Capítulo XV

Maggie esperó en el recibidor a que regresase su padre con la esperanza de que no pretendiese evitar un enfrentamiento con ella. Estaba segura de que no iría directamente a acostarse después de acompañar a Rothwell a su dormitorio, pues era muy probable que tuviese que dar más órdenes a sus hombres después de que se hubiesen retirado los ingleses. Puede que no quisiera hablar con ella antes, pero ella estaba decidida a que así fuese.

Le costaba creer que estuviese legalmente casada con Rothwell. Todo aquel asunto era absurdo. Sí que sabía lo que era el matrimonio por declaración, pues con frecuencia había oído casos de parejas que recurrían a ese medio cuando no había un sacerdote o un clérigo disponible para celebrar una verdadera ceremonia, cosa harto frecuente en zonas apartadas durante el invierno, cuando las carreteras y los senderos quedaban enterrados bajo doce pies de nieve, o incluso más. Sin embargo, nunca había oído hablar de ninguna pareja que hubiese contraído matrimonio de esa forma contra su propia voluntad.

Su padre no podía hablar en serio, seguro que pretendía castigar a Rothwell por su imprudencia al haber ido allí a reivindicar su estado. Ella le haría frente y él tendría que admitirlo; entonces le diría exactamente lo que pensaba de aquellas bromas y el asunto quedaría zanjado. El matrimonio se desmentiría y no habría necesidad de sufrir la humillación de una anulación o de un divorcio. Por otro lado, conocía a Rothwell lo suficiente como para saber que nunca faltaba a su palabra y no dudaba que recurriría a alguna de aquellas dos opciones. Y por lo que había podido apreciar en Londres, estaba convencida de que solicitase lo que solicitase, le sería concedido.

La idea del divorcio le dio escalofríos, mas al menos, se podía recurrir a la anulación y dio gracias a Dios por el hecho de que el conde no hubiese decidido utilizar la excusa de su dichoso matrimonio para aprovecharse de ella. Cualquier otro en su lugar no habría dudado en hacerlo, mas tanto si había sido por cuestión de principios o por mero orgullo, él no lo había intentado ni siquiera ahora, y ella se sentía agradecida por ello.

Oyó el eco de unos pasos presurosos que le resultaban muy familiares y se acercó rápidamente para cerrarle el paso a MacDrumin mientras bajaba por las escaleras, si bien él no hizo ademán de evitarla. Sonreía de oreja a oreja y antes de que Maggie dijese una palabra, la levantó del suelo y abrazándola hasta casi estrujarla, empezó a dar vueltas por el recibidor.

¡Oh, jovencita! —exclamó entre carcajadas mientras se sentaba— ¡Qué alegría se siente tras otra partida ganada! Gracias a ti, los MacDrumin conservaremos Glen Drumin durante otra generación.

¿Cómo puedes hablar así, papá? Incluso si este dichoso matrimonio llegase a seguir en pie después de la apelación de Rothwell al Parlamento, sus herederos no serán unos MacDrumin, serían unos Carsley.

¡Bah! qué más da. Sus hijos serán mis nietos y llevarán la sangre de los MacDrumin en sus venas, y no serán ingleses, sean cuales sean las intenciones del señor. De hecho, sería mucho mejor que tú conserves tu apellido y se lo des a tus hijos. Al fin y al cabo eso es muy frecuente aquí, sobre todo cuando un hombre poderoso como yo no tiene hijos varones y su hija se casa con un buen partido, cosa que, Dios te bendiga, has hecho tú.

Papá, este absurdo matrimonio no puede tener ninguna validez e incluso si la tuviese, el señor se encargará muy pronto de ponerle fin.

No dudo que tenga poder para hacerlo, muchacha, por eso no he discutido ese punto con él —dijo MacDrumin con tono severo—, pero tú te tienes que encargar de que no lo haga. ¡Cielos! Tienes que comprender lo importante que es esto para nosotros. Volverás a ser la dueña de esto, algo que le debes a nuestra gente. Si puedes permanecer casada con ese hombre, podrás influir en el modo en que gaste su dinero y gran parte de él terminará en el valle, para el beneficio de todos nosotros. Si se va, si obtiene esa maldita anulación, entonces no te quepa duda de que Glen Drumin seguirá a merced de Fergus Campbell y los de su calaña.

