Capítulo XI

Lady Rothwell, que se estaba apeando de su carruaje en el momento en que un gran número de personas se apresuraban a asistir al criado desmayado, dijo con aspereza:

Es un milagro que no hayamos sucumbido todos a estas fiebres, entre tanto traqueteo y tanto bote desde Londres, con unas prisas tan intempestivas. ¡Por todos los santos, no lo traigáis cerca de mí, estúpidos! Llevadlo a la casa por la entrada de la despensa. Vamos, María, deja que los criados se hagan cargo de este asunto. Yo necesito descansar.

Maggie, que aguardaba mientras Lydia daba órdenes a los criados que trataban de asistir al pobre Fletcher y de organizar el equipaje, observó que la casa de campo de la familia Rothwell, situada sobre un pronunciado promontorio en la orilla oriental del río Wye, tenía exactamente el aspecto que ella había esperado que tuviese tan noble residencia. Los carruajes se habían acercado por un puente de piedra de triple arco y habían ascendido por una leve pendiente para cruzar luego una imponente verja y detenerse en un patio pavimentado. Hasta entonces, las almenas de los altos muros y las altas torres, que habían sido lo que primero había divisado de la casa de campo, dotaban al lugar del aspecto de un castillo medieval. Ahora, al observar la hermosa pátina de la piedra grisácea del edificio que formaba el bloque central, notó que se trataba de una antigua residencia de baronía a la que se habían incorporando nuevos edificios con el paso del tiempo.

James se acercó al carruaje para coger un manguito de piel y un chal que Maggie se había olvidado dentro, al acercárselos, le sonrió y Maggie se alegró de que su madre ya hubiese entrado en la casa. La actitud de lady Rothwell era más fría y más protectora cuanto más tiempo pasaban juntos y Maggie se dio cuenta de que a la viuda le preocupaba que peligrase su plan de casar a su hijo con una inglesa adinerada. Después, al devolverle al joven Carsley su sonrisa y permitirle que le metiera la mano por el brazo, notó que Ned posaba su mirada sobre ellos: la viuda no era la única en malinterpretar la amabilidad de James. Éste malinterpretó el gesto de su rostro y al pensar que estaba preocupada dijo dulcemente:

Fletcher no corre ningún peligro, te doy mi palabra. Simplemente ha pillado el resfriado de mamá. Siempre le resulta muy difícil dormir cuando sale de viaje y no cabe duda de que el hecho de intentar complacer a mamá, tarea imposible donde las haya, ha añadido más presión a lo que ya de por sí es una tarea difícil. Después de un buen descanso se sentirá como nuevo.

Maggie se giró, dando así la espalda al ahora enfurruñado conde, y respondió: 

Espero que esté en lo cierto, míster Carsley, pero la enfermedad de Fletcher implicará un retraso en mi viaje, ¿no es así? El señor no deseará viajar sin él. —James se mostró de acuerdo y, considerando el hecho como algo claramente banal, gritó a Lydia que dejase a los criados hacer su trabajo y entró al interior. Miss MacDrumin observó que Rothwell había puesto orden al caos del patio con unas frases cortas y bien seleccionadas y no tardó en unirse a ellos. 

Entraron en la casa por el recibidor principal, fiel ejemplo de la distribución típica medieval y a Maggie no le costó imaginarse a los Carsley del medioevo cenando en las tarimas del extremo superior, separados de sus criados por un gran salero3 . Había dos enormes chimeneas. Los muros estaban revestidos por paneles y decorados con tapices recogidos y colgados de unos ganchos de hierro fijados sobre las diferentes entradas. Atravesaba la cámara abovedada una galería a través de la cual se accedía a los pisos superiores. 

Del recibidor accedieron a lo que era claramente el comedor, cuyo techo estaba decorado por paneles de tonos blancos y rojizos con emblemas heráldicos, a continuación subieron por una pequeña escalinata de piedra y atravesaron dos puertas de doble hoja, pasaron junto a más tapices y, finalmente, llegaron a lo que Lydia denominó la galería alargada. La joven se arropó con su capa y dijo:

¿Y bien, Maggie? Estarás de acuerdo conmigo en que la casa de campo de la familia Rothwell no es más que un montón de piedras medievales y frías.

Es enorme —dijo Maggie. Lydia asintió con la cabeza.

Enorme, heladora y con mucha corriente. Encarcelarnos aquí es una monstruosa crueldad por parte de Ned. Sus habitaciones están aquí, en el extremo norte de la galería, pero la mía está un piso más arriba y tú estarás cerca de mí. Te ayudaré a instalarte.

Que no se instale mucho —dijo Rothwell, que estaba detrás de ellas—. Parte mañana para Escocia.

Lydia le miró fijamente.

Creí que ibas a ir con ella.

