerzas para negarle a Rothwell las explicaciones que le pedía, pues era capaz de hacer aflorar sus emociones de una forma que ningún otro hombre lo había hecho antes y al intentar devolverle una mirada severa cuando él se giró para asegurarse de que le había obedecido, deseó ser capaz de hacerle olvidar que estaba enojado.
James se acercó al carruaje con los garrotes. Giró la cabeza para gritarle a Matthew que buscase el puñal y la pistola y, en tono de normalidad, añadió:
—Cielos, Ned, si hubiese sabido que querías todo esto no habría lanzado ese maldito puñal tan lejos. Más a la izquierda, Matthew —gritó al ver que el hombre rebuscaba entre los arbustos de la otra orilla—. No me estará muy agradecido por hacerle vadear esas gélidas aguas. Menos mal que no son muy profundas.
—Mejor que lo encuentre él a que lo encuentren éstos.
Maggie miró a Kate, pero ésta no le devolvió la mirada. Ella, sus hombres y el pequeño Ian estaban debajo de un gran sauce pendientes de la búsqueda. Finalmente, aparecieron ambas armas. Cuando Chelton se dirigió al segundo carruaje a reunirse con su esposa, Rothwell y James se montaron en el primero con miss MacDrumin. No tardaron en retomar el camino, dejando a los bandidos atrás. Ella aguardaba.
—Nunca había visto cosa igual. ¡Nada menos que una mujer al mando de una banda de asesinos! Si no lo veo, no lo creo.
—¿Y bien, miss MacDrumin? —El tono de su voz era severo y podía sentir su mirada posada sobre ella. Al ver que no levantaba la vista, añadió con suavidad—. Miss MacDrumin debe aclararnos si el robo en las carreteras es otra extraña costumbre de este civilizado país suyo.
El corazón se le salía del pecho y, aunque no levantó la vista del regazo, sabía que ahora también la miraba James. No tenía miedo de ninguno de ellos, mas la idea de que estuviesen contrariados, especialmente el conde, le hacía sentirse incómoda y no se le ocurría nada que decir. El silencio cada vez pesaba más sobre ella y su mente se fue aferrando a una posibilidad tras otra, para luego rechazarlas, hasta que, finalmente, con los ojos fijos en este, dijo:
—Si los habitantes de las Tierras Altas hacen cosas que en cualquier otro lugar son consideradas intolerables, es porque se han visto reducidos a una situación tan desesperada a causa de la opresión de los ingleses.
—Tonterías, son delincuentes.
—¡No lo son! Están desesperados por conseguir algo que llevarse a la boca —Notó que no creía sus palabras y sabía que se estaba metiendo en un terreno peligroso, pues su propio padre era el primero que no aprobaba lo que hacía Kate y decía que no tenía buenos motivos para hacerlo. Mas dado que él era partidario del contrabando de whisky por los mismos motivos, Maggie nunca había sabido a quién de ellos creer, si es que creía a alguno de ellos. Sus métodos la horrorizaban por igual, no porque no supiesen lo que hacían, pues MacDrumin no fracasó ni una sola vez y Kate, a pesar del reciente incidente, rara vez lo hacía, sino por los actos que cometían, que eran extremadamente peligrosos de por sí.
Kate se reía del peligro. Sin un hombre a su lado y ningún hermano con vida con edad suficiente para hacerse cargo de su familia, se había esforzado mucho por sacar adelante a su madre, a su vieja abuela MacDrumin, al pequeño Ian y a sí misma. Cuando MacDrumin le gritaba e intentaba convencerla de que era mejor que él se ocupase de ellos, Kate le replicaba, muy enfurecida, que no intentase ocuparse de ellos ahora, después de haber condenado a su madre por contraer matrimonio con un MacCain, y él no la obligaba a obedecerle.
—Esa fierecilla debería casarse —dijo James con tono serio—. Un esposo tardaría poco en domarla.
Maggie, ligeramente más relajada, contuvo la risa.
—No existe hombre en todas las Tierras Altas con el valor suficiente para atreverse a domarla. Todos saben cómo se las gasta y se mantienen a una distancia prudencial de ella. Ni siquiera sus primos osan darle órdenes y le advierto que más vale que no le vuelva a ver después de lo que le ha hecho.
