Capítulo XXI
Goodall se sujetaba la cabeza y tenía aspecto de estar muy indispuesto. Maggie le dijo:
—No puede haber nadie ahí fuera, señor. Debe de haber sido producto de su imaginación.
—¡Lo he visto claramente, se lo aseguro!
—Pero no es posible.
Detrás de ella, Rothwell, con ese tono aburrido que ella tantas veces oyó en Londres, dijo:
—Por todos los Santos, mi lady. Le ruego que la disculpe, Goodall. Estas gentes de las Tierras Altas son muy insensibles a la muerte.
—¡Edward! —Maggie se dio la vuelta para mirarle y entonces su ira se tornó asombro al verlo ataviado con un brillante batín de brocado rojo y sujetando un monóculo de montura de oro y mango largo. Hacía semanas que no utilizaba uno. Él siguió hablando como si ella no hubiese dicho nada.
—Tantas muertes, ya sabe, desde el levantamiento. Yo creo que ahora simplemente se lo están tomando con calma y por eso es por lo que mi esposa ha olvidado tan rápidamente la suerte que corrió uno de los sumisos recaudadores de impuestos de Fergus Campbell que se aventuró a deambular por Glen Drumin. Un desafortunado accidente, desde luego, o al menos a mí eso es lo que me dijeron.
Goodall negó con la cabeza.
—¡Mi lord, no creo que usted haya visto lo que yo he visto desde la ventana! Un cadáver colgado de la rama de un árbol a menos de cincuenta yardas de aquí.
—Sí, sí. —El conde alzó el monóculo y miró a Goodall a través de él. —Pero no cabe duda de que después de lo que bebió anoche es posible que no vea tan claramente como cree. A mí me habían dicho que aquel tipo tropezó y se le quedó el cuello atrapado entre una enredadera. Algo terrible, pero poco habitual.
—¡Pero aún no lo han soltado!
—Un descuido, estoy seguro. Tal vez desee soltarlo usted mismo. Me atrevería a decir que le serviría de práctica, pues en su nuevo puesto será muy probable que se encuentre con uno o dos cadáveres, ¿no es así? Y éste no tiene que estar tan mal. Al fin y al cabo no puede ser mucho peor que un venado bien colgado.
Goodall se agarraba la cabeza y Maggie, disimulando su perplejidad y su creciente diversión, dijo amablemente:
—Permítame que le llame a un criado, míster Goodall. Querrá desayunar.
Con un sonido ahogado, el regidor se giró y se precipitó con dificultad hacia el interior de la habitación y Rothwell dijo con un brillo especial en los ojos:
—Creo que más que un criado, este hombre necesita una palangana, mi amor. Alejémonos de la puerta para que no oigas ningún ruido desagradable. —La condujo suavemente hacia su dormitorio.
—¡Eres horrible! —dijo ella, tratando de ocultar la risa.
Él abrió bien los ojos en señal de perplejidad.
—¿Cómo me puede acusar a mí la hija de MacDrumin? Yo pensaba que era un tipo magnífico, casi tan bueno como el viejo jefe del clan, aunque todavía no estoy seguro de que este plan vaya a salir bien al final.
—Entonces ha sido idea de mi padre. No me podía creer que hubiese sido cosa tuya, pero no hay ningún cuerpo ahí afuera, ¿no?
—No, pero no por falta de ganas. Tu ingenioso padre señaló que era una pena que no se nos hubiese ocurrido conservar el cadáver de Fergus Campbell para casos como éste. No obstante, ya no estaba en condiciones de discutir mucho con James y conmigo, me refiero a tu padre, claro está, cuando insistimos en utilizar un muñeco de paja en vez de desenterrar a Fergus.
—¿James y tú? Así que te has levantado durante la noche. Te he echado de menos. Pero antes de que pudiera darme cuenta…
—¿Me has echado de menos? —Volvió a arquear las cejas y con un gesto exagerado levantó el monóculo para mirarla.
—Baja eso. Tienes pinta de estúpido. Espero que no pretendas pasearte por esta casa con ese batín tan extravagante. Casi me hace ruborizarme.
—Me encanta que te ruborices, mi amor. Ven y dame un beso y ya veré yo si me visto o no.
