Capítulo IV
Maggie miró al juez sorprendida. El resto de la sala guardó silencio hasta que él dejó de reír, pero entonces, por detrás de ella, notó el indiscutible sonido de una risita. Mantuvo la mirada clavada en el juez. Le dolía la cabeza.
—¿Así que Rothwell, eh? —En su voz aún se adivinaba el eco de la risa, pero ahora no la miraba a ella— ¿Has dicho que eres pariente del conde?
Maggie tragó saliva y añadió:
—Bueno, no estoy precisamente emparentada con él, Señoría, pero…
—Ya decía yo. ¿Qué quería decir precisamente? —Ella volvió a tragar saliva, deseando que él hubiese hecho prácticamente cualquier otra cosa menos reírse así. También sería mala suerte, pensó, descubrir que el juez era el mismísimo conde de Rothwell. Pero no, un personaje de tan alta alcurnia no podía malgastar su tiempo en un tribunal tan humilde como aquel. Respiró profundamente.
—Lord Rothwell tiene un… un interés especial en mi familia, señor. —El juez, que seguía mirando con sus anteojos hacia algún punto situado detrás de ella, dijo en tono pausado:
—Vamos, míster Carsley, ¿sería tan amable de aclararnos algo? Si esta muchacha está emparentada con el conde de Rothwell, no cabe duda de que usted tiene que haber oído hablar de ella. —Una voz calmada, sin duda la misma que se había reído antes, dijo desde detrás de Maggie:
—Dado que todavía desconozco su nombre, no es posible que pueda reconocerlo. En cuanto a la muchacha en sí, no recuerdo haberla visto antes.
Maggie giró la cabeza. El que acababa de hablar era el dibujante y lo había hecho con el tono inconfundible de un caballero. Un joven unos tres o cuatro años mayor que ella, vestido de modo informal, no como un gran seguidor de la moda. Sus cabellos castaños no habían sido empolvados y los llevaba recogidos atrás con un lazo negro. Sus rasgos eran equilibrados; dos avellanas doradas sus ojos. Cuando alzó la cabeza para mirarla a ella, su expresión únicamente transmitía curiosidad. Ella se dio la vuelta para mirar al juez y añadió con tono firme:
—No conozco a ese caballero, Señoría.
—¿Insinúas que ni siquiera te suena su nombre?
—Así es, Señoría. Pero no he hecho más que llegar a Londres. Al buscar una calle determinada, mi cochero ha tomado una bocacalle errónea y hemos sido atacados. Él y mi criada han sido asesinados, me han robado todas mis pertenencias y me he quedado sin dinero y sin protección, motivos por los cuales he llegado a esta situación. —La sala se llenó de carcajadas y exclamaciones de incredulidad y el juez no hizo nada por impedirlo, sino que más bien parecía participar de la diversión.
—Buena historia —dijo con aprobación—, pero me temo que no te va a servir. Hablas con corrección y no me sorprendería que en algún momento hubieses servido como doncella o hubieses ocupado algún puesto similar, e intentes imitar a tus superiores, pero dado que míster Carsley no puede declarar a tu favor, me temo…
—Disculpe que le interrumpa, señor —espetó la voz calmada—, pero no veo por qué no puedo declarar a su favor. Si sirve para ayudarle, no tengo ningún inconveniente en hacerlo. —Maggie se volvió para mirarle, sin saber muy bien si sus palabras eran sinceras o si sencillamente se estaba burlando de ella. Su gesto era serio y observó que se comportaba como un hombre acostumbrado a que se atendiesen todas sus peticiones. De no ser porque se dedicaba a una ocupación de tan mal gusto como plasmar las escenas de un tribunal, hubiese pensado que se trataba de alguien perteneciente a su misma clase. Él le sonrió. El juez habló en tono severo:
—Vamos a ver, señor, tenga cuidado y no actúe de forma impulsiva. Dado que ha quedado claro que esta mujer ni siquiera conoce el apellido Carsley, me resulta imposible creer que su hermano tenga absolutamente nada que ver con ella.