Cuando James resopló, Rothwell dijo con tono tranquilo.
—Así que no niega que conoce a esa jovenzuela, ¿no es así? Espero que no esté a favor del robo.
—Kate considera que lo que hace son actos de guerra, no meros robos —replicó Maggie procurando imitar su tono calmado—. Solamente ataca a ingleses, nunca a escoceses y nunca ha hecho daño a nadie. Sí que la conozco, señor, desde hace diez años.
—Tuvo que ser una chiquilla muy feroz— añadió James con tono pensativo. Maggie asintió con la cabeza.
—Su madre los llevó a todos a Glen Drumin a vivir con sus abuelos tras la muerte de su padre. A los MacCain les agradaba su matrimonio tanto como a los MacDrumin, así que Kate creció odiando a ambos clanes por igual y decidida a valerse por sí misma. Papá ha hecho por ellos cuanto ha estado en su mano desde el primer momento y más aún después de que muriesen casi todos los hombres de su familia. Fue él quien se esforzó porque fuésemos amigas y aún lo somos, a pesar de que yo he estado fuera, estudiando, gran parte del tiempo.
—Me hago cargo de que su amiga no ha llevado una vida fácil —dijo Rothwell—, pero si sigue así, terminará en la horca. Un robo es un robo, ni más ni menos.
—Tal y como lo entiende ella —replicó Maggie con terquedad—, habría que obligar a los ingleses, que nos han robado a nosotros, a que nos devuelvan una parte de sus mal habidas ganancias. Cuando la gente pasa hambre, señor, comete actos que no cometería con el estómago lleno. Creo que en Londres sucede lo mismo.
Para su gran sorpresa, James estaba de acuerdo con ella.
—Lleva razón en lo que dice, Ned. Ni siquiera en Alsacia habría tanto depravado si la gente tuviese algo que llevarse a la boca.
—Lo tienen —dijo él—, tienen ginebra barata.
—Lo que demuestra —respondió Maggie— que todo lo que ha dicho antes sobre que la vida en la ciudad es mejor para la gente, es sencillamente imposible.
—Nunca he dicho que creyese que la vida en la ciudad sea perfecta —dijo él—, pero no cabe duda de que existen más formas de ganarse la vida en la ciudad que en el campo.
—Después —dijo con desdén— me dirá que en Londres todo el mundo tiene un excelente empleo.
Conforme iba transcurriendo la conversación, Maggie se dio cuenta de que estaba disfrutando al hablar de un tema con el que jamás hubiese pensado que disfrutaría ni lo más mínimo. El conde no rechazaba sus argumentos, sino que la animaba a que expresase su opinión. Aunque James decía algo de vez en cuando, ella se dio cuenta de que parecía inusualmente ensimismado en sus propios pensamientos. Sin embargo, antes de que se diese cuenta del tiempo que había pasado, ya estaban vadeando el río Truim, cerca del pueblo de Dalwhinnie. Todavía era de día cuando llegaron y Maggie señaló a lo lejos y dijo:
—Desde aquí pueden ver el paso de Corriearrack.
James dio un silbido. Rothwell no dijo nada. A Maggie no le sorprendieron sus reacciones. La parte meridional del paso era extremadamente empinada y desde la distancia parecía perpendicular, cual un muro de roca.
—Así que ésa es su civilizada patria —dijo con una leve sonrisa—. Espero que sepa disculparme si declaro aquí y ahora que más bien parece un hábitat natural para hombres salvajes que para damas o caballeros civilizados.
El joven Carsley, que aún escudriñaba en la distancia, preguntó:
—¿Son muros naturales?
Maggie se rió y respondió:
—Es una de las famosas carreteras construidas por su general Wade tras el primer levantamiento escocés, hace casi cuarenta años. Solamente por este lado, esos muros que ven presentan diecisiete traviesas y alcanza una altura de dos mil quinientos pies. Por el otro lado el descenso es más estable y cruza numerosas cañadas y valles durante todo el trayecto, hasta llegar a Fort Augustus.
—¿Y a qué distancia queda Fort Augustus? —preguntó Rothweil.