—He de buscar a un criado para que atienda a míster Goodall.
—¡Al diablo con míster Goodall! ¡Chelton! —gritó y cuando Chelton se acercó presuroso, Ned le dijo—. Vete a ayudar a míster Goodall, ¿quieres? Yo ya te llamaré cuando vuelva a necesitarte.
—Sí, mi lord.
Para gran alegría de Rothwell, Maggie no puso ninguna objeción cuando tiró de ella hacia el interior del dormitorio y aún pasó un rato hasta que bajaron a desayunar. Goodall todavía no había dado señales de vida, ni había tenido necesidad de pedirle a Chelton que le ayudase a vestirse, pues le había ayudado Maggie.
MacDrumin, a quien hallaron tomando un abundante desayuno, estaba de buen humor y parecía tener apetito, aunque no cabía duda de que había bebido tanto como el regidor. Cuando supo del estado en que se encontraba Goodall, soltó una imprudente carcajada y gritó a un criado que subiera a ver si Chelton necesitaba ayuda.
—No dejes que se nos muera —gritó mientras este se apresuraba escaleras arriba. Y, en tono más bajo, añadió—. Sería una pena haber malgastado todo ese whisky para tener que hacerlo otra vez cuando nos envíen a un regidor nuevo.
—¡Papá, por Dios! ¡Eso que dices es horrible! —Pero cuando miró a Ned detectó cierta picardía en sus ojos—. ¡Quién me iba a decir que mi padre iba a ser un claro ejemplo de tu malvado comentario sobre el famoso desprecio de la gente de las Tierras Altas por la vida humana!
Su padre pidió una explicación, y mientras ella le daba los detalles de su encuentro con Goodall, el conde la contemplaba absorto, pensando una vez más cuánto le gustaba estudiar sus rápidos cambios de expresión y buscar el brillo de sus ojos y la seductora sonrisa de sus labios. Andrew también le gustaba, algo que sin duda había tenido mucho que ver con su comportamiento durante la noche pasada cuando, al despertarse con la sensación de haber dejado algo a medias, se vistió y bajó al frío recibidor de la casa para hallar al regidor roncando alborotadamente sobre un banco junto al fuego y a su suegro intentando sin éxito despertarle para que subiese a acostarse. El jefe pareció alegrarse de verle y murmuró, en lo que sin duda pretendía ser voz baja, que ya había preparado el terreno, pero que aún le restaba mucho por hacer.
—Es una pena que no tengamos un cadáver auténtico, deberíamos haber guardado el de Fergus.
—Un muñeco de paja será tan bueno como cualquier otra cosa.
—Sí, supongo que sí. Bueno, pues yo tengo la ropa y todo eso, pero habrá que rellenarlo y tampoco sé si voy a poder colgarlo, pues me está dando vueltas la cabeza, pero no sé dónde se ha metido todo el mundo.
—Dado que son más de las doce de la noche yo diría que se han ido a la cama.
—¡Cielos! Yo mismo les dije que se acostasen, pues no quería que por intentar ayudar le dijesen a ese chiflado que yo me estaba inventando nada cuando le conté una anécdota o dos de los viejos tiempos. Así que por eso se han marchado. Pues tendrás que ayudarme tú, si eres tan amable.
Afortunadamente para Rothwell, que no estaba seguro de poder manejar a MacDrumin y encargarse de que Goodall llegase a la cama, al poco rato apareció James, procedente del salón del ala norte de la casa adónde se había retirado a pensar, según dijo, después de acompañar a Kate a su habitación. Subieron a Goodall entre los dos y convencieron al terrateniente para que dejase que se ocuparan ellos del resto, pues, como había esperado, su hermano acogió con entusiasmo la idea de gastarle una broma al regidor; tal vez demasiado, es por ello que se vio obligado a llamarle la atención después de que encendiesen el fuego y mientras rellenaban el muñeco. El joven, sin inmutarse, le sonrió y le recomendó que pusiese un poco más de paja en el saco que iban a emplear para la cabeza.
—No me digas que tú no te lo estás pasando bien, Ned, porque no me lo creo. Es más, nunca te he visto comportarte de una forma tan humana como durante estas últimas semanas. La vida en las Tierras Altas te sienta realmente bien.
