Capítulo XVIII

Rothwell había tenido en cuenta la advertencia de MacDrumin de que los Campbell no serían presa fácil, mas comenzó a relajarse cuando alcanzaron el claro del bosque donde se encontraba la casa y donde el único posible indicio de la presencia de refuerzos era un débil susurro procedente de los arbustos cercanos. No cabalgaron directamente hasta la casa sino que se ocultaron en los bosques colindantes y al ver que no la custodiaba ningún guardián, llegó a la conclusión de que Campbell confiaba en que su poder como regidor le mantendría a salvo. El conde hizo un gesto a MacDrumin y a sus hombres para que se acercasen a la casa.

Asómate, Fergus Campbell —gritó MacDrumin—, ¿o acaso eres tan cobarde que no vas a dar la cara por lo que has hecho? 

La puerta de la casa se abrió y Campbell salió al exterior, mirando a su alrededor con tranquilidad, como si estuviese respondiendo a la llamada de un amigo.

¿Eres tú MacDrumin? ¿Qué quieres?

¡Te queremos a ti, asqueroso bribón, y estoy apuntando con mi pistola directamente a tu negro corazón, así que pon tus asesinas manos sobre la cabeza y sal afuera!

Cielos, no dispares —replicó obedeciendo al instante—. No quiero líos. No sé qué es lo que te propones, MacDrumin, pero si lo que quieres es hablar, hablemos.

Rothwell intercambió otra mirada con James y alzó las cejas ante la inesperada docilidad de un hombre a quien habían descrito como un peligroso asesino. Cuando el terrateniente se adelantó hacia el patio, su yerno le siguió y notó distraídamente que el regidor parecía sorprendido de ver que portaban armas.

¿Están armados todos tus hombres, MacDrumin? —preguntó insidiosamente aquel hombre corpulento, alzando el tono de su voz—. Será un placer informar al juez de que habéis desobedecido tan abiertamente la ley.

Estos hombres ya no son hombres de MacDrumin sino míos, Campbell. Yo soy Rothwell de Inglaterra y por ello no estoy sujeto a las leyes que atañen específicamente a los habitantes de las Tierras Altas —dijo Rothwell con tono tranquilo.

¿A ninguna de ellas, mi lord? —su tono de voz seguía siendo insidioso y nada tenía que ver con el de un hombre que esperase ser llevado ante la justicia. 

Tuvo un presentimiento y vio que James también había alzado su pistola. Ambos hombres llevaban sus espadines y el conde sabía que MacDrumin portaba además un sable. Los hombres de éste, muchos de los cuales tenían el aspecto salvaje que Rothwell se había imaginado que tendrían todos, con sus pobladas barbas, largos cabellos y voluminosas bandas de cuadros escoceses teñidas sobre los hombros, portaban garrotes y los escudos de piel de formas redondeadas que llamaban dianas, mas si alguno de ellos llevaba algún arma de otro tipo, no las llevaba a la vista.

Todos habían seguido a MacDrumin hasta el claro del bosque, y algunos escrutaban cuidadosamente entre los densos boscajes que bordeaban los tres lados del claro, mientras que el resto centraba los ojos en Campbell.

Carsley se dio cuenta de que salvo por el ruido causado por los hombres que lo rodeaban, el bosque estaba anormalmente silencioso. Antes había asumido que el silencio era debido a su paso por el angosto sendero, sin embargo para entonces ya debían haberse reanudado los sonidos típicos de aquel entorno natural. Mientras pensaba en ello se oyó un disparo y mientras corría a cobijarse detrás de la roca más cercana, vio cómo los hombres que lo rodeaban apartaban las bandas de tela que llevaban sobre el hombro, dejando ver que iban armados con algo más que simples garrotes y escudos.

Tras aquel solitario disparo, que parecía proceder de algún lugar detrás de ellos, se oyeron otros, procedentes de un sauzal situado hacia el oeste. Cuando Rothwell disparó su arma, emergieron unos hombres de aquella misma zona, que corrieron hacia Campbell. MacDrumin había previsto un movimiento semejante y con ayuda de dos de sus hombres obligó a Fergus a tumbarse en el suelo y permaneció en pie junto a él, empuñando su sable.