Y voy a ir.

¡Pero no puedes viajar sin Fletcher!

Sin duda será un gran inconveniente —dijo él con mirada sarcástica—, pero por muy cruel que me creas, no lo soy tanto como para arrastrarlo conmigo cuando está enfermo, y no pienso esperar hasta que se recupere. Vamos, ratita, ¿crees que no voy a ser capaz de vestirme yo solo?

Pues no lo sé, ¿lo eres?

James y Maggie e incluso el propio conde se rieron ante su cara de asombro, mas todos supieron, en cuanto se reunieron para cenar, que a lady Rothwell no le parecía nada bien que el conde de Rothwell viajase sin su criado y factótum general a su lado.

No puedes —dijo rotundamente cuando conoció su intención en la mesa—. El hecho de que hayas decidido visitar una tierra de bárbaros no es excusa para que te comportes como uno de ellos, Rothwell. Debes llevarte a Chelton.

Lamento contradecirte, pero a pesar de que no he olvidado que el esposo de María Chelton sirvió brevemente a mi padre, apenas lo conozco y no tengo ninguna intención de llevarlo conmigo.

¿Y quién crees que atenderá a esta joven muchacha? —preguntó la viuda cambiando el rumbo de la conversación con tal rapidez que de pronto Maggie era el foco de atención de todos los presentes.

Puede acompañarnos una de las criadas —respondió Rothwell sin perder la calma.

¿Cómo se te ocurre? ¡Si la obligas a viajar sola contigo, con la única protección de una tonta criada y de uno de tus criados acostumbrado a acatar tus órdenes, pondrás en peligro su reputación irremediablemente! —Se notaba su irritación, mas replicó sin alterarse: 

Si se te ocurre una alternativa, será un placer escucharla.

En efecto, se me ocurre una. Debe acompañarla María.

Se hizo un silencio sepulcral hasta que Lydia, la primera en recuperarse, exclamó:

¡Mamá, tú no podrás arreglártelas sin ella!

Estoy muy dispuesta a hacer semejante sacrificio —presumió la viuda—. No permitiré que se diga que permití que Rothwell se aprovechase de ninguna muchacha. Además, María ha pasado tan poco tiempo con Matthew este año que él ha osado quejarse de su falta de atención. Y ahora que está aquí, se sentiría a todas luces contrariado si la enviamos a Escocia con Rothwell.

Éste dijo secamente:

No hay ninguna necesidad de contrariar a nadie. Dejaré que María se quede aquí con su esposo y me llevaré a otro ogro que vele por la reputación de miss MacDrumin.

Lady Rothwell replicó con tono calmado:

Un matrimonio aportará un grado de respetabilidad a tu viaje, difícil de lograr de otra forma, salvo que sea yo misma quien te acompañe, y no tengo ninguna intención de poner un pie en un lugar tan estrafalario, pero, te guste o no, Rothwell, miss MacDrumin debe llevar una compañía adecuada, o su padre, si hay algo de caballero en él, se sentirá furioso cuando sepa del desprecio hecho a su posición.

Maggie, enfurecida por aquella difamación de Escocia proferida tan despreocupadamente por la viuda, se sorprendió cuando Rothwell se rindió ante su plan.

No hay duda de que llevas razón —dijo— y tu solución cuenta como mínimo con la aprobación de Fletcher, que está tan seguro como Lydia de que iré pésimamente vestido si me veo obligado a viajar sin él, y aunque Chelton no esté a la altura de su estándar londinense, Fletcher estará de acuerdo en que el hombre sabrá desenvolverse en los entornos menos civilizados de Escocia.

Cuando la viuda asintió con serenidad, Maggie exclamó con brusquedad:

¡Ha de saber, señor, que Escocia es un lugar perfectamente civilizado y más que Inglaterra en muchos sentidos!

James se rió.

No vas a convencer ni a Ned ni a mamá de tal cosa. Juraría que ambos creen que toda Escocia está llena de aborígenes que hablan atropelladamente a los visitantes en una especie de idioma extraño.

No toda Escocia —dijo el conde con una sonrisa—, más bien las Tierras Altas. No, no —añadió mirando de un modo inesperadamente cálido a Maggie—, envaine la espada miss MacDrumin. Estoy bromeando, le doy mi palabra. Reconozco que no sé mucho sobre los habitantes de sus Tierras Altas, a excepción de que pueden llegar a ser formidables en el campo de batalla, sin embargo, ya me he dado cuenta de que muchos tienen una educación mejor de lo que yo hubiese pensado y, aunque no es mi intención permanecer más que el tiempo suficiente para asegurarme de que llega sana y salva a casa, y para echar un vistazo al estado, estoy seguro de que sabré mucho más cuando regrese. 

