Capítulo I
Escocia, agosto de 1750
La media luna blanca que flotaba sobre gran parte de un Carn Odhar ensombrecido era el tipo de luna a la que los habitantes de las Tierras Bajas denominaban luna manzanera. Los habitantes de las Tierras Altas, por su parte, se referían a ella como la luna de MacDrumin, pues brindaba a tan astuto caballero luz suficiente para llevar a cabo sus propósitos, sin iluminarle en demasía, a fin de protegerle durante actividades que podrían llamar la atención de las fisgonas autoridades inglesas. Conforme se acercaba la media noche, la diminuta luna desaparecía de cuando en cuando detrás de unas enormes y raudas nubes para volver a exhibirse después y arrojar un brillo plateado sobre las fechorías que se estaban tramando en el Gran Glen.
Si bien añadía una brizna de frescor al ambiente, el viento que hacía moverse a las nubes, anunciando que pronto llegarían noches más frías, no alcanzaba a disipar la espesa bruma que trepaba desde el lago Ness, aunque, cada cierto tiempo, una ráfaga errante despejaba un pequeño hueco y permitía que la luz de la luna brillase brevemente sobre las luminosas ondas de agua negra antes de que la bruma volviese a cerrar el telón de su espeso manto.
En uno de dichos momentos la luz de la luna atrapó un movimiento en la orilla oriental de lago, diez oscuras figuras emergían de la espesura de los pinares que flanqueaban la parte inferior de la empinada ladera de Carn Odhar, cerca de la costa. Poco tardaron las nubes en volver a ocultar a la luna, pero aún podía oírse el ruido de algo que chapoteaba en el agua y unas voces que susurraban; siguieron unos sordos golpes de madera sobre madera y sobre metal que cesaron rápidamente. Después reinó la calma, únicamente interrumpida por el suave susurro del agua que lamía la costa y por el callado murmullo de la brisa que acariciaba las copas de los árboles. Durante un instante, incluso estas se detuvieron, como si pretendiesen ayudar a quienes trataran de escuchar algún ruido delator procedente de un enemigo cercano.
Maggie MacDrumin, en postura erguida y rígida, con todos los nervios de su pequeño y delicadamente perfilado cuerpo temblorosos, escudriñaba la lejana orilla en busca de algún movimiento y agudizó el oído para poder percibir la más ínfima señal de presencia humana. Al arroparse entre su manto de lana para resguardarse del frío, sintió un temblor en la nariz como si pudiese oler el peligro, aunque lo cierto es que únicamente pudo percibir el penetrante aroma de los pinos, la humedad de la creciente bruma y el olor a almizcle de los caballos cercanos.
También se intuía tensión en las posturas de sus acompañantes, sobre todo en la de la muchacha joven y delgada que estaba junto a ella. Los claros cabellos trenzados de Kate, más suaves y de textura más fina que el cabello grueso de oro y miel de Maggie, parecían de plata a la luz de la luna y sus ojos, enormes en su cara de duende fruto de una mala alimentación, parecían incluso más grandes y más cautelosos cuando notó que Maggie posaba su mirada sobre ella.
—No me gusta estar así, a la intemperie —susurró Kate con tono provocador. Siempre se esforzaba por imitar la forma de hablar de Maggie, por lo que su acento de las Tierras Altas revelaba un nerviosismo nada usual en ella—. No me parece muy normal que digamos y, sinceramente, Mag, creo que este asunto del terrateniente va a acabar con todos nosotros en la prisión de Inverness antes de que termine la noche.
—¿Acaso quieres saber cuáles son las consecuencias de la locura y la falta de cuidado, jovencita insensata? —murmuró el jefe de los MacDrumin mientras emergía de entre las sombras, por detrás de ellas. Un hombre de estatura media, que rozaba los cincuenta años, Andrew MacDrumin, noveno terrateniente del lugar, tenía sin embargo una constitución fuerte y aunque en aquel momento llevaba una peluca empolvada y un voluminoso manto, transmitía un aire de inconfundible audacia incluso bajo la tenue luz de la luna.