Ned hizo un gesto a su hermano para que le siguiera y dejó caer su pistola, levantó su escudo de piel y sacó su espada al tiempo que se acercaba al enfurecido jefe escocés y a la vez que se escuchaban más disparos y se iniciaba una batalla a su alrededor. Al deslizarse entre dos espadachines que luchaban con furia entre ellos con las espadas de dos manos que portaban, vio a uno de los hombres de MacDrumin sacar una pistola y disparar. El hombre lanzó instantáneamente la pistola descargada a la cabeza de otro que intentaba atacarle, se sacó un puñal del cinturón con la mano que le quedaba libre y despachó a su atacante inmediatamente. Rothwell frunció el ceño y se apresuró hacia donde estaba MacDrumin, llegando a su lado justo cuando dos hombres se abalanzaban sobre él.

Campbell se puso en pie y cogió un sable que le lanzó uno de sus rescatadores.

¡Vamos, MacDrumin! —gritó cuando vio que el jefe luchaba contra dos hombres a la vez—. ¡Pronto estarás ardiendo en el infierno!

Improbable —dijo Rothwell con brusquedad a lo que Campbell se giró furioso para responder a su ataque, sonriendo al ver el espadín del conde.

Espada contra espada, en una ráfaga de rotundos y metálicos golpes, éste no tardó en darse cuenta de que el estilo del regidor era, al igual que el de la mayoría de los de las Tierras Altas, fiero, salvaje y terriblemente intenso. Mas, a pesar de la diferencia que había entre sus armas, Rothwell descubrió enseguida que era más hábil que su adversario y de haberse tratado de un duelo limpio, le habría desarmado rápidamente, finalizando el ataque sin que ninguno de los dos resultasen heridos de gravedad.

El primer aviso del inminente desastre fue una incipiente sonrisa en el rostro de su oponente y una titilante mirada hacia un punto más allá del hombro izquierdo de Rothwell. Cualquiera de los dos gestos habría bastado, de no ser por el grito femenino que se retumbó en el bosque. Carsley se hizo ágilmente a un lado y se valió de su escudo para desviar una peligrosa estocada que le asestaron por detrás a menos de un milímetro de distancia.

Apenas oyó el grito, pues aunque centraba su atención en Campbell, ya estaba cambiando de posición para defenderse del segundo hombre. Teniendo que hacerles frente a los dos, ambos de métodos salvajes e impredecibles, ambos con espadas más pesadas que la suya, y ambos dispuestos a hacer caso omiso de las normas del manejo limpio de la espada, no le quedaba más remedio que librarse de uno tan rápido como le fuera posible, a fin de concentrarse después en el otro. Fergus era sin duda el más hábil de los dos.

Ningún hombre era capaz de manejar limpiamente la espada durante más de diez o quince minutos sin rendirse y Ned era consciente de que se estaba cansando con rapidez. El esfuerzo que requería semejante duelo, sobre todo en el fervor de la lucha, era excesivo. Sabía que Campbell tenía que estar fatigado, pues su espada parecía más pesada y sus movimientos no eran precisamente ligeros. Además, había tenido tiempo para observar sus hábitos con la espada: sabía que esquivaba los golpes con el recazo, devolvía los golpes laterales con la muñeca y sus estocadas favoritas eran las que propinaba con la el filo exterior. Tomó una decisión en la última fracción de segundo mientras se giraba para hacer frente a su segundo contrincante, esquivó el siguiente golpe de Campbell y se lo devolvió haciendo ademán de golpearle en la cara. Cuando éste levantó su espada para esquivar el golpe con el recazo, Rothwell deslizó la hoja de la suya con una estocada directa hacia su estómago y Campbell cayó.

Tardó poco en desarmar al segundo hombre y pronto terminó la batalla, pues los supuestos rescatadores, al ver que el cabecilla caía, salieron corriendo. MacDrumin y sus hombres rodearon a algunos y mientras los hermanos Carsley se acercaron a ayudarles, oyeron el grito de una voz que les resultaba familiar, procedente del bosque.

¡James, corre, ven, Maggie está herida!

Al percatarse de la urgencia de las palabras de Kate, Rothwell sintió que se le paralizaba la sangre en las venas. Se dio la vuelta apresuradamente y corrió detrás de James, comprendiendo entonces que había sido Maggie quien había gritado cuando el segundo hombre intentaba atacarle por sorpresa. 

Cuando llegaron hasta ellas, la joven MacCain rodeaba con un brazo a su amiga, que tenía restos de sangre sobre la parte superior de la manga izquierda de su vestido; pálido el semblante, los dientes apretados para aguantar el dolor. James se arrodilló presto junto a ella, utilizó la hoja de su espada para cortar la chaqueta de montar empapada en sangre y la camisola para descubrir la herida.

