Capítulo XXIV

Después de enviar a Maggie y a Lydia arriba, Rothwell sirvió más vino para su hermano y para él y dijo con aire informal:

¿Sabes si tu amigo Deverill conoce por casualidad a Ryder? —James tenía claramente la cabeza en otra cosa, pero cuando cogió la copa que le dio el conde, dijo: 

Sí que se conocen, pero tampoco me atrevería a decir que sean especialmente buenos conocidos. ¿Por qué lo dices?

Porque Lydia ha mencionado que escribió a Deverill, un acto a todas luces imprudente, si se me permite decirlo, para avisarle de su regreso a Londres.

Muy arriesgado por su parte, estoy de acuerdo, pero qué… ¡Ah, vaya, ya veo! ¿Sospechas que el confidente de Ryder sea él? Supongo que puede ser, pero no alcanzo a entender qué motivos tendría Dev para informar de ello a Ryder y tampoco creo que tenga tanta importancia. Lo hecho, hecho está. A mí lo único que me preocupa es que mamá insista en endilgarme a esa maldita heredera.

Yo diría que no le va a resultar tan fácil endilgártela, querido hermanito, y no me cabe duda de que su familia también tendrá algo que opinar al respecto.

El joven frunció el ceño.

Eso sería lo más lógico, pero sabes tan bien como yo, Ned, que mamá me hace sentir tremendamente incómodo cuando piensa que actúo en contra de su voluntad.

Pero ahora tendrá el cupo de reproches completo, mientras se hace a la idea de mi matrimonio.

Si piensas que se va a centrar solo en una cosa, es que no la conoces tanto como piensas. Ya me imagino cómo va a ser ese baile, con ella decidida a plantarme delante de las narices de esa mujer justo cuando yo quería camelarla a ella para que empiece a ver las cosas como yo por una vez.

Yo voy a hacer todo lo que esté en mi mano por ayudarte con tu madre, James, pero cuando estemos en Ranelagh necesito que vigiles a Lydia y que tengas los oídos bien abiertos, a ver si oyes algo sobre alguna actividad jacobita, o sobre la falta de ella. Quisiera oír que algún nuevo escándalo ha desviado la atención pública de la idea de que haya espías entre nosotros, pues no descansaré hasta estar seguro de que se haya olvidado ese maldito baile de máscaras de lady Primrose. Además, tengo intención de reunirme con Ryder mañana, para entonces sabré cuánto peligro existe todavía, pero incluso si me dice que ya no lo hay, me gustaría que te asegurases de que Lydia no diga ni una palabra sobre su presencia allí.

Maggie y yo asistimos también a ese baile —le recordó con tono serio—. De hecho, Dev también fue.

Ya lo sé, pero ese Deverill no me inspira ninguna confianza y espero que Maggie y tú seáis conscientes del peligro y tengáis cuidado con lo que decís. Lydia es harina de otro costal.

Pues díselo.

No, porque solo le metería la idea en la cabeza y una vez la tuviese ahí metida, sería incapaz de morderse la lengua. Es probable que aún no haya dicho nada, pues parece que solo tiene la mente ocupada en los hechizos de lady Ophelia Balterley.

Haré todo lo que pueda para vigilarla en Ranelagh por el bien de todos.

Rothwell le dio las gracias y al día siguiente tuvo motivos para desear más suerte de la que parecía que iba a tener, pues cuando el conde se reunió con sir Dudley Ryder en la oficina que este tenía cerca de la Cámara de los Comunes para informarle de su visita a las Tierras Altas, las noticias que recibió no eran muy tranquilizadoras.

Cuando Carsley explicó que no había descubierto ninguna amenaza inminente para la paz británica en el corazón de las Tierras Altas desvió la conversación hábilmente hacia los jacobitas de Londres. El ministro añadió con un suspiro:

La partida de Charles Stewart tenía que haber servido para poner fin a todo eso, pero algunos de sus más fervientes seguidores han estado dando un poco la lata; a consecuencia de ello, unos cuantos exaltados del Parlamento, que tenían que haber sido más inteligentes, siguen buscando jacobitas a diestro y siniestro. Además, la posición oficial es que el apoyo al pretendiente es sinónimo de traición a la Corona y será castigado con la muerte. Todavía no ha habido ninguna ejecución, pero eso no quiere decir que no las vaya a haber —Hizo una pausa, y al ver que su amigo no decía nada, añadió—. Has resumido muy brevemente tus hazañas por Escocia, amigo mío, pero debes saber que tengo mucha curiosidad por saber si llevaba razón cuando dije que tu gente podría dedicarse al contrabando de whisky. No has mencionado nada sobre eso. 