Maggie miró a su padre con súbita sospecha.

Papá, ¿fue idea tuya lo de tenderle aquella trampa? ¿Enviaste tú a Kate a que le engañase?

Él se rió.

No, muchacha, te doy mi palabra. ¡Oh! pero si se me llega a ocurrir a mí, no lo hubiese dudado ni un instante. ¡Esa Kate! ¡Quién iba a decir que era tan lista!

Lista no, papá, vengativa. Lo tramó todo meramente como una forma de vengarse de míster James Carsley. No te quepa duda de que se habría alegrado muchísimo más si hubiese sido él quien entrara en mi habitación. 

Entonces no es tan lista como yo pensaba, pues eso no habría servido absolutamente para nada y yo mismo me habría encargado de solicitar la anulación, pues yo no permitiría que te casases con un hijo menor. Dudo que ese muchacho tenga más dinero que el que le dé su hermano.

En eso llevas razón, o al menos eso creo. James es un artista caprichoso que se interesa por cualquier cosa novedosa que se cruce en su camino. Su hermana me dijo que siempre que necesita dinero acude al conde. 

La sola idea de que hubiese sido James y no el Rothwell quien se hubiese apresurado a rescatarla le afectaba especialmente. No habría importado, pues Rothwell habría estado tan ansioso como su padre por poner fin a cualquier alianza entre James y ella, de hecho, tan ansioso como estaba por poner fin a su propio enredo. Sin embargo, la idea le molestaba. No tenía ni el más mínimo interés en James Carsley y tampoco se veía casada con el conde. Cuando le explicó todo esto MacDrumin, éste se mantenía en sus trece.

Vamos a ver, escúchame, hijita —dijo con dureza—, por una vez en tu vida debes hacer lo que se te diga, porque este asunto es demasiado importante para echarlo a perder por estúpidas sensibilidades. Tendrás que hacer lo que sea necesario para que Rothwell se quede aquí, en el valle, y mientras tanto, debes esforzarte por llamar su atención, incluso si eso implica engatusarlo y llevártelo a la cama.

¡Ni hablar! ¡Yo no voy a hacer algo tan perverso!

No es nada perverso. ¿No te acabo de decir que estás legítimamente casada con él? No es más que tu obligación moral e ineludible, muchacha, eso es lo que es.

¡No lo es y no lo haré!

No hay nada peor en este mundo que una mujer desvergonzada con excepción de otra mujer. ¡Así que lo harás! 

Por todos los diablos, papá —le dijo empleando la expresión favorita de Rothwell—, ¿vas a permitir que me comporte como una cualquiera?

No emplees ese tono conmigo, señorita, o descubrirás que no he olvidado lo que es una buena azotaina.

Ya veo, ¿no es eso lo primero en lo que piensa un hombre cuando no logra imponerse ante una mujer? —preguntó con frialdad— ¡Pues que sepas que si estamos en esta situación es gracias a una azotaina!

¿Qué demonios quieres decir?

¿Es que Kate no te lo ha contado todo? —replicó Maggie con brusquedad—. Cuando le escupió a míster Carsley en el ojo, él le propinó una azotaina que le hizo gritar tan fuerte que me sorprende que no la oyerais desde aquí. Luego la tiró al río para tranquilizarla, según dijo. 

La mirada airada de MacDrumin se disipó para dar paso a una chispa de diversión. Empezó a reír y lo hizo hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas. Luego, respiró hondo y dijo:

¿Ése estúpido osó darle una azotaina a nuestra Kate?

Así es —dijo Maggie con un suspiro. Entendía que se hubiese echado a reír, mas las consecuencias no eran precisamente graciosas.

Al pobre inglés no se le ocurrió nada mejor, estoy convencido, pero no me extraña que haya intentado dispararle. No creo que piense que casarte a ti con Rothwell sea castigo suficiente.

Es muy probable que no, pero el daño está hecho, papá, y como puedes ver, no se tramó de modo muy inteligente. Así que, a menos que esperes de verdad que me comporte como una fulana, no alcanzo a comprender cómo quieres que me lleve a Rothwell a la cama.

Debes pensar en un modo, eso es todo.

Ella habría estado más tiempo discutiendo el asunto, mas él la hizo callar argumentando que tenía que hablar con sus hombres dado que era muy probable que Fergus Campbell estuviese tramando más maldades.