¿Cómo lo ves? —inquirió Rothwell lacónicamente.

Le ha rozado una bala —replicó James—. Se trata de un corte moderado y un mal rasguño, pero si evitamos la infección no será nada. Le prepararé una cataplasma calmante de pan cuando regresemos, a fin de suavizar el dolor. Eso además suele prevenir la infección.

Es un milagro que no las hayan matado a las dos —dijo bruscamente. Y añadió mirando furioso a su esposa—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí? Te dije que te quedases en Glen Drumin.

Así es —dijo Kate, que aún abrazaba a Maggie de forma protectora— y si hubiésemos obedecido sus órdenes, ahora estarían todos muertos.

Tonterías —dijo el conde.

No son tonterías —dijo la joven herida, haciendo un gesto de dolor mientras James se ocupaba de su herida—. Si Kate no hubiese disparado para que corrieseis todos a cobijaros, los hombres de Fergus habrían acabado con muchos de vosotros en el primer asalto. Deberías estar agradecido, Rothwell.

¿Agradecido? —deseaba agarrarla y zarandearla hasta que le crujiesen los huesos y se sirvió de cada milésima parte del autocontrol que había desarrollado durante tantos años para no hacerlo. No miró a Kate, ni tampoco podía ver a James que, tras haber hallado restos de metal en la herida, había ordenado que le trajeran su maletín y estaba lavando unos trozos de tela en el arroyo. Centró su atención en su mujer, y le preguntó—. ¿Qué pensabas que ibas a conseguir desobedeciéndome? Si el ataque no hubiese terminado como ha terminado, habríais quedado a merced de los hombres de Campbell. Podrían haberos matado. ¿Has pensado en eso? ¡Por Dios, Maggie, si alguna vez te has merecido una buena azotaina, es ahora, y si te atreves a hacer algo así otra vez, eso es exactamente lo que haré. 

Su mirada se fundió con la de ella. El silencio se había apoderado de ellos, mas a él no le importaba lo que pensasen los demás. No recordaba haber estado nunca tan furioso con alguien. Al saber que estaba herida había sentido auténtico pavor, pero, por extraño que pudiese parecer, fue cuando supo que la herida no era grave cuando liberó toda la emoción contenida, y de un modo que nunca se habría imaginado, con una ira tal que solo deseaba darle una lección, castigarle por su insensatez al haberle desobedecido, poniendo en riesgo su vida.

Ella no apartó la mirada. Él pensó que era casi como si le incitase a que le pusiese la mano encima y él se esforzó sobremanera para mantener las manos bien apretadas contra el costado. Cuando James pasó presuroso a su lado y se arrodilló junto a ella para limpiarle la herida, agradeció la excusa y miró hacia otro lado.

Pero Maggie gritó cuando James posó la fría tela sobre la herida y Ned volvió a mirarla inmediatamente. Cuando notó que se le llenaban los ojos de lágrimas se acercó sin pensarlo, con intención de ocupar el lugar de Kate, mas, con los dientes apretados para aguantar el dolor, Maggie dijo:

¡Lárguese, Rothwell. ¡Es un maldito ingrato y aún no es un esposo como Dios manda, así que no tiene nada que decir!

Si no puedes decir nada que valga la pena, cierra la boca —gritó él, perdiendo los estribos—. No eres más que una auténtica chiflada, una exaltada a la que nunca le han enseñado a obedecer y ya va siendo hora de que alguien te meta en vereda. Podías habernos puesto en peligro con la misma facilidad con la que nos has ayudado, o podías haber provocado que alguno de nosotros te hubiese herido al confundirte con el enemigo. Lo que has hecho ha sido imprudente y estúpido y te mereces… —habría seguido hablando, pues su lengua parecía haber cobrado vida propia, mas cuando ella gritó de dolor, añadió con brusquedad—. ¡Apártate, James, le estás haciendo daño!

Si el joven Carsley se sorprendió al oír semejante orden, supo disimularlo bien y así, le ofreció el paño empapado en agua a su hermano y añadió con tono tranquilo:

Asegúrate de eliminar toda la pólvora de la herida, da igual cuánto le duela, y luego véndale con los trozos de tela que llevo en el maletín.

