Capítulo V
Rothwell apenas podía disimular su asombro. Hacía dos semanas que no veía a James y por nada del mundo podía figurarse cuáles eran sus intenciones al arrastrar a una mujer de dudosa reputación hasta la biblioteca de la casa de la familia Rothwell, mas, dado que rara vez daba rienda suelta a inútiles arrebatos emocionales, se limitó a decir:
—Hola, James. ¿Teníamos alguna cita? Me falla tanto la memoria que supongo que lo había olvidado.
—Tienes una excelente memoria, Ned, y lo sabes perfectamente. No solo no teníamos ninguna cita, sino que yo no tenía intención de volver a pisar esta casa durante una larga temporada a raíz de lo sucedido durante mi última visita. Bueno, no en mi última visita, precisamente, pero sí desde la última vez que hablamos. ¡Oh, maldita sea! Tampoco quería decir eso, pero bueno, tú ya me has entendido…
Rothwell se permitió una breve pausa, pues sabía que si se apresuraba a hablar se notaría que se estaba divirtiendo, y a continuación dijo:
—En efecto, conozco bien esas temporadas que tanto parecen apabullarte, por lo que me atrevería a decir que la razón por la que has irrumpido aquí de este modo entraña singular importancia. ¿Ibas a presentarme a tu acompañante?
James se ruborizó y añadió en tono enfurecido:
—Si crees que he venido a pedirte dinero, te diré sin miedo a equivocarme que nunca has estado más lejos de la verdad.
—Me he esforzado mucho por no pensar o decir tal cosa. Solamente te he preguntado si tenías intención de presentarme a esta mujer. Te comportas como si te hubiese preguntado si la has traído aquí para mostrarme lo bajo que has caído.
Los ojos de la joven muchacha centelleaban, y descubrió con incipiente interés que eran de un singular tono avellanado con sombras verdosas. Se había lavado la cara y las manos y había intentado arreglarse un poco el cabello, mas debajo de aquel chal barato, su vestido estaba tan sucio y tan rasgado cual el de una mujerzuela de la calle. Parecía que se iba a atrever a hablarle, pero James se le adelantó y farfulló:
—No me he caído a ningún sitio, Ned. Bastaría con que te esforzases por comprender mis sentimientos para que no tuviésemos tantos encontronazos. Puedes ser un tipo a todas luces brillante, por lo que a lo demás respecta, pero no sabes nada sobre mí.
—Algo sí que sé, querido muchacho. Sé que crees que reniegas de todo lo relacionado con la riqueza, salvo cuando te quedas sin dinero, por supuesto, y que hallas sentido a numerosas actividades que no suelen despertar el interés de ningún caballero; además, careces de disciplina para alcanzar el éxito en ellas. Si todavía no me he propuesto hacerte entrar en vereda, ha sido porque aún no has hecho nada que me obligase a ello. Espero fervientemente que la presencia de esta joven en mi biblioteca no sea el primer paso de un gran cambio en la situación que acabo de describir.
—Lord Rothwell —irrumpió la joven muchacha con dureza, algo que le sorprendió sobremanera—, no puedo permitirle que siga refiriéndose a mí como si fuera una mujer de la calle. Sepa que no soy tal cosa.
—¡Que Dios nos asista! —dijo Rothwell mientras alzaba su monóculo y la observaba a través de él ante la repentina sospecha de que no fuera una vulgar mujer de la calle. No parecía sentir gran respeto por él, eso estaba claro, y hablaba como si se dirigiese a un igual. Dicho esto, estaba loca o era de noble cuna. —Imagino que la he juzgado mal, señorita. Su forma de hablar es precipitada, pero su tono es educado.
—He recibido una excelente educación, señor, aunque no entiendo qué tiene eso que ver con el asunto que nos ocupa. Me he visto en un apuro del que su hermano fue tan gentil de rescatarme y aunque insistió en traerme ante usted, ahora comprendo que erró al hacerlo. Por consiguiente, si fuera tan amable de acompañarme hasta la puerta, no les molestaré más—. Dicho esto, se giró como si asumiese que James haría caso a sus palabras y Rothwell se preguntó si verdaderamente había detectado un ligero acento o si había oído mal.