¿Sabes, Ned? —dijo James con tono pensativo— Creo que a mí también me gustaría echar un vistazo a las Tierras Altas, pues nunca he estado en Escocia —y, sonriendo a Maggie añadió—. Mi educación también es lamentablemente deficiente, pero estoy seguro de que hallaré numerosos temas sobre los que pintar y no me cabe duda de que estará encantada de ayudarme a enmendar los numerosos errores que he ido cometiendo durante el transcurso de mi malgastada vida.

Será un placer, señor —respondió ella devolviéndole la sonrisa. Lady Rothwell se puso tensa.

Esa idea me parece absolutamente descabellada, querido. Seguro que prefieres quedarte aquí y cuidar de nosotras. No logro sentirme del todo segura en esta casa cuando faltáis Rothwell y tú.

El joven Carsley se rió, se lo pensó mejor y dijo con una voz persuasiva:

Mamá, francamente, si pensabas que me iba a quedar contigo y con Lydia, deberías habértelo pensado mejor. He venido solo para ofrecer mi alegre presencia a lo que de otro modo prometía ser un viaje incómodo para todos vosotros, y ahora que has expresado tu preocupación por la seguridad de miss MacDrumin, estarás de acuerdo conmigo en que está claro cuál es mi siguiente obligación. Dos caballeros serán compañía más segura que uno, sobre todo puesto que no esperarás que Rothwell y miss MacDrumin viajen en el mismo carruaje que sus criados.

No habría ningún problema en que María viajara con ellos.

Ya, pero ¿qué pasaría si Matthew añorase la compañía de su esposa? Se sentiría muy enojado si se ve relegado al coche del equipaje mientras María hace de carabina. Además, Ned y miss MacDrumin también preferirán que les acompañe. Por tu parte no hay inconveniente, ¿no es así, Ned?

No, no, para mi será un placer disfrutar de tu compañía.

En ese caso, no se hable más —dijo James mientras lanzaba una luminosa mirada de satisfacción a la bella escocesa.

De pronto, Maggie se dio cuenta de la gran hostilidad que se palpaba en el ambiente y, aunque no estaba segura de su procedencia, tenía la impresión de conocerla. Las maliciosas miradas de Lydia la pusieron sobre la pista: lady Rothwell parecía estar muy enojada, si bien ya no se esforzó más por disuadir a James y concentró su preocupación en la cena, al igual que el resto de comensales. Los criados, ignorados por todos durante la velada, siguieron con sus tareas.

El resto de la noche transcurrió con lentitud. Maggie subió al dormitorio que le habían asignado: era una estancia fría, de muros de piedra; se asemejaba mucho más a las que estaba acostumbrada a ver en Glenn Drumin, aunque casi tan hermosamente decorada como las estancias de la casa de Londres de la familia Rothwell. Convencida de que la viuda la veía como una amenaza para el futuro bienestar de James, no sabía si estaba más disgustada por ese temor o por la negativa de su hijo predilecto a cumplir su voluntad. Tampoco sabía si lady Rothwell sentía verdadero desprecio por ella o si sencillamente se estaba arrepintiendo de la idea de enviar a su doncella a la salvaje Escocia con una criatura de tan humilde cuna. Lady Rothwell se comportaba de forma correcta con ella, eso es cierto, pero nada más.

A la mañana siguiente, una mañana por fin soleada, estaban todos listos para partir a la temprana hora ordenada por Rothwell la noche anterior. La viuda todavía no se había levantado, por supuesto, pero sí Lydia, que quiso despedirles y aunque sugirió con nostalgia que le gustaría acompañarles, no se tomó a mal la rotunda negativa de Rothwell, abrazó a Maggie y les despidió cariñosamente.

Los Chelton se presentaron también a la hora prevista, mas, si alguno de los dos estaba especialmente complacido por sus nuevas obligaciones, Maggie no vio ninguna muestra de ello. Matthew Chelton era un hombre adusto, enjuto de carnes y de gesto severo, un puritano de las Tierras Bajas pensó Maggie. María, que en Londres parecía una altiva dama, a veces incluso de más alto linaje que su propia señora, parecía que en cierto modo hubiese empequeñecido al tomar asiento junto a su austero esposo. Parecía que había estado llorando y Maggie, que tras su breve estancia en Londres sabía que los criados tenían su propia jerarquía en la que la ayudante de cámara de una condesa viuda era una mujer muy bien posicionada, no tenía la menor duda de que María creería haberse hundido en lo más profundo al haber sido asignada para servir a una mera señorita.