Tenemos que trasladar esos barriles a un lugar seguro y tenemos que sacar más esta misma noche. Estamos en la época más ajetreada del año, jovencita, así que no puedo perder el tiempo charlando. Ahora tenemos que pasar a la acción, los dos.

El modo en que se la quitó de encima la enfureció y también su despreocupada suposición de que ella intentaría ahora engatusar a su famoso esposo para llevarlo a la cama. Estaba decidida a evitar algo semejante por todos los medios, mas no podía negar que su padre llevaba razón al decir que no les beneficiaría que Rothwell regresase a Londres de inmediato, ni tampoco beneficiaría a la gente de Glen Drumin que se fuese antes de ver con sus propios ojos los problemas que tenían.

Temía que su padre hubiese cometido un grave error al dejar que Rothwell y James se enterasen del asunto del whisky. Después de todo, Rothwell y el ministro de Justicia de Inglaterra eran uña y carne y al conde le faltaría el tiempo para darle información de primera mano sobre aquella actividad ilegal. Y entonces, ¿qué sería de ellos? Tenía que mostrarle claramente los dramáticos cambios a los que se habían visto abocados sus arrendatarios para sobrevivir. Sin embargo, pasase lo que pasase, ella no se lo llevaría a la cama. 

Era tan aviesa su imaginación, no obstante, que en cuanto posó la cabeza sobre la almohada aquella noche comenzó a preguntarse cómo sería compartir su lecho con él. Por mucho que intentase pensar en otra cosa, su mente volvía y volvía a la idea de sus manos sobre su cuerpo y las suyas sobre el de él. Prácticamente podía sentir la tersa piel de sus hombros como la había sentido aquella noche en Laggan cuando Conach MacLeod entró en su habitación con un candelabro. Ahora recordaba cómo titilaban y danzaban las llamas de las velas, dando vida a destellos dorados y a misteriosas sombras. Se dio la vuelta, enterró la cabeza en la almohada y se obligó a sí misma a pensar en Kate y en lo que había hecho, en James y en aquel disparo, otra cosa más de la que podría informar el conde a las autoridades. Kate podría ser arrestada por aquel incidente. Aquella mujer era una insensata.

El reloj del recibidor principal ya había dado las tres cuando Maggie se quedó dormida y Rothwell fue el último pensamiento que tuvo y el mismo que le vino a la mente cuando le despertó la luz del sol que se colaba por la ventana. ¿Se habría levantado ya? ¿Habría ordenado ya que preparasen su equipaje con intención de partir? O, peor todavía, ¿se habría marchado ya?

Se levantó de un salto, agarró un vestido del armario, se vistió apresuradamente, un poco por inercia y un poco por intuición, sin molestarse en gritar para que viniesen María o una criada. En la casa de la familia MacDrumin no había campanillas que tocar, mas había criados en abundancia, aunque Maggie nunca había sentido la necesidad de tener una para ella sola.

Se recogió el cabello en un moño que decoró con una cofia y contempló el resultado en su diminuto espejo para llegar a la conclusión de que la puntilla de suaves tonos pastel era favorecedora y que el estrecho lazo encarnado que llevaba ensartado le daba un toque animado. Antes de su visita a Londres nunca había prestado mucha atención a esas cosas, ni siquiera cuando estudiaba en Edimburgo, pero ahora, mientras se alisaba el corsé y se abombaba la falda de uno de sus viejos vestidos de un agradable tono castaño, se alegraba de tener algo bonito que ponerse. Se apresuró al recibidor y descubrió que James y el conde estaban ya disfrutando de un abundante desayuno en una mesa dispuesta junto al alegre fuego.

Además de gachas de avena calientes y leche fresca, había carne de cordero, trucha recién pescada y asada, panecillos de harina de cebada y hogazas de pan blanco. Cuando entró, James, vestido con su estilo informal habitual, se extendía mantequilla y mermelada de membrillo generosamente sobre una rebanada de pan blanco. Maggie se apresuró en comprobar con cierto alivio que Rothwell, que hacía alarde de su acostumbrada elegancia, aunque era imposible que hubiese llegado ya el resto de su equipaje, no llevaba el traje de montar. Ambos caballeros se pusieron en pie y un criado se acercó para retirarle la silla. Ella tomó asiento y les dio los buenos días a la vez que les hacía un gesto para que volviesen a ocupar sus asientos.