¿Cómo está la muchacha? —preguntó MacDrumin, aproximándose hacia ellos y mirando la herida de su hija mientras meneaba la cabeza—. Me parece que te hará falta un poco de whisky. 

James asintió con la cabeza, pero el conde, arrodillándose para ocupar su lugar, gritó por encima del hombro de su hermano:

¿Se puede saber para qué?

Previene la infección —respondió este—. Cura prácticamente todas las heridas de las que yo he oído hablar, incluidos el cólera y el tifus. Yo he utilizado lo que me quedaba en la petaca con Campbell, pero como ninguno de los muchachos ha resultado malherido, seguro que a alguno le queda un poco.

Gritó a sus hombres y un instante después uno de ellos le alcanzó una petaca de piel a su yerno. Siguiendo órdenes del terrateniente, él vertió el contenido generosamente sobre la herida de Maggie, estremeciéndose cada vez que ella gritaba de dolor, mas diciéndole con severidad:

¡Te está bien empleado!

A continuación, sin darle tiempo a responder, miró a MacDrumin y dijo:

¿Dice que le ha dado el suyo a Campbell? ¿Cómo está?

Muerto —dijo MacDrumin alegremente—. Yo mismo le he dado la extremaunción. Nada de pan y vino, claro está, pero nosotros siempre llevamos whisky y pastelillos de avena, y son igual de válidos —Miró hacia los maleantes custodiados por sus hombres y añadió—. Me encantaría colgarlos a todos, pero supongo que tú no estarás de acuerdo. 

Y has acertado. Los llevaremos a la ciudad más próxima donde se celebren sesiones del tribunal superior para que sean procesados.

Pues tendrá que ser Inverness. Ya me encargo yo y, dime, ¿cómo está mi muchacha ahora?

Sobrevivirá —dijo mientras le ataba el último nudo del vendaje—. ¿Te puedes poner de pie? —le preguntó.

Creo que sí.

Yo le ayudaré —dijo Kate, levantándose.

No, tú no le ayudarás —dijo James, agarrándola del brazo—. ¡Tengo que hablar contigo, querida!

Pues yo no quiero hablar contigo. Vosotros los hombres os comportáis como si fueseis los únicos seres con cerebro sobre la faz de la tierra. Supongo que lo que quieres es decirme que debería haberme quedado en la cama en vez de venir aquí y hacer todo lo que estuviese en mi mano para derribar a esos bribones, y especialmente después de que asesinasen a mi familia.

Lo que tenga que decirte —señaló con tono calmado— te lo diré en privado. No tengo ningún interés en hacer a estos hombres partícipes de nuestra conversación. ¿Vienes?

Bien, supongo que sí —dijo Kate frunciendo el ceño.

Mientras se alejaban hacia donde estaban los caballos, Rothwell ayudó a Maggie a ponerse en pie.

¿Puedes sola?

Por supuesto que puedo.

Él notó que se tambaleaba y, sin más dilación, la levantó en brazos, obligándose a sí mismo a hacer oídos sordos a sus gritos de dolor. No había forma de llevarla a casa sin hacerle daño, y lo soportaría mejor, estaba seguro, si él simulaba no sentir ninguna compasión por ella. Giró la cabeza y se dirigió a MacDrumin:

Me la llevo a casa para que se acueste.

Sí, sí, muchacho, haz con ella lo que quieras. Llévate a nuestros heridos contigo, el resto de los hombres me ayudarán a llevar a estos a Inverness.

Rothwell se puso en marcha, detrás de Kate y James, y de pronto se detuvo, al recordar algo:

Recuerde —le dijo a MacDrumin— que si alguien le pone alguna pega por esas endiabladas armas, ha de decir que están a mi servicio y que fui yo quien se las proporcioné a fin de proteger mis tierras del asesino de Campbell y los de su calaña.

Los ojos de MacDrumin brillaron.

En cuanto a lo de que estamos a tu servicio, eso está por ver, pero lo cierto es que eres agudo e inteligente, y sabes lo que haces. 

El conde vio cómo se alejaban y a continuación miró a Maggie, que permanecía quieta entre sus brazos.

¿Habéis venido a caballo? —preguntó.

Sí —farfulló ella.

Estuvo a punto de enfadarse otra vez, mas ya había agotado toda su ira y ahora se preguntaba si lo que ella pretendía era volver a provocarla. Si era ése el caso, no cabía duda de que lo conseguiría. Jamás había conocido a una diablilla capaz de hacerle enfurecer tan rápido.