Los caballeros habían decidido aprovechar la mejoría del tiempo y cabalgar durante las primeras etapas. Rothwell ordenó a María que ocupase el carruaje de cabeza con miss MacDrumin, lo que dejaba al adusto Matthew en la solitaria magnificencia del carruaje del equipaje. Aunque el coche de cabeza era el mejor de Rothwell, y con mayor amortiguación que la mayoría, María no parecía feliz ante la idea de separarse de su esposo, y a él parecía sucederle lo mismo. La doncella estaba malhumorada y no tenía ganas de hablar. Todo, pensaba Maggie mientras bajaba la ventanilla para dar su último adiós a Lydia, por tener que atenderla a ella y hacerle compañía.

Durante la primera hora hizo ademán de entablar una conversación con ella en varias ocasiones, sin embargo, aunque la mujer respondía educadamente cuando se le preguntaba, sus respuestas eran monosilábicas y desalentadoras. Al igual que su señora, era correcta pero nada comunicativa.

Contemplaba el paisaje y, de vez en cuando, alcanzaba la silueta de los dos jinetes; pronto se descubrió que sus pensamientos habían regresado al conde. A pesar de su calmada asunción de llevar siempre la razón y saber siempre qué era lo más conveniente para los que le rodeaban, su ira tenía un límite. Acaso esa fuese la razón por la que ella sentía una vitalidad tan ardorosa cuando estaba en su presencia. En el viaje a Derbyshire, había observado cómo tenía más paciencia con su madrastra de lo que hubiese cabido esperar de él, y ella ya conocía al caballero siempre estiloso y de carácter normalmente calmado lo suficiente como para saber que aunque era distinto a todos los hombres de las Tierras Altas o de las Tierras Bajas que ella había conocido, sus admiradores le brindaban fidelidad y dedicación. A juzgar por su madrastra, incluso sus enemigos le mostraban respeto.

Miró a María, que permanecía sentada con las manos sobre el regazo y miraba por la otra ventanilla. Avanzaban con más rapidez que cuando viajaban con la viuda, mas si el movimiento del coche la incomodaba, no daba muestras de ello. Maggie encontraba el constante tambaleo y balanceo sobre la destartalada carretera cuando menos pesado. Pronto le empezó a doler la cabeza y lamentó no estar cabalgando con los hombres.

Rothwell había comentado que pretendía entrar en Escocia por Carlisle y, dado que ella había entrado en Inglaterra por Berwick-on-Tweed, el paisaje era nuevo para ella. Al haber dejado a su segundo cochero con sus propios caballos al final de la segunda etapa del viaje, Rothwell contrató a otro cuando cambiaron de tiro con objeto de, según sus propias palabras, viajar siempre con un hombre que conociese el mejor camino. De este modo, y procurando siempre seguir por las rutas del correo y cambiar de tiros con frecuencia, fueron capaces de mantener un paso acelerado y para cuando arribaron a Carlisle al atardecer del segundo día, Maggie se encontraba agotada y harta hasta de su propia sombra.

Comenzó a lloviznar un poco antes de que alcanzasen a ver las murallas de la ciudad, mas le pareció un lugar agradable pues sabía que Carlisle era una ciudad de Inglaterra donde el joven pretendiente era bienvenido. Sabía también que sus habitantes, debido a su fidelidad, habían sufrido después de Culloden casi tanto como los propios habitantes de las Tierras Alta. Sin embargo, no tenía intención de explorar la ciudad, pues no solo estaba agotada, sino que además el conde no se lo permitiría.

Durmió profundamente, como en realidad solía dormir casi siempre y aún llovía a la mañana siguiente cuando María, que había compartido habitación con su esposo, la despertó y la ayudó a vestirse. Cuando se unieron a los hombres en el comedor para el desayuno, Maggie observó que si bien Rothwell estaba tan elegantemente vestido como siempre, por una vez no había rizado ni empolvado sus oscuros cabellos, sino que simplemente se los había recogido con un sencillo lazo negro. A ella le agradó el cambio, mas cuando él le comunicó su intención de llegar a Edimburgo en menos de dos días, Maggie olvidó todos los asuntos de la moda y expresó vigorosamente su objeción.

Según tengo entendido, los portadores del correo real viajan normalmente de Londres a Edimburgo en tan solo cuatro días —dijo él.

Pero ellos viajan a caballo, señor, no como pasajeros de un carruaje que se escora cual un barco en una tormenta. Si insiste en que mantengamos este terrible ritmo, espero que alquile otro caballo para que cabalgue yo, pues si no lo hace caeré tan enferma como Fletcher. Para serle franca, no comprendo cómo James y usted no están tan exhaustos de cabalgar como María y yo de viajar en el carruaje.

El paso no parece acelerado —replicó él—, pero quizás estemos más acostumbrados a cabalgar largas horas que usted a permanecer tanto tiempo encerrada en un carruaje. No estaría bien visto que cabalgase con nosotros, pero en cualquier caso, esta mañana no va a cabalgar nadie pues nos calaríamos hasta los huesos en pocos minutos.

