Capítulo XVI

Cuanto más conocía el conde de los tejemanejes de MacDrumin, más se arrepentía de lo que le había prometido a Maggie. En los días posteriores a la visita a la cueva de Abershield, aprendió que el negocio del whisky en Glen Drumin era excepcional. Participaban casi todos los miembros del clan y no hacía falta ser muy astuto para darse cuenta de que el dinero para pagar sus rentas se conseguía exactamente tal y como sospechaba Ryder, de los beneficios del licor. A cambio, los miembros del clan aportaban otros servicios. El hombre que llevaba años proporcionando el calzado al jefe y a su familia, seguía haciéndolo. Y lo mismo sucedía con los hombres encargados de cuidar el ganado o extender la cebada, y con las mujeres que tejían la tela o amasaban el pan. Y así pagaban sus rentas. Se hacía, según le había explicado MacDrumin, del modo más práctico posible, el más tradicional y el que los ingleses parecían decididos a eliminar. Rothwell, con todo el tacto del mundo, dijo: 

Los motivos por los que el gobierno desea cambiar el sistema del clan no tienen nada que ver con las prácticas de los tiempos de paz, señor. El plan es reducir la facilidad y la rapidez con que el jefe de un clan puede reclutar un gran ejército.

MacDrumin gruñó:

Tu gente se mostró muy agradecida cuando los Campbell y los MacKenzie reclutaron sus ejércitos para luchar en el bando inglés.

Todo eso es agua pasada —dijo con buen criterio—. Lo que debemos hacer ahora es aprender a vivir todos juntos en paz y armonía.

¡Cielos! Eso no va a suceder nunca. Ni siquiera los que apoyaron a los hannoverianos piensan que estos nos vayan a tratar bien. George el Alemán no es más popular en Edimburgo que en Inverness.

Carsley pensó que tampoco lo era en Londres, pero no dijo nada. Su argumento seguía siendo válido, el problema era hacer que MacDrumin entrase en razón. Con ese objetivo en mente, aceptó gustoso todas las invitaciones para cabalgar por el valle, e incluso se llevaba sus propios pastelillos de cebada y su whisky para engañar el hambre cuando MacDrumin decidía cabalgar por la cima de las colinas en vez de visitar a los arrendatarios. 

James cabalgó con ellos en alguna ocasión, mas prefería vagar por la zona con la única compañía de su cuaderno de bocetos, o bien visitar a algún terrateniente enfermo con su maletín de los remedios. Su hermano lo había visto más de una vez en compañía del pequeño Ian MacCain y sospechaba que le había cogido bastante cariño a aquel muchacho, cuyo talento para contar historias divertidas le encantaba. También cabía la posibilidad de que todavía albergase algún interés en la hermana del pequeño, pues, de hecho, se había encontrado con ella una o dos veces y había llegado a declarar que le agradaba su temple y que la encontraba graciosa.

Disfrutaba de las salidas a caballo con el viejo MacDrumin. Le gustaba su retorcido sentido del humor y, cuando no discutían, pensaba que lo de contar historias se le daba mejor que al propio Ian. Le gustaban sobre todo las anécdotas que le contaba sobre cómo burlaban a los recaudadores de impuestos o al regidor, pues el terrateniente no tenía ningún reparo en revelar sus triunfos. Escuchaba encantado la historia del clérigo, por lo demás virtuoso, que escondía barriles en el pulpito y se rió hasta que le resbalaron las lágrimas por las mejillas cuando le contó cómo una vez atemorizaron a un recaudador de impuestos nuevo que pasó una noche en la casa de Glen Drumin, colgando un muñeco de paja de un árbol delante de la ventana de su habitación y diciéndole que era el cuerpo del último recaudador que había dormido allí.

Las excursiones con MacDrumin también le sirvieron como excelente excusa para evitar pasar demasiado tiempo con Maggie. No solo desconfiaba de sus deseos más íntimos, sino que además, ella le había dejado bien claro que seguía sin confiar en que fuese a guardar sus secretos y desaprobaba la buena disposición de su padre para mostrarle todo el estado. Se mantenía entretenida, al parecer, con sus labores, si bien él no estaba seguro de qué labores eran. Había notado algún que otro cojín nuevo de tonos brillantes por la casa y ella se había acostumbrado a lucir uno de los vestidos más sencillos que le confeccionaron el Londres para la cena, mas parecía resuelta a mantenerse alejada de él y apenas habían vuelto a hablar desde la visita a la cueva.