—¿Ah sí? Admito que no me desagrada en absoluto —Al notar que a éste le rondaba otra pregunta por la cabeza y al estar convencido de que sería sin duda por qué se había alargado tanto su estancia en Glen Drumin, se le adelantó y le preguntó—. ¿Qué tal la noche? Por lo menos parece que sigues intacto.
James soltó una carcajada.
—Sí, sí, le ha encantado que la llevase conmigo. MacDrumin le ha estado diciendo que no puede volver a su casa y Dugald y los suyos están de acuerdo, que es por lo que ha estado así estos días. Ya era un lugar bastante peligroso para tres mujeres y un niño. Sería una auténtica locura que ahora regresasen allí una mujer y un niño, y yo mismo se lo he dicho.
—Y aun así, has salido intacto. Estoy seguro de que muchos querrán conocer tu secreto.
—No hay ningún secreto. Sé que Kate sabe cuidar de sí misma, pero también sé que está tremendamente cansada de hacerlo. Le he dicho que debería permitir que alguien le ayude a llevar esa carga.
El desafío había quedado patente en su voz. Rothwell se descubrió a sí mismo deseando que su hermano no pretendiese llevar a aquella condenada muchacha a Londres con ellos, como recuerdo del viaje.
La risa ahogada de Maggie interrumpió sus pensamientos y alzó la vista para ver a Goodall, que se disponía a bajar por la escalera. Todavía se le notaban los efectos de la noche anterior y se apoyaba con fuerza en el brazo de Matthew, mas también se le veía con decisión.
MacDrumin se puso en pie y se apresuró a saludarle, diciéndole, con voz de profundo pesar:
—Mi apreciado señor, espero que no haya cogido ninguna enfermedad bajo mi techo. ¡Permítame que ordene que le preparen un ponche!
Goodall se llevó una mano a la boca y miró suplicante a Chelton, quien añadió:
—Ahora mismo no desea nada, señor. Me temo que ya está sufriendo un exceso de whisky.
—¡Cielos! Eso no existe —dijo rotundamente mientras agarraba a Goodall por el brazo y lo acercaba inexorablemente a la mesa, donde Maggie se levantó amablemente de su banco para hacerle un sitio. Gritó a una criada que le trajese azúcar, agua hirviendo, whisky y el resto de ingredientes necesarios para preparar un ponche y se esforzó por acallar las protestas de Goodall diciendo—. Tranquilo, señor, pronto notará sus efectos, le doy mi palabra. Perfecto —añadió minutos más tarde cuando la criada regresó con lo que había pedido.
—Hacer un buen ponche es un arte —dijo mientras disponía los ingredientes con cuidado—. En primer lugar vertemos tres cucharadas de azúcar disueltas en agua hirviendo… así… y a continuación añadimos el whisky, la medida de una copa de vino. Removemos con una cucharilla de plata, añadimos un vaso de agua hirviendo, y ahora, para coronarlo, añadimos un chorro de whisky, volvemos a remover y ahí lo tiene, míster Goodall. Bébalo despacio y con cuidado.
—Vamos, míster Goodall —dijo Maggie para animarle—, los ponches de mi padre son famosos en toda Escocia.
—Sí que lo son —confirmó con tono orgulloso.
Goodall miró con actitud dudosa al interior del vaso, de donde emergía una nube de fragante vapor. Lo olisqueó, lo volvió a olisquear y a continuación se lo acercó a los labios y bebió cuidadosamente. Su expresión se templó un poco y miró a su anfitrión casi con aprobación.
—Es bastante bueno, señor.
—¿Bastante? Vamos, Goodall, nunca probará cosa igual y un buen ponche ayuda a curar cualquier cosa que afecte a un hombre. Aquí, la única cura para un catarro con fiebre es meterse en la cama, poner el sombrero a los pies de la misma y beber ponche hasta ver dos sombreros.
Goodall hizo una mueca de dolor, tomó otro sorbo y dijo:
—Admito que empiezo a sentir la cabeza como si todavía la tuviera pegada al cuerpo, pero no puedo decir que esté deseando montarme en un caballo hoy.
—¿Y acaso no le he estado diciendo yo que no hay necesidad para ello? —replicó con tono animado.