Kate frunció el ceño y él sonrió, dejando al descubierto el hueco que otrora ocupase un diente canino que le habían arrancado cuatro años atrás en la masacre conocida como batalla de Culloden. Al ser esta su única herida, logró abandonar la lucha y guiar a los miembros de su clan que aunque malheridos habían sobrevivido, hasta la seguridad relativa de Glen Drumin a través de los sinuosos senderos montañosos que tan bien conocía. Además, pudo hacerlo tan rápido que frustró todos los intentos posteriores de las autoridades por demostrar su participación directa en el alzamiento. Aunque reinaba la sospecha entre los ingleses, todos los habitantes de las Tierras Altas eludían con evasivas la participación de los MacDrumin. Ahora, mirando a Kate, preguntó con brusquedad:
—¿No te parece que yo sé bien lo que es la locura, jovencita?
—Sí, mi señor —contestó Kate—. Creo que usted la conoce mejor que la mayoría de los hombres.
—Ciertamente —afirmó, y sus ojos brillaban a la luz de la luna—, así que será mejor que me creas, Kate MacCain, cuando digo que estás muchísimo más segura en el asunto en el que estás implicada esta noche que en esa aventura disparatada que has estado fomentando en los últimos meses. Puede que yo hable mal, pero no digo más que la verdad.
Kate alzó la barbilla, pero no expresó su desafío en voz alta y Maggie ocultó una sonrisa al saber que de haber sido otra persona la que hubiese osado reprenderle, el genio impulsivo de Kate habría explotado como un barril de pólvora. Pocas eran las personas, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, que se atrevían a provocar la ira de MacDrumin. Hasta los perversos Campbell y los detestables ingleses procuraban eludirle cuando estaba irritado.
Maggie dirigió nuevamente su mirada hacia la lejana orilla, pero únicamente vio las inmensas murallas del castillo de Urquhart que, bañadas por la luz de la luna, emergían entre la bruma. El paisaje fantasmal que las circundaba parecía deshabitado.
—No entornes así los ojos, jovencita —murmuró MacDrumin—, o te saldrán arrugas en esa cara tan hermosa. Deja que te salgan cuando te tengan que salir. Venga, las dos al bote.
—Pero yo iba a remar con Dugald —protestó Kate.
—Pues me parece a mí que no —replicó MacDrumin—, porque tu primo Dugald se da tanta maña para cuidar de ti como para volar. Quiero que vosotras dos, mujeres impulsivas y rebeldes, estéis bien vigiladas por unos ojos como los míos, y es mi última palabra. Sujetad el bote con los remos para que no se mueva, muchachos —ordenó; su voz se escuchaba con nitidez en la noche. A continuación, ofreciendo una mano para ayudar a Kate, añadió—. Tened cuidado con los barriles, jovencitas; vosotros adelantaos en los otros dos botes y procurad no alejaros mucho de nosotros. Nosotros protegeremos la carga como si fuera de oro y rubíes.
Maggie oyó que se reía y vio que varios de los otros hacían lo mismo. Ella suspiró. No era momento para risas.
Más tarde, aparte del canto ocasional de algún ave nocturna, el único ruido que se oía era el de los remos al introducirlos en el agua, seguido del goteo y el chapoteo cuando volvían a salir. Los ocupantes de los tres largos y estrechos botes permanecían en silencio y Maggie pensó que su aspecto era tan misterioso que parecían sombras negras flotando entre la silenciosa bruma. Remeros y pasajeros miraban por igual, aunque fuese de reojo, hacia el castillo de Urquhart, pues todos sabían que ningún obstáculo cerraría su camino en la desconocida y oscura inmensidad del lago siempre que no se desviaran de su rumbo.
—Espero que el monstruo esté durmiendo bien esta noche —murmuró Kate con voz temblorosa.
Maggie sonrió con dulzura. A pesar de las muchas leyendas que había oído, apenas creía en el mítico monstruo que al parecer merodeaba por el profundo y estrecho abismo del lago.
—Los únicos monstruos que hay despiertos a estas horas —dijo— son los recaudadores de impuestos ingleses, que estarán conspirando con los aduladores de los Campbell y los MacKenzie.
