Capítulo II
Londres, agosto de 1750
Edward Carsley, cuarto conde de Rothwell, se reclinó en el sillón de piel. Mientras alisaba con un dedo de manicura perfecta la arruga imaginaria de un puño de terciopelo de un tono entre dorado y parduzco ribeteado con encaje, se dirigió con tono lánguido al hombre adusto y de mayor edad que estaba sentado con aparente, si no inusual, serenidad ante su escritorio:
—¿No me has oído, MacKinnon? He dicho que su majestad el rey te ha indultado. Puedes regresar a Kilmorie.
—Sí, sí que le he oído, milord —Ian Dubh MacKinnon de los MacKinnon, extremadamente delgado, el rostro tremendamente pálido tras tres años de cautiverio en la Torre de Londres, le miró con gesto tranquilo.
—¿No tienes nada más que añadir? —Rothwell miró al tercer hombre que había en la estancia, aunque en lo más profundo del claro azul de los ojos del ministro de Justicia, Sir Dudley Ryder, acechaba una chispa de diversión, éste permanecía en silencio y miraba al viejo escocés. MacKinnon añadió sin alterarse:
—Si supiese qué es lo que quiere que diga, Rothwell, le complacería, pero como no lo sé… —extendió las manos.
—Por todos los diablos, sabemos que luchaste en Culloden y participaste en la reunión de jefes que se celebró al día siguiente. Sabemos también que cuando Charles Stewart el pretendiente llegó por fin al territorio de los MacKinnon en la isla de Skye, lo cobijasteis e incluso disteis una fiesta en su honor en tus tierras la noche anterior a que tu sobrino John y tú mismo lo condujeseis al continente, donde seguisteis con él durante al menos doce días más.
El anciano alzó la barbilla y apuntó:
—Los caballeros de las Tierras Altas nunca negamos nuestra hospitalidad a aquel que la solicita. Acaso la hospitalidad de los ingleses sea menos generosa. Ciertamente, yo no puedo hablar muy bien debido a lo poco que he visto de ella en vuestra Torre de Londres.
—Por lo que me contaron, MacKinnon, esa deplorable fiesta tuvo lugar en una cueva oscura y extremadamente inhóspita.
—Puede que así fuera, milord —respondió MacKinnon encogiéndose de hombros.
—Apreciado caballero, antes de despedirme de ti te recordaré que se te juzgó por actos cometidos durante toda tu vida, se te declaró culpable de todos los cargos y tenías que haber sido condenado a cadena perpetua por todas sus faltas. A cambio de eso y debido a tu avanzada edad y a tu claramente erróneo concepto de la caballerosidad, fuiste simplemente aprisionado durante un tiempo y finalmente has sido perdonado. ¿No deseas expresar ni siquiera un mínimo de gratitud a su majestad por su gentil clemencia?
—Ah, sí, claro —añadió el anciano—. Dígale al Alemán de mi parte que si por mí fuera, haría por él exactamente lo mismo que él está haciendo por mí ¡mandarlo de regreso a su propio país! —Tras un tenso silencio, Rothwell hizo un gesto a Ryder, quien abrió la puerta y llamó a un guardia.
—¿Hay algo que quieras recoger de tu habitación de la Torre, MacKinnon? —preguntó en tono amigable. Con aspecto sorprendido, el escocés replicó:
—Lo cierto es que sí, tengo algunos libros que me gustaría llevarme y alguna que otra cosa más… —Rothwell asintió con la cabeza.
—En ese caso te conducirán allí, donde podrás estar el tiempo suficiente para recoger tus cosas y después te darán dinero para que puedas regresas a Skye, sin muchos lujos, me temo, en coche de caballos hasta Bristol y desde allí en barco correo por la costa. Y… MacKinnon, permíteme aconsejarte que no te entretengas mucho en Londres.
—Tengo tantas ganas de entretenerme por aquí como usted de ofrecerme alojamiento. Me marcharé en el primer coche. —Ya se había girado para seguir al guardia, cuando Rothwell añadió:
—Solo una cosa más, MacKinnon. ¿Conoces a un tal Andrew MacDrumin de los MacDrumin? —El anciano se detuvo y por un instante Rothwell creyó que se ponía tenso, mas cuando se dio la vuelta su expresión era de calma.
—El nombre me suena, desde luego, pero es que Glen Drumin está en la parte oriental del Gran Glen, así que no puedo decir que lo conozca. Preguntarme eso es lo mismo que preguntar a un hombre de Bristol por uno de Oxford.
—Entiendo. Gracias. Puedes irte. —Cuando se hubo cerrado la puerta, Ryder dijo en tono jocoso:
—¡Viejo depravado! Es una mosquita muerta. ¿Te has dado cuenta de la cara que ha puesto cuando le has preguntado si tenía alguna cosa que recoger? Me atrevería a decir que pensaba que le íbamos a encerrar otra vez por su imprudencia, aunque ha reaccionado con rapidez. «Lo cierto es que sí, señor, tengo algunos libros», dice. Bueno, a estas horas mis muchachos ya habrán registrado su celda de arriba abajo, así que si tuviese algo que valiese la pena, pronto lo sabríamos.