—Aquí será bienvenido cualquier otra noche, o tantas noches como desee. Al fin y al cabo, aún nos queda buen whisky por beber.
Goodall hizo una mueca y miró alrededor. Rothwell se percató de cómo su mirada volvía a ser cautelosa incluso antes de que dijera:
—En cuanto a eso, lord MacDrumin, debo marcharme. He de visitar a otros caballeros y si bien estoy convencido de que aquí no voy a hallar ninguna anomalía, soy de los que cree en el cumplimiento del deber.
—Como debe ser, señor. ¿Quiere que ordene a un par de muchachos que le acompañen para asegurarse de que no se caiga del caballo?
Goodall comenzó a negar con la cabeza, evidentemente se lo pensó mejor y añadió cautelosamente:
—No, muchas gracias, no estoy tan mal, le doy mi palabra. Podré apañarme yo solo.
En menos de quince minutos estaban todos ellos en el patio viendo cómo se alejaba y Rothwell se dirigió con fingida seriedad a MacDrumin:
—Le dije que su broma no serviría para asustarle.
—Sí que me lo dijiste, muchacho —En sus ojos se adivinaba una chispa de maldad—. El tipo pone buena cara, eso no te lo discuto, pero si crees que hoy se va a entretener por Glen Drumin, tendremos que apostar algo.
—¿Cree que no va a buscar?
—Sé que va a hacer alarde de cabalgar por el valle, pero me cuesta creer que después de lo que ha visto por la ventana se vaya a desviar del sendero principal. Además, el dolor de cabeza le volverá en cuanto se le pasen los primeros efectos del ponche y si la visión de esa bolsa de paja colgada de un árbol ha bastado para hacerle vomitar, su recuerdo le tendrá fastidiado durante varios largos días. En cualquier caso, hoy no encontraría nada ni aunque buscase. Para cuando nuestro míster Goodall empezó a roncar anoche el tren ya había salido a su destino. Hoy no hay nada que pueda encontrar.
El conde se estaba divirtiendo, mas el incidente le obligó a recordar los peligros que aún acarreaban las operaciones ilegales de MacDrumin. Volvió a pensar en que, dado que la tierra era suya legalmente y los arrendatarios que la habitaban eran su responsabilidad, su participación en algo tan descaradamente ilegal además de resultar peligroso para ellos, podría acabar siendo extremadamente embarazoso, o algo peor, para él.
El hecho de que se supiese no era algo que le asustase, pues era un hombre influyente y estaba convencido de que hallaría la forma de desvincularse de cualquier tipo de comentario que surgiese en torno a las actividades de MacDrumin; sin embargo, no estaba tan seguro de poder proteger al jefe del clan en caso de que saliese a la luz el alcance de sus actividades de contrabando. Debía actuar antes de que sucediese algo así, aunque solo fuese para proteger a ese astuto y viejo depravado de las consecuencias de sus propios actos.
Durante los días siguientes supo que míster Goodall estaba cumpliendo sus obligaciones en otro lugar; James cada vez pasaba más tiempo haciendo bocetos y pintando, aunque, en opinión de Rothwell, lo más probable era que estuviese con Kate MacCain e Ian. Mientras, él seguía intentando convencer a su suegro para que terminase con las operaciones ilegales y animase a sus hombres a buscar empleos de otro tipo, estrictamente legales. Sin embargo, lo único que logró fue descubrir el grado que podía alcanzar el mal genio del terrateniente.
Cuando por fin se dio cuenta de que el exaltado jefe preferiría morir antes que pagar un céntimo de los impuestos al gobierno por las tasas de su whisky, estuvo tentado de señalar que en realidad no era él, MacDrumin, quien había de tomar esa decisión y que Glenn Drumin tampoco le pertenecía ya y por tanto él tampoco era quien para decidir lo que sus hombres habían o no habían de hacer con su futura seguridad. Pero desestimaba la idea prácticamente en cuanto le empezaba a rondar por la cabeza.