El conde sonrió.

Pues eso debería llevarte a pensar que es porque no hay nada que mencionar al respecto.

¿O nada que tú desees mencionar?

En cuanto a eso, sí que hay una cosa que tendría que haberte dicho al comienzo de nuestra conversación. Me he casado. 

¡Cielo Santo, Ned, ya lo creo que me lo tenías que haber dicho! Pero, ¿cómo ha sido? ¿Quién es ella y por qué, si puede saberse, no hemos oído nada de tu matrimonio?

Mi madrastra y tú deberíais llevaros mucho mejor de lo que os lleváis porque tenéis mentes muy sospechosas.

¿No lo aprueba lady Rothwell?

No. Me he casado con la hija de MacDrumin.

Ryder abrió los ojos de par en par.

Ahora comprendo por qué ese interés en la actitud en Londres hacia los jacobitas, amigo, protégela bien.

Eso es lo que intento, pero ella no es la que me preocupa. Nunca se pudo inculpar a su padre.

No se le pudo implicar, pero no olvides que fue sospechoso. ¿Y qué me dices de tu encantadora hermana? ¿Aprueba ella tu matrimonio?

Ella sí. Y eso me recuerda otro asunto que quería tratar contigo. ¿De qué conoces al joven lord Thomas Deverill?

Al hacer esta pregunta observó a su amigo con mucho detenimiento y se alegró al notar que parecía vacilar antes de responder.

No vaciló mucho, y sin duda era algo que habría pasado inadvertido a cualquier persona que no conociese bien a Dudley. De hecho, cuando respondió, su tono era perfectamente calmado y él parecía muy seguro de sí mismo:

Sé quién es, desde luego, el hijo menor del marqués de Jervaulx y creo que tú me has hablado de él en alguna ocasión. Es el joven idiota que se ha puesto tanto en evidencia a causa de Lydia, ¿no?

Sabes perfectamente que sí, aunque parece que por el momento ha encontrado a otra presa. Me decepcionas, amigo. Habría sido mucho mejor que hubieses dicho que lo conocías bien, una declaración de hecho perfectamente simple y mucho menos condenatoria.

¿De qué estás hablando, Ned? —Parecía incómodo. En vez de responder directamente, Rothwell dijo con tono pensativo:

Creo que deberías animarle a que regrese al continente y amplíe su… ¿deberíamos llamarlo grand tour? 

Cielo santo, Ned, ¿por qué habría de hacer yo eso?

Pues mira —dijo con tono pausado—, Deverill era la única persona que conocía las intenciones de mi madrastra de regresar a Londres.

¿Ah sí? Supongo que también se lo habría comunicado a sus criados. —Al ver que Rothwell permanecía en silencio, el ministro hizo una mueca:

Ahora me dirás que tus criados tienen orden de tener siempre la casa de Londres a punto para vuestra llegada.

Efectivamente, y en cualquier caso, yo tampoco te acusaría de interrogar a mis criados. ¿Ha sido tu confidente misterioso durante todo este tiempo?

¡Maldita sea, Ned! No voy a decir ni una sola palabra más ni siquiera entre estas cuatro paredes, pero haré todo lo que pueda para mantenerlo alejado de Lydia. Aunque si anda detrás de otra jovencita, acaso ya no sea necesario que lo haga.

Se dice que esa jovencita es muy inteligente —dijo sin alterarse—. Dudo mucho que tuviese el más mínimo interés por alguien tan idiota como aparenta ser ese Deverill. Además, su comportamiento está molestando a mi hermana.