Tampoco hablaba mucho con James y se había negado a ir a visitar a Kate cuando Ian le dijo que su hermana desearía que lo hiciese. Tenía la certeza de que su negativa respondía al hecho de que el joven Carsley parecía encontrar su famoso matrimonio tan divertido como la muchacha. Incluso estaba un tanto molesto con su hermano, pues había mencionado en más de una ocasión, y con entusiasmo, lo habilidosa que había sido la joven MacCain al idear la broma de Laggan.

Al final de la semana, cabalgando con MacDrumin, el conde intentó una vez más sugerir métodos alternativos para asegurar el porvenir de las gentes del valle.

¿Qué será de ellos si le arrestan a usted por no pagar los impuestos del whisky? —preguntó sin rodeos. 

MacDrumin soltó una carcajada.

Como es improbable que me pillen, eso no me preocupa mucho. Los impuestos son injustos, muchacho; tan sencillo como eso. A los productores de ginebra ingleses no se les exige ningún tributo y sabe Dios que la ginebra barata es origen de más enfermedades de las que ha causado jamás una sola copichuela de whisky escocés. 

El conde, incapaz de ocultar que le había hecho gracia el comentario, le sonrió, mas su tono era seco cuando dijo:

Supongo que ahora me dirá que el whisky escocés no causa embriaguez. 

¿Y por qué habría de decirte algo semejante? El whisky escocés no causa embriaguez, lo que la causa es el beber demasiado whisky escocés. Y me sorprendería mucho si fueses capaz de señalarme tantos borrachos en una milla cuadrada en las Tierras Altas como en esa misma superficie en Londres. 

Ante eso no podía añadir nada. No había visto a ningún borracho en la cañada, aunque había visto servir enormes cantidades de whisky durante los últimos días. Adondequiera que fuese, le recibían con una copichuela, pues todo el mundo tenía una jarra a mano para ofrecer a las visitas, y en cuanto uno entraba en un patio o cruzaba el umbral, le sacaban carne y una jarra. Y Rothwell admitía de buen grado que entre el coñac envejecido y el whisky de Glen Drumin, se quedaba con este último sin dudarlo un instante. 

El silencio que había entre ellos aquel día era cordial, pero MacDrumin no era el tipo de hombre con quien se pudiese estar mucho rato en silencio, así que dijo de pronto:

Lo tuyo con mi hija no funcionará si sigues por ese camino.

Rothwell estaba sopesando las distintas ideas que tenía para ayudar a los hombres del valle a encontrar buenos trabajos para mantener a sus familias y por ello tardó un instante en darse cuenta de lo que MacDrumin acababa de decir. A continuación respondió cautelosamente:

Ignoraba que yo tuviese algo con su hija.

Pues eso, por eso precisamente es por lo que he creído oportuno hacerte ver tu error —replicó —. No deberías haberle dicho que no tenía que cabalgar sola, no cuando todo nuestro pueblo depende de que ella me comente las desgracias menos habituales que acaecen en mi reino. No solo está obligada a desobedecer tu orden, sino que se toma muy en serio dicha responsabilidad. No creo que tú esperases menos de tu esposa en tus propios estados.

Rothwell respondió con rotundidad.

Mire, MacDrumin, yo no he cambiado de opinión con respecto a la anulación de ese estúpido matrimonio en cuanto tenga ocasión, mas, entretanto, no me diga que es seguro que una muchacha joven cabalgue por estas tierras sin un hombre armado que vele por ella. La semana pasada escuché innumerables historias de hombres y mujeres acosados por los Campbell u otros de su calaña que se aprovechan indecentemente de los favores del gobierno. ¿Es que a usted no le preocupa el hecho de que su hija está tan expuesta como cualquier otra a semejantes atrocidades?

Si hubiese algún extraño en el valle, le avisarán —respondió con tono calmado— y cualquier hombre del valle que osase tocarla, pagaría por ello, así que tendría que ser un loco o un valiente.