El joven Carsley estaba ayudando a Kate a montar en su silla y su hermano le preguntó con voz calmada:

¿Te ha dicho que han venido a caballo?

Sí. Los han dejado a los pies de la colina, en el bosque. Parece que han tomado un atajo que conocía Kate y han estado a punto de darse de bruces contra ese hatajo de bribones.

El cabello de Rothwell caía equitativamente sobre la parte de atrás de su cuello y él se dirigió con tono comedido a la mujer que portaba entre sus brazos:

Considérate avisada, querida mía, de que si alguna vez en tu vida se te ocurre hacer algo como lo que has hecho hoy, me encargaré de que desees no haber nacido.

¡En mi vida! —murmuró ella—. No diga tonterías, Rothwell. Con un poco de suerte dejaremos de vernos en cuanto anule nuestro matrimonio.

A él le rechinaron los dientes. Estaba claro que le estaba provocando, mas él no podía permitir que volviese a hacerle enfurecer. En silencio, la montó en su caballo y cuando encontraron el suyo y el de Kate y Maggie afirmó con terquedad que podía cabalgar sola, a lo que éste no puso ninguna objeción. El camino de regreso a Glen Drumin transcurrió en silencio, pues ni siquiera James volvió a mediar palabra hasta que llegaron al patio de la casa, cuando Kate anunció que tenía cosas que hacer.

Ahora que volvemos a estar a salvo, debo acercarme a mi casa y asegurarme de que esté todo en orden —explicó muy por encima.

Te acompañaré —dijo James.

Tú tienes que preparar una cataplasma y deberías cuidar de Ian.

En ese caso, tú te quedarás conmigo. Aún no hemos terminado de hablar.

De acuerdo.

Maggie miró atónita a Kate. Nunca en su vida la había visto acceder a las peticiones de un hombre, y mucho menos a uno que contradecía tan fácilmente sus decisiones. Mas Kate ni siquiera parecía irritada. Se bajó de su caballo, le dio las riendas a un lacayo y entró en la casa con James.

Rothwell desmontó, dio órdenes al lacayo para que se encargase de los caballos y se volvió para ayudar a Maggie. Ella hubiese preferido ignorarle, mas su inusual arranque de ira le había turbado y no estaba en absoluto segura de que no fuese a intentar llevar a cabo la peor de sus amenazas si le tentaba demasiado. Así pues, cuando él la tomó en brazos para ayudarle a bajar de la silla, no puso ninguna objeción, más al ver que no la dejaba marchar, y tampoco la bajaba al suelo, alzó los ojos y vio que la estaba mirando con una expresión socarrona.

Imagino que nosotros tampoco hemos terminado de hablar —dijo con tono cansino.

Efectivamente —afirmó él—, pero creo que por el momento lo mejor es que subas a la habitación y descanses.

Ella se tragó las palabras que fluyeron presurosas a su boca, aguardó el tiempo suficiente para asegurarse de que se calmaba y entonces añadió con cautela:

No soy ninguna cría, ni tampoco la chiflada que ha mencionado antes. Mi herida es leve y aunque limpiarla ha sido doloroso, estoy perfectamente capacitada para decidir por mí misma si necesito descansar o no, así pues, si no tiene nada más que decir, tengo cosas que hacer.

Se dio la vuelta, pues no deseaba que él notase cuánto le dolía en realidad el hombro, sin embargo la hizo detenerse con tan solo el roce de su mano.

Maggie —dijo con dulzura—, lamento haberte gritado. No es algo muy normal en mí, pero estaba terriblemente asustado.

Ella era particularmente consciente de su mano sobre su hombro y del tono dulce, casi sensual, de su voz. Se olvidó del dolor, volvió a mirar su semblante en busca de alguna indicación de sus sentimientos. Halló una intensidad, una mirada que le confesó que deseaba que creyera sus palabras, mas le costaba creer que hubiese sentido tanto miedo como le costaría creer algo así de Kate MacCain.

¿Por qué estaba asustado? —habría deseado dirigirse a él con brusquedad, mas le dio la sensación de que su tono de voz había sonado más bien curioso.

Me he sentido muy abatido con solo saber que estabas cerca, y cuando Kate ha dicho que estabas herida me he temido lo peor. Cuando James ha confirmado que no era nada grave, debería haber sentido alivio, lo sé, pero en vez de ello me he sentido terriblemente furioso contigo. ¿Por qué me has desobedecido? Y antes de que empieces con esas tonterías de que no tengo ningún derecho a decirte lo que debes hacer, te recuerdo que tu propio padre te dijo que te quedases en casa —Maggie se mordió el labio inferior y le miró con una mirada baja.