Vete al diablo, Ned, no pararás hasta convencerme —dijo con un suspiro—. No accederá a ir al continente porque dice que allí ya no se divierte, pero a lo mejor logro convencerle para que regrese a casa, a Cornualles, unos meses, al menos hasta que se calme este último brote de furia.

Satisfecho, el conde volvió a desviar el tema de conversación y ya no volvió a pensar en el joven Deverill hasta que coincidió con él en el baile de invierno al día siguiente.

El viernes por la noche la carretera de Chelsea, que era la vía principal para acceder a los jardines de Ranelagh desde Londres, era un hervidero, abarrotada de palanquines, carruajes y peatones procedentes del parque de St. James; que se habían unido a la cabalgata en Buckingham Gate; por eso, el trayecto, lleno de baches, costó el doble de lo que solía.

Para cuando los dos carruajes que transportaban a la familia Rothwell llegaron a las verjas, donde se solicitó una guinea por cada ocupante en concepto de acceso a los jardines, Maggie ya se arrepentía de haberse puesto una cálida capa encima del vestido y del dominó de seda, y tenía miedo de que le cayesen gotas de sudor por los polvos de maquillaje que su nueva doncella le había aplicado en el rostro. Al detenerse los carruajes en las verjas prorrumpió en exclamaciones de placer al ver el interior de los jardines. Justo delante de ellos había un enorme edificio de formas redondeadas con unas ventanas iluminadas en el último piso que hacían que pareciese la linterna de un gigante. A su alrededor, los senderos y el camino del carruaje estaban iluminados por unas lámparas que se balanceaban en lo alto de los postes y de las ramas de los árboles; la gente se arremolinaba en torno a ellas a pesar del frío aire de la noche. El viento transmitía el eco de la música de las trompas que tocaban en el río, así como la de una orquesta cercana. Maggie, mirando maravillada a su alrededor, preguntó:

¿Son todos los jardines públicos de Londres como éste?

Lydia soltó una carcajada.

La verdad es que no. Los de Vauxhall se asemejan más a un paraíso boscoso y todos los eventos se celebran al aire libre, por lo que es más bien un jardín de verano. Ranelagh es solo un enorme edificio rodeado de un hermoso jardín, pero podemos disfrutarlo durante todo el año. Mira, ahora vamos en dirección al río y se puede ver el reflejo de la luz sobre el agua a la vez que se oyen las sirenas de las barcas. Si ciertas personas —añadió mientras lanzaba una mirada muy expresiva a su hermanastro— no se preocupasen tanto por no coger un enfriamiento, podríamos haber venido en barca y ya estaríamos todos bailando.

Ahí a la izquierda está la casa de Ranelagh —dijo Edward como si retomase el hilo de la narración—. Fue la casa del hombre que cedió los jardines a la ciudad de Londres. La entrada principal a la rotonda queda a nuestra derecha.

Un minuto después se abrió la puerta del carruaje y se colocaron los peldaños. James y la viuda, que habían viajado en el otro carruaje, se unieron a ellos y Maggie pronto se encontró dentro del enorme edificio que le recordaba a la linterna de un gigante. Lydia la buscó con la mirada y le habló muy cerca de la oreja para que pudiese oírle entre el barullo:

Parece un palacio encantado, ¿no crees?

La joven MacDrumin asintió con la cabeza, aunque ella no lo habría descrito así. Se hallaban en el centro de un vasto anfiteatro que medía como mínimo cincuenta yardas de ancho, cuyos objetos decorativos pintados y cubiertos de un baño dorado, resultaban tremendamente brillantes y chillones. Las paredes estaban flanqueadas por una doble hilera de reservados separados por unas pilastras también decoradas. En el centro destacaba un magnífico escenario para la orquesta cuya elaborada cubierta se elevaba hasta el techo; el conjunto estaba iluminado por infinidad de vasos de cristal con velas en su interior.

Todo el mundo lucía disfraces o dominós de seda y portaba los antifaces en la mano o en la cara. Algunos estaban sentados en los reservados y otros se paseaban en lo que parecía un auténtico desfile alrededor de la orquesta. Los magníficos tejidos de sus coloridos trajes, los encajes de oro y plata, los maravillosos bordados y las piedras preciosas añadían un toque de esplendor a la escena. Aparecían todo tipo de refrigerios sin que nadie los pidiese, aunque Maggie había oído a James comentar con cierta amargura que solo se podía beber té, y la música rivalizaba en protagonismo con el bullicio de las conversaciones.