De todas formas, no me gusta que lo haga, aunque es libre de hacer lo que ella desee.

Dime, muchacho —añadió con perspicacia—, ¿acaso las mujeres inglesas hacen siempre lo que se les dice?

Si saben lo que les conviene, sí —dijo haciendo caso omiso a los recuerdos de las peores escapadas de Lydia.

Comprendo. Supongo que ahora me dirás que siempre están de acuerdo con lo que les dicen sus padres o sus esposos sobre esas cuestiones.

Rothwell asintió con la cabeza y se dio cuenta de que MacDrumin se estaba riendo de él, por lo que añadió riéndose también:

Sabe bien cómo hacerle quedar mal a uno ¿eh, señor? Estaría loco si le dijera eso, debería conocer a mi hermanastra. —Al ver que éste no respondía sino que aguardaba con expectación, suspiró y dijo—. Está bien. Durante el poco tiempo que dure nuestro matrimonio, tendré cuidado de ser extremadamente diplomático cuando le vaya a dar algún consejo a su hija.

MacDrumin, con una sonrisa de aparente satisfacción, dirigió su atención a la bifurcación del camino y le indicó que siguiese por la izquierda y que tuviese cuidado de no darse en la cabeza con una rama que colgaba muy baja.

No le molestaba que su suegro estuviese disfrutando de la situación. Sabía que el hombre no era estúpido y que ya se habría dado cuenta de que su reacio yerno era cada día un poco menos contumaz. Él, por su parte, claro que se había dado cuenta de ello. En cuanto resolvió que solamente pensaría en Maggie como en miss MacDrumin, había dejado de pensar en ella de otra forma que no fuese Maggie. Y por si no fuera poco, desde que resolvió que no le pondría ni un dedo encima, no podía pensar en otra cosa que no fuera tocarla, volver a estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que ardiese en deseo y le suplicase algo más. Es decir, deseaba acostarse con su encantadora esposa, pensaba que estaría loco si no lo hiciese y temía que su astuto suegro pudiese leerle el pensamiento.

 

 

Menos mal, pensaba Maggie mientras apartaba una zarza trepadora del camino, que Rothwell no le había preguntado qué iba a hacer aquel día. Había salido con su padre poco después de desayunar y James se había marchado inmediatamente después con el pequeño Ian, aparentemente a dibujar más bocetos. Había dispuesto un caballete en el salón orientado hacia el norte, una estancia pequeña pero acogedora situada en un extremo del recibidor principal, donde, según él, la iluminación era la más adecuada para su trabajo y ya había comenzado a pintar. Las veces en que ella le había pedido que le enseñase su cuadro él se había negado, sonriendo, aludiendo a que se trataba de una sorpresa. El único que lo había visto era Ian y era una tumba cuando se hablaba del joven Carsley. Éste le había cogido mucho cariño y, el pequeño muchacho por su parte lo adoraba y lo seguía a todas partes como un alegre cachorrillo.

La estancia de los caballeros en Glen Drumin no había acarreado ninguna de las dificultades que ella esperaba. Ellos parecían encantados de estar allí, interesados por conocer cuánto fuera posible acerca del valle y de sus gentes. Todavía estaba convencida de que su intención era informar a las autoridades londinenses de gran parte de lo que estaban aprendiendo y no alcanzaba a comprender por qué su padre parecía estar decidido a ayudar a Rothwell a descubrir todo lo que este necesitaba para condenarlo. Cuando le planteó sus inquietudes, éste respondió bruscamente: 

No empieces con eso, jovencita. Le diré lo que yo crea que deba saber, pues en mi opinión cuanto más conozca acerca del valle y de nuestra gente, más razones tendrá para hacer lo correcto. ¡Cielos! No me apetece saber lo que tú pienses que tu propio esposo pretende o no pretende hacer cuando ni siquiera lo has hablado con él, sino que te limitas a quitarte de en medio y evitarle.

¡No te refieras a él como mi esposo! —replicó Maggie—. Acaso lo sea de palabra, pero eso es todo. Nunca pasará de ahí, pues se cree con derecho a decirme lo que debo y lo que no debo hacer.

