Capítulo XX

Rothwell observaba divertido cómo Maggie correteaba de un lado a otro, dando órdenes a los criados y armando un gran revuelo para brindar la misma hospitalidad que MacDrumin al nuevo regidor. El conde sabía que había agradecido tremendamente la interrupción y creía, erróneamente, que le había evitado el tener que rendirse a sus peticiones. No obstante, él era paciente, pues no importaba cuánto lo retrasase: al final tendría que subir a acostarse antes de que terminase la noche y cuando lo hiciese aclararían sus diferencias y ella perdería la batalla.

Daba la sensación de que el nuevo regidor era la antítesis de Fergus Campbell, pues era un tipo rechoncho y bajito, de mirada seria, que no parecía ser muy bravucón ni, en general, muy enérgico. Se comportaba de un modo deferente que fue en aumento cuando le fue presentado Carsley quien, por primera vez desde que llegase a las Tierras Altas sintió una urgencia casi abrumadora de volver a asumir el papel de petimetre que tan excelentes resultados le había dado en Londres. Resistió el impulso, mas su tono sonó suave como la seda cuando saludó a Goodall.

¿Es usted inglés, señor? —preguntó.

Efectivamente, mi lord. Después de los horribles sucesos que acontecieron aquí hace unos días fueron muchos los que insistieron en que no sería muy acertado asignar a otro Campbell ni tampoco a otro miembro del clan de los MacKenzie.

La asignación de otro tipo de hombre es indudablemente un gesto muy acertado. Fergus Campbell no era bienvenido por estos lares.

Dudo que a mí se me acoja mucho más calurosamente, mi lord —replicó con mirada seria—. Tengo intención de cumplir con mi deber.

Y así debe ser, señor, así debe ser —sentenció Ned. MacDrumin soltó una carcajada.

¡Cielos, míster Goodall! Nosotros no sentimos ningún desprecio por los hombres que cumplen con su deber, solo por aquellos que disfrutan haciéndolo del modo en que lo hizo el difunto y nada llorado Campbell. En cualquier caso, señor, apuesto a que usted no atacará físicamente a nuestras muchachas ni les tenderá emboscadas a los hombres de buena voluntad que se limitan a sacar adelante sus legítimos negocios. 

¡Dios me libre, no! —replicó claramente horrorizado ante la idea de que pudiesen acusarle de cualquiera de los citados delitos. Miró a Rothwell y dijo tímidamente—. Usted es inglés, mi lord, o al menos eso es lo que me han dicho, pero también me han dicho que ha tomado a una escocesa por esposa. Si no es indiscreción, ¿cuál es su posición exacta aquí?

Soy el dueño del estado de Glen Drumin —dijo perezosamente.

Pero a mí me han dicho que todavía era lord MacDrumin quien… —lanzó una mirada al terrateniente, a continuación volvió a mirar al conde, claramente aturullado—. Es decir, mi lord, me temo que aunque el estado pertenezca a un noble inglés, yo debo insistir en la búsqueda de destilerías ilegales.

Usted haga lo que considere oportuno, Goodall —convino con actitud despreocupada—, estoy convencido de que nadie va a interferir en sus asuntos.

Andrew asintió con la cabeza y dijo:

Así es, pues al fin y al cabo nadie tiene motivos para hacerlo. Venga y siéntese junto al fuego, Goodall, y temple también el estómago con un poco de whisky. Yo mismo se lo prepararé —Procedió a hacerlo, en una jarra alta, y a continuación observó confiado mientras el regidor tomaba el primer sorbo. Bebió, volvió a beber, exhaló un suspiro y declaró: 

No está mal, no está nada mal.

Rothwell intercambió una mirada con su hermano y se relajó con la intención de disfrutar de lo que estuviese por llegar.

Sí, se deja beber —señaló el terrateniente—. Deje que le sirva un poco más, míster Goodall. Vamos, muchachos —añadió haciendo un gesto su yerno y a James—, tomaros una vosotros también. No podemos permitir que nuestro invitado sea el único que beba. Maggie, jovencita, ¿está ya esa cena? 