Estaba deslumbrada y durante unos minutos sintió un ligero dolor de cabeza causado por el barullo. Tenía la extraña sensación de que había más de una orquesta tocando y de que ninguno de los asistentes que llenaban aquella enorme estancia estaba prestando la más mínima atención a la música.

Hubo un momento en que pensó que los juerguistas habían acudido al baile con el único objeto de beber té imperial o de caminar en círculos por la habitación, mirándose los unos a los otros y siendo también objeto de las miradas. Cuando Rothwell acomodó a su familia en el reservado que había alquilado para ellos y después de beber un poco de té, Maggie fue capaz de comprender mejor lo que sucedía a su alrededor. Ignoraba si había sido porque los laterales y el techo del reservado ayudaban a ahogar el ruido del bullicio de la zona central o porque se habían apaciguado sus sensaciones, pero ahora era capaz de oír a un hombre cantar y de ver a un grupo de personas que parecían escucharle, aparentemente ajenos al incesante murmullo.

Este té no es muy bueno —dijo lady Rothwell de pronto, su voz autoritaria imperturbable a pesar del ruido imperante—. No es más que agua caliente con un poco de aroma.

Lydia le sonrió.

Desde luego no es tan delicioso como tu preciado bohea, mamá, pero al menos hay limón y a lo mejor James nos pude dar algo de azúcar —Se había quitado la máscara y estaba sentada, observando a los paseantes que pululaban junto al reservado, asintiendo con la cabeza, sonriendo a aquellos que conocía y conversando animadamente con cualquiera que se detuviera cerca de ella.

Maggie estaba de acuerdo con la viuda en que el llamado té no era más que agua tibia a la que se habían añadido unas pocas, muy pocas, hojas de té, pero había empezado a divertirse y cuando su esposo se puso en pie y sugirió la idea de unirse a los paseantes, se levantó presta para acompañarle. James y Lydia parecían contentos de hacer compañía a la viuda durante un rato. Cogió el abanico de encaje y marfil que le había dado Ned aquella misma tarde y posó las yemas de los dedos de su otra mano sobre su brazo, mientras pensaba en lo bien que combinaba el claro azul de su dominó con el gris plateado y el rosa claro de su traje.

El conde no lucía ninguna máscara y cuando le pidió que se quitase la suya, ella se dio cuenta de que deseaba ser visto y reconocido. Durante la siguiente hora, se detuvieron a hablar con la pareja un gran número de personas y conforme la iba presentado a todo el mundo, no solo como su esposa sino también como la hija única de un poderoso jefe escocés, empezó a darse cuenta de que lo hacía por algún motivo que iba más allá de darla a conocer a sus amistades.

Sus sospechas se confirmaron cuando le presentó al Príncipe de Gales, quien paseaba con su esposa y con algunos miembros de su extenso séquito. Maggie le hizo una reverencia y él le asió de la mano e hizo una elegante inclinación y un hermoso cumplido. Augusta, la Princesa de Gales, también resultó ser muy condescendiente.

¿He oído que es usted escocesa, lady Rothwell? —preguntó gentilmente mientras el príncipe comentaba algo con el conde.

Sí, señora, lo soy.

Presumo que no procederá de las partes más conflictivas.

Antes de que se le ocurriese una respuesta adecuada, Rothwell, quien obviamente no había perdido de vista su conversación, dijo con gran naturalidad:

Mi esposa es hija del poderoso jefe de un clan, señora. MacDrumin de los MacDrumin ha hecho mucho para fomentar una vasta presencia de ingleses en las Tierras Altas escocesas.

Comprendo, algo sin duda muy admirable. Debe venir a visitarnos a nuestra residencia de Leicester, lady Rothwell. Estaremos encantados de recibirla.

¿Te has vuelto loco, Edward? —le preguntó Maggie cuando siguieron su camino—. ¡Cómo te atreves a decir algo semejante sobre mi padre nada menos que a la princesa de Gales!