—¡Su hermano! —Maggie miró aterrada al joven muchacho.
—No es culpa mía —dijo él con una atractiva sonrisa—. Él no admite la relación a menos que se vea forzado a ello y, de hecho, solo somos hermanastros.
—Pero… —Maggie se calló al ver que él le hacía un gesto con la mano para que no hablase. Carsley continuó su discurso con tono calmado—. Conoce su título, Señoría, y por algo será. Me atrevería a decir que son muchos los que desconocen el nombre de la familia y además, últimamente apenas nos vemos, por lo que no puedo hablar en su nombre; no obstante, sí que recuerdo que hace poco mencionó algo de que había asumido una nueva obligación y, por lo tanto, es perfectamente posible que esta joven muchacha esté bajo su protección y le aseguro que si tiene alguna responsabilidad del tipo que sea sobre su seguridad, no me gustaría nada que descubriese que yo he permitido que la ejecutasen.
El juez, ahora con gesto serio, hizo una mueca:
—¡Mi querido señor, esta muchachita no es más que una vulgar ladrona!
Carsley suspiró.
—Muy vulgar no es, señoría, si me permite que le contradiga. Piense tan solo en su educado discurso. En cualquier caso, la cartera se ha recuperado, con lo cual le sugiero que permita que sea Rothwell quien decida qué hacer con ella. Si él se desentiende de ella, siempre puede ser encarcelada.
—¿Se comprometería usted a entregarla a las autoridades si descubre que ha mentido a este tribunal, míster Carsley?
—Me comprometo a presentarla ante Rothwell, Señoría, y le doy mi palabra de que si miente, poco tardará él en hacer que se arrepienta de que no la hayan ejecutado.
Maggie levantó los hombros y su mirada se cruzó con la de míster Carsley, pero por dentro estaba temblando y no sabía si era ante la idea de ser presentada ante Rothwell o devuelta a Bridewell. ¿Por qué sería —se preguntó con desaliento— que las personas que se presentaban ante ella como rescatadores demostraban en seguida ser todo lo contrario?
A partir de ese momento todo transcurrió muy rápido y, de pronto, se halló en la arcada de piedra junto a míster Carsley, enfrente de un canal que fluía hacia el centro de una amplia carretera por la que transitaban todos los medios de transporte posibles. A pesar de que la mayoría de los transeúntes tenían el mismo aspecto que muchos de los que había visto en Alsacia, exhaló una profunda bocanada de aire fresco y miró a su alrededor con interés, la libertad tenía el mismo efecto sobre ella que el whisky más fuerte de su padre. Finalmente, se giró hacia su acompañante y dijo:
—Señor Carsley, muchas gracias por su ayuda.
—Lo cierto es —respondió él mientras posaba una perspicaz mirada sobre ella— que habla como una mujer instruida, pero tiene el aspecto de alguien que acaba de salir de una batalla campal. ¿Quién demonios es y en qué estaba pensando cuando le ha soltado el nombre de Rothwell al loco del juez?
—Usted mismo ha dicho que acababa de asumir una nueva obligación. ¿Cómo sabe que no he dicho la verdad?
—Ned siempre anda asumiendo nuevas obligaciones, así que ha sido lo primero que se me ha ocurrido, aunque, en mi opinión, normalmente lo que la gente busca de él es su dinero, y no su protección o su consejo. Pero ¿qué importa eso ahora?, lo que quiero es saber quién es usted.
Ella se detuvo. Una vez pronunciado, el nombre de Rothwell había funcionado milagrosamente y al haber logrado superar todo aquel horrible proceso judicial sin revelar su identidad, no sabía si sería prudente hacerlo ahora.
—Debería haber sabido el apellido de su hermano —replicó Maggie, que había optado por desviar momentáneamente la conversación—. He sido muy imprudente al mencionarlo sin ni siquiera saber eso de él, pero…
—Hermanastro —puntualizó el, asiéndola por el brazo—. Creo que será mejor que nos acerquemos primero a mi casa para que al menos pueda lavarse la cara y arreglarse un poco el cabello antes de que la lleve ante él.