Sí, papá, ya está —replicó, evitando aún la mirada de su esposo cada vez que este la buscaba—. Tenemos caldo de cabeza de cordero, pata de carnero en salsa de alcaparras, morcilla y un par de exquisitos pichones asados. Excelentes viandas para cualquier hombre fatigado.

Déjanos la jarra, muchacha —le indicó su padre mientras tomaba asiento en la mesa junto con el joven Carsley y Goodall—. Desearía proponer un brindis por míster Goodall, para que le vaya bien en su nuevo e importante puesto. ¡De un trago, venga, todos, de un trago! 

Gracias, señor. Yo brindo por ustedes.

¡Por las Tierras Altas! —exclamó MacDrumin cuando todos hicieron ademán de bajar las jarras.

¡Por el rey! —murmuró Rothwell mirando divertido a MacDrumin.

¡Por los buenos tiempos! —replicó el caballero con una sonrisa.

¡Por nuestro anfitrión! —exclamó el nuevo regidor a continuación, para no ser menos.

¡Por las mujeres! —dijo James—. ¡Y por sus alocados corazones!

Así es —dijo MacDrumin con gesto de aprobación—. No podemos vivir con ellas… ni sin ellas.

Los brindis continuaron y los dos recién llegados vaciaron sus jarras varias veces antes de probar bocado. El anfitrión no tardó en ordenar que trajesen más whisky. 

¡Por una excelente cena! —exclamó cuando rellenaron las jarras.

Yo no puedo dejar de brindar por eso —dijo míster Goodall, que ya empezaba a sonreír—. ¡Por la cocinera! 

¡Eso, por la cocinera! —repitió MacDrumin. Poco después se dirigió al regidor como quien no quiere la cosa—. Escúchame, muchacho, he pensado que está anocheciendo muy rápido y no vas a poder buscar bien esta noche. Te recomendaría que durmieras bien y terminaras tu trabajo por la mañana.

Éste afirmó con la cabeza, aceptando el sabio consejo, y vació su jarra.

Supongo que lleva razón, señor. ¿Se me ha vuelto a quedar vacía la jarra?

Venga, muchacho, tómate otra —le sirvió otra.

Maggie, que había estado sentada con ellos observándolo todo con manifiesta fascinación, se puso por fin en pie y dijo con cierta brusquedad:

Buenas noches a todos, yo voy a acostarme ya.

Excelente idea —añadió su padre—, pero antes de que te retires, muchacha, ordena que preparen la cama de tu antigua habitación para míster Goodall. 

¡Cuánta amabilidad! —exclamó Goodall con cierta dificultad para hablar.

No es nada, pero veo que tiene la jarra vacía otra vez, permítame que lo solucione.

Papá —dijo ella con firmeza—, ordenaré gustosa que preparen una habitación para míster Goodall, pero yo tengo intención de acostarme en mi propia cama. 

¡Pamplinas! Tú dormirás con tu esposo, muchacha, y permite que míster Goodall ocupe el siguiente mejor dormitorio. En el resto de habitaciones de invitados que tenemos hay mucha corriente y son frías en las noches de invierno. Y lo que es más, la vista es mucho mejor desde la tuya. 

El dormitorio del ala oeste…

¡Silencio, muchacha, ni una palabra más ¿Acaso vas a ser poco hospitalaria con un invitado?

Ruborizada, negó tal acusación y cuando el nuevo regidor manifestó que le bastaría cualquier hueco o cualquier rincón resguardado del frío, Rothwell metió finalmente baza en la conversación.

Haz lo que te dice tu padre, mi amor. Yo me reuniré contigo en unos minutos.

Ella vaciló y se quedó mirándolo hasta que MacDrumin dijo con impaciencia:

Hala, venga, jovencita, vámonos. Nosotros no tardaremos en retirarnos, aunque me gustaría comentarle una cosa a Ned antes de que suba.