No he dicho más que la verdad, mi amor, y he cumplido con creces mi objetivo. Los príncipes no están siempre a bien con el rey, pero su amistad resulta muy valiosa.

¿Son realmente tus amigos? Para serte sincera, yo…

No es ningún secreto que yo he compartido la opinión del príncipe en alguna que otra ocasión, aunque también he estado en desacuerdo con él, y no es alguien que acepte bien las críticas. Como es tan extravagante, a menudo se ve en apuros ante los cuales su padre y la mayoría de los miembros del Parlamento no han sido muy comprensivos. En ocasiones yo sí que me he mostrado comprensivo o, cuando menos, más generoso que los demás. A veces también juego con él al tenis. Dios mío —añadió alzando su monóculo—. ¿Qué hace ahora?

Maggie siguió la dirección de su mirada y vio que Lydia estaba rodeada de un grupo de jóvenes y exuberantes admiradores y parecía estar disfrutando como nunca.

Simplemente se está divirtiendo —protestó ella cuando vio que estaba siendo conducida apresuradamente de vuelta al reservado.

Esa mocosa es más tonta que un zapato —murmuró él. La joven MacDrumin alcanzaba a oír sus palabras únicamente porque se esforzaba por oírle—. Piensa incluso menos que tú antes de hablar y no quiero que diga nada de lo que podamos arrepentimos. Además ahí está Deverill rondándola otra vez y cuchicheándole cosas al oído.

Si está cuchicheando con este ruido que hay, señor, ella no podrá oírle —como creía que conocía los motivos que le llevaban a intervenir mejor incluso que él mismo, no se quejó más y caminó a su lado entre la multitud en dirección al reservado, donde Lydia les dio una calurosa bienvenida y les presentó a la voluminosa pero elegantemente vestida jovencita que estaba sentada con lord Thomas al otro lado de la barrera, como lady Ophelia Balterley.

Maggie respondió a la presentación educadamente y observó a lady Ophelia con gran curiosidad, mas no hubo forma de conseguir que la joven muchacha les contase algo más sobre sí misma, pues la conversación había seguido una vía demasiado ruidosa y demasiado divertida y semejante intercambio de cortesías estaba fuera de lugar. Se dio cuenta de que estaba separada de Rothwell por el grupo y miró a su alrededor para ver si conocía a alguien con quien poder hablar. Al no hallar a nadie, se dirigió hacia la entrada del reservado con intención de entrar en el interior y tomar asiento.

James se apresuró a ayudarle y Lydia, que seguía charlando con los otros por encima de la barrera, apartó amablemente sus amplios faldones para que Maggie pudiese coger una silla. Lady Rothwell estaba apoyada sobre uno de los paneles laterales, abanicándose y hablando con una mujer de su generación en el reservado de al lado. Ignoró a la esposa del conde, quien tomó asiento y se dedicó a darse aire en las mejillas y a observar a los demás. No obstante, tan pronto como comenzó a relajarse, oyó a la joven Carsley decir con indignación:

¿Y qué más da que Thomas estuviese allí, Freddie? ¡Yo misma acudí al baile de máscaras de lady Primrose, así que si como dices, la presencia en dicho evento convierte a Thomas en un maldito y sospechoso jacobita, yo también lo soy! 

El grupo quedó sumido en un repentino y horrible silencio, como si todo el ruido que había a su alrededor se hubiese detenido de pronto. Nadie sabía qué decir ni  adónde mirar. El momento había empezado a alargarse de forma incómoda hasta que lady Ophelia, con voz calmada, dijo: 

Muy bien, Lydia. En un mundo mejor gobernado, es decir, un mundo gobernado por mujeres inteligentes en vez de por hombres idiotas, como este en el que vivimos, no se le daría la vuelta a un comentario casual e informal para tacharlo de declaración incriminatoria por personas que solo persiguen objetivos malvados. Thomas, si eres tan amable, te agradecería que me ayudases a buscar a mi acompañante, pues seguro estará preguntándose dónde estoy.