—Te agradezco que me hayas permitido darle la buena nueva —dijo Rothwell con una leve sonrisa burlona en el rostro.
—Al fin y al cabo tú fuiste el único que insistió lo suficiente para que lo pusiesen en libertad, y le allanaste el camino. Cuando tú apuestas todo a favor de algo, Ned, el resultado suele ser predecible y tus recompensas suelen ser más tangibles de lo que ha sido ésta. Era lo mínimo que podía hacer.
—Si lo que insinúas es que hubieses preferido hacer menos, mi madrastra no lo hubiese dicho mejor.
—Sabes bien que no comparto tus opiniones sobre la puesta en libertad de los cabecillas del levantamiento. Al fin y al cabo, es mi deber tener bajo llave a tantos malditos jacobitas como me sea posible.
—A veces se logra más con un gesto de clemencia.
—La clemencia para los santos, Ned, y para los políticos. —Rothwell se puso en pie, agitaba el brazo para bajar los volantes de encaje de la camisa que se le habían metido por debajo de los puños remangados de la chaqueta de faldón largo.
—¿Qué te parece? —Abrió la chaqueta para mostrarle su chaleco de satén de color dorado con abundantes bordados, dejando al descubierto la empuñadura de su nuevo espadín con piedras elegantemente engastadas—. Lydia estuvo a punto de hacerse una enagua con este satén antes de que lo enviase a mi sastre. Créeme, en estos tiempos que corren, cuesta una barbaridad que te envíen tejidos nuevos a casa.
—Tu hermanastra es una pícara encantadora —dijo Ryder, sonriendo— y con lo hermosa que es, dudo que la tengas mucho más tiempo a tu cuidado. En cuanto a tu bonito chaleco, ya sabes lo poco que me importan esas cosas, así que deja de comportarte como un condenado petimetre. Eso te valdrá con otros, pero yo te conozco desde hace veinte años, desde nuestros primeros días en Eton, y estoy bastante inmunizado, pues sé bien que las joyas de esa espada tienen menos valor para ti que la fina talla de su hoja. ¿Crees que MacKinnon va a salir de inmediato de Londres o alargará su estancia para participar en los próximos acontecimientos?
—Se irá. —Rothwell se acercó a la chimenea y fijó su mirada en el espejo que había sobre la repisa. Ryder estaba en lo cierto al sugerir que no estaba tan obsesionado por la moda como simulaba estar, aunque lo encontraba divertido. Se trataba de una costumbre que había desarrollado años atrás, a fin de hacer creer que centraba su atención en su aspecto, cuando quería pensar. En aquel momento, su reflejo en el espejo le traía sin cuidado, pues conocía de memoria sus rasgos finamente cincelados, su tez pálida, su boca de labios finos, sus ojos grises y las oscuras y espesas cejas que casi se juntaban con su nariz aguileña, además, sus cabellos, bien empolvados, estaban perfectamente peinados. Y dado que desdeñaba los potingues faciales que muchos de sus amigos esparcían con delicadeza por su rostro, no tenía nada que retocarse. En vez de eso, posó su mirada más allá de su reflejo, hasta alcanzar la silueta relajada y desgarbada de su amigo, y mirándole a los ojos, añadió—. MacKinnon es un viejo diablo astuto y sabe muy bien que tus hombres lo estarán vigilando de cerca. No pondrá en peligro la seguridad de su gente llamando demasiado la atención sobre sus actividades, aunque lo último que se imaginaría es que tú ahora al igual que hace cinco años, tienes amistades cercanas a Charlie que te mantienen al tanto de todos sus movimientos.
—Lo cierto es —señaló Ryder— que nuestro mejor hombre ha regresado a Inglaterra y no tenemos a nadie de tanta confianza con el príncipe. Parece que Charlie está pensando en hacer una visita secreta a Londres y nuestro hombre consideró que sería más oportuno prepararse aquí con suficiente antelación. En cualquier caso, me temo que no nos servirá de mucho, pues su familia pasa gran parte del año en Londres y en su carta dice que podría resultarle difícil eludirles si osa ir por la ciudad de Londres adulando a Charles Stewart.
—¿En su carta? ¿Es que no has hablado con semejante dechado de virtudes?
—No sé quién es. Comenzó a escribirnos hace algún tiempo y lo que contaba resultó ser cierto, pero nunca ha revelado su identidad.
—Qué extraño —dijo Rothwell—. Aun así, dudo que Charles y sus jacobitas sean capaces de burlar a los tuyos. En el pasado demostraron ser bastante insensatos, aunque he de confesar que subestimé a MacKinnon. No sé de ningún otro escocés tan bien educado o tan seguro de sí mismo, pero él es todo un caballero.