Maggie lo miró sorprendida y Rothwell se dio cuenta de que era la primera vez que MacDrumin le llamaba Ned. Miró a su hermano y vio que éste se lo estaba pasando en grande, que había rellenado su jarra tantas veces como MacDrumin o Goodall, ni siquiera como él mismo, si bien él había bebido menos que los otros dos. No obstante, James también parecía un tanto achispado y Rothwell estaba convencido de que éste se divertía de lo lindo.

La joven echó la cabeza hacia atrás y se marchó. Cuando se hubo ido, su padre le hizo un ligero gesto a James, quien inmediatamente comenzó a conversar con míster Goodall. MacDrumin se levantó para gritar que trajesen más whisky y le hizo una señal a Rothwell para que se acercase; en voz más baja le dijo: 

Quiero que se quede en la habitación de Mag porque tengo intención de prepararle una pequeña sorpresa. ¿Recuerdas lo que te conté acerca de cómo nos libramos en una ocasión de otro regidor?

El muñeco en el árbol —replicó sin dudarlo dos veces—, pero no me diga que le va a hacer algo tan cruel a Goodall. No creo que tenga suficiente imaginación como para dejarse atemorizar por muestras de peligro tan primitivas.

Todos los regidores tiene imaginación suficiente. Todos son una maldita pesadilla y cuando tenemos la suerte de dar con uno tan estúpido, sería un crimen hacer caso omiso de ello. En vez de caminar por el sendero, como todo hijo de vecino, él no, él se ha acercado por la cima de la colina y casi se choca de bruces contra uno de los ponis que estábamos cargando. He tenido que sacarlo de allí, pero no podemos permitir que se sienta tan a gusto entre nosotros que se deje caer por aquí cada vez que le apetezca echar un trago de whisky, ¿no te parece? 

Sí, tal vez, pero ándese con cuidado.

¿Es que no lo hago siempre? Tengo que hablar un momento con James para que se escape y avise a Dugald y a los muchachos de que sería conveniente que sacaran la mercancía de la cañada esta noche.

Al darse cuenta de que MacDrumin no pronunciaba sus palabras con mucho más tino que su invitado, el conde decidió no decir nada más pues estaba seguro de que ambos hombres estarían pronto demasiado embriagados para meterse en líos. Él regresó a la mesa para terminar las últimas gotas de whisky que quedaban en su jarra, no obstante, cuando su suegro hizo ademán de rellenársela, la cubrió con la mano. 

Yo ya he bebido suficiente. Maggie me espera.

MacDrumin soltó una carcajada.

Sí, sí, ya lo creo. Llévate un buen escudo, muchacho, no vaya a ser que esté armada. James, si no te importa, me gustaría comentarte algo —añadió.

¡Creía que los habitantes de las Tierras Altas tenían prohibido portar armas! —Goodall estaba claramente sorprendido y no muy positivamente.

Para desviar su atención de los otros dos, que se alejaron unos metros, Rothwell sonrió y dijo:

Dudo que ningún gobierno haya descubierto el modo de desarmar al sexo opuesto, Goodall. MacDrumin se refiere al mal genio de su hija. Al igual que la mayoría de las mujeres, está armada con afiladas garras y una lengua más afilada todavía.

Al ver que Goodall asentía con la cabeza, bebiendo con gesto pensativo, James se rió y dijo:

Las mujeres de las Tierras Altas tienen muy mal genio, Goodall, como pronto descubrirá si se queda entre nosotros. Yo mismo he conocido a una que me cortará la cabeza si no cumplo mi promesa de sacarla a pasear esta noche. Dado que ustedes han decidido quedarse aquí junto al fuego, les ruego que me disculpen, y me deseen buena suerte, pues la pequeña y hermosa Kate se las gasta peor incluso que nuestra Maggie y dado que lleva más de una hora conteniendo la ira mientras me espera, no me sorprendería que estuviese a punto de estallar.

Ya lo creo, muchacho —afirmó MacDrumin—, esa jovencita te arrancará un brazo y te golpeará con el muñón ensangrentado si le das motivos para ello. Más vale que te subas a uno de nuestros muchachos más corpulentos por tu propia seguridad.