Si bien Lydia no estaba en absoluto conforme con que la rescatasen de un modo que implicase que lord Thomas se alejara, la única que se dio cuenta de ello fue Maggie, que notó cómo cuando se fueron, el espacio que habían dejado se llenó de una auténtica cacofonía de exclamaciones de indignación.

¡Pero bueno! ¿Quién se ha creído esa mocosa impertinente que es para sugerir que el mundo estaría mejor si gobernasen las mujeres?

En mi opinión, alguien debería ponerla firme y dejarle muy claro lo que es la vida.

Una descarada y una sinvergüenza, eso es lo que es.

Eso es lo que pasa cuando estas muchachitas jóvenes reciben determinada educación, que se llenan de ínfulas y se olvidan de cuál es su sitio.

¡Vergonzoso, sencillamente vergonzoso! ¿Cuánto has dicho que va a heredar?

La conversación empezó a tornarse incluso más liviana de lo que era antes, pero se percató de que hubo más personas que se alejaron tras la estela de lady Ophelia y lord Thomas y se fundieron entre la multitud. Albergaba la esperanza de que ninguno de ellos fuese lo suficientemente inicuo como para repetir la absurda confesión de la muchacha en algún lugar donde pudiera resultar perjudicial para ella.

Intentó buscar la mirada de Rothwell y vio que él también la buscaba entre la multitud. Al principio no estaba segura de si él habría oído la confesión de Lydia debido al ruido que, aunque parecía que había cesado durante aquel horrible momento, no lo había hecho. Pero cuanto más lo miraba más comprendía que lo había oído y que sus posibles consecuencias le afectaban profundamente.

Aún tardó en hablar con él, pues aunque regresó al reservado, fue interceptado por una mujer que portaba un antifaz con un largo mango y flirteaba con él desde el otro lado del mismo. Él respondió con lo que pareció ser su elegancia y su aplomo habituales y pasó un rato hasta que hizo ademán de regresar al reservado. Para entonces Lydia había aceptado una invitación para bailar y había salido a la pista acompañada de un moderno joven disfrazado del pequeño Blue4 . 

El conde se dirigió con decisión hacia donde se encontraba su esposa, tomó asiento a su lado y con un tono de voz que solo ella podía oír, dijo:

¿Crees que podrías arreglártelas para sentirte indispuesta en la próxima media hora, mi amor?

¿Crees que se ha puesto en peligro, Edward?

Lo cierto es que no tengo intención de quedarme aquí para descubrirlo —respondió él. Todavía hablaba en voz baja, aunque su tono era alterado—. Si han de detenerla, prefiero que lo hagan en mi propia casa que en un lugar público como este.

Pero es absurdo pensar que nadie pueda confundir a Lydia con una jacobita. Ni siquiera sabe lo que significa esa palabra, Edward. Simplemente desea que la asocien con la que cree que es una causa romántica.

Ya lo sé —advirtió lacónicamente—, pero si crees que eso le importaría a alguien a quien hubiesen enviado aquí a buscarla entre esta multitud, te equivocas. Tendrá suerte si el agente está instruido y conoce la definición del término. Es más que probable que no lo esté, que él, o ellos, si se trata de más de uno, se limiten a seguir unas órdenes establecidas por otra persona. Entonces, ¿puedes fingir una dolencia o debo hacer yo el papel de ogro?

Dado que le estaba entrando dolor de cabeza a causa del ruido, si no a causa de algo más, convino con él en que lo haría sin dificultad y preguntó si deseaba que lo hiciese inmediatamente.

No, aguarda al menos unos minutos para que nuestra partida no se asocie inmediatamente con el comentario de Lydia. Probablemente estará segura hasta el lunes, a menos que alguien actúe de forma más activa, y para entonces yo habré tenido ocasión de hablar con Ryder, quien tal vez pueda evitar cualquier intento de que se me ponga en evidencia a través de mi hermana.