—No me sorprendería que hubiese hecho el grand tour1 con tu padre y con el mío —añadió Ryder con sequedad—. No cabe duda de que es todo un misterio. ¿Qué fue lo que te llevó a preguntarle por MacDrumin? —Antes de que Rothwell pudiese responder, chasqueó los dedos y dijo—. Déjalo, ya lo tengo. La tierra de MacDrumin fue tu recompensa por tu gentil ayuda durante los últimos conflictos, ¿no es así? ¿Esperabas que MacKinnon te diese información que te ayudase a recaudar tus rentas? Según tengo entendido, muchos de los nuevos terratenientes ingleses han tenido grandes problemas en ese sentido.
—No es mi caso —Rothwell se apartó del espejo—. Mis rentas llegan con admirable regularidad. De hecho, por lo que sé, mi factor solo ha de visitar a uno de mis arrendatarios, el propio MacDrumin, para recaudarlas. —Ryder soltó una carcajada.
—Yo diría que esa conducta tan ejemplar es condenadamente sospechosa, Ned. Lo más probable es que el bueno de MacDrumin se dedique al contrabando de whisky de las Tierras Altas, pues no se me ocurre otra razón que justifique ingresos periódicos en estos tiempos tan revueltos. Bien sabe Dios lo poco fértil que es el terreno de las Tierras Altas, que apenas sirve para criar un puñado de ovejas o de vacas. Son muchos los terratenientes ingleses que tienen problemas para cobijar o alimentar a sus arrendatarios de las Tierras Altas, por no hablar de la recaudación de las rentas. Además, esas remotas cañadas están plagadas de contrabandistas que saben de sobra que se supone que deben pagar impuestos por el whisky que fabriquen, pero todos ellos se niegan a hacerlo. Tal vez debería ordenar a mis muchachos que investiguen los tejemanejes de Glen Drumin.
—Yo no lo haría, querido amigo, a menos que quieras que salgan a la luz algunas de tus proezas estudiantiles más ingeniosas —dijo Rothwell con una mirada sincera—. Necesito ese dinero. No te puedes hacer idea de lo cara que se ha vuelto Lydia, sobre todo desde que mi madrastra tomase la decisión de casarla con un miembro bien posicionado del reino, a pesar de la última y a todas luces absurda predilección de Lydia por un amigo del sinvergüenza de su hermano que no cumple ninguno de estos requisitos. Además, he tenido que pedir más satén y más terciopelo para mí mismo, a fin de no perder mi bien merecida reputación de esplendorosa elegancia durante la próxima temporada. ¿Estarías dispuesto a llevarme a la ruina, Ryder?
—La pérdida de tus rentas escocesas no sería suficiente para ello —dijo Ryder negando con la cabeza—, pero no tengo inconveniente en dejarlo estar por el momento. De todas formas, no tendré tiempo para dedicarme a este asunto hasta que hayamos terminado con el del joven pretendiente. ¿Qué tendrá ese hombre que tiene tantos seguidores? Nunca he logrado explicarme su gran magnetismo. —Rothwell se encogió de hombros.
—Un halo de romanticismo, supongo, una dosis de extraordinaria quimera. Desde luego, no es su belleza. Parece más polaco que inglés el pobre muchacho.
—Eso no es de extrañar, puesto que su madre es polaca, pero no es su aspecto lo que me inquieta. Se dice que la razón por la que partió de Amberes rumbo a Londres es esa idea obsesiva que tiene de devolver el trono a los Stewart, y se dice también que ya ha ordenado veintiséis mil mosquetes para sus seguidores de aquí, así que a ver quién se atreve a decir que no logrará tomar la ciudad esta vez. —La sonrisa de Rothwell reflejaba su cansancio.
—A menos que haya adquirido algo de sabiduría en los últimos cuatro años, y no tenemos motivos para pensar que así sea, es el mismo advenedizo imprudente que en el cuarenta y cinco, cuando era tal su ansia por imponer su autoridad que hacía caso omiso de los sabios consejos de hombres de mayor edad y con más experiencia que él.
—Estoy de acuerdo en que no soporta que le lleven la contraria —dijo Ryder—. Lo que me preocupa es eso, añadido al hecho de que su único propósito en esta vida sea devolver el trono a los Stewart. No está solo, Ned, cuenta con todo un ejército de seguidores.
—Cierto, pero no todos ellos están plenamente de acuerdo con sus objetivos, mi querido amigo. Piensa un momento en la actitud de MacKinnon. Ese hombre sigue considerando a Inglaterra un país extranjero cincuenta años después de la unificación y el trono inglés no le interesa lo más mínimo. Quiere a un Stewart, pero en el trono de una Escocia independiente. Charles Edward Stewart ansia reinar sobre Londres.