Dudo que pudiese hallar a uno solo dispuesto a acompañarme —replicó riéndose—. Los tiene a todos atemorizados.

Cuando Goodall miró confundido de un hombre a otro, Rothwell se apiadó de él y dijo suavemente:

Son unos exagerados, Goodall, como supongo que ya habrá notado usted mismo.

Sí, mi lord, ya lo he visto —Tragó el último sorbo de whisky demasiado rápido, atragantándose con el fuerte licor, y el terrateniente le propinó un golpe en la espalda tan fuerte que casi lo tira al suelo. 

Ten cuidado, muchacho. No serías el primero en ahogarte de esa manera. Tómate otra —Le sirvió otra jarra.

El conde les deseó buenas noches y siguió a James, que se detuvo junto a las escaleras y murmuró:

Espero que no esté enojada conmigo.

¿Asustado de la bruja, Jamie?

Estimulado, hermano, no asustado. Es una maravilla esa Kate y estará encantada de acompañarme en mi pequeña aventura nocturna, pero puede que esperase que subiese algo más temprano.

Está claro que te gusta.

Sí que me gusta —Sus ojos le retaron a que expresase su disconformidad, pero a cambio obtuvo una sonrisa.

Te deseo lo mejor. No me sorprendería que acabara contigo, pero al fin y al cabo no te mereces otra cosa.

El joven soltó una carcajada, se giró y subieron juntos las escaleras.

Rothwell se despidió de él cuando llegaron a la habitación de Ian y fue a reunirse con Maggie, pensando, mientras se acercaba a su dormitorio, que lo más probable era que tuviese que buscarla, y preguntándose hasta qué punto lograba hacerle enfurecer cuando se lo proponía. Para su gran sorpresa, ella le aguardaba, mas no estaba sola. Llevaba un grueso manto teñido de un tono castaño sobre un camisón de franela de color rosa pálido y María le cepillaba el cabello.

Déjanos solos, María.

No te vayas, María —le espetó ella con severidad—, quiero que me trences bien el pelo antes de acostarme.

Sí, señora —respondió María sin dejar de cepillarle el cabello.

Suavemente, Rothwell añadió:

¿Voy a tener que sacarte yo, María? —Con su dignidad intacta, María le hizo una leve reverencia y salió del dormitorio. Maggie se mordió el labio inferior y añadió en tono pensativo:

Es sorprendente cómo una criada que se supone que me fue facilitada para mi uso personal, ignora todas mis peticiones.

Si es cierto que hace todo eso, no tienes más que decírmelo. Yo me encargaré de que te obedezca inmediatamente.

Ella exhaló un suspiro.

Sabes muy bien a lo que me refiero. María no es una criada que yo personalmente elegiría si de verdad desease tener a alguien a mi entera disposición, pero lo cierto es que sí que me suele obedecer cuando no estás cerca. 

Me alegra oír eso. Pues a mí tendrá que obedecerme también cuando esté cerca, o lo lamentará. 

Ella le miró directamente, consciente del matiz de autoridad que había querido transmitirle con sus palabras. Tenía las mejillas sonrosadas. La titilante luz de las llamas de la hoguera y de las velas que danzaba inquieta sobre la mesilla y el arcón recientemente añadidos al austero mobiliario del dormitorio dotaba a su semblante de un cálido y dorado rubor. En las espesas aguas del eterno y parduzco mar de sus cabellos resplandecía el reflejo de un millón de ardientes estrellas. Sintió cómo su cuerpo despertaba al deseo, mas se esforzó por contener sus emociones. Antes, deseaba aclarar unas cuantas cosas con ella que no podían esperar ni un minuto más. Maggie se humedeció los labios y le miró, inquieta, sin duda, por el largo silencio. Finalmente, con tono suave, dijo:

Tengo la impresión de que ya no estás hablando de María. Si estás enojado conmigo, espero que me lo digas. Has solicitado mi presencia aquí esta noche, y yo he obedecido, pero no he cambiado de idea. Quiero que pongas fin a esta disparatada unión tan pronto como regreses a Londres.