Maggie se cerró en banda.
—¡Oh, no! La verdad es que, pese a que le estoy profundamente agradecida por haber intercedido por mí, no puedo enfrentarme a su hermano. Y tampoco es necesario que me lleve ante él, pues para su información, ni siquiera conoce mí existencia.
—Ya me lo figuraba —dijo Carsley—. Aun así, he dado mi palabra de que la llevaría ante Ned y eso es lo que debo hacer. Lo que suceda después habrá de decidirlo él mismo. Honestamente, no me sorprende que quiera echar a correr, pues no va a ser una experiencia nada agradable. Tampoco a mí me apetece mucho verle. —Y con una mirada poco amistosa añadió—. Para serle sincero, prefiero guardar las distancias.
—Pero yo ya cuento con amigos en Londres —dijo Maggie—, así que si me prestase algo de dinero para un coche o un palanquín, podría ir a casa de lady…
—¿De lady qué? —preguntó él al ver que se callaba confundida. Parecía un joven agradable, pero a la vista de los posibles peligros implicados, acaso no fuera conveniente revelar ningún tipo de vínculo con la señora Primrose.
—Le ruego que me crea, tengo amigos —dijo ella—.Y si pudiese prestarme un chelín o lo que cueste alquilar un palanquín…
—Lo lamento —dijo él con rotundidad—. He dado mi palabra.
—¡Oh, por todos los Santos! ¿Y eso qué importa? Usted no desea ver a su hermano, y ni que decir tiene que yo tampoco, así que no hay ninguna necesidad de que me lleve ante él. —Maggie le miró fijamente y con consternación, cuando otro pensamiento cruzó su mente—. ¿Acaso pretende volver a recluirme en aquel terrible lugar? El juez le ordenó que lo hiciese si se demostraba que yo mentía y usted ya se ha dado cuenta de que lo he hecho.
—No ha prestado atención —dijo él, asiéndola con fuerza por el brazo e indicándole que bajase hacia abajo—. Iremos por aquí, hacia el río. No querrá ir andando hasta mi casa, de modo que nos daremos un capricho y alquilaré una barca en Blackfriars.
Maggie acababa de descubrir el Támesis, infinito, azul y chispeante, en la parte inferior de la colina, y debido a su curiosidad por ver el río al que habían denominado el alma de Londres, dejó que la guiase hacia él sin protestas, si bien no pretendía zanjar el asunto. Al poco rato, buscó su rostro y preguntó:
—He oído todo lo que se ha dicho en la sala, señor, y aquel hombre ha dicho que usted tendría que devolverme si descubría que no había dicho la verdad.
—Sin embargo, dudo que me haya oído a mí decir que lo haría. Yo solamente he dicho que me encargaría de presentarle ante Rothwell y eso lo cumpliré. No suelo dar mi palabra si no tengo verdaderos motivos para ello, pero cuando lo hago, me siento moralmente obligado a mantenerla —La miró de arriba abajo y frunció el ceño—. Ojalá tuviese algo más presentable que ponerse.
—Eso mismo digo yo —replicó ella—, pero todo el equipaje que portaba estaba en mi carruaje y todo el vehículo, por no hablar de los cuatro caballos, ha desaparecido en Alsacia antes de que yo recuperase la consciencia, así que no sabría decirle qué ha sido de mis otros vestidos.
—Así que esa historia es cierta, ¿es verdad que ha estado en Alsacia?
—Lo es. Mi cochero, al ser la primera vez que estaba en la ciudad, ha tomado un desvío erróneo y en un instante hemos pasado de una calle perfectamente civilizada a otra completamente incivilizada. Han asediado y volcado mi carruaje y lo cierto es que he sido muy afortunada de haber salido con vida.
—¿Cómo ha podido perderse el cochero?