—Y eso es precisamente lo que me asusta. ¿Acaso no recuerdas lo que pasó la otra vez, cómo cundió el pánico en todo Londres desde el mismo instante en que los escoceses atacaron por el norte? Toda la ciudad atemorizada mientras nuestro ejército avanzaba hacia su encuentro.
—Y al final no sirvió de nada —argumentó Rothwell con tono calmado—, y esta vez sucederá lo mismo. La gente se asustó entonces al pensar que el levantamiento había sido instigado por el rey francés, con quien, como recordarás, seguíamos enfrentados.
—En cierto modo llevas razón.
—Así es —Rothwell cogió los guantes y empezó a ponérselos—. ¿Te apetece venir conmigo a casa? Mi madrastra espera invitados esta noche y yo estaría encantado de poder contar con tu apoyo.
—No así lady Rothwell —replicó Ryder—, no solo no siente precisamente admiración por los políticos, sino que además, mi inesperada presencia alteraría el orden de sus comensales en la mesa.
—También es mi mesa, o al menos eso creo —añadió Rothwel con voz aterciopelada, mientras alcanzaba su tricornio y su bastón. Aunque la mayoría de los hombres que lo conocían hubiesen cambiado de opinión inmediatamente al escuchar el tono de su voz, Ryder añadió con tono calmado:
—No tienes que utilizar esas artimañas conmigo, Ned, pues no me impresiona lo más mínimo en ocasiones como esta. Sé que es tu mesa y no dudo que me garantizarías una calurosa acogida, pero no sería del agrado de la señora y a mí no me gustaría enemistarme con ella.
—¿Intentas pescar a mi hermana, Ryder? No te aceptará.
Ryder se sonrojó.
—Soy demasiado viejo para lady Lydia, e incluso si fuera del agrado de las damas, que no es el caso, estoy bien seguro de que mi traje no sería bien recibido en la casa de la familia Rothwell.
—No seas tonto. Yo lo aceptaría sin dudarlo ¿quieres a esa mocosa? Tuya es, te la regalo de mil amores. Ve y adquiere una licencia especial de matrimonio de una vez por todas, te lo ruego, y trataremos el asunto antes de la cena. —Ryder se rió y comenzó a guardar sus cosas para marcharse.
—No seas ridículo, Ned. Ya tengo bastante como para tener que ocuparme también de una mujer y unos hijos. Además, ¿no has dicho antes que Lydia ya está enamorada de alguien?
—Un cachorrillo que todavía tiene que madurar y que sin duda habrá llevado a su padre a la ruina mientras él disfrutaba del grand tour, donde, por cierto, no parece que haya aprendido nada que valga la pena. Ahora vive con James en esa ridícula casa que tiene en el puente.
—¿Otro artista?
—No, un parásito, pues no es más que el hijo de un marqués, y dudo que tenga donde caerse muerto, pero es atractivo y poseedor de excelentes dotes para el discurso. Un hombre del Trinity, si mal no recuerdo.
—Ya veo —dijo Ryder con una sonrisa—. Estás de acuerdo con Horace Walpole en que el Trinity es un nido de disparates e intolerancia.
—No me hables de los Walpole. Incluso el más inofensivo tiene la lengua condenadamente afilada. Pero bueno, decídete, ¿vienes a casa conmigo?
—Te acompañaré hasta allí, si es tu deseo, pero no puedo entretenerme en la casa de la familia Rothwell, pues tengo que estar en Whitehall en una hora. De hecho, la única razón por la que te acompaño es porque confío en que seas tan generoso de prestarme tu barca.
—Me imagino que la tendrás en la escalinata —y levantó una ceja— me pregunto si mi dignidad se verá afectada si caminamos una distancia tan larga. Tal vez debería enviar a algún muchacho a por un palanquín. —Ryder soltó una carcajada, pues la distancia entre las oficinas y la escalinata del Parlamento no alcanzaba las cien yardas.
—Sobrevivirás a la caminata, mi decrépito amigo, con menor penuria que los pobres portadores del palanquín encargados de llevarte. Procura no tropezar con el tacón de tus bonitos zapatos. —Rothwell extendió un gran pie para mostrar un zapato negro con una hebilla dorada.
—No es en el zapato en lo que debes fijarte, querido amigo, sino en el elegante calado de las medias que recubren mis nobles piernas.
—Date prisa, Ned, antes de que olvide que no eres el petulante Jack Straw a quien tanto te divierte imitar y diga algo que haga emerger ese maldito genio que tienes.
—Tonterías, yo no tengo genio. No soy más que un hombre sencillo y tranquilo, el más apacible de los mortales.
—Y yo soy el rey de Inglaterra.
—¡Cielos! ¡Otro más no! Ya hemos tenido bastantes falsos aspirantes al trono. —Ryder abrió la puerta, hizo una ligera reverencia y extendió una mano en señal de invitación.