Me temo, señor, que tampoco obedezco siempre a mi padre. Papá a menudo es muy impulsivo a la hora de dar órdenes y cuando yo pienso que lo que estoy haciendo está bien, las ignoro.

Nunca lo habría dicho —dijo él secamente—. ¿Vas a responder a mi pregunta?

He ido porque deseaba ver cómo se llevaban a Fergus y porque sabía que Kate iba a ir, conmigo, o sin mí. No esperábamos encontrarnos con sus hombres y antes de que me diga que teníamos que haber supuesto algo así, le recuerdo que a papá y a usted también les han pillado por sorpresa. Y, señor, aunque insiste en que nuestra presencia allí no ha servido de nada, de no ser por el primer disparo de alerta de Kate, podrían estar todos muertos, y usted lo sabe. Tiene que saberlo. 

Lo sé —dijo él—. Si antes lo he negado ha sido por puro despecho y porque estaba furioso conmigo mismo por no haber supuesto que Campbell se comportaría como el bribón que era. Supongo que me lo imaginaba como un peón de la Corona y nada más, un grave error por mi parte, y también por parte de tu padre.

Por lo que Maggie sabía, los hombres no solían admitir sus errores y no había esperado que Rothwell lo hiciese, así que sus palabras sirvieron para bajarle los humos y no supo qué decir. Miró hacia otro lado y el silencio parecía eternizarse hasta que él añadió:

Aquí te vas a enfriar. Será mejor que entremos. Espero que no tengas muchas cosas que hacer.

Solo tengo que decirles a los criados que no preparen cena para papá ni para los otros —replicó ella— y también quiero ver qué tal está Ian.

En ese caso iré contigo.

Entraron juntos en la casa y a pesar de que él no la tocaba, Maggie volvía a sentir su intensidad. Era una sensación que casi se podía palpar, y sabía que él se sentía muy satisfecho por lo que acababa de suceder entre ellos. Lo sabía con tanta certeza como si él se lo hubiese confirmado con palabras, mas no comprendía porqué ni cómo lo sabía. Tampoco comprendía sus sentimientos, ni los suyos propios.

La cena fue animada, pues la cataplasma de pan de James alivió el dolor de Maggie, Ian estaba mucho mejor y Kate estaba de un excelente humor. Kate parecía haber olvidado que alguna vez había sentido antipatía por el joven Carsley y conversaron durante la cena como si fuesen viejos e incluso íntimos amigos. También se la veía encantada con el conde, aunque solo fuese porque había acabado con Fergus Campbell.

Maggie notaba las miradas serenas y meditabundas que le dirigía Ned de vez en cuando. Sin saber qué pensar de ellas y convencida de que él haría caso omiso a cualquier insinuación de que mirase a otra parte, se propuso ignorarlas aunque lo único que consiguió fue estar más pendiente de ellas. Era como si la tocase, a pesar de que estaba sentado al otro lado de la mesa y no podía hacerlo ni aunque fuera ese su deseo.

Cuando por fin terminaron de cenar, Kate y James, que seguían conversando amigablemente, se retiraron a unos asientos que había junto al fuego. Maggie envidiaba su sincera camaradería y echaba de menos el poder conversar así con alguien. Había habido momentos en que había tenido conversaciones de ese tipo con Kate, mas apenas habían podido hablar desde su regreso de Londres.

Rothwell se levantó de la mesa a la vez que ella y cuando se sentó a tejer, él se acercó a avivar el fuego y permaneció en pie durante un rato, en silencio, con la mirada perdida entre las llamas. Maggie estaba cansada, le dolía el brazo y pronto empezaron a cerrársele los ojos. Cuando se pinchó un dedo con una aguja, puso la labor a un lado y anunció que se retiraba a descansar.

Kate le sonrió y asintió con la cabeza y James le deseó buenas noches, mas Rothwell, con su mirada perezosa y especulativa, no dijo nada, lo que le llevó a preguntarse qué estaría pensando. Se giró y subió lentamente por las escaleras, sabiendo que él aún la miraba.

Fue primero a la habitación de Ian y vio que ya había terminado de cenar y una de las criadas le estaba arropando. El pequeño le sonrió.