Para su sorpresa, MacDrumin se había limitado a sonreír y a negar con la cabeza, mas ella estaba convencida de lo que decía, que era precisamente el motivo por el que había salido a pasear por los bosques situados en el extremo superior del valle, aquella soleada tarde. Iba a visitar a Rosy MacCain y a la abuela de Kate, pues había decidido que ya había eludido la casa de los MacCain demasiado tiempo y que había errado al hacerlo. Ambas mujeres la apreciaban mucho y debía zanjar el asunto de Laggan con Kate. Añoraba poder conversar con otra mujer y habían sido amigas desde hacía muchos años, demasiado como para permitir que una burla se interpusiese entre ellas.

Antes de ir a casa de los MacCain había visitado una de las cabañas de los alrededores, cerca de la cima de la colina, más allá de Abershield. Por el camino pasó junto a la antigua cueva y comprobó que lo que quedaba de ella se había acondicionado a fin de que pareciese una cueva operativa. Comprendió que Rory había hecho su trabajo y no tardarían en sustituir el viejo serpentín por uno nuevo.

Para llegar a su destino había seguido un breve tramo por la cima de la colina a fin de contemplar la espléndida vista que se tendía a sus pies. Alcanzaba a divisar las escarpadas pendientes del noreste y los vastos y fértiles campos del fondo, donde crecería la cebada en primavera. Los colores de octubre eran brillantes; el aire limpio y fresco y ella adoraba la soledad de los bosques. Una marta de color pardo y dorado se deslizaba con elegancia entre los troncos y con una indiferencia tal que se diría que era la única que erraba por los bosques. Maggie pensó que era muy tempranera, pues habitualmente las martas son animales de hábitos nocturnos y ni siquiera habían dado las tres de la tarde. Se preguntó, sin darle mucha importancia, qué le habría molestado y continuó su paseo, buscando el pino de forma extraña que le servía de punto de referencia para hallar el sendero que conducía a la casa de los MacCain.

Vio la pequeña bandera blanca que ondeaba al viento en un grandioso roble situado cerca del sendero que tantas veces había recorrido en el mismo momento en que oyó las voces de los hombres, mas se sentía segura tanto por el lugar donde se hallaba como por sus inofensivos propósitos, así que continuó hacia delante. El aire puro de las montañas era un raudo portador de las voces y apenas transcurrieron unos segundos cuando se encontró frente a aquellos hombres. Cuando se dio cuenta de que se trataba de Fergus Campbell y uno de sus subalternos, Sawny MacKenzie, que paseaban ociosos por el sendero, alzó la cabeza y siguió caminando, con la intención de pasar a su lado sin hacerles más que un ligero gesto, por mera educación.

Vaya, vaya, Sawny —dijo Campbell alzando intencionadamente el tono de voz—, mira lo que tenemos aquí. Una pequeña y encantadora muchachita.

Oh, sí, sí que lo es —replicó el otro con una sonrisa que dejaba al descubierto un hueco donde antaño hubiese dos dientes. No era tan alto como Campbell, pero sí enjuto, nervudo y de semblante malvado.

Pues me parece que es la mismísima Maggie MacDrumin —exclamó Campbell en cuanto se percató de ello. Se levantó el sombrero para saludarle—. Muy buenas, querida. ¿Hacia dónde se dirige?

Maggie se arrepentía de no haberse escondido hasta que hubiesen pasado, mantuvo la barbilla erguida y siguió adelante con paso firme. Cuando Campbell se puso el sombrero y le cortó el paso, sus ojos centelleaban a causa de sus intenciones, ella le respondió con frialdad.

Déjame pasar, Fergus Campbell.

Puede que lo haga, puede que no lo haga —dijo él burlándose de ella—. ¿Qué me darás a cambio?

Más debería preocuparte lo que recibirás si no te apartas —replicó ella.

A ver, muchachita —dijo él asiéndola con fuerza del brazo y obligándola a mirarle—, no puedes hablar tan irrespetuosamente a un representante del gobierno de su majestad. Será mejor para todos que me trates con respeto.

Aparta esa mano de mi brazo.