Rothwell, divertido, pasó junto a él y luego aguardó bajo la tenue luz del pasillo a que cerrase la puerta. El despacho que habían utilizado estaba en el piso superior de la que antes fuera una capilla de la iglesia de San Esteban, cerca de la cámara que hacía las veces de Casa de los Comunes de Gran Bretaña. La puerta que conducía a dicha sala estaba abierta cuando pasaron y Rothwell echó una ojeada al interior mientras pensaba, como tantas otras veces, que era excesivamente sencilla para ser lo que era. Demasiado similar a la capilla de los disidentes de cualquier ciudad de provincias. Un revestimiento de madera cubría los muros decorados con frescos y la amplia ventana de tracería que había en el otro extremo, otrora ornamentada con las más exquisitas vidrieras, había sido reemplazada el siglo anterior por tres ventanas de cabeza redonda. Los balcones descansaban sobre unas columnas de capiteles corintios desproporcionadamente grandes y cuya patente fealdad le recordaba a las pocas ocasiones en que su hermanastro, James, se había dignado a acompañarle a visitar los edificios donde se debatían las leyes y el destino de Gran Bretaña.
James había quedado especialmente decepcionado, su alma de artista se vio sobrecogida ante su pequeñez y su insignificancia. Ni siquiera le había impresionado la Casa de los Lores, en el piso superior de un edificio de formas irregulares, ligeramente orientado hacia el sur de la iglesia de San Esteban. Rothwell, que todos los años pasaba gran parte de su tiempo allí, sobre todo de enero a junio, era de la opinión de que la Casa de los Lores tenía un aspecto de majestuosidad en comparación con la de los Comunes. Pero a James ni siquiera le habían gustado los extraordinarios tapices holandeses que vestían las paredes, con ilustraciones de la Armada, ofrecidos por Holanda a Inglaterra en tiempos de la reina Elizabeth. Lo máximo que se dignaba a decir era que, al estar toda la escena iluminada por cientos de velas en apliques con plata engastada, y al llevar los lores del reino sus togas oficiales de terciopelo encarnado, el trono dorado, con su dosel de terciopelo rojo, coronado por el escudo real, destacaba hermosamente sobre las delicadas tonalidades de los tapices y el efecto global resultaba impresionante.
Rothwell y Ryder salieron al patio del antiguo castillo desde la iglesia de San Esteban a través de un pasadizo oscuro e irregular, que parecía conducir a una entrada de artistas. Se dirigieron a un segundo pasadizo que llevaba desde lo alto de la calle Abingdon hasta el Támesis y las escaleras del Parlamento, donde los barqueros de Rothwell, con gran maestría, habían adelantado la barca hasta el punto más cercano, entre las miríadas que la rodeaban.
Los dos hombres se sentaron en dos de los cuatro cómodos asientos de la embarcación y se recostaron, silenciosos, dejándose llevar ambos por sus propios pensamientos. Cuando la corriente hizo desviarse a la barca hacia el centro del río, Rothwell se fijó en el Westminster Hall, escoltado por las torres de la abadía, y conforme se deslizaban por debajo del puente (de Westminster), ya casi terminado y cuya inauguración estaba prevista en menos de tres meses, volvió a centrar sus pensamientos en MacKinnon (de los MacKinnon). Poco podía aquel anciano imaginarse las maquinaciones que habían sido necesarias para lograr su puesta en libertad. Había que admirar, no obstante, su coraje, pues no había perdido ni un ápice de dignidad durante su estancia en prisión.
Una estridente risa femenina que ahogó los ruidos habituales del río llamó la atención de Rothwell y vio a varias doncellas asomadas a las ventanas de las casas de Dorset Court que intercambiaban opiniones con unos barqueros desperdigados cerca de la orilla. Más adelante, pasados los muelles de madera y piedra, que surtían de las materias primas que demandaba la creciente ciudad de Westminster, las murallas bajas de piedra y los bastiones semicirculares del antiguo palacio Whitehall aún sobrevivían junto a la orilla del río, si bien el magnífico palacio al que un día perteneciesen había sido consumido muchos años atrás por el fuego. Entre el muro y el hermoso y antiguo jardín de Privy, en lo que en aquel entonces era la zona residencial más popular de Londres, había una amalgama de mansiones de todas las formas y tamaños, construidas sobre las ruinas del palacio y habitadas por nobles y caballeros de muy noble linaje y con un gusto exquisito. La mayoría eran íntimos del rey y ocupaban distintos cargos en su corte.
Cuando la barca pasó por el muelle de Todd y comenzó a inclinarse mientras se aproximaba a la orilla, surgió imponente ante ellos la primera de estas magníficas casas. Era propiedad del recientemente fallecido duque de Richmond y parecía un conjunto de edificios, pues sus distintas partes estaban conectadas por escalinatas anexas a su costado. En el frontal de todo el conjunto imperaba una enorme terraza de piedra con barandilla de hierro orientada hacia el río.