—No sabría decirle. Tenía instrucciones claras: tomar Fetter Lane desde Holborn, girar hacia la calle Fleet y luego tomar la sexta bocacalle hacia el río.
—Debe de haberse equivocado al girar en la calle Fleet. No sé cuál es ese desvío al que se refiere, pero puedo asegurarle que prácticamente todas las bocacalles de la parte oriental de la calle Fleet, hasta bien pasado Bridewell, desembocan en Alsacia. La parte nueva está hacia el oeste. Y ahora, escúcheme bien —añadió, aunque con la misma naturalidad—, ¿le han lastimado de algún otro modo? —Maggie, con la cabeza a punto de estallar, le miró y halló una mirada serena, se ruborizó y replicó con voz queda:
—Me he golpeado la cabeza y me duele un poco, pero eso es todo.
—Pues ha sido verdaderamente afortunada —sentenció él—. Ahora, ¿va a decirme su nombre o tengo que inventarme uno? Tendré que llamarle de alguna manera cuando le presente a Rothwell, ¿no le parece?
—Me llamo Margaret MacDrumin, míster Carsley—. Lo observó cuidadosamente y no notó ningún indicio de que hubiese reconocido su nombre. Él asintió con la cabeza y añadió:
—Entiendo por tanto que se ha resignado a conocer a Ned.
—Supongo que sí —dijo ella suspirando—. ¿Se enojará mucho?
Carsley se encogió de hombros.
—Esperemos que no, pero si lo hace, puede estar tranquila, pues se enojará más conmigo que con usted.
Sus palabras apenas la reconfortaron, mas no supo qué responder y se mantuvo en silencio durante un rato. A pesar del dolor de cabeza, estaba pendiente de las vistas y los sonidos de la ciudad. Había vendedores ambulantes por todas partes que anunciaban a gritos su mercancía, y un hombre y una mujer que bailaban para pedir limosna en la acera.
El ruido iba creciendo conforme se acercaban a la orilla. Las ruedas y las herraduras de hierro repiqueteaban sobre los adoquines. Los carreteros gritaban y los peatones parecían estar en constante peligro de ser aplastados sobre los muros de los edificios cercanos, pues la acera no estaba elevada y era prácticamente imposible decir dónde terminaba y dónde comenzaba la carretera.
Maggie permaneció cerca de míster Carsley y sintió una grata sensación de alivio cuando finalmente tomaron asiento en una de las estilizadas barcazas que transportaban pasajeros de un punto a otro del río. Les impulsaba la corriente, por lo que su paso podría parecer acelerado para quienes no tuviesen ninguna prisa, pero ella estaba fascinada en demasía por la vista como para concentrarse en sus temores. Desde el río la ciudad era indudablemente mucho más grande que Edimburgo, y más impresionante.
Míster Carsley le iba señalando los monumentos que consideraba de interés y, pese a que estaba segura de que no tardaría en olvidar el vertedero del muelle de Puddle Dock y la báscula romana, estaba igualmente convencida de que siempre recordaría el muelle de Dung, con aquel motón de estiércol, o la catedral de San Pablo, que dominaba toda la ciudad.
—Allí está el Puente de Londres, justo enfrente —dijo Carsley— y el aljibe. La mayor parte de nuestras aguas provienen del río. Unas tuberías de madera las transportan a lo largo de toda la ciudad.
—Imagino que habrá pintado innumerables escenas de Londres, señor. Es todo tan extraordinariamente pintoresco…
—Dejo ese tipo de cosas para Canaletto y Scott. Mi obra es más anecdótica pero, dado que no tengo la sorprendente memoria fotográfica de Will Hogarth, no soy capaz de plasmar las cosas con tan solo mirarlas, y por ello he de hacer primero unos bocetos, que es lo que me ha visto hacer en el juzgado. Este año ya he pintado varias escenas de tribunales.