—No se irá —dijo James asiéndola del brazo y, a juzgar por el gesto de la joven, parecía hacerlo con fuerza—. Sé que no he cesado de repetirle que no era más que mi hermanastro, pero aun así, no es motivo para que se dirija a él de una forma tan grosera, especialmente cuando antes ha tardado tan poco en apelar a su custodia.
—¡Eso no es cierto!
Rothwell creyó volver a detectar un deje inusual en su voz, mas no cabía duda de que aquella regañina le había pillado por sorpresa. Estaba claro que no esperaba que James se pusiese de su parte en ningún momento. De pronto se descubrió a sí mismo observándola con detenimiento. Su rostro, iluminado ahora por la furia, era extraordinariamente bello, y aunque no era muy alta, su figura, que él podía adivinar perfectamente a pesar de su deplorable vestimenta, era estilizada y de curvas delicadas. Los verdosas avellanas de sus ojos centelleaban, las mejillas, teñidas de un color brillante, la barbilla ligeramente alzada en gesto desafiante y labios carnosos separados por blancos dientes.
—¿Qué es ese asunto de la custodia, James? —preguntó, y al notar que ella se disponía a responder, añadió—. No, señorita, guarde silencio. No sabré cómo actuar con usted hasta que sepa quién y qué es.
—Se llama… —empezó a decir James.
—Da igual cómo me llame —se apresuró a decir ella— y usted no tiene que actuar conmigo de ninguna manera, Rothwell, pues tengo un montón de amigos en Londres y aunque me he equivocado al pronunciar su nombre de la forma en que lo hice…
—¡Por todos los diablos! —exclamó James— Sabe perfectamente que era lo único que podía hacer. Escucha, Ned, la he traído ante ti porque he dado mi palabra al juez de que así lo haría, pero si no la quieres aquí, me la llevaré ahora que he cumplido mi promesa. Sabía que te ibas a enojar, pero no había otra salida si quería sacarla de aquel terrible lugar, que era lo que debía hacer una vez he comprendido que ella no pintaba nada allí.
—¿Dónde? —preguntó Rothwell. No había apartado los ojos de ella y había observado que a pesar de su rostro desnudo, sin maquillaje, su tez evocaba un puñado de fresones flotando sobre cremosa nata. Sus labios no solo eran carnosos, sino que estaban perfectamente perfilados. Cuando abrió la boca para dar respuesta a su pregunta, él se adelantó y preguntó—. James, dime de una vez, ¿de dónde la has sacado?
—Del tribunal de Bridewell.
—¡Santo Dios! —Notó cómo se ruborizaba y se mordía el labio inferior, y se descubrió a sí mismo pensando en el sabor de semejante manjar. Sus labios le fascinaban. El inferior era ahora más encarnado que el superior, mas ambos eran lo suficientemente rojos, sin carmín, como para despertar en cualquier hombre el deseo de besarlos. Se esforzó por recobrar la calma, no sabía qué era lo que tenía esa muchacha que hacía avivar sus fantasías de ese modo. Tenía algo, era cierto, que hacía que incluso con esos harapos, despertase su interés más que cualquier otra mujer de las tantas que conocía, ataviada con la ropa más exquisita o a través de un elegante discurso. Se preguntaba cómo serían sus rojizos cabellos si los soltase libres sobre sus hombros. Ella no había bajado la mirada y el chal de verde musgo que llevaba resaltaba sus ojos cual si fueran dos enormes esmeraldas. Se reprendió mentalmente a sí mismo por semejantes necedades, frenó sus errantes pensamientos súbitamente y dijo—. Cuéntamelo todo, James, sin interrupciones.
Maggie supo por la mirada que le lanzó Rothwell mientras pronunciaba esas dos últimas palabras que no iban dirigidas a James sino a ella, y aquella orden le despertó un impulso por desobedecerle que le resultaba muy familiar, dado que era el modo en que reaccionaba normalmente cuando le ordenaban algo. Pero el toque de severidad en su voz le había sorprendido, pues no encajaba en absoluto con la primera impresión que le había causado aquel hombre, ni siquiera con la segunda, así pues, a fin de observarle con mayor detenimiento, se mordió la lengua mientras James Carsley daba cuenta de la escena del juicio y escuchaba los cargos contra los que se le acusaba.