Rothwell no dijo nada, cosa de la que él fue el primero en sorprenderse. Si ella hubiese hablado así unas semanas antes, él le habría estado muy agradecido. Y dado que hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que ya no deseaba la anulación ni el divorcio, sus palabras tenían que haberle decepcionado, mas no causaron ningún efecto en él. Lo único que sintió fue una pizca de diversión. ¿Qué clase de engreído era? ¿O acaso la engreída era ella? En cualquier caso, él era un auténtico granuja. Maggie volvió a humedecerse los labios. Tenía la boca entreabierta, expectante, ¿pero qué era lo que esperaba? Su cuerpo volvió a estremecerse y añadió con dulzura:

Yo ya no deseo terminar con esta unión, Maggie. Creía que ya te lo había dejado claro.

Pero es un error. Somos muy diferentes. Tú has sido muy atento durante la última semana, desde luego, pero esta mañana me he dado cuenta de que nuestra unión está tan condenada al fracaso como la unión entre nuestros dos países. Nuestras tradiciones son diferentes, al igual que nuestras prioridades. Hemos de casarnos con nuestros iguales, Edward, y nadie debería casarse por obligación. Tú llegaste engañado a esta unión y eso no podría desearlo ningún hombre.

Ni ninguna mujer. No es el camino que yo hubiese elegido, pero ya me he acostumbrado a verte todos los días, a buscar tu sonrisa y a escuchar tu voz, y ahora no estoy dispuesto a renunciar a esos placeres. En cuanto a las cosas que tenemos en común, creo que son muchas. Además, nos reímos y nos amamos…

Sí, ya sé cuánto te gusta eso último, pero no es suficiente.

Hay muchas más cosas. Nunca me había sentido ni siquiera tentado de pedir la mano de ninguna otra mujer, pues la mayoría me parecen manipuladoras y ambiciosas y solo van en busca de mi riqueza y de mi posición. Pero a ti eso no te importa, a pesar de que a menudo hablas sin pensar en lo que vas a decir, yo admiro tu honestidad y tu coraje y…

¿Y qué hay de mi temperamento, señor? ¿También admira eso de mí?

No tanto, y hablaremos de ello más tarde.

¿Ah, sí, Edward? Me atrevería a decir que solo quieres hablar de cómo he provocado tu ira, pero no de cómo tú has provocado la mía. ¿Y qué pasaría si me niego a escucharte?

Todavía tengo derecho a obligarte, mi amor —Maggie seguía sentada en el taburete y él se acercó a ella con curiosidad por ver su reacción—. Debes aprender a obedecer.

Ella abrió los ojos de par en par y se apresuró a decir:

Nunca le he debido obediencia a nadie, ni a ti, ni a ningún otro hombre.

Ponte en pie, mi amor —dijo él con suavidad, acercándose más a ella; enorme a su lado—. Comparemos nuestra altura y nuestra anchura, y veamos quién tiene más posibilidades de exigir obediencia a quién.

¡No digas tonterías! Ya sé que eres más grande que yo y no me cabe duda de que puedes obligarme a ceder a tu voluntad, pero mi padre llevaba razón, así que si quieres dormir a salvo por las noches, más vale que recuerdes su advertencia.

Rothwell negó con la cabeza con gesto de reprobación.

Ya te he dicho que no me tomo muy bien las amenazas, mi amor, y menos aún las que son tan frívolas, y también te he dicho que no te tengo miedo. ¿Realmente piensas que te creo capaz de atacarme cuando esté durmiendo? Ven, mírame a los ojos y dime que es algo de lo que tengo que preocuparme. Tú no eres como esos asesinos de los Campbell, Maggie, y esto no es Glencoe, así que estoy tan seguro bajo este techo como Goodall o cualquier otro que busque cobijo en tu casa.

Ella palideció de la impresión que le causaron sus palabras y dijo entrecortadamente:

¡Cómo te atreves!

¿Acaso no es una buena comparación?

Ya sabes que no. 