Veo que papá no ha bajado todavía— dijo ella haciendo un esfuerzo porque su voz sonase calmada, cosa que, dadas las circunstancias, no resultaba fácil.

Al contrario —respondió Rothwell con una sonrisa más cálida de lo que ella esperaba—. Me han dicho que hace horas que se ha levantado y ha ido a visitar a no sé quién. De todos modos, no cabe duda de que no es más que una explicación que ha ordenado que me diesen y lo cierto es que ha salido a despachar la carga de ayer.

¡Cielos, mi lady! —exclamó James entre risas— ¿Es cierto que todos esos barriles estaban llenos de whisky ilegal? 

Decidida a que no iban a sonsacarle ni un solo dato que luego pudiesen utilizar en contra de su padre, Maggie respondió con fingida inocencia:

Yo apenas sé nada de esas cosas, señor. Tendrá que preguntarle a mi padre. —Hizo un gesto al criado que estaba pendiente de la mesa para que le sirviese carne y mientras tanto, tomó un pedazo de pan blanco para evitar mirar a Rothwell o a James y con la esperanza de que cambiasen de tema de conversación.

Cuando el silencio comenzó a resultar incómodo, se atrevió a mirarles otra vez y comprobó que Rothwell observaba un plato de mirto en conserva a través de su monóculo y James, pensativo, masticaba su tostada de mermelada. Con un suspiro de alivio, volvió a centrarse en su propio desayuno y entonces James le dijo:

He de admitir, miss MacDrumin… ¡pardiez! ya no es necesario que te llame así. Ahora eres mi hermana, como Lydia, así que te llamaré Maggie.

Ella miró sin querer a Rothwell, mas fue incapaz de adivinar lo que pensaba y con voz pausada, respondió:

Por supuesto que puede llamarme Maggie, señor, pero su desconcierto me recuerda que puede haber problemas sobre el modo en que deben dirigirse a mí los demás.

No había oído abrirse la puerta de la calle, mas oyó que la cerraban, se giró y vio que había regresado su padre. Evidentemente, había oído la conversación, pues fue directamente al grano y añadió:

No hay ningún problema, jovencita. Eres la condesa de Rothwell y la forma más adecuada para dirigirse a ti es lady Rothwell o bien mi lady. ¿No es así, muchacho? —preguntó mientras retaba a Rothwell con la mirada a que le llevase la contraria. El conde hizo un gesto a un criado para que le retirase los platos y respondió con gran soltura:

Por su puesto, MacDrumin, así es de momento. Yo mismo he dado ya instrucciones a mis criados para que lo hagan.

MacDrumin se acercó a la mesa con aire resuelto e inspeccionó el contenido de la jarra que sostenía el conde en su mano derecha:

Cerveza —añadió con tono acusador.

Es perfectamente normal tomar cerveza en el desayuno —respondió Rothwell.

En Escocia no —replicó—. ¿Es que no te han ofrecido un buen whisky? 

James se rió y dijo:

Lo cierto es, señor, que es una bebida bastante fuerte para interrumpir el ayuno.

¡Bobadas, en las Tierras Altas todos los niños beben whisky desde que nacen! 

Maggie se atragantó con las gachas y farfulló indignada:

¡Papá, por favor!

¡Si es verdad!

Solamente una cucharadita durante la ceremonia del bautizo —les explicó Maggie—, pues se dice que es para poner a prueba su fuerza.

No es de extrañar que los más débiles no lo superen —replicó Rothwell. Parecía relajado y ella se alegraba, aunque su actitud seguía siendo un tanto cautelosa.

¡Pardiez! Yo tomaré algo de ese whisky. Es el mejor que jamás he probado. Me gustaría saber cómo se hace —dijo James. 

Había tal ingenuidad en su actitud, que Maggie descartó que hubiese ni un ápice de malicia en sus intenciones y MacDrumin, que le estaba sirviendo una jarra de aquel potente licor con sus propias manos, sonrió y le dijo:

¿Qué, estás pensando en fabricarlo tú cuando vuelvas a Inglaterra, muchacho?

Lo cierto es que si aprendo cómo se hace, creo que podría. Me gusta aprender cosas nuevas.

MacDrumin soltó una carcajada.