Notó que Rothwell escuchaba atentamente y sin apabullar con nuevas preguntas ni hacer comentarios innecesarios. Era un hombre atractivo, pese a que a sus ojos les faltaba un halo de calor y sus labios parecían más prestos a la burla que al buen humor. Detectó una aguda inteligencia detrás de sus modos aparentemente vagos, y llegó a la conclusión de que no era el necio que había creído al principio, algo que le preocupaba bastante. Cuando sus ojos se posaron sobre ella en el momento en que James le describía sus alegatos, se dio cuenta de que deseaba que sonriese, mas no lo hizo.
Cuando James concluyó su narración, Rothwell se mantuvo en silencio durante unos largos instantes. Maggie seguía en pie y movía los pies con impaciencia, ante el temor de escuchar lo que él tenía que decir, pero al mismo tiempo deseosa de saber qué iba a suceder. Por una vez, dudó inusualmente antes de hablar y, aunque sus miradas se cruzaron cuando él volvió a fijarse en ella, el esfuerzo que tuvo que hacer por contenerse resultó mayor de lo que se hubiese podido imaginar. Su expresión ya no era la de un petimetre amigable. Sus ojos, grises como el sílex y casi igual de duros. Ella se preparó para lo peor.
—Está claro que tiene la lamentable costumbre de hablar antes de pensar —sentenció él en tono más calmado de lo que ella hubiese esperado—. Antes de continuar, me tomaré la libertad de sugerirle que se acostumbre a dominar dicha costumbre antes de que sea demasiado tarde y a fin de evitar que le lleve a enfrentarse a situaciones más duras que la que ha vivido hoy. ¿Quién es usted?
—¿Permite que tome asiento? —preguntó ella, decidida a demostrarse a sí misma que aquel tipo no la intimidaba—. Nos hemos puesto en marcha muy temprano esta mañana y he tenido un día horrible. De lo contrario, no me importaría permanecer en pie como si fuera una colegiala errante. —Notó con rabia ese ligero deje de las Tierras Altas en su acento. Su tendencia a hablar así cuando estaba abatida era algo que su padre siempre le reprochaba, aunque él solía ser más culpable de aquellos descuidos que ella.
—Responda antes a mi pregunta, si es tan amable.
Con frialdad y con cuidado para vocalizar correctamente, ella respondió:
—Soy Margaret MacDrumin.
—Bonito nombre—. Su aspecto seguía calmado y ella era incapaz de decir si había reconocido el apellido, o no.
—Y sus amigos —añadió él con aparente indiferencia—, ¿dónde viven?
—En la calle Essex —se apresuró a responder ella, convencida de que revelar aquella información no le causaría ningún daño—. Y dado que ahora sé que dicha calle no se encuentra lejos de aquí, preferiría recurrir a ellos y no molestarle más.
—No me molesta, en absoluto, y dado que consideró oportuno, aunque fuese de forma impulsiva, apelar a mi protección, he de asumir como mínimo la suficiente responsabilidad sobre su seguridad como para insistir en que permanezca en esta casa hasta que sus amigos vengan a buscarla, si finalmente demuestran estar dispuestos a hacerlo.
Consternada, Maggie lo miró fijamente durante un momento en que no podía articular palabra y de pronto exclamó:
—¡No se atreverá a retenerme aquí!
—Ya lo creo que sí, miss MacDrumin, y no crea que me ha engañado ni lo más mínimo sobre los auténticos motivos de su visita a Londres. Aunque es la segunda de su clase que logra sorprenderme con sus buenos modales, no ha tenido tanto éxito al controlar sus impulsos bárbaros, pues el color de su voz se reconoce desde la distancia. Y por si eso no fuera suficiente, la sola mención de la calle Essex lo sería, pues usted y yo sabemos bien quién vive allí, y aunque la vizcondesa y sus amistades se las han ingeniado hasta ahora para librarse de la cárcel, no han demostrado tanta habilidad para disimular su fidelidad a una causa perdida.
—¡Todavía no está perdida! —exclamó Maggie bruscamente y sin pensar. James miró a su hermano, luego a Maggie, y dijo:
—¿Ned, de qué demonios estás hablando?