En ese caso, te ruego que me disculpes, me ha parecido que has sido tú misma quien la ha sugerido. Probablemente he malinterpretado tus palabras.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y a él le entristeció verla así, pero no estaba dispuesto a disculparse por sus palabras, ni tampoco le iba a facilitar las cosas. Se le había permitido hablar sin pensar en las consecuencias de lo que decía durante demasiado tiempo. Maggie calló durante un momento para recomponerse. Acto seguido, con un débil sollozo, añadió:

Detesto ser comparada con un Campbell, pero presumo que me lo merezco y que me merezco mucho más por el mero hecho de sugerir tan horrible amenaza. Haré cualquier cosa que me pida.

Él torció el gesto, y aunque fue capaz de ocultar su diversión antes de que ella se diera cuenta, la conocía demasiado bien como para creer que se sometería dócilmente a su voluntad. De momento él parecía llevar las de ganar, pero ella no tardaría en hallar la manera de vengarse de él. Tampoco quería acabar de un plumazo con su forma de ser, lo único que deseaba era que aprendiese a pensar antes de decir lo primero que se le viniese a la cabeza. Se dirigió a ella con intención de provocarla y le dijo:

En primer lugar quiero que te pongas en pie tal y como te he pedido que hicieras hace un rato, Maggie.

Ella parecía vacilar, mas al ver que él no sonreía ni tampoco decía nada más, se puso de pie lentamente.

Rothwell, yo…

Edward.

Sí, claro, Edward, si deseas castigarme, yo…

Tú me has desafiado antes, ¿no es así?

¿Que te he desafiado? —Intentó dar un paso atrás pero el taburete se lo impidió—. Estoy segura de que yo no…

Has declarado que tenías intención de dormir sola y lo has hecho después de que yo te pidiese que durmieses conmigo. Eso es todo un desafío.

No ha sido más que una diferencia de opiniones, señor.

No está bien que la opinión de una esposa difiera de la de su esposo, querida mía. Estoy seguro de que tu padre ya te habrá explicado eso en alguna ocasión.

Pues no.

Pues en ese caso, tendría que haberlo hecho y nos habría evitado la discusión tan desagradable de esta mañana.

¿Esta mañana? —los ojos se le salían de las órbitas y él se dio cuenta de que no tardaría en volver a ser ella misma—. ¿Cómo te atreves a insistir en que esté de acuerdo con tu ridículo plan de desarraigar a nuestra gente y enviarlos a las tierras bajas o a la costa?

No me ha molestado tanto tu desacuerdo como el modo en que lo has expresado —dijo, intentado ocultar la incipiente irritación que volvía a sentir ante el modo en que ella volvía a dirigirse a él—. Has sido grosera, desafiante y desobediente. ¿Vas a negar alguno de estos tres cargos?

Ella abrió la boca inmediatamente, con intención de hacerlo, mas él la miró a los ojos y se sintió muy satisfecho al observar cómo se tragaba las palabras que ya se le asomaban por los labios—. Muy bien. Me consta que eres una mujer honesta. Ahora, responde a mi pregunta y hazlo de un modo civilizado.

Maggie apretó los dientes con fuerza y dijo:

Supongo que soy todas esas cosas que ha dicho, así que no alcanzo a comprender por qué insiste en que ya no quiere la anulación.

Tal vez sea porque he comprendido que tienes otras muchas cualidades que un hombre busca en una buena esposa. Una boquita tan osada tiene fácil solución.

Lo dudo, señor, tanto como dudo que James sea capaz de enseñar a Kate a comportarse como una de esas empalagosas inglesas.

Son casos muy diferentes, mi amor. James no tiene ningún derecho legal para exigirle obediencia a Kate. Pero tú, tú pronto aprenderás que yo tengo intención de exigirte a ti que me obedezcas.

Ella intentó otra vez echarse hacia atrás, moviéndose hacia los lados para quitar el taburete, mas él la asió por el brazo, esperando no haberla lastimado, y la sujetó con fuerza.

Deja que me marche, Rothwell.