Me han dicho que el terrateniente ha acabado con Fergus Campbell —dijo con tono alegre—. Ya está muerto, adiós y buen viaje.

Lo está, pero ha sido Rothwell quien ha acabado con él.

Sí, sí, eso he dicho —dijo Ian, asintiendo con la cabeza.

¡Pero él no es…! —exclamó sobresaltada, al comprender que su esposo había ocupado el lugar de su padre en la mente del muchacho. Entonces se acordó de cuando el conde le dijo a su padre que aludiese a su nombre si tenía algún problema con las armas que portaban sus hombres. Habrían estado locos si hubiesen ido a por Campbell desarmados, y su padre no estaba loco, mas al comprobar lo bien equipados que estaban ella había tenido dudas, y de pronto se dio cuenta de que su padre había dado por hecho que podía contar con el apoyo de Rothwell.

Pensó que MacDrumin había confiado en Rothwell desde el principio, y se preguntaba cuáles serían los planes del astuto jefe del clan. Se retiró a su dormitorio y empezó a encender las velas con las llamas de la hoguera a fin de prepararse para acostarse. María entró momentos después.

No he pedido que vinieses —dijo Maggie, sonriéndole.

Lo sé, señora, pero mi lord me ha dicho que había subido.

En realidad me alegro de que te haya hecho venir —añadió Maggie—, pues agradecería tu ayuda. No me había dado cuenta de lo mucho que utilizamos el brazo izquierdo, pero parece que nos hace falta para todo. Ahora me duele otra vez y tengo el brazo derecho agotado.

María comenzó a trabajar de modo eficiente, moviéndose con sigilo por la habitación, sin más ruido que el crujir de la tela de sus vestidos y el ruido de las cosas que cogía y dejaba. Pasó el camisón de franela por la cabeza de Maggie y lo deslizó cuidadosamente por su brazo vendado y a continuación, poniéndole las chinelas grises en los pies, María la miró y dijo:

Si es tal el dolor que no puede dormir, señora, yo tengo un poco de láudano.

Eres muy amable, María, pero no creo que lo necesite y, francamente, no me pareces el tipo de persona que tome láudano. No eres una persona nada iracunda.

María se levantó y se acercó a coger el cepillo de Maggie, diciendo:

Estoy bastante bien, señora, mas en ocasiones, cuando tengo dolores, sí que me tomo unos cuantos granos disueltos en agua.

Maggie frunció el ceño.

Si yo tuviese que tomarlo, preferiría diluirlo en uno de los ponches de papá o en una taza de té bien fuerte para disimular el sabor.

Escandalizada, María frunció el ceño en gesto de desaprobación y añadió:

El té es demasiado caro como para malgastarlo de ese modo. —Extendió un chal sobre los hombros de Maggie, le soltó el pañuelo, dejando que el cabello fluyese libremente hasta acariciar su cintura, y comenzó a desenredarlo.

No se había oído ningún ruido que anunciase su presencia, mas Maggie supo, sin necesidad de mirar, que Rothwell había entrado en la habitación. Aguardó a que María se percatase de ello, mas ella continuaba cepillando sus cabellos sin interrupción. La mujer no lo había oído ni tampoco alcanzaba a ver el umbral de la puerta a través del diminuto espejo de la mesa. Maggie tampoco, mas ella sabía que estaba allí, y el hecho de que hubiese entrado en su dormitorio como solo hubiese entrado un esposo bastó para que se le paralizase la respiración mientras aguardaba a oír sus palabras.

Rothwell permaneció en silencio junto a la puerta, observando, deseando que María se hiciese un poco a la izquierda a fin de poder contemplar el hermoso cabello de Maggie en todo su esplendor. Una nube dorada de suaves ondas que resplandecía a la tenue luz de las velas y del diminuto fuego de la chimenea. Se descubrió a sí mismo recordando el modo en que el dormitorio de Lydia, o en realidad, cualquier estancia donde esta estuviese, estaba siempre lleno de luz. Su hermana era una mocosa despilfarradora, mas en aquel momento, él hubiese deseado ver la luz de un centenar de velas reflejada en los cabellos suaves y brillantes de Maggie.

Había subido a su habitación arrastrado por una fuerza más poderosa que el sentido común y al hallar la puerta entreabierta, la había empujado para abrirla en lo que había justificado ante sí mismo como un impulso, aunque ahora comprendía que había decidido subir a su habitación aquella noche en el mismo instante en que ella se había burlado de él por no comportarse como un verdadero esposo y por no desear un verdadero matrimonio. Estaba equivocada.