A su lado, la casa de la familia Rothwell, era la casa más imponente de la parte frontal de Whitehall, pues era la única que se había construido simétricamente. El resto, erigidas sobre las parcelas de formas irregulares concedidas a sus dueños después de que el Gran Incendio de Londres consumiese el palacio, parecían haber sido lijadas e incrustadas en su posición a fin de hacerlas encajar en sus inusuales parcelas, y, de hecho, así había sido.
La barca pasó las escaleras del viejo jardín de Privy, cerradas y obsoletas desde que se construyera la casa de la familia Richmond, y se deslizó silenciosa hasta alcanzar los pies de los amplios peldaños de piedra privados que compartían Rothwell y el duque. Mientras Rothwell desembarcaba, se dirigió a los jóvenes y musculosos barqueros:
—Llevad a sir Dudley a la escalinata de Whitehall, Oliver, y a continuación acatad todas sus órdenes hasta que termine el día. Yo no os necesitaré hasta la mañana.
—Con todos mis respetos, señor —dijo Oliver tímidamente—, mi señora, lady Lydia, ordenó la barca para las tres en punto y ya hace tiempo que ha pasado esa hora.
Rothwell sonrió irónicamente.
—Hablaré con ella, pero me atrevería a decir que decidirá que al final ya no te necesita.
Ryder levantó una ceja con gesto burlón, pero Rothwell decidió hacer caso omiso y únicamente se limitó a decir:
—Si cambias de opinión sobre la cena, amigo mío, serás bienvenido, te doy mi palabra.
—Gracias —dijo Ryder—. Ojalá pudiese aceptar, pues estoy seguro de que los fuegos artificiales bien podrán competir con los ofrecidos por el ilustrísimo duque de Richmond la pasada primavera para celebrar la paz. —Aún sonriente, Rothwell negó con la cabeza, pero al girarse para subir la escalera, oyó a Oliver que preguntaba con tono inocente:
—¿Es eso cierto, sir Dudley? ¿Va a haber fuegos artificiales esta noche? El año pasado, en mayo, cuando su excelencia iluminó así la noche, ¡fue un espectáculo maravilloso! Figúrese que se reunieron miles de personas para verlo y acabaron cayéndose al río un montón, de lo mucho que se entusiasmaron.
El ahora sonriente Rothwell no alcanzó a oír la respuesta de Ryder y para cuando abrió la esbelta verja de madera situada en lo alto de las escaleras, la embarcación ya se alejaba con rapidez, impulsada por la corriente, y sus voces habían quedado ahogadas entre el resto de los ruidos de la orilla. Al cruzar la verja, Rothwell entró en un pasadizo protegido por unos altos muros, al final del cual, en las paredes laterales, había dos puertas, una frente a la otra. La de la izquierda conducía hacia la terraza de la casa de la familia Richmond; la de la derecha, a la casa de la familia Rothwell; y dado que se trataba de las entradas que daban al río de dos casas tan importantes, cada una de ellas estaba vigilada por un lacayo empolvado y ataviado con una librea. Los dos jóvenes, alertados por el sonido de la llave en el candado, se apresuraron a adoptar una postura erguida y rígida y el de la derecha se hizo a un lado para abrirle la puerta.
Inmediatamente después había otra puerta que conducía a la planta baja y Rothwell la habría utilizado, de no haber sido porque su madrastra se encontraba en la casa, pues una escalera de servicio que había cerca de la misma conducía directamente a su dormitorio. Pero lady Rothwell no solo habría juzgado una entrada tan poco ceremoniosa a su propia casa como impropia, sino que habría hablado sobre ello de un modo incansable. Por todo ello, subió un segundo tramo de peldaños de piedra hasta la terraza para así entrar en la casa por las dobles puertas francesas coronadas por un imponente pórtico. Esta entrada le condujo directamente al gran salón, una amplia sala, elegantemente amueblada, de techos altos y dorados, decorados con hermosos frescos, y con dos chimeneas de mármol idénticas, una en cada extremo. Dos lacayos ataviados con libreas de tonos granates y dorados y con pelucas de estilo formal permanecían en postura erguida a la espera de tomar su sombrero, su bastón y sus guantes.
—Frederick, ¿dónde se encuentra lady Lydia? —preguntó al de más edad.
—En la galería alargada, mi lord, mirando los retratos.
Solo una vieja costumbre de disimular sus pensamientos evitó que Rothwell alzase los ojos en un gesto de sorpresa ante tal información. No solo las palabras de su barquero le habían llevado a pensar que su frívola hermanastra estaría aguardando ansiosa el regreso de la barca, sino que era la primera vez que mostraba interés por las pinturas y retratos familiares expuestos en la galería alargada.
Al girarse hacia la escalinata central del recibidor, se detuvo y añadió en tono pensativo:
—¿Se encuentra lady Rothwell en su sala de estar?