¡Nunca igualarías al nuestro! Hace falta agua pura de las montañas para la destilación, fuego de turba para los hornos y cebada malteada de la mejor calidad. Solo así podrías intentar igualar la excelencia del whisky de Glen Drumin. 

Excelente licor —dijo James bebiendo en señal de apreciación.

Pues sí, se dice que con whisky de Glen Drumin se podría fabricar un ponche aceptable hasta con agua de mar —dijo MacDrumin. A continuación se quedó pensativo un instante y añadió—. Si realmente tienes interés en ver cómo lo fabricamos, te podría llevar a visitar alguna de las cuevas que estén trabajando hoy. 

¡Papá!

¡Chist! ¿Qué peligro hay? Es perfectamente lícito que un hombre destile whisky para uso privado, y eso, al fin y al cabo, es lo que hacemos nosotros —añadió con una anodina mirada inocente. 

Si una cueva es una destilería, me encantaría visitar una —dijo James con sincera ilusión.

También a mí —convino Rothwell, algo que no sorprendió mucho a Maggie.

La muchacha miró a su padre para intentar advertirle, mas este asintió con la cabeza y dijo:

Tienes que conocer todo el estado, muchacho. Para mí será un placer acompañarte y me imagino que Maggie querrá cabalgar con nosotros, ¿no es cierto, jovencita?

Ella asintió a regañadientes y el joven Carsley preguntó:

¿Pasaremos cerca de la casa de los MacCain? —al ver que los otros le miraban con aire sorprendido, añadió—. Si existe alguna posibilidad de que nos encontremos hoy con esa condenada muchacha tendríamos que coger las armas. Alguien debería meterla en vereda. ¿Se puede saber dónde están sus padres que le consienten un comportamiento semejante?

Su padre murió hace diez años y dos de sus hermanos cayeron en Culloden —respondió Maggie sin perder la calma—. Su madre está todo el día sentada en una mecedora, meciéndose; eso es lo único que hace y aunque su abuela intenta ayudar, ya va teniendo una edad, así que Kate tiene la responsabilidad de cuidar de todos ellos.

¿Y qué hay de ese primo suyo tan corpulento, Dugald? —preguntó Rothwell.

Hace todo lo que Kate le pide, pero a pesar de que es su primo, ante todo es un MacDrumin y Kate nunca ha llegado a perdonar a los MacDrumin por condenar el matrimonio de Rose MacCain con un hombre perteneciente a un clan rival. A Kate no le gusta estar en deuda con nadie. Después de que sus hermanos cayeran en Culloden, juró que nunca volvería a depender de un hombre y que sabría cuidarse sola. Y eso es lo que ha hecho desde entonces, durante la mayor parte del tiempo.

Así es —dijo MacDrumin con un suspiro—. Esa jovencita no le rinde cuentas a nadie, ni siquiera a mí, que, como jefe del clan, tengo pleno derecho a obligarle a que me obedezca. Me hace caso alguna que otra vez, pero solo cuando le conviene.

En ese momento la robusta puerta de la calle se abrió de par en par y apareció un muchachillo en la entrada; su perfil recortado por la luz del sol que lo iluminaba por detrás y dibujaba una aureola al rozar sus dorados cabellos. Entró en el recibidor y dijo apresuradamente:

Terrateniente, el gusano de Abershield está defectuoso y Dugald me ha dicho que… —se calló en seco, dejó que la puerta se cerrase tras él y miró receloso a Rothwell y a James, que seguían sentados a la mesa. Maggie supo que aquel rubiales de rostro pecoso y ojos de mar los había reconocido. Él era Ian MacCain, el mismo muchacho que se tiró a la carretera simulando estar muerto para hacer que se detuviese el carruaje. Ella también notó que los dos hermanos lo habían reconocido a él.

¿Qué gusano muchacho? —preguntó MacDrumin con tono desenfadado. Ian lo miró, miró a los demás y volvió a mirarlo a él.

Pues el último que me dio para pescar. Los otros, los que me ha dado antes cuando no estaba teniendo buena racha parecían mágicos —miró sonriente hacia el conde y su hermano—. Nunca había visto cosa igual. El terrateniente los ha empapado de whisky y en cuanto he lanzado la caña, no han pasado ni diez segundos y el carrete se ha puesto a dar vueltas como loco. 

¿Has logrado pescar algo tan rápido? —exclamó James.