Durante un momento creyó que no le habían visto, mas la postura rígida de Maggie le confirmó que sabía de su presencia. Eso, o aún le dolía el brazo. El recuerdo de lo cerca que había estado de morir le hizo sentir escalofríos de terror por todo el cuerpo, mas cuando giró la cabeza ante un tirón de pelo más brusco de lo normal y él vio la delicada línea de su cuello y su suave perfil, el deseo ahuyentó al terror. La deseaba. Era su esposa y deseaba sentir su piel de terciopelo entre sus dedos, acariciar sus senos, su cabello, sus labios. Se le aceleró la respiración y su cuerpo se estremeció, ansioso de ella. Quería abrazarla, protegerla, seducirla. Su voz sonó áspera, poco natural, cuando de pronto dijo:

Aviva el fuego, María, hace un frío helador en esta habitación. —Habló sin pensar y se dio cuenta de que había dicho una estupidez. En la habitación hacía de todo menos frío.

María se sorprendió al oír su voz, mas al ver que Maggie no, supo que había acertado. Ella ya sabía que estaba allí.

La doncella le hizo un leve gesto de cortesía y se dirigió a obedecer su petición, pero Maggie seguía sin girarse. Él deseaba ver su expresión, mas aguardó hasta que María echó otro tronco al fuego y avivó las llamas. A continuación, añadió:

Déjanos solos.

Ella salió sin mediar palabra y Maggie no habló hasta que no oyó cerrarse la puerta tras ella, esta vez con firmeza. Se giró sobre el taburete para mirarle y dijo:

No ha terminado y esta noche yo no puedo cepillarme. No tenía que haberle dicho que se marchase.

¿Qué más tienes que hacer? —preguntó él con total naturalidad, acercándose a su lado, mas con cuidado de no proyectar ninguna sombra sobre el lugar donde la luz del fuego danzaba con sus cabellos.

Trenzarlo —dijo ella— y meterlo en un gorro.

Yo lo trenzaré.

Ella se giró, sonriendo:

¿En serio? No se me había ocurrido, pero ahora recuerdo cómo era en Londres. Aquí ha cambiado.

Él se sorprendió al ver lo cómoda que parecía estar a pesar de su presencia en el dormitorio. Más bien se habría esperado algún tipo de desplante.

¿Crees que habría podido seguir desempeñando ese papel de petimetre en estas circunstancias, querida? No sería adecuado para el lugar.

Fergus Campbell pensó que lo eras.

Estaba equivocado —Ella asintió con la cabeza, mirándolo, y entreabrió los labios de manera incitante. Su voz sonó violenta en sus oídos cuando él le preguntó—. ¿Te duele mucho el brazo?

No —ella se humedeció los labios.

Debes de estar agotada.

No.

Animado por sus obvias mentiras, añadió:

Ponte en pie, querida esposa, quiero verte de cerca.

Ha dicho que me iba a arreglar el pelo.

A mí me gusta así, mi amor, estaba haciendo el tonto.

Ella se puso en pie y él la acercó al fuego donde el ambiente era más cálido. Sus cabellos olían a bosque, a humo y a hierba. Le gustaba aquel aroma. Aún tenía los labios entreabiertos y él deseaba besarla, mas sabía que ella no tenía mucha experiencia con los hombres y era mejor que actuase con cuidado. El hecho de que ella pareciese corresponderle era más de lo que él se merecía.

Le quitó el chal de los hombros con dulzura, dejando al descubierto el camisón de franela blanca que, al igual que las chinelas que cubrían sus pies, era una prenda muy sencilla. Él intentó imaginarla ataviada con seda ceñida y ribetes de encaje. Entonces le tocó el brazo y la cálida manga de franela era tan suave que al acariciarla sintió su temblor ante el roce de sus dedos. Tenía los ojos abiertos de par en par, mas no transmitían temor, sino más bien cautelosa expectativa. La miró fijamente y deslizó cuidadosamente la mano desde su brazo derecho hacia su hombro, luego por la inclinación de sus senos, sin apenas rozarla, disfrutando de la suavidad de la franela y de la creciente ansia de sentir lo que escondía debajo.

Si hace lo que está pensado hacer, señor, será muy difícil obtener la anulación —dijo ella con suavidad.

No quiero ninguna anulación —susurró él.