—No, mi lord. Ha comenzado a vestirse para la cena. Ordenó que le recordemos que sus invitados empezarán a llegar antes de las seis.
—Gracias. —Replicó Rothwell, esperando que su voz no hubiese revelado el alivio que había sentido al saber que no iba a encontrarse de inmediato con su madrastra. Unos rayos distraídos del postrero sol del atardecer acariciaban la refinada caoba de las Indias Orientales de la balaustrada, que se precipitaba de modo incitante hacia arriba en una graciosa espiral, iluminada desde lo alto por unas vidrieras que circundaban la elevada cúpula. Rothwell se dirigió directamente al recibidor de la entrada principal, la orientada hacia el jardín de Privy, a continuación torció a la derecha y atravesó su biblioteca para dirigirse hacia la galería alargada, situada en el extremo norte de la casa.
Lady Lydia Carsley, una esbelta joven de dieciocho años, rizos largos negros y brillantes cual refulgente obsidiana, estaba en pie junto a una ventana a través de la cual se obtenía una vista oblicua del río, aunque miraba fijamente hacia una puerta situada en un extremo de la habitación. Se sobresaltó cuando él pronunció su nombre y se giró entre el suave susurro de su cancán y sus enaguas para mirarle, sus profundos ojos marrones abiertos de par en par destacaban sobre su hermoso rostro ovalado.
—¡Santo Dios, Ned! ¡Qué susto me has dado! Estaba convencida de que entrarías a través de la sala de estar de mamá.
—Pues estabas equivocada, querida.
—Bueno, no importa. Estoy encantada de verte.
—No será para tanto…Te traigo malas noticias. No puedes pedir mi barca cada vez que se te antoje. De hecho, te prohíbo que la utilices sin mi permiso. —Ella hizo un gesto con la mano con el que restaba importancia a sus palabras.
—Cuando Oliver me ha dicho que iba a recogerte a la escalinata del Parlamento he sabido que era inútil pensar que tendría tiempo de visitar a James hoy, pues eso es todo lo que deseo hacer, Ned, te doy mi palabra.
—¿Solo a James, Lyddy? ¿Y qué hay de su deplorable compañero?
Ella se encogió de hombros y replicó con elocuencia:
—No cabe duda de que si diese la casualidad de que lord Thomas se encontrase en casa… —al notar su dura mirada, titubeó, y finalmente añadió apresuradamente—. No comprendo por qué has de ser tan cruel, el pobre no puede evitar estar enamorado de mí y sus sentimientos son tan conmovedores… hasta intentó poner fin a su vida cuando vio que no lucía un ramillete que me había enviado.
—Algo había oído —dijo Rothwell en tono cortante—, lástima que no utilizase una cuerda en vez de uno de tus lazos, querida. El muy majadero debía haber sabido que el lazo no aguantaría su peso.
—No lo sabía —replicó ella indignada— y estaba totalmente inconsciente cuando James lo encontró. Es más, tuvo suerte de que fuese James quien lo encontrase, pues sabía exactamente qué hacer para salvarle, algo que no todo el mundo hubiese sido capaz de hacer.
—No cabe duda de que tuvo suerte de que no fuera yo quien lo encontrase.
—Estoy de acuerdo —dijo ella con aspereza— pues tú no sabes tanto sobre reanimar y asistir a la gente como James, dado que él ha aprendido mucho gracias a su amigo el doctor Brockelby. Yo creo que si James no hubiese pertenecido a la nobleza, es probable que se hubiese dedicado a la medicina.
—Su linaje no le ha impedido ser pintor —señaló Rothwell.
—Un pintor de la corte —se apresuró a puntualizar Lydia—. Ni siquiera mamá lo considera algo tan malo, pues es muy probable que termine haciendo una gran fortuna.
Rothwell estuvo a punto de rebatirle, pero decidió que no ganaba nada diciéndole a su media hermana que ella y su madre se engañaban si pensaban eso. Por el contrario, añadió:
—En cualquier caso, el noble orgullo de James no le impide acudir a mí cada vez que se queda sin dinero. ¿Es eso lo que ha hecho que quieras ir a visitarlo hoy, Lyddy? ¿Te ha hecho llamar?
—No, lo cierto es que… —ella dudaba y para su sorpresa, una chispa de picardía iluminó su mirada —Ned, ¿recuerdas la última vez que James estuvo aquí, antes de que discutieseis y él se marchase de la casa, cuando mamá nos estaba mostrando el libro de la familia?