No, yo no, el gusano —dijo Ian con una luminosa sonrisa—. Ha agarrado a un salmón por la garganta y no ha habido forma de que lo soltase. —Los hombres se echaron a reír y MacDrumin le despeinó cariñosamente y le dijo:

Tú sí que vales, Ian, muchacho.

Sí que vale —dijo Rothwell, con los ojos todavía brillantes a causa de la risa—. Y además es capaz de pensar con rapidez, pero supongo que usted podrá explicarnos lo que ha querido decir en realidad, pues no creo que al principio se refiriese a ningún gusano de pesca. Dudo que lo llamase gusano de Abershield, ¿no?

Maggie frunció el ceño y la expresión del pequeño Ian pasó del triunfo al abatimiento, mas el imperturbable MacDrumin se limitó a decir:

No lograría convencerte aunque quisiese, tú también eres rápido, muchacho.

Éste, con tono que rozaba la disculpa dijo:

Vivo con una madrastra que nunca quiere decir lo que realmente dice, MacDrumin, y al final, la práctica hace al maestro. Pero, por favor, explíquenos la urgencia del muchacho y comprenda que mi intención es comprender precisamente el tipo de negocios que se desarrollan en mis estados.

Sí, bueno, supongo que estás en tu derecho —dijo evitando la mirada de Maggie—. Has dicho que querías ver una cueva y seguro que Abershield nos vale tan bien como cualquier otra. Tendremos que cabalgar parte del camino, así que convendría que te cambiases de ropa y tú, Maggie, muchacha, cámbiate también y, ahora que estás casada, te tienes que poner un pañuelo.

Ésta se sonrojó y, al no fiarse de que sus palabras fueran a parecer civilizadas, se puso en pie y se dirigió apresuradamente hacia la escalera, mas Rothwell le salió al paso:

¿Qué es eso del pañuelo? —preguntó.

Un pañuelo de tres puntas —respondió ella—. En Escocia las mujeres casadas llevan uno para mostrar su estado, mientras que las solteras llevan un sombrero o se dejan el pelo suelto.

Comprendo —se quedó callado un segundo y luego añadió con tono de arrepentimiento—. Siempre se me olvida que usted ha sido una víctima de la broma de Kate tanto como yo.

Temí que pensase que yo había ayudado a planificarlo.

La verdad es que sí que se me pasó por la cabeza, pero usted es demasiado ligera de lengua y su semblante es demasiado expresivo como para ser tan ladina. ¿Por qué le preocupa tanto que su padre nos muestre la destilería?

Eso es bastante obvio —replicó ella, con aspereza, dirigiéndose hacia la escalera—. Creo que usted delatará su paradero.

Él la asió del brazo para que se detuviese y la hizo girarse suavemente para que le mirase. Ya estaban en las escaleras y ella sabía que los criados estaban trajinando por el recibidor, mas enseguida se olvidó de ellos. Cuando sus ojos se encontraron con los del conde y éste le sonrió, se olvidó de todo el mundo.

Creo que debo ser franco con usted —dijo él—. No apruebo que se realice ninguna actividad ilegal en mis tierras y, aunque su padre solo parece recordarlo cuando le conviene a él, estas tierras son mías. Sin embargo, le doy mi palabra de que no haré nada que pueda perjudicarle ni tampoco que aumente el riesgo que quiera que exista para mis arrendatarios. Los problemas que tengan habrán de resolverse, pero no tengo intención de castigar a nadie ni de delatar a ningún habitante de Glen Drumin ante las autoridades.

Ella buscó su mirada a fin de averiguar si era sincero. Finalmente, con voz tenue, susurró:

¿Puede mejorar las cosas?

No lo sé —respondió él con franqueza—. No lo sabré hasta que no vea qué es lo que pasa aquí. Pero debe comprender mi posición, no voy a tolerar el contrabando. Si se produce whisky, se debe hacer de forma legal. 

Ella sonrió con tristeza.

Nunca pasarán por eso.

No les quedará más remedio. Pero ahora vaya y cámbiese, su padre nos aguarda. Nos reuniremos abajo. Y… Maggie… —Ella ya se dirigía hacia su habitación, mas se giró, sorprendida al comprobar lo hermoso que sonaba su nombre en su boca.

¿Sí, señor?

La miró fijamente a los ojos.