Andrew no solo le había dejado claro que, si bien admitía su autoridad legal, no siempre estaba dispuesto a someterse a ella; además, por una vez en su vida el conde se resistía a hacer valer su poder. Le caía bien ese hombre y le gustaba la gente del valle. Eran luchadores, supervivientes y totalmente distintos de sus arrendatarios de Derbyshire y cada vez iban adquiriendo más importancia por derecho propio. Los hombres y mujeres de Glen Drumin eran gente de la que había empezado a preocuparse, gente a la que había empezado a ver como amigos. Sabía que James sentía lo mismo y, fuesen cualesquiera que fuesen los cambios que les deparase el futuro, no deseaba que se alterase la situación de ninguno de ellos.
La pregunta de Maggie sobre si él acataría obedientemente una orden por la cual tuviese que dejar su tierra en lugar de permanecer en ella para proteger su hogar no solo le había calado hondo, sino que además la había madurado. Reconocía que su esposa llevaba razón, que el hombre tenía tendencia a sentirse tan identificado con la tierra en la que había nacido como con la familia que lo había engendrado y la que luego formaría él. La idea de que él mismo sería padre algún día reforzaba estos nuevos pensamientos, pues sabía que desearía que su hijo se enorgulleciese tanto de pertenecer a la familia Carsley como él.
Pero tendría que pensar en algo que fuese a la vez legal y rentable para mantener a la gente del clan en las tierras de sus ancestros. El contrabando no era un camino aceptable hacia la prosperidad, pero dudaba que hubiese muchos cultivos adecuados, si es que había alguno, que se pudiesen cultivar en el implacable suelo de las Tierras Altas; no estaba en absoluto seguro del futuro que podría correr un cultivo industrial en aquella zona. Mas esos pensamientos le llevaron a otros hasta que una idea germinó, echó raíces y por fin comenzó a crecer.
Mientras pensaba en su primer dilema, también había pensado más de una vez en la verdadera razón que le había llevado a las Tierras Altas. Ahora le costaba recordar que una vez tuvo un motivo oculto, mas sabía que Ryder aguardaba, y sin duda con impaciencia, todas las noticias que pudiese darle sobre las actividades jacobitas que tuvieran lugar en la zona. Aunque los hombres de Glen Drumin eran simpatizantes de la causa jacobita y bien podrían pasar información junto con el whisky, él no había visto ningún indicio de ello, ni, de hecho, ninguna actividad distinta de la fabricación del licor. Además, estaba plenamente convencido de que si ahora hallase muestras de alguna otra actividad, no pasaría la información a menos que existiese alguna amenaza de un levantamiento inminente.
Decidió que tenía la obligación de sentarse y escribir a Ryder para explicarle que no podía ayudarle. Intentó expresar sus argumentos de modo que diese la impresión, cuando menos, de que se estaba tomando el asunto en serio, pero incluso eso le resultaba difícil. Finalmente, no llegó a enviar la carta, pues antes de que organizase que la llevasen a Inverness, desde donde se podría transportar por correo a Londres, llegó un mensajero especial con una misiva de Ryder, cuyo contenido le hizo olvidarse de los jacobitas de las Tierras Altas e incluso de la fabricación del whisky.
Al saber que había llegado un mensajero especial Maggie fue en busca de Rothwell y lo halló en su dormitorio, carta en mano, con aspecto solemne y también molesto. Alzó la cabeza cuando entró y a ella le pareció entrever una pizca de cautela en su mirada, como si se preguntase qué podía decirle a ella.
—Ian ha dicho que ha venido un mensajero, señor. Espero que no sean malas noticias, aunque, según mi experiencia, las malas noticias siempre llegan antes que las buenas.
Él sonrió.
—Tu experiencia es muy acertada, mi amor. Me parece que no vas a hallar muy buenas noticias en esta carta.
—¿Puedo preguntar quién la envía?
—Sir Dudley Ryder —dijo él.
—¿El ministro de Justicia?
—El mismo. Me comenta, por cierto, que Charles Stewart ha regresado al continente, de hecho, no tardó en marcharse ni una semana tras el baile de máscaras de lady Primrose. Me temo que no halló verdadero apoyo para su causa.
Maggie exhaló un suspiro.
—No me sorprende, pues yo pude verlo en gran parte con mis propios ojos. Había muchos como tu hermana Lydia que estaban encantados ante la idea de formar parte de una conspiración secreta, pero que no estaban dispuestos a hacer nada por ayudar.