Como no deseaba agradecerle su amabilidad con críticas sobre la temática de sus obras, Maggie decidió no hacer ningún comentario. Transcurridos unos minutos, la barca arribó a la escalinata de Old Swan. Carsley la ayudó a desembarcar y añadió animadamente:
—Ya casi hemos llegado. Tengo unas cuantas pinturas colgadas en casa, tal vez le gustaría echarles un vistazo.
Maggie asintió levemente, sin embargo, conforme le seguía a través de la hilera de casas de Fishmonger Hall y por detrás del aljibe, se le ocurrió que acaso no fuera tan buena idea acompañarle a su casa, pues no era en absoluto algo propio de una dama. Pero lo cierto era que tampoco podía aguardarle en una vía pública. Hasta que él no volvió a hablarle para comentarle que habían llegado a Fish Street Hill, no se armó de valor para preguntarle:
—¿Está seguro de que me va a llevar a su casa?
Su sonrisa parecía comprensiva y replicó:
—Puede estar tranquila por su reputación. Tengo una especie de ama de llaves y además comparto el piso con un amigo. Por aquí.
—Creí que nos encontrábamos cerca del puente —Maggie miró a su alrededor desorientada, pues el río había desaparecido completamente y parecían haber regresado al centro de la ciudad.
Carsley soltó una carcajada:
—Estamos en el puente —dijo—, mire hacia allí, al hueco que queda entre esas casas. Desde allí puede ver el agua. Ese punto está más o menos a la mitad. —Ella no creyó sus palabras hasta que no se inclinó sobre el parapeto y alcanzó a ver las barcas que se deslizaban entre los enormes pilares que sustentaban el puente.
—Parece divertido —dijo al fin.
—Más bien peligroso, diría yo. Ahora la marea está alta, y por ello es más o menos seguro, pero conforme baja el río, se va acelerando la corriente y suceden muchos accidentes. Hemos llegado.
Para sorpresa de ella, la casa estaba encima de uno de los muchos comercios que flanqueaban ambos lados del puente. Cuando él abrió la angosta puerta, situada entre dos de ellos, y le indicó que accediese por delante de él a la estrecha y oscura escalera, se sintió incómoda, mas cuando hubieron subido arriba y él abrió la puerta, olvidó todos sus temores. Entraron en un salón bellísimo, con ventanas en los extremos orientadas hacia el río y el puente, gracias a las cuales la sala estaba perfectamente iluminada. No había cortinas. Los muebles daban a la estancia un aspecto acogedor, aunque se veían poco usados, y las dos paredes que carecían de ventanas estaban decoradas con coloridos cuadros.
—¡Precioso! —exclamó.
—A nosotros también nos gusta. Dev, ¿estás en casa? —Un gruñido y un balbuceo procedentes de un sofá girado hacia una de las ventanas que daban al río fue todo lo que obtuvo por respuesta, y acto seguido asomó por detrás del respaldo una cabellera oscura y enredada, acompañada de un rostro pálido y compungido.
—Vaya, ya has vuelto. ¿Quién es la muchacha?
—Es miss MacDrumin. Demuestra tus modales, levántate y salúdala como es debido. Aunque no parezca hacer honor a su nombre, permítame que le presente a lord Thomas Deverill, señora. Pensaba que hoy tenías pensado ahogarte, Dev, ¿acaso se te ha olvidado?
Maggie se giró y miró fijamente a Carsley, convencida de que no había oído bien, mas a pesar de que se adivinaba un brillo especial oculto en su mirada, lord Thomas añadió con aire taciturno, conforme se ponía en pie:
—No se me ha olvidado. Como recordarás, desde que tu maldito hermano me prohibió hablar con mi amada Lydia, resolví primero envenenarme, pero al no hallar lugar para llevar a cabo dicha enjundia, decidí ahogarme. Así pues, hoy he alquilado un coche y le he ordenado al cochero que me llevase a la torre Wharf, para arrojarme al agua en el muelle de la casa de aduanas. He dejado el coche con intención de no regresar a él, pero al llegar al muelle me he encontrado con que el nivel del agua era demasiado bajo, y por si no fuera suficiente, había un porteador sentado sobre unas mercancías, como si su objetivo fuera evitar mi muerte —suspiró—. Tenía cerrado el camino hacia el pozo sin fondo, así que he regresado al coche, y a casa.