Desafortunadamente, el dolor de cabeza de Maggie no fue suficiente para convencer a Lydia ni a la viuda para que pusieran fin a la velada antes de lo previsto y ambas damas argumentaron que dado que habían viajado en dos carruajes, ellas se podían quedar en Ranelagh con James y Rothwell podía acompañar a Maggie a casa. Y cuando James, alegó inmediatamente, en respuesta a una mirada de su medio hermano, que no tenía ninguna intención de estar a su disposición toda la noche y que él mismo pensaba marcharse pronto, lo único que logró fue desviar la furia de la viuda de Rothwell a él mismo, así que al final el conde se vio obligado a ejercer su autoridad, cosa que apenas sirvió para calmar los ánimos del grupo.

Para cuando Maggie pudo retirarse a su habitación con su marido, el dolor de cabeza era insoportable. La viuda no se había andado con rodeos a la hora de expresar su malestar con lo que había dado en llamar la arrogancia de Rothwell al manipular las idas y venidas de los demás según le convenía a él. Dado que su diatriba comenzó en el mismo instante en que se le dejó claro que su hijastro no iba a admitir ninguna discusión, tuvieron que esforzarse mucho cuando se dirigían a los carruajes por no llamar la atención que Carsley tanto deseaba evitar.

También decidió proferir palabras de desagrado contra James, su única compañía durante el viaje de regreso, a quien le hizo saber no solo que su hermanastro asumía demasiada autoridad sino que además él mismo le había decepcionado al no mostrarse más conciliador con lady Ophelia Balterley cuando se le había presentado aquella excelente oportunidad de llamar su atención, un negocio casi redondo. Más tarde, el muchacho confesó a Rothwell y a Maggie que había estado muy cerca de decirle a su madre que no tenía ninguna intención de tratar de conquistar a lady Ophelia, porque, de hecho, había tomado la decisión de casarse con una mujer procedente de las salvajes Tierras Altas de Escocia, que no reunía ninguna de las condiciones de la viuda, para ser elegida.

Acurrucada por fin entre los brazos de su marido, la joven no tardó en darse cuenta de que le estaba desapareciendo el dolor de cabeza y después de ciertas atenciones de éste, le desapareció del todo.

¿Sabes? —dijo con tono pensativo mientras él volvía a darle un beso de buenas noches—. Creo que me has enseñado una cura mucho más eficaz que el whisky, Edward, pues ni siquiera los ponches más potentes de mi padre habían valido para combatir el dolor de cabeza y tú sin embargo has hecho que el mío se esfumase. 

Soy un tipo impresionante, mi amor —murmuró volviendo a besarle—. Te sorprenderías si supieras hasta dónde llega mi poder.

Ella soltó una carcajada, mas no tenía motivos para dudar de sus palabras. Durante las últimas semanas, la había sorprendido en más de una ocasión, entre ellas la primera noche que habían pasado juntos en aquel mismo dormitorio, al ver cómo disfrutaba relatándole la historia de los dos absurdos retratos de Adán y Eva que flanqueaban la chimenea, y cuya mejor vista se obtenía desde la enorme cama principal.

Aunque había esperado un cambio en él en el mismo momento en que las ruedas de su carruaje se habían deslizado por las adoquinadas calles de Londres para convertirse en el petimetre que ella había conocido la primera vez que lo vio, él no lo había hecho. Había asumido sin duda el modo de vestir de la ciudad (su peor enemigo jamás podría tacharlo de mal vestido o anticuado), pero ahora tenía un aire especial y ella sabía que no era solo debido a su preocupación por la seguridad de Lydia.

De hecho, cualquier peligro que acechase a la joven solo debía existir cuando él no estaba cerca para cuidarla, pues, ciertamente, con sus muchos amigos y conocidos entre los ricos y poderosos, su media hermana tenía que estar bien protegida.

Dejó que sus pensamientos regresasen a los jardines de Ranelagh, donde había disfrutado enormemente paseando alrededor de la rotonda del brazo de su marido y captando la atención de todas las personas con las que coincidían. Hubo exclamaciones de incredulidad, mas también muchas felicitaciones y todas las personas con las que habían estado se habían dirigido a ella con respeto, algunos incluso con cierto afecto, como si la aceptasen entre ellos por ser la esposa de Rothwell. Eso le había agradado tanto como cuando la habían tratado como una condesa durante el viaje a Londres. Curiosamente, estaba empezando a encontrar la ciudad menos irritante de lo que había esperado.