Póngase ese pañuelo. —Sus ojos brillaban de un modo que resultaba nuevo para ella. Se le habían secado repentinamente los labios, se los humedeció y respondió:

Descuide, señor. —Y se apresuró escaleras arriba hacia su habitación sin ni tan siquiera pararse a pensar por qué le habían entrado tantas dudas tan repentinamente.

El vestido de lana que llevaba era apropiado para cabalgar, pero se alisó el cabello, se cambió la cofia por un pañuelo ribeteado con encaje y buscó un chal ligero con el que cubrirse la cabeza y los hombros. El que antaño fuera de cuadros escoceses y que ahora estaba teñido del color de las castañas ya no era tan alegre como antes de que los ingleses prohibiesen el tartán de las Tierras Altas, si bien sería suficiente y además era más cómodo que una pesada capa.

En el patio observó que James y Rothwell llevaban los trajes de montar y los espadines y aguardaban a Maggie con su padre. Se llevaron al pequeño Ian y a un par de hombres con ellos y cabalgaron hasta la cima de la colina, atentos por si veían algún montón de tundra cubierto por un trapo blanco o alguna bandera blanca ondear en la rama de algún árbol, los avisos reveladores de que se había visto un recaudador o un regidor en el valle. No había peligro, mas Maggie no tardó en darse cuenta de que su padre no se dirigía a Abershield. Había tomado una ruta un tanto más larga. Al menos demostraba tener algo de sentido común, pensó ella, aunque dudaba que lograse engañar a Rothwell.

Cuando pudieron cabalgar de dos en dos, el conde apremió a su caballo para que alcanzase al de MacDrumin y Maggie le oyó decir:

Le he comentado antes a su hija, señor, que mi intención es hacer todo lo que esté en mi mano para ayudar a los habitantes de Glen Drumin.

Entonces, tal vez puedas convencer a esos amigos que tienes en la inopia, es decir, a los del Parlamento inglés, que acaben de una vez con esos malvados impuestos que nos hacen pagar por nuestro buen whisky escocés. 

No creo que yo tenga el poder suficiente para ello, pero acaso se pueda hallar la manera de pagar esos impuestos, o de que sean reducidos…

Vamos, muchacho, pagarlos sería una atrocidad, tanto si son altos como si no. Tenemos un gobierno que dice que somos todos miembros de un mismo país, pero que no saca su mano hurtadora de nuestros bolsillos, que dice que el whisky es un producto extranjero cuando entra en Inglaterra y que exige el pago de impuestos si lo vendemos solo en Escocia. Es una maldita desgracia, pero nosotros no vamos a complacer a esos estúpidos recaudadores de impuestos. 

Ian, en el mismo caballo que James y agarrado a su espalda dijo:

Mi abuela mató a un recaudador una vez. —Maggie se mordió la lengua para no decir nada, mas James exclamó con una sonrisa:

¡No me digas, muchacho! ¿Y cómo lo hizo?

No lo sabemos. Ella nos dijo que era un hombrecillo flacucho que entró un día en su cocina y le dio un susto de muerte porque aún no había guardado las vasijas de la producción de la noche y le dijo a mi abuela que le había pillado con las manos en la masa y mi abuela le preguntó que si le había visto alguien entrar a la casa y como le dijo que no pues mi abuela se remangó y le dijo: «Pues… ¡qué diantres! ahora nadie te verá salir!»

Todos los hombres se echaron a reír y MacDrumin, entre carcajadas, dijo:

Esa historia que cuenta el crío es muy buena, pero no penséis que su abuela es una asesina. Es cierto que aquel tipo desapareció, pero no apareció ni una sola prueba que demostrase que se hubiese acercado siquiera a la casa de los MacCain y todos llegamos a la conclusión de que se habría hartado de ser recaudador y habría regresado a Inglaterra. Muchos hacen eso.

Ya llevaban un rato descendiendo por la colina y llegaron a un río. Un tramo angosto del mismo estaba atravesado por un puente de troncos sujeto a dos rocas, encima de una furiosa cascada de agua. En la otra orilla se divisaban unas casas de labranza diseminadas a los pies de una colina que se elevaba ligeramente hacia la cima de las montañas. Desmontaron de los caballos y los dejaron al cuidado de un hombre y Maggie prestó atención a la reacción de Rothwell y James, pues sabía que aquel tipo de puentes improvisados solía causar pánico a los hombres que no estaban acostumbrados, mas ninguno de los dos dudó en seguir a MacDrumin y al pequeño Ian, si bien Rothwell se detuvo para dejar que se adelantasen los otros y aguardó a Maggie.