La muchacha tiene coraje, Sawny. Mira cómo le brillan los ojos cuando abre esa diminuta boquita. Vamos, bonita, danos un beso y no nos quejaremos más de tu comportamiento.

Maggie, intentando soltarse el brazo, dijo con tono airado:

¿Se te olvida quién soy?

No, jovencita, pero tu padre no le toma el pelo a Fergus Campbell. No he hallado ni un solo hombre fuera del valle que me no me haya confirmado que tu adorado conde solo tenía dos criados y un cochero, que está vivito y coleando en Laggan y se pasa el día sacando brillo a dos elegantes carruajes, así que me da la impresión de que todos los rezos y los salmos eran para engañarme a mí. Si el tal MacDrumin no es capaz de mostrarnos el cadáver, lo llevaremos a Inverness para que sea juzgado y esta vez el juez no se pondrá de su parte. No cuando le diga que además he encontrado su destilería.

¿Ah sí, la has encontrado? —replicó ella con voz firme.

Sí, allí es  adónde nos dirigíamos. Tenemos nuestros propios métodos. Ahora que hemos encontrado una, pronto encontraremos las demás y entonces MacDrumin pagará el precio. Pero en estos momentos solo estamos pidiendo que se nos pague el peaje que corresponde al tránsito por este sendero. Así que danos un beso, Maggie MacDrumin, y que sea un buen beso. 

Ella lo miró fijamente.

Sabes de sobra que ya no soy solo Maggie MacDrumin sino la condesa de Rothwell. ¿Acaso te atreves a poner una mano sobre la esposa de Rothwell?

Él se rió.

Tu matrimonio me trae sin cuidado, muchacha, porque he visto a tu príncipe Rothwell. Bonitas ropas y bonita cara, pero nada que temer. Ya me las veré con él, y de buen grado, pero de momento paga el peaje.

Y que me pague a mí también, Fergus —dijo Sawny MacKenzie—. No seas tan egoísta y compártela.

Claro que la compartiré, no te preocupes. —Agarró a Maggie por la barbilla con una mano y la obligó a que levantase la cara, luego se detuvo, como si pretendiese saborear el momento y a continuación fue acercándose cada vez más a ella, hasta que sus labios se rozaron y ella sintió que le entraban ganas de vomitar. Le propinó una patada con todas sus fuerzas.

Rugió de dolor y la soltó para agarrarse con las manos el dolorido tobillo. Ella pasó presurosa a su lado y, agarrándose la falda, echó a correr con la esperanza de que Sawny MacKenzie no osase salir tras ella. Mas no fue Sawny sino el mismísimo Campbell quien la atrapó y, cuando lo hizo, la zarandeó con tal fuerza que ella pensó que se le partía el cuello.

¡Vaya! Eres una muchachita muy valiente, ¿eh? —bramó. La tenía agarrada tan fuerte que le estaba haciendo moratones en los hombros; su aliento tan maloliente también le daba ganas de vomitar. Sus ojos brillaban maliciosamente y parecía volver a estar saboreando el momento, mas esta vez ella sabía que no sería capaz de soltarse. La estaba sujetando demasiado fuerte.

Desesperada, le propinó un empujón con la esperanza de sorprenderlo, mas ni siquiera se inmutó. Su furia le divertía. Él le sonrió y ella escuchó las carcajadas de Sawny.

¡Ya la tienes, Fergus! ¡Que se entere bien de que ha sido muy traviesa! ¡Dale su merecido, Fergus! —gritó.

Por supuesto que le voy a dar su merecido, ahora mismo —replicó Campbell. La empujó hacia él e intentó capturar sus labios con los suyos.

¡Suéltame, Campbell! —gritó Maggie, que luchaba con furia por liberarse. De pronto se quedó paralizada, en otro intento por pillarle desprevenido, y cuando él interpretó su inmovilidad como una señal de consentimiento y se acercó para exigir su beso, le propinó una violenta patada en la entrepierna. Mas esta vez él se le había anticipado y se dobló a tiempo de modo que solo acertó a darle en el muslo. Éste le dio una bofetada.

Vas a pagar por eso, muchacha. ¡Válgame el Cielo! Necesitas que te enseñen buenos modales.