—Un largo día a caballo desde la cima —respondió ella—, pero nosotros no vamos tan lejos, como ya les he dicho. De todas formas sí que debemos pernoctar aquí, pues no es posible llegar a Laggan antes de que anochezca. Mi padre tiene amigos cerca que estarán encantados de ofrecernos alojamiento.
El conde frunció el ceño con aire de sospecha y dijo:
—Un encuentro con amigos de tu familia es más que suficiente para un solo día. Esta noche nos alojaremos en la taberna.
Maggie comprendía perfectamente sus motivos, mas el alojamiento en la taberna resultó ser el más incómodo con el que se habían encontrado hasta el momento y el hecho de que Maggie tuviese que compartir habitación con María mientras Matthew dormía sobre un palé en la habitación que compartían Rothwell y James no ayudó a que la experiencia fuese más agradable.
Dalwhinnie era uno de los lugares donde tenía caballos su padre, mas cuando al día siguiente sugirió que llegarían antes a Laggan si viajaban a caballo, Rothwell miró hacia el cielo y dijo:
—Iremos en los carruajes. El tabernero me ha asegurado que no tendremos problemas para atravesar la carretera que conduce a Laggan y de ese modo cuando organicemos el transporte del equipaje la distancia será menor. Además, si esas nubes traen agua no nos mojaremos.
—Pero si se averían los carruajes corremos el riesgo de quedarnos tirados a medio camino —protestó ella.
—Si MacDrumin tiene caballos aquí sería una locura no utilizarlos, Ned —dijo James—. Podemos cabalgar y si uno de los coches se avería, las mujeres tendrán menos problemas en montar un caballo de silla que uno de tiro.
Así pues, a pesar del manifiesto fastidio de Maggie, tuvo que viajar en el coche sola, pues aunque Matthew le preguntó si deseaba que María le acompañase, si actitud fue lo suficientemente adusta como para que ella se apresurase a replicar que prefería viajar sola. Finalmente, apenas tuvo que soportar una hora de soledad, pues la lluvia hizo su aparición y los hombres ataron las riendas al segundo coche y se deslizaron al interior con ella.
El paso fue incluso más lento de lo que ella esperaba y sintió lástima por los cocheros. James, aparentemente ajeno al frecuente balanceo del carruaje y a la tenue luz, se entretenía con su cuaderno de bocetos. A Maggie le costaba creer que fuese capaz de dibujar en un coche en movimiento, mas su lápiz se deslizaba veloz por el papel como en tantas otras ocasiones. Ella reconoció un boceto donde parecía querer representar el robo, mas era incapaz de adivinar lo que estaba dibujando ahora. Daba la sensación de que estaba esbozando los rasgos de un perfil. Él miró hacia arriba, notó que ella lo miraba y cambió de página.
Rothwell ocultó una sonrisa ante la reacción evasiva de James. Recordó el visible desagrado de su madrastra hacia miss MacDrumin y se preguntó qué opinaría ahora si supiese que el interés de su artista había quedado, cuando menos cautivado, por una salteadora de caminos, escocesa para más señas.
Observó que el cielo había oscurecido, parecía más de noche que de día. Esperaba que los coches no se averiasen y se sintió agradecido, una vez más, por las sorprendentemente resistentes ventanillas que al menos permitían la entrada de la débil luz del día. Habían vuelto a detenerse, esta vez sobre la cima de una colina, para que los cocheros colocasen los calces a fin de que el descenso fuese más lento. Cuando se pusieron en marcha y volvieron a sentir los bandazos del coche, su paso torpe le hizo recordar varios canales que había cruzado. La lluvia que se estrellaba contra la ventanilla acrecentaba su sensación de hallarse en un barco que se batía contra el enfurecido mar y tensaba sus vigas, que chirriaba a modo de protesta mientras el barco se abría camino entre las amenazadoras olas. Una ridícula ilusión, desde luego, los barcos no tenían ventanillas de cristal que vibrasen dentro de los marcos, amenazando con saltar en pedazos en cualquier momento, sobre los ocupantes.