¿Quiere que le ayude a cruzar? —preguntó.

Conozco este puente desde que nací —replicó ella sonriendo para que no la tomase por una ingrata.

Él asintió con la cabeza y la dejó pasar delante, mas se mantuvo muy cerca de ella cuando cruzaron, aparentando total indiferencia ante los huecos que separaban los troncos y las turbulentas aguas que acechaban desde abajo. Cuando alcanzaron la orilla, él se puso a su lado y a ella le agradó la sensación de tener a un hombre que velase por su seguridad hasta que el conde dijo abruptamente:

Supongo que nunca vendrá sola por estos parajes.

Ella lo miró sorprendida:

Claro que sí, ¿por qué no habría de hacerlo?

No me negará que es peligroso que una mujer deambule por aquí sin compañía, usted misma ha mencionado ciertos peligros.

Para mí no hay ningún peligro, Rothwell, porque todo el mundo sabe que yo soy la hija de MacDrumin. Nadie osaría hacerme daño.

No puede volver a hacerlo —dijo él con tono severo—. Al menos no mientras sea mi esposa.

Los demás habían arribado ya a la granja de Abershiel y MacDrumin les gritó que se apresurasen, así que Maggie se mordió la lengua, mas no tardaría en decirle a Rothwell que él no era nadie para darle órdenes. Aun en el supuesto de que aquel matrimonio resultase ser lícito, ella no le había conferido aquel derecho.

El terrateniente iba a la cabeza del grupo cuando se reunieron con él hasta que Dugald, que estaba oculto tras dos enormes rocas, salió a su encuentro. Arribaron a la cueva poco después, una construcción primitiva que constaba de un agujero excavado en la ladera de una colina; el tejado, hecho de robustas ramas y cubierto de turba. Era imposible distinguir el más mínimo indicio de su presencia desde la distancia. En el interior, un alambique de cobre reposaba sobre un horno fabricado con losas de piedra que se habían desprendido del muro de granito. 

Ese pequeño gusano de cobre —explicó MacDrumin indicando a sus invitados que mirasen hacia el serpentín— condensa el alcohol cuando pasa por él procedente de la primera destilación para caer en el alambique de alcohol, situado en el nivel inferior.

Señaló hacia una vasija enterrada de dos pies de altura que tenía una tapa de madera y que estaba debajo del recipiente del gusano, a continuación se giró hacia Dugald y dijo:

¿Qué problema hay con el serpentín, muchacho?

Pues que ya tiene muchos años, terrateniente —respondió Dugald—. Empieza a tener goteras. Parece que no va a durar mucho, así que necesitamos uno nuevo con urgencia.

Pues entonces desmontadlo. Coged las piezas que os sean imprescindibles y dejadle el resto y el serpentín a Rory —MacDrumin miró sonriente a su yerno—. Ya nos comprará George el Alemán un serpentín nuevo.

James, fascinado por el proceso de la destilería, no le prestó atención, mas Rothwell frunció el ceño y dijo:

Tiene que estar de broma, MacDrumin.

Pues no. Tu gobierno ofrece una recompensa de cinco libras a todo aquel que informe de la situación de una destilería ilegal. El serpentín es nuestra pieza más cara, así que cuando se gasta, lo dejamos junto con alguna que otra pieza para demostrar la existencia de una destilería. Rory va a los aforadores, les informa de que ha descubierto una cueva y cuando se la muestra, le dan la recompensa, suficiente para comprar un tubo de cobre. Lo que haremos será llevar los alambiques a otra cueva.

Habíamos pensado en llevar este por el ribazo hasta el arroyo de Arlnack, terrateniente —dijo Dougald.

No, muchacho —replicó MacDrumin—. Cuando hay crecidas, las aguas del Arlnack son negras como el carbón y no podemos sacrificar la calidad por la cantidad. Conservaremos una cueva en Glen Drumin aunque nos cueste un poco encontrar un lugar seguro.

Maggie tropezó con la mirada pensativa de Ned y le sonrió. Él no le devolvió la sonrisa.