Está bien, si viajan en el mismo carruaje que yo, no me quejaré —dijo ella con un suspiro—. Seguro que si se ve obligado a soportar tan terrible balanceo, hará que los caballos vayan más despacio.

Rothwell respondió:

Puede ser, pero viajaremos con Matthew en el segundo coche. Mi madrastra cambió de opinión sobre la decencia de que usted viaje con nosotros dos en un carruaje cerrado —Miró a María, que parecía estar más animada que al comienzo del viaje—. ¿No es así, María?

Así es, mi lord, y no le faltaba razón.

James se rió.

¡Qué tontería! Dígame, si es que puede, ¿qué cree mamá que podemos hacerle a miss MacDrumin si vamos los cuatro apretados en el coche de la familia? Me importa un bledo lo que hagas tú, Ned, pero yo pienso viajar con ella en el coche más cómodo. Me atrevería a decir que Maggie se aburre como una ostra en compañía de María y estará encantada de contar con la mía.

Maggie se animó considerablemente.

¡Vaya! Muchísimas gracias, señor, no se puede imaginar lo agradecida que me sentiré de tener a alguien con quien hablar —Y miró a María con aire de culpabilidad—. Me temo que he molestado a la señora Chelton con mis frecuentes intentos por conversar.

En absoluto, señorita —replicó la mujer con frialdad, mirando hacia su esposo, que le estaba ofreciendo más tostadas a Rothwell. Maggie había observado, desde que comenzasen el viaje, que el conde prefería que le atendiesen sus propios criados, incluso en las posadas públicas. James se rió.

Le puedo garantizar que yo sí que le voy a dar conversación, miss MacDrumin. Y por cierto —añadió—, ¿le importaría mucho que le llamase Maggie? Viajar así, todos juntos, nos hace parecer una familia, así que si no tiene inconveniente… 

Viaja en el coche que desees, James, pero dirígete a ella con propiedad —dijo Rothwell en tono firme—. Enseguida lamentará no estar sola otra vez, pero, tal vez, si no le importa, yo también viajaré con usted para asegurarme de que James se porte como es debido. Este coche es indudablemente más cómodo que el otro y además lleva ventanillas de cristal, que resguardan mejor de las inclemencias del tiempo que las cortinas de cuero. —María resopló.

Pero éste no es tan grande, señor, y los cuatro estaremos prácticamente hacinados.

Matthew, que oyó lo que decía, dijo con tono inexpresivo:

No cuestiones las decisiones del señor, María. —Ella se sonrojó profundamente y Rothwell añadió:

Es cierto lo que dice y además recuerdo que mi madrastra mencionó que hacía tiempo que deseabais pasar algo de tiempo juntos, así que María, puedes ir con Matthew. Te doy mi palabra de que la reputación de miss MacDrumin estará a buen recaudo mientras esté en nuestra compañía.

Daba la impresión de que María estaba a punto de olvidar su posición y rebatir las palabras de Rothwell, pero, tras una mirada al apacible semblante de éste y otra al gesto severo de su esposo, se rindió. Así pues, cuando volvieron a la carretera, aunque los caballeros aún salían a cabalgar cuando el tiempo lo permitía, Maggie se encontraba con frecuencia acompañada por una compañía más agradable que la de María. James conocía numerosos juegos que se podían jugar durante el viaje e incluso el mismísimo Rothwell se relajó. El viaje se estaba pasando volando y, para su gran sorpresa, arribaron a Edimburgo a las ocho de la tarde del día siguiente.

Una cena rápida, otro plácido descanso y cuando salió el sol ya estaba lista para partir. Rothwell solamente llevó el cabello sin empolvar aquella mañana lluviosa y su extrema elegancia, junto a su aire autoritario, sirvieron para que nunca les faltase un excelente servicio dondequiera que parasen; no obstante, una vez en Escocia, a Maggie le dio la impresión de que alrededor de ellos siempre parecía haber más gente de la necesaria para servir, como si solo pretendiesen contemplar semejante esplendor en el vestir.

James se mantenía fiel a su estilo informal y si alguna vez parecía divertido ante la atención que suscitaba su hermano, se limitaba a expresar dicho divertimento con una mirada fugaz a Maggie. Los habitantes de la zona, sin embargo, no miraban al conde con diversión sino con gran respeto y, a pesar de que Matthew seguía sirviéndoles las cenas, a los criados locales les faltaba el tiempo para obedecer ante el más mínimo gesto de Rothwell o, incluso, a cualquier deseo expresado del modo más informal. Si en algún momento señalaba que un plato no complacía a su paladar inglés o no le sentaba bien a su estómago inglés, se apresuraban a prepararle otra cosa o algún remedio local para aliviar la mínima molestia.