Enséñale, Fergus —dijo Sawny, saltando de un lado a otro a causa de la emoción—. ¡Vamos, venga, enséñale!

El miedo y la furia se transformaron rápidamente en terror y en el momento en que Fergus le agarró el pelo con el puño para sujetarla, para exigirle aquel maldito beso, ella soltó su boca de los asquerosos labios que la acosaban y gritó:

¡Socorro! ¡Socorro! ¡Por favor, un MacDrumin!

Él le dio otra bofetada y le zumbaron los oídos, mas se defendió como si estuviese poseída, le golpeaba, le mordía, intentaba arañarle con las uñas. Él la tiró al suelo y ella se quedó petrificada, viendo como su enorme cuerpo se abalanzaba sobre ella, oyendo los frenéticos gritos de excitación de Sawny, mas estaba demasiado abatida y demasiado agarrotada para detenerle. Él se acercó para agarrarla.

El sombrero se le voló justo en el mismo instante en que sonó el disparo, asustándolo de tal modo que se quedó inmóvil, con la mano tendida hacia Maggie.

Si mueves un solo músculo más, Fergus Campbell —advirtió una conocida voz femenina proveniente de los arbustos—, te volaré esa estúpida cabeza que tienes hasta tal punto que no quedará nada donde sostener esas enormes orejas. Suéltala —Kate salió de su escondrijo. Portaba un trabuco en cada mano y cuando Sawny se acercó furioso hacia ella, gritó—. Quédate dónde estás, enano canalla. Será para mí el mismo placer librar al mundo de un MacKenzie que de un Campbell, créeme. 

 

 

Rothwell y MacDrumin iban de regreso hacia la casa de Glen Drumin cuando oyeron el disparo. MacDrumin, que había anunciado con imprudente franqueza que aquel día todos debían mantenerse alejados de Abershiel, había llevado a Rothwell a caminar por el río, hasta el extremo superior del valle. En el camino de vuelta se encontraron con James y con Ian que estaban pescando en la orilla con gusanos empapados de whisky. 

Como veis, el método del pequeño Ian parece funcionar —dijo el joven Carsley alzando la voz para que se oyera bien a pesar del rugido del agua y señalando hacia una ristra de truchas que colgaba sobre una charca protegida de la corriente del río—. ¿Os apetece uniros a nosotros?

Ambos rechazaron la invitación, mas se quedaron con ellos un rato para contemplar la pesca y para disfrutar de los postreros rayos de sol que se reflejaban en el agua, antes de que Andrew guiase al conde río arriba hacia un sendero forestal. Oyeron el disparo justo cuando los arbustos empezaron a ocultar a James y a Ian.

Detuvieron sus pasos, se miraron el uno al otro y prestaron atención por si sonaba un segundo disparo, mas no fue así. MacDrumin echó a correr hacia delante; Rothwell esperó y llamó a su hermano. A pesar del ruido del río, éste le oyó, deslizó su caña a las manos de Ian, dio un brinco y echó a correr cuesta arriba. El niño tiró las dos cañas al suelo y salió tras él, mas James llegó a donde se encontraba Ned mucho antes que él.

¿Qué sucede? —preguntó.

Disparos —replicó gesticulando—. MacDrumin se ha adelantado, pero va desarmado —se sacó la pistola del bolsillo y se la tiró a James—. Cógela, yo llevo la espada.

Los dos hermanos se apresuraron a grandes zancadas, ajenos a las rocas, raíces y ramas muertas que había por el sendero y pronto alcanzaron a MacDrumin. Cuando llegaron hasta él, se detuvo cerca de una enorme roca, en una curva del sendero, y alzó una mano para indicarles que se mantuviesen en silencio.

¿Qué pasa? —susurró Rothwell cuando estuvo más cerca. No podía ver más allá pues la roca, los árboles, que estaban muy pegados, y los densos arbustos impedían que pudiesen ver lo que había más allá de la curva.

Hay alguien ahí adelante —replicó MacDrumin en voz baja—. No estoy seguro de quién se trata, pero me ha parecido escuchar la voz de Maggie —Conforme avanzaba hacia él, éste se percató del puñal de aspecto asesino que llevaba en la mano. Hasta entonces, nunca había notado ningún indicio de que MacDrumin portase armas.