—¡Lord Thomas! —exclamó Maggie aterrada, pero igualmente escandalizada— ¡Me cuesta creer que desee poner fin a su vida!
—Es que no lo desea —dijo James—. De lo contrario, sencillamente se arrojaría por el puente.
Lord Thomas le lanzó una mirada sombría y luego se dirigió a Maggie:
—James es un desalmado. Mañana iré y me arrojaré desde el puente, y ya veremos cómo se siente después.
—Eres un necio, Dev —añadió Carsley.
—No, no lo soy. ¿Qué más puedo hacer? Si no fuera el hijo menor de mis padres, sería perfectamente apto para cortejar a tu hermana, ¿no es cierto? Si fuera mi propio hermano, me recibirían con todos los honores, pero al ser quien soy, Rothwell no quiere saber nada de mí.
—Por cierto, ¿dónde está la señora Honeywell? —preguntó Carsley de pronto.
—Ha salido a comprar unas chuletas para la cena.
—En ese caso, haz algo útil y tráele a miss MacDrumin una palangana y una jarra para que pueda lavarse la cara, y, si ves algún peine o algún cepillo, tráelo también. Tengo que presentarle a Ned y no quiero que la vea de esta guisa.
Por primera vez, lord Thomas miró directamente a Maggie, que movía nerviosa los pies, avergonzada al pensar en el aspecto tan descuidado que debía de tener. Pero al ver que él asentía con la cabeza y se marchaba, su vergüenza pareció extinguirse para dar paso a unas sorprendentes ganas de reír.
—No le haga mucho caso —dijo Carsley—. El pobre se pasa todo el día pensando en mi hermana.
—¿Y es correspondido? —preguntó Maggie, acercándose a una ventana para obtener una vista mejor del río.
—Ella piensa que sí —respondió él—, pero yo me atrevería a decir que es porque Ned se lo tiene prohibido. Lydia es un auténtico espíritu de contradicción.
—¡Por todos los santos! —exclamó Maggie de pronto— ¡Este edificio está colgado directamente sobre el agua!
—Tranquila, las partes más salientes están sustentadas por unos robustos soportes de hierro.
—No entiendo por qué no ha pintado esta vista una docena de veces —dijo—, pero lo cierto es que no la veo en ninguno de esos cuadros.
—No voy a pedirle su opinión sobre aquellos. La mayoría de las damas son excesivamente sensibles ante estos temas.
Ella miró con detenimiento los cuadros que había colgados en la pared y frunció el ceño cuando sus ojos se posaron sobre el retrato de dos mujeres boxeadoras en un ring, rodeadas de hombres que las animaban y las miraban con ojos lascivos.
—¡No es posible que haya presenciado algo semejante!
—Más bien al contrario, se puede presenciar todos los viernes por la noche en la posada de Finn en la calle Wells. Esas mujeres proceden de Billingsgate, que es especialmente célebre por la tosquedad de sus mujeres.
—¿Por qué llevan monedas entre los dedos?
—Cuando boxean, las mujeres deben sujetar monedas de oro entre los dedos para evitar que se tiren del pelo unas a otras —le explicó—, cuando a una se le cae alguna moneda, pierde la pelea. Te has dado prisa, Dev —añadió al ver a lord Thomas acercarse, portaba una palangana y un aguamanil de forma un tanto peligrosa—. Procura no tirar nada.
—Descuida. ¿Necesita algo más, miss MacDrumin? Como doncella no valgo mucho, pero haré todo lo que esté en mi mano.
—Gracias —dijo Maggie, y suspirando, añadió—. Imagino que no sabrá dónde podría adquirir un vestido nuevo.
Lord Thomas negó con la cabeza, pero Carsley dijo de pronto:
—Dev, apuesto a que si te dieses una vuelta por las tiendas encontrarías un chal o algo así con lo que pudiese al menos cubrirse los hombros.