Esa mañana, aunque había indicado que no había dormido bien, lucía un elegante traje de montar, completado con un espadín de piedras engastadas y, tras una breve conversación con el palafrenero principal en el patio de la posada, anunció que tomarían la ruta del correo hasta llegar a Stirling.

El muchacho dice que los portadores del correo procedentes de Edimburgo utilizan diariamente esa ruta —les dijo a los demás—, así que se podrá circular bien con carruajes.

Es más rápido tomar el trasbordador que cruza el río Firth of Forth, señor, y desde allí tomar rumbo a Perth —se apresuró a decir Maggie.

Pero nosotros no vamos a Perth. He consultado bien y la mejor ruta para llegar al Gran Glen es la que va por Stirling, Callander y Fort William.

No obstante, si lo que desea es llevarme a casa, la mejor ruta es a través de Perth hasta Dunkeld, no por el Gran Glen. ¿Acaso desconoce la ubicación de su propio estado? —Su tono era cortante. Él parecía desconcertado y permaneció callado durante un instante hasta que finalmente añadió:

Me habían dicho que el estado está cerca de Inverness.

Y así es, si lo que se pretende es describir su ubicación a un inglés —dijo ella—. La ciudad grande más cercana, de hecho, la única lo suficientemente grande como para que un inglés haya oído hablar de ella, es Inverness. Pero no es necesario subir hasta el Gran Glen para ir a Glen Drumin. Eso sería un viaje larguísimo, señor. 

Pero seguro que es una ruta más adecuada para los carruajes, miss MacDrumin.

Si tomamos la ruta del correo a la salida de Perth, podemos ir en carruaje hasta Dalwhinnie, Rothwell, o incluso hasta Laggan, si el tiempo lo permite. Tendremos que cabalgar por el paso de Corriearrack, eso sí, pues por esa carretera no pueden circular los carruajes. No obstante, mi padre tiene caballos en varios pueblos de la zona precisamente para eso.

Comprendo. —Volvió a quedarse en silencio y Maggie se preguntaba si osaría poner en duda sus conocimientos. Durante sus años de estudiante había viajado de Edimburgo a las Tierras Altas y viceversa en innumerables ocasiones y sabía que estaba en lo cierto, si bien también sabía que los hombres rara vez aceptaban con agrado que contradijesen sus palabras, mas cuando James lanzó una mirada socarrona a su hermano, Rothwell añadió por fin—. Usted conoce mejor que yo estas carreteras, señorita. Iremos por Perth.

Dado que para llegar al trasbordador solamente había una hora de camino, los dos caballeros decidieron viajar en el carruaje con ella y cuando se acercaron al río Firth, James dijo con tono dubitativo:

¿Qué tal la experiencia de ir dentro de un carruaje y en un trasbordador? Confieso que es algo con lo que no estoy muy familiarizado a pesar del excelente servicio que tenemos en el Támesis. Por lo que recuerdo de mis clases de geografía, el Firth of Forth es muchísimo más ancho.

Acaso lo sea, un poco —dijo Maggie sonriéndole—, pero yo he hecho este mismo viaje en varias ocasiones y siempre me ha resultado muy agradable. De hecho, mi padre es célebre por haberse quedado dormido durante el trayecto y no recordar nada de la travesía. Cada uno permanece en su carruaje, eso desde luego, pero es necesario quitarles los arreos a los caballos para evitar el hundimiento en caso de accidente.

A ver si corremos igual suerte —dijo James con aspecto cómico. Siguió manifestando la falta de confianza que le inspiraba el trasbordador, mas cuando llegaron Maggie observó que había tomado su cuaderno de bocetos y su concentración durante el viaje era muy profunda.

Miró a Rothwell y notó que él también observaba a su hermano, y parecía divertirse. Justo en ese momento desvió su mirada hacia ella y le sonrió inesperadamente. Notó cómo se sonrojaban sus mejillas y de pronto se sintió como si estuviesen solos en el carruaje. El sonido del lápiz de James deslizándose sobre el papel formaba parte del ruido de fondo, al igual que el suave susurro del agua que lamía la robusta madera de la embarcación o los rítmicos golpes de las pértigas de los barqueros al chocar contra los costados cuando estos se esforzaban por evitar la corriente lateral.

¿Qué es lo que espera de mí, miss MacDrumin? —preguntó Rothwell; su voz procedía de lo más profundo de su garganta, como si las palabras fluyeran de su interior de forma impulsiva, sin que él las hubiese pensado antes. La pregunta le sorprendió, mas supo reaccionar con rapidez y respondió:

Queremos que nos ayude, señor, las gentes de mi padre son ahora tanto suyas como de usted y no se trata de peones sobre un tablero de ajedrez, sino de seres humanos. Cuando vea con sus propios ojos que nuestros métodos tradicionales son mejores, nos ayudará a recuperarlos.