Lazó una mirada fugaz a miss MacDrumin y comprobó que no parecía muy afectada por el furioso azote de la lluvia ni por aquel espantoso viaje mas no cabía duda de que al haber pasado toda su vida en tan alborotado aunque fascinante país, estaba acostumbrada a ello. Miró a James y vio que su hermano había abandonado sus intentos por dibujar y estaba adormilado. La tormenta y la superficie de la carretera dificultaban la conversación por lo que Rothwell se recostó sobre los cojines y pensó en las opciones que podrían tener para cenar. De momento la comida escocesa no le había causado muy buena impresión. Aunque no había vuelto a sentirse enfermo, el miedo a aquellas tabernas y posadas donde solían repostar hacía de ellas lugares poco atractivos para él, si bien dudaba que hubiese nada mejor en un lugar tan apartado como Laggan.
Miss MacDrumin volvía a sonreír sin motivo aparente. Parecía bastante alegre por haber regresado a su tierra natal, aunque él no alcanzaba a comprender cómo nadie, y menos una mujer que claramente había recibido una cuidada educación, podía sentirse más feliz en un entorno tan primitivo como aquel en vez de en una de las casas más confortables de Londres.
La taberna de Laggan, adonde llegaron varias horas después, no cambió su opinión de las Tierras Altas. La casa era mucho más grande que la de Dalwhinnie, debido a su ubicación a los pies de Corriearrack. No obstante, eran pocos los valientes que osaban hacer semejante viaje y, aunque en los meses cálidos contaba con cierto número de huéspedes garantizados, en esta época del año no estaba en absoluto llena y lo mejor que este pudo decir a su favor fue que al menos ni James, ni miss MacDrumin ni él mismo tendrían que compartir habitación.
A Rothwell le dio la impresión de que a Matthew parecía complacerle la idea de compartir la suya con María, aunque también se percató del ya habitual gesto malhumorado de María. No cabía duda de que no era la misma mujer altiva de Londres, mas él no tenía paciencia para los aires que se daba ni para sus migrañas. Ya era bastante molestia tener que aguantar al estúpido de su esposo en vez de al competente de Fletcher.
En el interior de la casa había bastante corriente, a pesar de un enorme fuego que repiqueteaba en el centro de la misma, a lo que se sumaba el gesto taciturno de su corpulento anfitrión. Aunque dio una respetuosa bienvenida a miss MacDrumin, su actitud cuando hablaba con Rothwell era casi tan inexpresiva como la de Chelton. Si se alegró cuando este ordenó cuatro habitaciones, una cena abundante y unas jarras de cerveza para James y para él, fue incapaz de percibir el cambio.
Los Chelton subieron con una criada a organizar las habitaciones y el conde, que estaba bebiendo su cerveza tibia, dijo:
—Nos quedaremos aquí un rato para entrar en calor.
Miss MacDrumin parecía feliz de poder sentarse junto al fuego y él pensó que ni siquiera su madrastra podría poner ninguna objeción a que se quedase allí, incluso en presencia de extraños. En cierto modo, no resultaba tan indecoroso como hubiese resultado en una taberna inglesa. Cuando entraron los cocheros después de organizar los caballos, saludaron al tabernero calurosamente y pidieron whisky. Rothwell notó como vaciaban sus jarras con aparente satisfacción, por lo que extendió la suya y dijo:
—Todavía no he probado vuestro famoso whisky de las Tierras Altas. Supongo que es buen momento para hacerlo.
El dueño tomó su jarra amablemente, vació los posos de la cerveza y la rellenó con el contenido de una jarra de aspecto polvoriento. El aroma del fuerte whisky invadió violentamente sus fosas nasales. Contuvo la sensación de ahogo y bebió con extremo cuidado. El líquido feroz se tornó seda al rozar su lengua y miró a James. Súbitamente, Escocia parecía un lugar mucho más fascinante. James, al verle, dijo:
—Yo también lo voy a probar, ¡qué demonios!