—De que tu amiga es una pequeña jacobita. No me sorprendería que la razón por la que ha venido a Londres sea para traer algún mensaje de los cabecillas de las Tierras Altas para sus seguidores de la ciudad, pues solo a ellos se les ocurriría encomendar dicha tarea a una mujer.
Maggie se sintió incómoda al recordar los papeles que ocultaba en el corsé y apenas se atrevía a respirar por miedo a que alguno de los hombres los oyeran crujir. Entonces Rothewell se puso en pie y ella quedó nuevamente sorprendida, pues resultó ser un hombre de más de seis pies de altura e incluso más ancho de espaldas que Dugald, el primo de Kate.
—Ned —dijo James precipitadamente—, yo no sabía bien qué hacer, pero quizás sería mejor enviarla con sus amigos. No me había dado cuenta…
—No, James. —Rothwell jugueteaba con una hebra de hilo imaginaria del puño—. Miss MacDrumin ha reclamado mi protección, y dado que sería una negligencia por mi parte no hacerle ver los errores de sus formas, o los errores de sus famosas amistades, tendrá mi protección. Ya puede tomar asiento, miss MacDrumin, y hablaremos de qué es lo mejor que podemos hacer con usted.
—¡Cómo se atreve…! —gritó Maggie enfurecida—. No tengo ninguna duda de que ha reconocido mi nombre en cuanto lo he pronunciado, así que sería mejor que lo admitiese.
—¡Claro que lo he reconocido! —dijo él—. Al fin y al cabo, se trata de un nombre muy poco habitual y además lo veo todo los trimestres. Por otra parte, ni siquiera mi peor enemigo se ha atrevido nunca a acusarme de ser un estúpido.
Maggie notó que James volvía a estar confuso, y dijo con tono quejumbroso:
—Como puede comprobar, míster Carsley, no he mentido en todo, únicamente en lo de estar emparentada con ustedes, pues soy la hija del hombre cuyo estado fue usurpado por su hermano, discúlpeme, por su medio hermano.
—¡Está chiflada! —exclamó James— Ned no es ningún ladrón.
Rothwell sacó del bolsillo de su chaleco una caja de rapé dorada y esmaltada en tonos blancos, le dio un golpecito para abrirla y se sirvió un delicado pellizco. Ella se dirigió a él con desdén:
—Veo que no niega los cargos.
Él guardó la caja de rapé.
—Por el contrario, miss MacDrumin. El estado se había convertido en un trofeo que se me concedió por los servicios prestados a los vencedores de aquella guerra.
—¡El levantamiento no fue ninguna guerra, Rothwell! —bramó Maggie de un modo muy poco femenino—, y usted debe saberlo bien, pero ustedes los ingleses hacen honor a todas y cada una de las cosas horribles que se dicen de ustedes y además son arrogantes, egoístas y estúpidos. No tienen ni idea de lo que pasa más allá de su adorada Inglaterra. Y usted, señor, debe de estar entre los peores. ¿Qué clase de hombre se hace cargo de un estado en el que años más tarde todavía no ha puesto ni un solo pie? ¿Qué clase de caballero permite que otros administren su estado en su nombre sin ni siquiera molestarse en echar un vistazo de vez en cuando para comprobar que todo se administra correctamente? ¿Y qué clase de sinvergüenza permite a unos adláteres que gobiernen sin tener la más mínima consideración por las personas que deben confiar en que él vele por su protección?
—Una vez más, me temo que ha dejado que su lengua alcanzase mayor velocidad que su cerebro, miss MacDrumin. Y, exactamente, ¿a qué adláteres se refiere? —su tono era indiferente, su voz aparentemente calmada, pero Maggie observó el movimiento de un músculo cerca de un extremo de su boca y sintió una satisfacción extrema al pensar que había metido el dedo en la llaga.
—Sus arrendatarios, Rothwell, y el hecho de que sea yo quien tenga que describirle las cosas que sus factores y nuestro horrible regidor hacen en su nombre son pruebas más que suficientes de su deplorable abandono.
—Escúcheme un momento, ¿quién se crees que es…? —arremetió James con tono enfadado.