Mírame —Era capaz de leer sus pensamientos con más facilidad incluso de lo que podía ver en sus ojos—. ¿Tienes miedo de mirarme, Maggie?

Ella alzó la barbilla; su mirada era desafiante, rebelde, provocadora.

Claro que no le tengo miedo, Rothwell.

Edward. Se te olvida constantemente, aunque tal vez lo hagas a posta, para molestarme. ¡Claro que sí! Ese brillo en tus ojos me confirma que estoy en lo cierto. Has sido muy osada, querida, me parece que te mereces una lección sobre cómo agradar a tu esposo.

Ella volvió a entreabrir la boca y aunque él podía ver por su expresión que no había logrado asustarla, se notaba una creciente tensión entre ellos, una electricidad que prácticamente se podía palpar con la mano. Era todo lo que podía hacer para no tomarla entre sus brazos y llevarla a la cama. Hacía falta una voluntad de hierro para resistir a la tentación, mas él tenía otros planes en mente para aquella noche.

Aflojó un poco la mano, contento de ver que ella no intentaba soltarse. Estaba empezando a conocerla bien y sabía que en aquel momento ella sentía, ante todo, curiosidad y que estaba aguardando a ver qué hacía. Él le acarició la mejilla con la mano que le quedaba libre y, al sentir cómo tomaba aire, siguió con el dedo la delicada línea de su mandíbula y continuó por la barbilla. Ella permanecía muy quieta, observándole; la cautela de su mirada había dado paso a la sensualidad; sus argumentos habían quedado interrumpidos. Su pequeña lengua de fresa recorría sus labios, humedeciéndolos de forma tentadora, mas él volvió a resistir la tentación, pues quería avivar más su deseo, enseñarle una lección con la que iban a disfrutar los dos. Acarició el suave tejido de su chal que, a pesar de su delicada suavidad, no era más que un estorbo. Lo retiró de sus hombros con cuidado, lentamente; tenía una mano todavía en su barbilla, y sintió cómo se estremeció cuando el aire, apenas impregnado de calor, cubrió su piel desnuda. El chal cayó suavemente al suelo.

Ella posó la mano derecha sobre su chaleco, y acto seguido la retiró. El conde dijo:

Muy bien, mi amor. Esperas a que yo te de permiso, como una buena esposa.

Una ráfaga de ira se apoderó de su mirada:

¡Yo no he hecho nada de eso!

¿Y si no, por qué has retirado la mano?

Ni siquiera sé por qué la he puesto… Ha sido tan solo un impulso. ¡No tengo ninguna intención de tocarte!

Él suspiró.

¡Y pensar que hace solo diez minutos he alabado tu honestidad! Maggie, Maggie, ¿Qué voy a hacer contigo?

¡Nada!

Muy bien —Y la soltó.

¡Vaya! —Ella alzó la mano, pero inmediatamente lo pensó mejor y la dejó caer mientras lo miraba fijamente a los ojos. Él asintió con la cabeza.

Empiezas a pensar antes de actuar, mi amor. No perdamos la esperanza —Volvió a alzar la mano, mas esta vez él la atrapó entre las suyas y la atrajo firmemente hacia su cuerpo.

Bésame, bruja, solo te estaba poniendo a prueba. Esta lección no ha hecho más que comenzar.

Al principio sus labios estaban tensos, a la defensiva, implacables, mas cuando posó su mano sobre sus senos, ella volvió a gemir dulcemente y su boca empezó a suavizarse. Hizo todo lo que pudo por no poseerla inmediatamente, pues deseaba más de ella y estaba dispuesto a obtenerlo.

Sus manos eran veloces, hábiles y cuando ella volvió a juguetear con los botones de su chaleco, él la ayudó. Sus ropas quedaron pronto esparcidas por el suelo, y a pesar del frío de la habitación, la suave piel de Maggie estaba caliente a su tacto. Exhaló un suspiro cuando la tomó entre sus brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro; respiraba con suavidad y su aliento le hacía cosquillas en la oreja.

¿Realmente piensas que vas a poder dominarme, Edward? He de decirte que hasta ahora tu concepto de un castigo no coincide con el mío.