Para cuando sirvieron la cena ambos caballeros se habían tomado una segunda copa de aquel fuerte brebaje y Rothwell se sentía muy sosegado. El fuego era cálido y acogedor, su resplandor incrementaba la hermosura de miss MacDrumin, James era la mejor compañía que se pudiese desear y la taberna era un lugar aceptable al fin y al cabo. El whisky hizo que incluso la cena resultase aceptable aunque las chuletas estaban duras y los nabos asados un tanto churrascados. No les ofrecieron postre, por lo que aceptó a cambio una tercera jarra de aquel excelente whisky.
Cuando Maggie anunció que María y ella se retiraban, hizo ademán de ponerse en pie, pues consideró oportuno acompañarlas al menos hasta la puerta, mas ella se limitó a sonreír y dijo con un tono imprudente pero comprensible que se apañarían solas sin problema. Dado que era su país, él aceptó sus argumentos y volvió a sentarse junto al fuego para terminar su bebida, mientras le decía a un somnoliento Matthew que no hacía falta que les aguardase ni a James ni a él y que podía reunirse con su esposa en cuanto esta terminase de atender a miss MacDrumin.
—Es embriagador —dijo James cuando se marcharon Matthew y las mujeres—, creo que es el mejor que he probado.
Parecía menos afectado por la bebida que su hermano, mas, tras una cuidadosa observación, éste decidió que probablemente su aspecto fuese perfectamente normal y demostrase estar en control de sí mismo. Ninguna de las personas que había en la sala les prestó la más mínima atención y cuando los extraños, todos hombres, hablaban entre sí, lo hacían con ese idioma gutural que era su lengua materna.
Rothwell sorbía con cuidado, estaba disfrutando del whisky y del repiqueteante fuego. Rechazó una cuarta copa del ahora más agradable anfitrión y finalmente, esforzándose por mantener la dignidad, acompañó a James arriba, se despojó de su ropa que amontonó sobre el suelo de la diminuta habitación y cayó agradecido en la cama. Gracias a las previas atenciones de Chelton, apenas encontró nada sobre lo que quejarse, salvo el hecho de que las sábanas se habían enfriado un poco y su tacto resultaba un tanto húmedo sobre su piel desnuda.
Se durmió en el mismo momento en que su cabeza rozó la almohada y despertó bruscamente a las dos horas. La habitación estaba completamente oscura y por un momento se sintió desorientado hasta que recordó dónde estaba. Notó que le empezaba a doler la cabeza, maldijo el whisky que había bebido y se dio la vuelta, tras decidir que aquel ruido habría sido objeto de su imaginación, mas no había hecho más que cerrar los ojos cuando le despejó completamente el sonido de lo que le pareció un grito sordo y que hizo que un escalofrío de terror le atravesase todo el cuerpo. Parecía la voz de Maggie.
Saltó de la cama, agarró rápidamente el edredón para taparse y buscó la puerta, golpeándose con una silla en la barbilla antes de recordar dónde se hallaba. Sin dejar de maldecir, mas moviéndose con más cuidado, la encontró y la abrió. El angosto pasillo estaba vacío, mas un segundo grito le hizo dirigirse con rapidez hacia una puerta cercana. Se abalanzó sobre ella y se adentró en la oscuridad hasta que tropezó con algo.
Se le soltó el edredón y cayó de cabeza sobre una cama, encima de un cuerpo esbelto y suave que súbitamente se tensó y comenzó a retorcerse y a estremecerse debajo del suyo. Unas diminutas manos se agarraron a sus hombros, empujándole, y oyó el grito atemorizado de una voz de mujer. De pronto la habitación se llenó de luz y Rothwell giró la cabeza para ver al enorme tabernero, imponente en el umbral, con un candelabro en una de sus fornidas manos; la más viva representación de la cólera de Dios sobre la tierra.
—¡Por todos los santos, lechuguino insensato! —bramó el hombre—, ¡en mi casa no va a atacar a ninguna jovencita! ¡Estoy deseando sacarlo afuera y colgarlo del árbol más cercano!
Se amontonaron varios hombres junto a la puerta, detrás de él, y antes de que Rothwell pudiese recuperarse para explicar lo sucedido, un voz profunda, inquietantemente familiar a la vez que desconocida, dijo:
—No es necesario que cometas semejante majadería, Conach. Has de saber que ese hombre está legítimamente casado con esta joven. ¿No es así, mi lord?