¿De dónde demonios ha sacado eso? —murmuró. MacDrumin le lanzó una sonrisa.

Del aire, muchacho, del aire puro y divino de las Tierras Altas. Ahora, no hables, estoy seguro de que es Maggie.

Mas la voz que había oído en primer lugar no era la de Maggie sino la de Kate y a juzgar por su tono, estaba furiosa.

Malditos patanes —gruñó la joven—, tenía que haberlos matado a los dos —Para gran sorpresa de Rothwell, Maggie se reía, mas su voz sonaba tensa cuando dijo—. Kate, ¿en qué estabas pensando? Fergus ordenará que le envíen tu corazón en una bandeja por lo que has hecho.

Puede que lo quiera —dijo Kate—, pero nunca lo conseguirá.

El conde sintió que su hermano estaba pegado a su hombro, intercambió una mirada con él y notó que tenía un inusitado aspecto sombrío.

Detrás de James, el pequeño Ian también había oído la voz de su hermana.

¡Kate! —gritó— ¡Estoy aquí, Kate! —Salió corriendo hacia ella al tiempo que los hermanos Carsley y MacDrumin salían de detrás de la roca. Ambas mujeres se mostraron sorprendidas de verlos. Kate, a pesar de las dos armas que portaba, estrechó a Ian entre sus brazos.

¿Has corrido al rescate, pequeñín?

A ti no hace falta rescatarte —dijo él sonriéndole y abrazándole también—. He visto que James corría por la ladera y he oído al señor que lo llamaba, así que he venido a ver qué estaba pasando. ¿A quién has disparado, Kate?

A nadie. Tan solo he asustado a un par de cornejas, pero no pretendía asustar a nadie más.

Yo no me he asustado —contestó su hermanito indignado—, pero me he olvidado la caña en el río al echar a correr para ver qué pasaba.

¿Y las truchas también? —le preguntó ella.

Sí. He pescado seis, Kate.

Eres un muchachito magnífico, Ian. Esta noche nos daremos un buen festín y tu abuela se pondrá muy contenta cuando vea esas truchas.

Ian lanzó una tímida mirada a James y dijo:

James ha pescado cuatro, Kate, y me ha dicho que me las daba.

Sin mirar a James, Kate dijo con dulzura:

Has de dirigirte a ese caballero como míster Carsley, Ian. 

No, porque me ha dicho que podía llamarle James porque ahora somos amigos.

Lleva razón, le he dicho eso —dijo mirándola como si la desafiase a que discutiese con él. Ella evitaba su mirada y se dirigió a su hermano:

Corre a por las truchas, se las llevaremos a la abuela.

Cuando el niño se marchó, Rothwell miró a Maggie y preguntó:

¿Qué demonios ha pasado aquí?

Ella alzó la barbilla bruscamente y respondió:

No emplee ese tono conmigo, Rothwell. Si tiene algo que preguntar, que sea civilizadamente.

Rothwell notó que a MacDrumin le temblaba la boca y se esforzó por aguantar el genio que sentía, aunque con dificultad. Se había quedado de piedra al oír el disparo, a continuación, aterrorizado al darse cuenta de que Maggie estaba implicada e incluso entonces, aun sabiendo que quien había disparado había sido Kate, le costaba recuperar la compostura. Su tono todavía era seco cuando añadió:

Quiero saber por qué miss MacCain ha disparado.

Maggie apretó los labios con fuerza y Kate, que seguía ignorando a James, miró a Rothwell y a continuación a Maggie y dijo alegremente:

Yo se lo explicaré, mi lord. Ese maldito patán, Fergus Campbell y su miserable sombra, Sawny MacKenzie, pretendían obligar a Maggie a que se rindiese ante sus galanterías y yo les he explicado que no deben comportarse de un modo tan depravado y les he mandado a paseo.

¿Adónde han ido? —preguntó bruscamente MacDrumin. 

Eso —dijo James con un tono similar—. ¿Adónde? 

Kate señaló hacia el sendero.

Se han ido por allí —añadió.

¡Por Dios que les…! —exclamó MacDrumin.

Espere —le interrumpió Rothwell—. ¿Qué propone que hagamos?