—¡Santo Dios! —Maggie se había acercado a mirarse en el espejo que colgaba sobre la chimenea y lo que vio la horrorizó. Sabía que llevaba la falda muy sucia, pero ahora podía comprobar que tenía el cabello increíblemente enredado, el rostro cubierto de manchas y la parte de arriba de su vestido de viaje tan mugriento como la falda, pero además su corsé quedaba al descubierto a través de varias de las rasgaduras de la tela. Sintió cómo el rubor se apoderaba de sus mejillas al darse cuenta de que había estado conversando con dos caballeros con aquel aspecto.
Sin palabras, se giró para verter agua sobre la palangana. En primer lugar se centró en frotar todas y cada una de las manchas de su rostro, para dedicarse luego al cabello. De poco sirvieron unos cuantos tirones con el peine que le había proporcionado lord Thomas, y estaba a punto de rendirse cuando Carsley se lo arrebató de las manos y empezó a pasarlo despiadadamente por sus enredados bucles.
—¡Caramba! ¡Me está haciendo daño! Recuerde que me duele la cabeza.
—No se mueva. Si cree que la voy a llevar ante Ned así, como si hubiese estado todo el día boxeando con las mujeres de Billingsgate, está muy equivocada. Enseguida le traigo algo para el dolor de cabeza.
—¡Cómo se atreve…! ¡Ay! —Cuando terminó, Maggie tenía los ojos llenos de lágrimas y lo hubiese asesinado encantada, pero tras girarse para mirarse en el espejo, tuvo que rendirse ante la evidencia y admitir que gracias a su ojo de artista había logrado hacer maravillas con su cabello. Era cierto que no volvería a llevarlo perfectamente arreglado hasta que no se lo lavase y se lo cepillase concienzudamente, mas no esperaba que nadie hubiese sido capaz de hacer que pareciese presentable, y, sin embargo, él había logrado mucho más que eso. Quince minutos más tarde, regresó lord Thomas con un suave chal de lana de color verde musgo, que ella aceptó agradecida. No cubriría el mugriento vestido, pero hacía resaltar las motas verdosas de sus ojos de avellana, y además era cálido y suave al tacto.
Carsley desapareció un instante y regresó ataviado con una camisa limpia, un chaleco y una peluca. Portaba además un vaso que contenía un líquido un tanto turbio, y un pequeño paquete. Su aspecto seguía siendo muy informal para un caballero, y llevaba la peluca torcida, pero ella supuso que él se vería bien para la ocasión.
—Bébase esto. Le irá bien para el dolor —dijo James ofreciéndole el vaso. Ella le obedeció y a continuación se despidieron de lord Thomas; míster Carsley le apremió a que saliese de la casa y por la acera hasta el extremo norte del puente. Cuando giró hacia la escalinata de Old Swan, ella le preguntó:
—¿No sería mejor tomar un coche, señor? Sin duda nos costará mucho subir por el río.
—No tanto como regatear por las calles que lo circundan —replicó él—. La distancia apenas supera las dos millas y la corriente no es tan rápida cuando está subiendo la marea.
Eligió una barca en la que había un par de corpulentos remeros, aparentemente indiferentes ante el coste del hombre extra, y Maggie tomó asiento dispuesta a disfrutar de otra vista de Londres. El sol les daba ahora de frente, pero deshacer la ruta que habían hecho antes les llevó menos tiempo de lo que ella esperaba. Cuando pasaron la escalinata de Blackfriars, Carsley llamó su atención sobre el Templo, y acto seguido añadió:
—Mire hacia allí. Ese alto pasadizo abovedado que conduce hacia la calle Essex es el único de ese tipo que hay en todo el río.