Pero todo el mundo está cambiando —respondió él con dulzura—. Me temo que para sobrevivir, las Tierras Altas también han de aceptar el cambio con ilusión. La vida es ahora urbana, las ciudades son los centros del pensamiento y del arte, así como del comercio, y Gran Bretaña es el centro de todo. Estamos combatiendo en guerras y derribando fronteras comerciales y el mundo exterior cada vez abarca rincones más recónditos del planeta. Uno ya no puede contentarse con vivir en un pueblo, miss MacDrumin, charlando sobre las últimas habladurías locales y sobre las noticias semejantes que se alcancen a recibir de las ciudades. Uno debe estar bien informado para prosperar y también para saber desenvolverse en la vida moderna.

Buen discurso, señor, ¿pero qué quiere decir exactamente?

Que tal vez la antigua usanza no sea la mejor —dijo él—. Que hay otras alternativas que pueden resultar mejores.

¡Vaya! ¿Acaso piensa que es tan sencillo como hacer una elección? ¡No tiene ni idea de lo que está diciendo!

No se ponga así, simplemente he sugerido que no cabe duda de que hay otras opciones que todavía no se han considerado. No estoy tan loco como para sugerir ya de entrada que una sea mejor que otra.

Sus palabras sonaban sumamente razonables, mas aunque ella no era capaz de decir por qué le hacían enojar de ese modo, era evidente que lo hacían. Solo deseaba abalanzarse sobre él, zarandearle incluso, pero la idea de zarandearle le llevó de pronto a pensar en otra cosa, y llegó a la conclusión de que aquel día estaba pasando demasiado tiempo junto a él. Sin embargo, no tuvo tiempo para pensar en sus cosas, pues el carruaje volvió a dar bandazos por la carretera y James cerró su cuaderno de bocetos y preguntó cuándo pararían a comer.

Mi estómago habrá dado buena cuenta de mi columna vertebral mucho antes de que lleguemos a Inverness.

Una descripción médica que sin duda aprendiste del doctor Brockelby —dijo Rothwell sonriendo. Mas dio unos golpes en el techo y cuando se detuvieron se asomó para hablar con el cochero del segundo carruaje.

Dos horas después los carruajes hicieron un alto en el patio de una pequeña y cuidada taberna de Kinross que contaba con un salón de café donde únicamente había una mesa, mas cuando el tabernero supo que Matthew Chelton se iba a encargar de servirles, convino animadamente en poner unos cubiertos para los Chelton y los dos cocheros en su cocina y la cena que les sirvieron resultó ser muy sabrosa. Maggie aprovechó después para pedir una toalla y un paño a la tabernera para lavarse la cara y las manos.

En el cielo se habían formado nubes nuevamente y a lo lejos retumbaban unos amenazantes truenos, por lo que ninguno de los dos caballeros tenía intención de cabalgar. Parecía que María, que se pasó al segundo carruaje con Matthew, estaba nerviosa por los truenos, pero Maggie los acogió de buen grado, pues implicaban que podría disfrutar de mejor compañía. Por ello, se sintió un tanto contrariada cuando el coche empezó a moverse y descubrió que Rothwell se disponía a dormir y James abría su cuaderno de bocetos, dejándola una vez más sola con sus propios pensamientos. Aun así, sentía una cierta euforia, pues sabía que se aproximaban a las Tierras Altas y cuanto más avanzaban, más fuerte se sentía. James cerró su cuaderno a la media hora y le comentó:

Parece un gato ante un cuenco de leche.

Un instante después, su sonrisa se esfumó y se inclinó hacia Rothwell para mirarlo mejor:

Ned, ¿qué te sucede? ¡Ned, mírame, respóndeme! —Rothwell se movía con incomodidad, estaba pálido y su voz sonó muy débil cuando dijo:

Me temo que la comida de la taberna me ha sentado mal. Me encuentro muy mal y me cuesta mantenerme despierto.

¡Cielo santo! ¡Cochero, escúcheme! —James aporreó el techo— ¡Pare el coche! —Antes de que el carruaje se detuviese, abrió la puerta y se colgó del tejado para desenganchar uno de los fardos. Lo dejó caer al suelo, saltó y lo abrió de un rasgón para extraer un maletín de entre los artículos que contenía—. Vienes quejándote de la comida desde que salimos de Inglaterra, Ned, pero esta vez es muchísimo peor. Deja que te ayude a bajar del coche.