Enseñarle a ese hijo de Satanás que más vale que no le toque ni un pelo a mi hija. ¿Te ha lastimado, muchacha?

No —contestó Maggie rápidamente—. Solo me ha enfurecido. Pero si no llega a ser por Kate… —se detuvo de repente cuando sus ojos se cruzaron con los de Rothwell. Él sabía que ella podía presentir su creciente furia, pues parecía precavida, y hacía bien.

Entonces, ¿admite que estaba en peligro? Acaso le sorprenda saber que todavía lo está. MacDrumin —añadió el conde girándose hacia él—, me gustaría hablar a solas con su hija, pero antes espero que reconsidere esa idea de ir a por Campbell.

¿Y por qué habría de hacerlo? —replicó con irritación—. Es la mejor excusa que he tenido en diez años para atacar a los Campbell y mis muchachos se sentirán profundamente decepcionados si no la aprovecho.

Había empezado a creer en que tenía sentido común, MacDrumin, y en que los habitantes de las Tierras Altas no son unos salvajes. Atacar a los Campbell a causa de este incidente demostraría que he errado en mis conclusiones. Sé que no siente mucho respeto por la legislación, pero le ruego que me deje solucionar esto a mi manera.

Para convencer al enfurecido jefe del clan, a Kate e incluso al propio James, Rothwell necesitó de sus dotes para la diplomacia así como de su autocontrol, a partes iguales, mas lo logró. Era obvio, no obstante, que con Maggie corrió peor suerte. Aunque los demás los dejaron a solas para que el conde le expusiese su opinión acerca de lo sucedido y a pesar de que la joven escuchó educadamente, cuando terminó de sermonearle, ella le dijo:

Usted no es quién para darme órdenes, Rothwell. Estoy de acuerdo en que los bosques no son un lugar seguro para una mujer sola cuando personas de la calaña de Fergus aparecen en el valle, personas que le recuerdo que están aquí porque su gobierno inglés nos las ha endilgado. Sin embargo, si no me hubiese desviado de los senderos, habría visto la señales y habría estado muy segura. Tendré más cuidado, pero no porque usted me lo ordene sino porque es lo más prudente.

Él apretó los puños, sentía una casi desmesurada necesidad de gritarle, e incluso de zarandearla, o al menos de estrecharla entre sus brazos y abrazarla fuerte, pues empezaba a ver los moratones que se estaban formando en su mejilla, testigos de las bofetadas de Campbell. Eso le hizo enfurecer y se sintió tan furioso con ella y consigo mismo como lo estaba con ese patán. Lamentaba no haber sabido cómo tratarla, cómo protegerla y, para colmo, sabía que aquella conversación poco había suavizado su relación con ella, y no tardó en descubrir que con su negativa a apoyar el ataque a los Campbell y a los MacKenzie tampoco se había ganado el apoyo de MacDrumin. Hasta James parecía un tanto molesto con él, mas él sabía que hacía lo correcto. No podían comenzar una guerra de clanes a partir de un incidente del que Maggie era tan culpable por deambular sola por los bosques como Campbell por comportarse como un vil truhán. El hecho de que a él nada le hubiese gustado más que asesinar a Campbell con sus propias manos, no alteraba las cosas ni lo más mínimo.

Al día siguiente era domingo y aunque Rothwell había dado gracias al conocer que los MacDrumin no eran católicos, pues bien podían haberlo sido, ya que aún eran muchos los habitantes de las Tierras Altas que seguían fieles a las antiguas creencias, se había sentido muy contrariado al saber que no sentían ninguna devoción por la Iglesia de Inglaterra. Acudió con ellos a su iglesia presbiteriana por curiosidad y también porque no había otra  adónde ir, mas decidió que en su próxima visita a las Tierras Altas le acompañaría un capellán. 

La familia había regresado a la casa de Glenn Drumin y se habían reunido todos en el recibidor principal para comer cuando se oyó un fuerte portazo y apareció Kate en el umbral; el cuerpo de Ian inmóvil entre sus brazos. Tenía el rostro cubierto de lágrimas. Entró a trompicones.

¡Ayúdenos, Terrateniente, se lo ruego, ayúdenos!