Maggie miró hacia la calle Essex con melancolía y luego volvió a posar sus ojos sobre su acompañante, que ahora le señalaba los decrépitos edificios de los vecindarios mientras le explicaba que en el pasado habían formado parte de los otrora magníficos conjuntos residenciales de Essex y Arundel. Ella lamentaba no poder convencerle de que la dejase marchar, mas ya lo había conocido lo suficiente como para saber que no lo haría.
La brisa del río era fresca, y se alegró de tener un cálido chal con el que resguardarse. Miró hacia atrás mientras pasaban por la casa del duque de Somerset y decidió que, salvo por la inmensa forma de la catedral de San Pablo que dominaba por encima de todo lo demás, la ciudad parecía un vasto puerto, siendo los tejados barcos con mástiles de chapiteles de iglesia.
Carsley señaló los jardines Cuper y la casa de la familia Slaisbury y de pronto se calló. Maggie se dio cuenta en ese momento de que el sol quedaba a su derecha y el gran río hacía una curva. Divisaba otro puente, no muy lejos, que nada tenía que ver con el Puente de Londres, pues no tenía ningún edificio y sus pilares estaban muy separados. Se dispuso a hacer una pregunta, pero justo en ese momento, los remeros cambiaron el ritmo de sus golpes y dirigieron la barca hacia la orilla. Miró hacia míster Carsley y notó su gesto rígido, así que guardó silencio, pues sabía que habían llegado a su destino.
El corazón le latía con fuerza. Las casas a las que se acercaban eran enormes, sin duda pertenecían a familias adineradas. El temor que había sentido antes, al invocar el nombre de Rothwell en el juzgado, se había reducido considerablemente en la confortable casita del Puente de Londres, pero ahora, conforme la barca se posicionaba en los peldaños de piedra que había entre las dos casas de mayor tamaño, se sintió el doble de atemorizada que antes. Todo lo que había oído sobre el conde le hacía pensar que se trataba de un hombre de armas tomar, lo suficientemente influyente como para que le concediesen vastos estados de las Tierras Altas tras el levantamiento, y un hombre muy rico también. Desde luego, esa casa no la había pagado con las rentas que recibía de los terrenos de MacDrumin. ¿Dónde demonios, se preguntaba una y otra vez, se había metido?
Permitió que Carsley le ayudase a desembarcar y sintió cómo su nerviosismo iba en aumento conforme él abría la verja situada en la parte de arriba de la escalinata y ordenaba a uno de los dos hombres del pasadizo que pagase a los barqueros. Le molestaba sentirse tan próxima al pánico y se esforzó por controlar sus temores. La casa era grande, pero solamente era una casa. El lacayo solamente era un lacayo. Respiró profundamente y se sintió mejor; se dio cuenta de que el dolor de cabeza prácticamente le había desaparecido, y siguió a Carsley a través de la puerta de la derecha, y por unos escalones, hasta llegar a una terraza orientada hacia el río.
La vista era espectacular y durante un instante olvidó los nervios, mas Carsley no le permitió saborear la escena mucho tiempo. Posó la mano sobre su hombro con firmeza y la empujó hacia una puerta que mantenía abierta otro lacayo también ataviado con una librea.
—Fields —dijo cuando un mayordomo de porte señorial entró procedente de alguna otra estancia—, ¿dónde se encuentra el señor?
—En la biblioteca, señor James. Si me permite…
Pero Carsley no esperó a oír el resto. Se apresuró con Maggie a través de aquella sala de techos altos engalanada con detalles de gran categoría, para pasar a un recibidor en el que imperaba una escalera en forma de espiral ascendente y un espléndido techo abovedado; pasaron junto a otro lacayo de rostro petrificado y finalmente llegaron a una estancia que era claramente la biblioteca. Se detuvo de forma tan rápida que por un momento ella esperó oír el crujido de sus zapatos sobre el brillante suelo, y se descubrió a sí misma mirando fijamente a un hombre elegantemente vestido, sentado en un enorme escritorio. Cuando este alzó la vista un tanto sorprendido, sintió cómo se disipaban todos sus temores, pues si estaba ante Rothwell, no tenía nada que temer. No era más que un petimetre.