Maggie ayudó también, más preocupada al observar cómo se movía. Parecía estar muy enfermo y sintió un miedo terrible a que muriese allí mismo. Alejó tales pensamientos de su mente y llamó a Chelton, quien lo estaba observando todo desde el segundo coche, para que se acercase y ayudase a su señor. James, que ignoraba a todo el mundo salvo a su hermano, extrajo una botella de su maletín y le quitó el tapón:

Bebe un buen trago de esto, Ned. Te sentará bien. —Éste obedeció y a continuación hizo un gesto de desagrado.

¿Qué demonios me estás suministrando? ¡Sabe a rayos!

Un brebaje de rizoma seco y raíces de ipecacuana —le explicó—. Curará todos tus males, te doy mi palabra.

El rostro de su hermano adquirió un tono ceniciento y de mirada consternada.

¡James, majadero! Ayúdame a ir hasta aquel dique. Miss MacDrumin, tenga la bondad de alejarse, de alejarse mucho.

Por un momento, Maggie no comprendió sus palabras, mas no tardó en darse cuenta de sus apuros y se dio la vuelta a tiempo antes de que aquel se liberase de todo lo que había comido. Sus arcadas la hicieron sentirse enferma a ella misma, mas una vez James y Chelton le ayudaron a arreglarse y a volver al carruaje a descansar, también ella se sintió mejor. El joven Carsley colocó el fardo en el tejado con ayuda del cochero, mas Maggie se dio cuenta de que metía el maletín en el coche.

¿Se va a recuperar? —preguntó ella mientras él colocaba el maletín debajo de su asiento, junto a los dos espadines.

¡Oh, sí! Creo que sí, pero es mejor tener el brebaje a mano, aunque rara vez se da el caso de que alguien necesite una segunda dosis. Puede que Ned se encuentre molesto durante un rato, aunque lo más seguro es que se quede dormido.

¿Qué más porta en ese maletín?

Es mi maletín de los remedios. Recolecté todas las cosas que llevó en él con ayuda del doctor Brockelby, quien también me enseñó a utilizar la mayor parte de ellas. Tengo unos cuantos remedios útiles y nunca viajo sin ellos. Uno nunca sabe cuándo va a necesitarlos.

Impresionada, le pidió que le diese más detalles y cuando él le aseguró que Rothwell estaba bien, le relató sus experiencias con el doctor londinense de una forma tal que por un momento le hizo desear conocer todas aquellas cosas y también sentirse agradecida por no haber precisado nunca de tales conocimientos.

Rothwell no tardó en recuperarse y tuvo especial cuidado por comer solamente platos sencillos preparados al estilo inglés. Así, los días siguientes transcurrieron de forma agradable y sin incidentes, salvo para los Chelton, quienes, a ojos de Maggie, no parecían estar disfrutando mucho de aquel tiempo juntos. Las nubes se disiparon y dieron paso a un tiempo mejor de lo que incluso el conde hubiese imaginado y Maggie comenzó a creer que los carruajes podrían llegar de un tirón hasta la pequeña y alejada aldea de Laggan, a los pies del paso de Corriearrack.

Las carreteras no eran buenas, mas el escenario era cada vez más majestuoso y ella les señalaba gustosa las distintas especies de plantas y animales, así como las hojas que ya mudaban de color para el invierno y comenzaban a tapizar el suelo. Un halo de frescor se apoderó del ambiente, pues ya era el mes de octubre, y el viento comenzó a ser más fuerte, preludio de las tormentas que no tardarían en llegar. Sin embargo, el día en que salieron de Blair Atholl y se dirigieron hacia la pronunciada pendiente de Glen Garry, era un día apacible. También parecían tener todo el camino para ellos, pues tardaron horas en cruzarse con otro vehículo o jinete.

La carretería discurría paralela al curso de las gorgoteantes aguas del río Garry ribeteados, este y aquella, por elevadas colinas en cuyas pendientes más altas destacaba la espesura de las especies de hoja perenne, predominando en las menos pronunciadas los sauces y los álamos, cuyas hojas titilaban a causa de la luz del sol ante el balanceo de sus plateadas ramas. El ambiente estaba impregnado del aroma de los pinos. El coche de cabeza había estado balanceándose más de lo normal y de pronto se paró en seco. Maggie, que pensó que habían sido tremendamente afortunados de haber llegado tan lejos sin un solo accidente, estaba convencida de que su buena fortuna había llegado a su fin. Rothwell no se inmutó, mas James, que bajó la ventanilla para ver qué sucedía, dijo con voz consternada:

Hay un niño en la carretera, al parecer está herido. Debo ir a ayudarle. —Cogió su equipo de los remedios de debajo del asiento y se apeó del carruaje justo en el momento en que un grupo de hombres armados emergieron de los arbustos de alrededor y una voz profunda gritó:

¡Quédate donde estás, inglés, y entregadnos todo lo que lleváis o perderéis la vida!