Rothwell hizo una mueca. Su madrastra tenía una afición desmesurada por agasajar a sus familiares y amigos con el hecho de que tanto ella como su último lord eran descendientes de las dos esposas de Edward I. Cuando se pusieron de moda los árboles genealógicos, lady Rothwell ordenó inmediatamente que hiciesen el suyo, de modo que todo su linaje había quedado debidamente plasmado en un libro. La primera ilustración poco tenía que ver con los típicos árboles genealógicos, pues a lady Rothwell se le antojó que dibujasen una planta de piña que brotaba de una cesta en la que se pintó el busto del rey Edward. Todas las secciones intermedias se habían organizado sobre las hojas, mientras el fruto partido por la mitad albergaba los bustos del último conde y el de ella misma, flanqueados por unos retratos de sus vástagos. Al recordarlo, Rothwell exclamó:
—¡Qué ridiculez!
Lydia se rió.
—Dices eso porque James está mucho más favorecido que tú.
—Mi retrato apenas se ve —le recordó él, por no mencionar el hecho aún más doloroso de que no se había incluido ningún retrato de su madre—. Da la sensación de que lo hubiesen incrustado ahí en el último minuto.
—Probablemente así fuera —convino ella—, pero mamá no podía dejarte fuera, pues tú eres el actual conde.
—Y el que pagó el bonito libro.
—¿En serio? Sí, claro que lo pagarías. Pero mamá está tan aficionada a la genealogía últimamente que aburrió a James hasta la saciedad cuando estuvo aquí aquel día, y ya sabes cómo se pone cuando se le despierta el sentido del ridículo. Mira. —Apuntó con un gesto hacia la pared que había detrás de Rothwell, quien la siguió con la mirada.
Dos nuevos retratos habían ocupado el lugar de honor entre los muchos que vestían la pared de la galería. El primero, titulado Eva de Carsley, mostraba una voluptuosa figura femenina apoyada sobre un árbol y sonriendo de forma seductora a una serpiente que pendía de una rama cercana, con una manzana en la boca. Su compañero representaba a un esbelto varón, de aspecto extremadamente estúpido, las partes íntimas convenientemente ocultas entre los arbustos, que miraba con desconcierto a un rostro de gesto severo formado por oscuros nubarrones circundados por relámpagos. El título de este retrato era Adán de Carsley.
Rothwell los miró con detenimiento durante unos largos y significativos segundos, y a continuación soltó una carcajada tan fuerte que pronto se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que sujetarse el costado. Lydia lo miraba con una media sonrisa y no se atrevió a hablar hasta que él dejó de reír. Entonces añadió con total naturalidad:
—Tiene gracia, desde luego, ¿pero qué hacemos, Ned? Eso es lo que pretendía preguntarle hoy a James, pues estarás de acuerdo conmigo en que no podemos dejar estos cuadros aquí. Y mamá está convencida de que el único motivo por el que se ha pasado por aquí cuando tú estabas fuera ha sido para traerle más extracto de hierba mora para el cutis. Se sentiría totalmente abochornada si alguno de sus invitados viese esto. Y para colmo, espera a lady Townshend y a la condesa de Portland a cenar esta noche.
Rothwell hizo un esfuerzo por contener la risa y con el gesto serio añadió:
—Yo me encargaré de ellos, Lyddy, no te preocupes.
—Muy bien, pero, Ned —dijo mirándole fijamente—, ¿los guardarás en lugar seguro, verdad? Están muy bien hechos. —Él se acercó a ella y le acarició la barbilla:
—Descuida, gatita. Son unos cuadros excelentes. ¿No deberías empezar a vestirte?
Ella sonrió.
—No me cuesta dos horas vestirme, señor, pero te voy a dejar, pues tengo que escribir unas cartas. —Y aún sonriente se dirigió hacia la sala de estar de lady Rothwell.
—Lydia —cuando ella le miró el dijo con dulzura—, nada de enviarle cartitas a lord Thomas Deverill.
—¡Qué cosas tienes! —dijo agitando la cabeza.
—Y se acabó el flirtear con Oliver —añadió con tono serio—, no me gustaría tener que prescindir de sus servicios por dejarse embaucar por una pícara y descarada que tenía que pensar mejor lo que hace.
Ella ladeó la cabeza y preguntó con curiosidad:
—¿Te atreverías a despedirle, Ned?
—Sin dudarlo un segundo.
—Vaya, eso sería muy injusto, señor —replicó en tono pensativo.
—No, no sería injusto sino necesario. —Mordiéndose el labio inferior, se giró esta vez sin tanto ímpetu y él se apenó al ver cómo se extinguía la luz que iluminaba su expresión, si bien esperaba que hiciese caso a sus consejos.
Cuando se hubo marchado, volvió a mirar los dos retratos y se rió. Había momentos en que sentía verdadero aprecio por su irresponsable pero indudablemente talentosa media hermana. Llamó a un lacayo y ordenó que colgasen los retratos en su propio dormitorio y luego volvió a la biblioteca para estudiar minuciosamente un mapa de Gran Bretaña en un intento por comprobar si su estado más nuevo y más lejano estaba realmente tan lejos de la isla de Skye como Bristol de Oxford.