—En cualquier caso, la causa del pretendiente nunca habría prosperado —comentó él con seriedad—, pues aunque algunos miembros del gobierno siguen echándose las manos a la cabeza cuando Charles hace el mínimo movimiento, no existe ninguna razón para que lo hagan.
—¿Tan poco es el poder que tienen sus seguidores?
—No se trata exactamente de poder sino de que la carnicería de Culloden y las brutalidades cometidas después por los destacamentos de asalto del duque de Cumberland debilitaron a las tropas escocesas y lo que no se logró por esas vías, se logró poco después con la lucha por la supervivencia económica.
—¿Cómo puede hablar así y a la vez insistir en que el gobierno inglés no es culpable de nuestras desgracias? —inquirió Maggie.
—Yo nunca he negado que el gobierno tenga parte de culpa —dijo él con rotundidad—. Los tipos de Westminster se asustaron terriblemente durante el último levantamiento y resolvieron que nunca más serían amenazados por los seguidores de la Casa de Stewart. Yo sí que soy de la opinión de que llegaron demasiado lejos en su guerra política contra los clanes y contra el antiguo modo de vida de vuestras Tierras Altas, pero aquí los jacobitas son especialmente fuertes y especialmente numerosos. Por eso es por lo que se quedaron tantas tropas a vigilar los fuertes del Gran Glen y a intimidar a sus habitantes.
—A nosotros no se nos intimida tan fácilmente, señor, como ya ha podido comprobar por sí mismo —Al pronunciar esas palabras le vino a la mente una desagradable sospecha e impulsivamente preguntó—. ¿Es ése el motivo por el que accedió a venir aquí, para averiguar cuál era la situación real y dar cuenta de ello a su apreciado gobierno? ¿Es ése el motivo por el que accedió a acompañarme a casa? Yo me preguntaba qué habría sido, pues cambió de idea demasiado rápido —Su silencio fue una respuesta lo suficientemente clara y el escalofrío que sintió ella al darse cuenta de que había descubierto algo que él no quería que supiese le hizo sentirse un poco mareada—. ¿Ha estado enviando cartas a Ryder durante todo este tiempo, traicionando a mi padre y a nuestra gente? Por Dios, Edward, si lo has hecho…
—No he escrito ninguna carta, pero solo porque no contaba con los medios apropiados para hacer llegar mensajes a Londres sin levantar sospechas —respondió él con absoluta franqueza—. Admito, no obstante, que si bien esos eran mis planes cuando accedí a venir, en aquel momento no tenía ni idea de lo alejado que queda este valle del Gran Glen, de Fort William y de Fort Augustus y, a causa de mi ignorancia, creí que podría hallar a alguien en alguno de los citados lugares para que transmitiera mi información a Ryder. Eso es exactamente lo que él esperaba de mí y es uno de los puntos que señala en esta carta, donde dice que he descuidado mi obligación. Puedes leerla si lo deseas, no tengo ningún inconveniente; sin embargo, antes de que lo hagas hay una cosa más que debes saber.
Perpleja ante el hecho de que le permitiese leer una carta dirigida a él, pues ni siquiera los hombres de las Tierras Altas confiaban sus asuntos de negocios a sus mujeres, Maggie dijo:
—Puedes decírmelo, te escucho.
—Ha llegado la hora de regresar a Londres, Maggie —Sintió cómo se apoderaba de ella un inesperado sentimiento de decepción, mas fue capaz de mantener la compostura diciendo:
—Nunca pensé que yo fuese a decir esto, pero sentiré mucho tu marcha y creo que mi padre también te va a echar de menos.
Él negó con la cabeza.
—Puede que tu padre me eche de menos, pero tú no, mi amor, tú vendrás conmigo.
—¿A Londres? Pero Glen Drumin es mi hogar y dado que tú eres ahora el dueño de las tierras, no hay razón por la que no pueda convertirse en tu residencia principal. Yo no deseo vivir en Londres —Mientras hablaba se daba cuenta de que era algo que tenía que haber previsto desde el mismo instante en el que le había dejado claro que no deseaba poner fin a su unión. Estaba casada con él y tenía la obligación de vivir donde él viviese. Ahora le parecía increíble que hasta ese momento la idea de que él se la llevaría de Glen Drumin ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
Él la observaba y, por su expresión, ella sabía que había sabido leer sus emociones en el espejo de su cara, pues sus labios dibujaron una triste y leve sonrisa.