—Tranquilo, James. —Rothwell hablaba con tranquilidad, mas James obedeció sin rechistar. La estancia se inundó de silencio y Maggie observó al conde con recelo; sabía bien que había traspasado la frontera de lo que cualquier caballero podría aceptar, incluso por parte de un invitado, cosa que sin duda ella no era. Parecía que él se disponía a hablar cuando se abrió la puerta situada detrás de ella y la expresión de su rostro se tiñó de irritación contenida:
—¿Qué sucede, Lydia? —preguntó.
Maggie giró la cabeza y vio a una hermosa muchacha de cabellos negros como el azabache y muy brillantes, que lucía un vestido que sin duda debía estar a la última moda, cuyo susurrante faldón tenía menos caída y era menos acampanado que los suyos. El profundo escote anticipaba con gran perfección el prominente pecho de la muchacha, así como su cuello de cisne. Sus ojos tintineaban alegres y no parecía en absoluto afectada por el tono de voz de su medio hermano.
—Disculpa, Ned —dijo con un aire informal que puso de manifiesto su falta de arrepentimiento—, es que Frederick me ha dicho que había venido James y estoy deseando suplicarle que nos acompañe durante la cena. Mamá tiene uno de esos días, y él es el más apropiado para calmarla. Me temo que está así por el tema del retrato.
James pareció sorprendido y replicó:
—No me digas que le has enseñado…
—¡No seas ridículo! —le interrumpió Lydia sonriéndole— y no mires a Ned con esos ojos de loco, pues él vio los dos retratos el mismo día en que los colgaste en la galería y se rió tanto que temí que se partiese en dos, así que no te va a regañar por haberlos pintado. Me refiero al retrato de mamá. Fuiste muy cruel con ella, te lo aseguro, al negarte a retratarla cuando te rogó que lo hicieses.
—Lydia —dijo Rothwell en un tono que revelaba gran desazón—, no es ni el lugar ni el momento para tratar ese asunto. Permíteme que te presente a miss MacDrumin, que será nuestra invitada durante una temporada.
—¡Pero yo no me quiero quedar aquí! —exclamó Maggie sin pensar—. Ha de saber que no tiene derecho a retenerme aquí en contra de mi voluntad.
Él la miró directamente.
—Claro que tengo ese derecho. De acuerdo con lo que James me ha contado, puede permanecer aquí como mi invitada, o bajo mi custodia. Si prefiere que le aclaren más estos conceptos, estoy seguro de que hallaremos a más de un juez encantado de explicárselo… ¿quiere que hagamos la prueba?
Ella se tragó la furia que sentía.
—No, señor. Me hago cargo de que para usted no hay barreras en Londres.
—Me alegro de que lo haya entendido. Y ahora, con respecto al siguiente punto, no va a tener ningún contacto con ninguna persona que resida en la calle Essex, en particular, con la vizcondesa viuda de Primrose, ¿de acuerdo? —Y al ver el gesto de ella, añadió—. Yo me atrevo a pronunciar los nombres. —Hizo una pausa, como si le diese un minuto para que digiriese la información, mas cuando retomó la palabra el tono era más cordial—. Mientras esté aquí, le hará compañía a mi hermana, e imagino que dado que le han robado todas sus pertenencias, tendré que facilitarle una vestimenta adecuada. Lydia, ¿tienes algún vestido que pudieses prestar a miss MacDrumin pura que pueda acompañarnos durante la cena?
Lydia miró a Maggie de arriba abajo, con los ojos rebosantes de curiosidad:
—Creo que sí. ¿Se va a quedar James a cenar?
—Se quedará. No, no —añadió cuando James farfulló una protesta—. Tú nos has metido en esto y tendrás que esforzarte por entretener a tu madre esta noche para evitar que miss MacDrumin tenga que pasar toda la velada relatando sus vicisitudes. Creo, miss MacDrumin, que tampoco estaría de más que evite contarle a mi madre toda su historia. Le diremos simplemente que se ha visto en apuros en Londres después de que le robasen su equipaje y su carruaje y ha solicitado nuestra ayuda.
—Como desee —replicó Maggie mientras deseaba que no siguiera en pie, mirándola. Aquel hombre tenía algo que le hacía difícil hablarle con dureza, salvo cuando se dejaba llevar por la más absoluta pasión, incluso cuando no deseaba hacer otra cosa.