Ya veremos, querida esposa, ya veremos —Se tendió junto a ella en la cama y atrapó uno de sus pezones entre sus dientes.

Maggie dio un grito ahogado cuando se dio cuenta de lo fácilmente que podría lastimarla, mas la sensación se disipó en un instante, dando paso a otra mucho más estimulante. Él sabía bien cómo despertar todos los rincones de su cuerpo, y ella estaba ansiosa por que la poseyera. Esperaba que le hubiese dado órdenes otra vez, de hecho, había deseado repetir la experiencia, pues, a pesar de que lo negase como tantas veces había hecho, le gustaba la sensación que le causaba el sentirse dominada por él. Mas ahora no lo hacía, y ella no se podía quejar. Tampoco podía esperarlo más tiempo. Se revolvió impaciente.

Él le besó los senos y el estómago; besos suaves y provocativos que dejaban una estela de pasión sobre su piel, descendiendo hacia rincones más recónditos. Al notar que se movía debajo de él, alentándole a que fuese más ardiente, él decidió ser aún más paciente; cogió su seno derecho con una mano y volvió a acariciarlo con sus labios. La pasión ardía entre sus piernas, llameante, tanto, que ella llegó a pensar que acabaría consumiéndola. Él volvió a bajar las manos, arrullándola, acariciándola, jugando con su cuerpo hasta hacerlo responder a cada uno de sus movimientos como si tuviese voluntad propia. Y cuando ella hizo ademán de corresponderle, de excitarle del modo que él la estaba excitando a ella, él tomó su mano y le susurró:

Todavía no, mi amor, todavía no ha llegado tu turno.

Edward, por favor —Las palabras brotaron de su boca antes de que ella las pensase siquiera.

¿Qué?

¡Por lo que más quieras, no te detengas! Me estás atormentando.

¿Qué quieres que haga, mi amor? Dímelo.

Yo… no conozco las palabras exactas, pensaba que tú ibas a hacer lo mismo que has hecho otras veces. No puedo soportar tanta excitación.

Cuanto más me desee tu cuerpo, más placer sentiremos los dos. Claro que —añadió con tono provocador— si me pidieses que hiciese algo específico, tal vez lograrías que me diese un poco de prisa.

Nunca voy a suplicarte nada —dijo ella apretando los dientes.

Pero antes de dormirse aquella noche, suplicó, y supo que él la había castigado tal y como había dicho que haría. Pero lo cierto era que a ella no le importó ni lo más mínimo.

Durmió profundamente, estremeciéndose tan solo en una ocasión cuando sus pies rozaron un frío vacío en el lugar que debía de ocupar su cuerpo. Pensó que se había marchado y se esforzó por abrir los ojos, mas entonces notó que la cama se movía por su peso y volvió a sentir sus brazos. Se acurrucó junto a él y volvió a dormirse profundamente.

Cuando despertó a la mañana siguiente salió cuidadosamente de la cama, procurando no despertarle y pensando que su aspecto cuando dormía era más el de un muchacho rebelde que el de un conde inglés. Sonrió mientras pensaba en ello al ponerse el vestido, y solo se entretuvo en recogerse el cabello en un moño y en colocarse el pañuelo en la cabeza y el chal sobre los hombros, para hacer frente a los fríos muros de piedra de la casa. Acto seguido, se deslizó hacia el exterior del dormitorio con intención de ir a la cocina para asegurarse de que preparasen un buen desayuno para los hombres, que tanto whisky habían bebido la noche anterior. 

Al pasar junto a la que fuese su habitación, oyó que se abría el pestillo y aflojó el paso pensando que acaso míster Goodall desease que hiciese llamar a un criado para que le ayudase a vestirse. La puerta se abrió de par en par y Goodall salió a trompicones de la habitación; su semblante pálido por la impresión. 

Ahí fuera —dijo entrecortadamente, pues le castañeteaban los dientes—… ¡mire por la ventana! ¡Alguien ha colgado a un hombre ahí fuera!