—Yo tengo mi vida en Londres, y allí la he tenido durante años. Debes venir conmigo y espero que desees venir.
—Yo… —Su triste sonrisa le incitaba a decirle lo que deseaba oír, mas no podía decir que sentía algo que no sentía. Aunque había dicho la verdad cuando había confesado que lo echaría de menos, la idea de vivir permanentemente en Londres la llenaba de consternación. La primera vez que marchó allí fue con el propósito de pedir ayuda para su gente y si ahora se marchaba, los dejaría en la misma situación en la que estaba antes de su primer viaje. Pero además de eso, no deseaba abandonar su hogar. No podía ni siquiera pensar en la idea de dejar atrás la belleza de las Tierras Altas y sustituirla por la suciedad y el ruido de Londres, ni tan siquiera por la hermosa vista del Támesis desde la casa de la familia Rothwell.
—No puedo ir —dijo por fin—. Sé que te enojarás, Edward, pero no puedo vivir en Londres. Allí me marchitaría y moriría.
—No eres tan frágil, mi amor —dijo él con tono amable y paciente —. Y me temo que no es algo que puedas elegir. Como esposa mía que eres tienes una serie de obligaciones y responsabilidades que no puedes eludir.
A ella le vino súbitamente a la mente una imagen de él tal y como lo vio por vez primera, un petimetre de aspecto lánguido vestido a la última moda londinense, que le hablaba de un modo extraño, como si alargase las palabras, y que aparentemente solo sentía curiosidad por saber por qué James había invadido su biblioteca con una mujer desaliñada a la zaga. Se dio cuenta de lo mucho que habían cambiado desde aquel fatídico día, mas había una cosa que había permanecido intacta. Aunque ahora sabía que sentía algo por él, al menos por el hombre que había viajado con ella a las Tierras Altas, y sabía también que hacía aflorar sus instintos masculinos y que él le hacía disfrutar en la cama, estaba igualmente convencida de que jamás podría amar al hombre que había conocido en Londres y de que ese hombre tampoco podría amarla a ella. De hecho, Rothwell no podría amarla en ningún caso, pues de otro modo comprendería su miedo a abandonar Glen Drumin.
—No puedo ir —dijo rotundamente e intentando que sus palabras sonasen tan calmadas y tan pacientes como las suyas—. Y no piense que puede obligarme a ir, señor, pues no tardará en darse cuenta del poco valor que tienen sus palabras para nuestra gente.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y casi le costaba tanto obligarle a elegir entre Londres o ella como ir con él. Ahora sí que no dudaría en solicitar la anulación o el divorcio y su parlamento inglés se lo concedería en un abrir y cerrar de ojos. Y eso era lo último que ella deseaba.
Esperaba que él se enojase y era cierto que los músculos de su mandíbula se tensaron de un modo lo suficientemente amenazador como para atemorizar a una mujer más débil, pero todo lo que dijo fue:
—Ya te he advertido en alguna ocasión que no me gustan las amenazas, Maggie. Me desagradaría enormemente tener que ejercer mi autoridad aquí, pero si me obligas a hacerlo, o si tu padre me obliga a hacerlo, no dudes que lo haré. No era mi intención marcharme tan pronto, pues sabía que tú no querías marcharte, pero ciertos asuntos domésticos me obligan a ello.
—¿Qué asuntos? —preguntó ella intentado hacer caso omiso a los escalofríos que había causado el gélido tono de su discurso por todo su cuerpo.
—Mi madrastra y Lydia tienen intención de llegar a Londres para el día de San Martín —respondió; ya no le amenazaba con la frialdad de su voz.
—¿Tan pronto? —Maggie hizo un cálculo rápido—. Faltan menos de dos semanas.
—Lo sé. Afortunadamente, mi madrastra ha decidido confesar sus intenciones a una de sus amistades íntimas más charlatanas y Ryder conoció la noticia a tiempo para hacerme llegar el mensaje, pero, aunque su mensajero ha hecho el camino en un tiempo excelente y me ha dicho que la carretera de Edimburgo a Londres está bastante despejada, es poco probable que llegásemos allí antes que ellas aunque nos pusiésemos en marcha inmediatamente.