—Mucho mejor —dijo él con aprobación—. De momento, vaya con Lydia y arréglese. Ordenaré que retrasen la cena una hora para su propia comodidad.
—¡Oh, Ned, mamá se ofenderá tanto…! —exclamó Lydia— Dice estar agotada después de haber pasado toda la tarde sentada, posando para su retrato y debe tomar su cena lo antes posible, para después retirarse y recuperarse durante la noche.
—¡Cielos! —exclamó James— No había oído cosa semejante en mi vida. ¿Cómo puede haberse agotado si ha estado sentada? ¿Y a santo de qué, si se puede saber, ha decidido que le pinten otro retrato? Cuando me negué a retratarla, no mencionó nada de buscar a otro pintor. De hecho, ella insistió en que la única razón por la que me lo pedía era porque deseaba alardear delante de todos sus conocidos de que su queridísimo hijo, el artista, la había retratado.
—¿Te refieres al pintor de la corte? —añadió Rothwell en un tono tan seco que por un momento Maggie logró olvidarse de sus propias preocupaciones y miró a James con curiosidad.
—Respecto a eso —dijo él, ruborizado—, no he sido yo quien le ha metido esas pretenciosas tonterías en la cabeza. Es todo cosa suya.
—Sencillamente entendió mal nuestra discusión un tanto acalorada sobre el asunto y tú no hiciste nada por enmendar el error —precisó Rothwell.
—No, pero escucha, Lydia, sé que no tenía intención de pedirle a nadie más que la retratase, porque padre ordenó un retrato de ella, justo antes de morir, que hiciese juego con el suyo. —Lydia se echó a reír e intercambió una mirada con Rothwell y respondió:
—Pues ése es el problema, mi querido James. Ese retrato tiene ya tantos años que está bastante desfasado.
—¡Si lucía un traje de baile de máscaras! Era el último grito en cuestión de retratos en aquella época, y lo sigue siendo. ¿Cómo puede estar desfasado?
—¡Oh, James, no seas tonto! No le están pintando un retrato nuevo, solo le están retocando el cabello para darle un estilo más a la moda. —James la miró fijamente:
—¿Estás de broma?
—No, James, no es broma. Ve y compruébalo. Míster Sayers ha estado pintándolo en la sala de estar de mamá, y ella ya no está allí porque ha subido a vestirse para la cena.
—Que es lo que debe hacer miss MacDrumin —dijo Rothwell—. Vamos, Lydia, llévatela. Que se instale en el dormitorio que da al jardín de Privy, junto al tuyo. Ocúpate de que no le falte de nada y dile a tu madre que pese a que comprendo perfectamente su agotamiento, las necesidades de nuestra invitada son lo primero.
—De acuerdo, se lo diré —dijo Lydia en tono dubitativo—, pero estoy segura de que no le va a gustar.
—Como siempre —replicó Rothwell—, centrará su ira en mí, no en ti. Así que venga, márchate. James —añadió cuando el joven caballero se acercó hacia la otra puerta que había en la sala y puso una vacilante mano sobre el pestillo—, anda a ver ese estúpido retrato. Está claro que es lo que más te apetece en este momento, pero cuando lo hayas visto, tal vez desees jugar al ajedrez conmigo. Es tan raro contar con alguien por aquí con quien jugar una partida decente…
James giró la cabeza con evidente satisfacción y añadió:
—De acuerdo, jugaré contigo, pero antes quiero ver qué está haciendo Sayers, aunque me consta que es bueno para este tipo de cosas. —Rothwell le hizo una señal a Lydia, quien posó su mano sobre el hombro de Maggie y dijo:
—Hemos de darnos prisa, pues me atrevería a decir que necesita un baño. —Rothwell afirmó con firmeza:
—Sí, sí que lo necesita.