—Lamento que lady Rothwell te haya contrariado, Edward —dijo ella con voz pausada—, pero no puede ser tan grave. Te preocupaba que se supiera que Lydia había acudido al baile de máscaras, pero eso ya no puede tener tanta importancia, y aunque sé bien que te molesta que las mujeres de tu familia desobedezcan tus órdenes, estoy segura de que no es necesario que viajes tan apresuradamente a Londres tan solo para expresar tu malestar.
Él se rió.
—El peligro al que se expone Lydia es tan grave como siempre ha sido, tal vez incluso más. Te he dicho cuánto se asustan ciertas personas de Westminster cada vez que un jacobita hace algún movimiento. Esos tipos saben que el pretendiente volvió a escapar después de darse un paseo por Londres como si no sintiese ni una sola amenaza que le hubiese llevado a cambiar de opinión. Ryder dice que algunos están tan enojados que en el Parlamento hay incluso rumores de que todos los simpatizantes de la causa jacobita serán colgados inmediatamente. Si bien yo no creo que vaya a haber un ahorcamiento generalizado, sí que se llevarán casos ante los tribunales con el único propósito de predicar con el ejemplo de unos cuantos, para así reprimir las muestras de simpatía por la causa que puedan sentir otros muchos. No quiero que mi hermana sea una víctima de una medida semejante por el mero hecho de que unos cuantos idiotas sientan pavor ante la idea de otro levantamiento jacobita.
—En ese caso, comprendo que deba irse, señor, pero yo no puedo, pues no se me ocurre ningún motivo para hacerlo.
—Son muchos los motivos. El hecho de que yo he estado en Escocia no será ningún secreto. También se sabrá que he contraído matrimonio con una mujer escocesa. Sin duda, eso es lo que sabe míster Goodall. El mero hecho de que te dejase aquí podría bastar para que cualquier paso que diese para defender a Lydia en el caso de que tuviese algún problema resultara doblemente sospechoso.
—¿Pero no será peligroso también para mí? —preguntó ella.
—Te protegerá el hecho de ser mi esposa y ese mismo hecho es otro motivo… —MacDrumin irrumpió en la habitación y él dijo—. Ahora mismo iba a mandar a buscarle, señor.
—Ya, ya me lo he imaginado cuando me han dicho que había venido un mensajero buscándote. ¿Malas noticias, muchacho?
—Asuntos personales pero lo suficientemente graves como para que se requiera mi presencia en Londres —respondió él.
—Me va a dar mucha pena que te marches, justo cuando estabas empezando a apreciar el valle.
Maggie observó que sus ojos brillaban de un modo que delataba que no estaba tan apenado por la noticia y al no desear que Rothwell se diese cuenta, se apresuró a decir:
—Quiere que vaya con él, papá, pero yo me voy a quedar aquí. Faltaría más.
El terrateniente centró su atención en ella:
—¿Qué dices? Tonterías, muchacha. Una esposa debe ir allí adónde vaya su esposo.
—Pero yo no quiero vivir en Londres —gritó Maggie sintiéndose de pronto insegura, como si temblase el suelo bajo sus pies— y pensaba que si alguien podría entenderlo, ese serías tú.
—Y lo entiendo, pero tienes que ir con tu marido, muchacha, y no hay nada más que decir al respecto. Me la llevo para hablar con ella, Ned; seguro que tienes cosas que hacer.
—Así es, pero hay otro asunto que me gustaría tratar con usted antes de marcharme, MacDrumin, que guarda relación con el futuro de Glen Drumin.
Maggie percibió un matiz de irrevocabilidad en su voz y miró rápidamente a su padre, mas este miraba a Rothwell con mera y simple curiosidad.
—¿De qué quieres hablar exactamente?
—He pensado mucho en la situación del lugar y he comprendido lo importante que es que la gente de su clan permanezca unida si existe algún modo de que así sea. Creo que puedo conseguirlo y de una forma que les puede sacar del negocio ilegal del whisky y de la cual pueden obtener más dinero y un dinero muy legal.
—¿Y cómo vas a conseguir eso?
—Vamos a criar ovejas en el valle.