Maggie, ruborizada, dirigió sus ojos hacia él y halló una inesperada mirada cálida que básicamente la llenó de desconcierto. Había estado mirando y escuchando a los demás con gran sorpresa, mas en especial había centrado su atención en el conde. Su tono de voz se había tornado en ese tono perezoso que le hacía arrastrar las palabras que había empleado al comienzo de su conversación y ella empezaba a preguntarse si realmente poseía otras cualidades que había creído ver en él, o si eran solo imaginaciones suyas. Lo cierto era que su expresión había cambiado y la forma en que la miraba ahora, en vez de desconcertarla, la iluminaba. Todavía estaba molesta con él. Todavía no sabía bien qué pensar de él, pero mientras salía con Lydia, sintió como si abandonase una alegre hoguera para adentrarse en el frío de lo desconocido.
Solo otra vez, Rothwell se preguntaba en qué lío se había metido. No cabía duda de que no se había equivocado al tildar a su invitada de maldita pequeña jacobita y estaba claro que Lydia, cuya tendencia a la rebelión la había inducido en más de una ocasión a mostrar su apoyo por la ridícula lealtad que ese tipo de gente sentía por el pretendiente, estaría ahora presionando a miss MacDrumin para que le diese todos los detalles de su pasado, a la vez que mostraba el placer que sentía ante su presencia en la casa de la familia Rothwell.
Aunque había sido una locura por parte de la joven muchacha reclamar su protección, ahora que lo había hecho, él no podía darle la espalda, pues, de hecho, como una de sus últimas arrendatarias, tenía derecho a recurrir a su cobijo en caso de peligro, algo que ella no había dudado en echarle en cara, aunque indirectamente. Estaba claro que no podía abandonarla si eso implicaba garantizar que se uniese con lady Primrose y demás personas de su calaña. Sería mucho más acertado tener a aquella mocosa a buen resguardo bajo su techo, donde podría vigilarla y tal vez aprovecharse de su relación para conocer más detalles sobre las intenciones de Charles Stewart. Ella no podía tener idea de que ciertos miembros del gobierno británico se habían anticipado con gran interés a la inminente visita del pretendiente.
No cabía duda de que se enfurecería si supiese que esos eran sus pensamientos hacia ella. Estaba tan seguro de ello como si la conociese desde hacía años, en vez de desde hacía apenas una hora. No era lo que él había pensado de ella al principio, eso estaba claro, y, jacobita o no, había que admirarla por su falta de malicia femenina. Cabría echarle en cara su falta de prudencia y lo rápido que se lanzaba a hablar sin pensar, mas era directa, impulsiva y nada complicada, lo que, en una época en la que las mujeres eran generalmente manipuladoras, aduladoras, insinuantes y avariciosas, la convertía en única entre las de su especie. Y si era incapaz de contener su genio como hacían la mayoría de las mujeres de alta alcurnia, y le había herido en lo más profundo al acusarle de descuidado, resultaba, cuando menos, a todas luces intrigante.
Estaba deseoso de ver qué cambios lograba hacer su hermana en el aspecto de miss MacDrumin, pues intuía que la pequeña escocesa podría llegar a verse muy bien. Esa idea le llevó a otras y se dejó llevar por su imaginación hasta que le interrumpió el regreso de James, que negaba con la cabeza:
—Es absurdo, Ned. ¿Qué gusano se introducirá en el cerebro de las mujeres para llevarlas a cometer tonterías semejantes? Si le están volviendo a pintar el cabello, lo normal es que le retocasen el rostro también, pero eso no parece entrar en sus planes. —Rothwell soltó una carcajada.
—No esperarás que yo la critique por su vanidad, mi querido James. ¿Acaso no me has acusado de ser el peor de la familia en lo que a vanidad se refiere?
James le miró con cautela:
—Te he acusado de eso y de cosas peores, Ned, pero esos comentarios no suelen parecerte precisamente divertidos. Reconozco que no esperaba que este asunto te hiciese ninguna gracia. Sé que debes de estar enojado, pero, como comprenderás, Dev y yo no podíamos alojarla en la casa del puente.
—Has hecho lo que tenías que hacer —dijo Rothwell mientras se levantaba para coger el tablero de ajedrez, y a continuación, al volver a tomar asiento, añadió—. Puedes jugar con las blancas, si quieres. Si mal no recuerdo, fui yo quien disfrutó de tal honor la última vez que jugamos. —Después de que James moviese el peón de rey, Rothwell movió el suyo para acorralarlo y dijo con una sonrisa—. Tal vez haya llegado la hora de que conozca mejor mi estado escocés.