—No voy a permitir ninguna blasfemia en este bote —afirmó MacDrumin con dureza.
—Yo no he blasfemado, solo he dicho…
—Has hablado de los malditos ingleses —replicó bruscamente—, y eso es peor que blasfemar. ¡Oh, los maldigo a todos y a sus leyes infames y perversas! Por si no les bastase con robar la tierra a un hombre a quien le ha pertenecido durante siglos, para dársela a uno de los suyos sin ni siquiera pedir permiso, ni con intentar usurpar la autoridad de un buen jefe ante su propia gente, ahora piden unas rentas a las que nadie puede hacer frente… —hizo una pausa y cogió aire— pero bueno, no es momento de hablar de tales injurias. Además, si sucede lo que tiene que suceder, ya no habrá más necesidad de hablar de ello.
—Sí, cuando su Alteza Real… —dijo Kate con suavidad.
—Chist, jovencita, hasta los suspiros llegan lejos a través del agua y ya solo falta una milla. No tienes que hablar tan alto.
Maggie, al notar un abatimiento muy poco usual en el rostro de Kate, dijo:
—Las palabras no llegan tan lejos, Kate, solo los sonidos.
A continuación, mirando a su padre, añadió en voz baja:
—Los MacDrumin tenemos que asegurarnos de que nuestra lealtad se conozca pronto en Londres, señor. Cuantos más hombres le apoyen allí, más posibilidades hay de que su misión tenga éxito en esta ocasión.
—Tienes razón, jovencita, pero si crees que debería ser yo quien vaya, estás equivocada. Me están vigilando tan de cerca, que cualquier movimiento que hiciese hacia el sur sería como anunciarles la proximidad de un gran acontecimiento. Un viaje a Londres no tendría sentido. Tal vez si tuviese un hijo podría ir él, o si pudiese disponer de tu primo Colin… pero no —suspiró—, hasta Colin atraería una atención innecesaria.
Maggie se mordió el labio molesta como cada vez que su padre se lamentaba de no haber tenido ningún hijo. No es que le guardase rencor a ella, pues incluso había obedecido la ley promulgada casi un siglo atrás por un rey Stewart, por la cual él debía enviar a su hija de mayor edad (en caso de no tener hijos varones), para que fuese educada según la tradición inglesa. Así es como vivió casi seis años en Edimburgo. Solo había regresado a las Tierras Altas por vacaciones y aún tendría que haber permanecido en la ciudad un año más para poder ser presentada en sociedad como la hija de un poderoso jefe de las Tierras Altas, pero la rebelión de 1745 había puesto fin a esos planes, ya que tras la pronta victoria jacobita en Prestonpans, MacDrumin consideró más prudente que volviese a las Tierras Altas, donde estaría a salvo. Como Edimburgo seguía siendo incondicionalmente hannoveriano a pesar de la presencia del mismísimo heredero de Stewart en sus calles, la victoria jacobita no había hecho más que aumentar la inestabilidad para los de las Tierras Altas que todavía vivían allí.
Maggie no lamentaba su regreso, pues Glen Drumin era su hogar y lo amaba. Edimburgo siempre le había parecido un lugar inhóspito habitado por personas que preferían la paz a los principios, que solo deseaban arrodillarse ante el distante rey de Hannover y olvidar la lealtad que debían a los Stewart. Los habitantes de las Tierras Altas, por su parte, no eran tan veleidosos. La orilla occidental estaba cerca y habían cesado los susurros, solo se oía el constante movimiento de los remos y el ruido sordo y ocasional del golpear de la madera.
El primer bote crujió al acercarse a la orilla, seguido de los otros dos y los hombres saltaron a tierra para arrastrarlos hasta protegerlos de las suaves caricias del agua, pues sabían bien que las aguas del lago Ness, al igual que las de otros lagos, iban y venían al son de las lejanas mareas.
Cuando los botes estuvieron bien encallados, los hombres actuaron con rapidez para sacar los barriles, pero, tan pronto como hubieron tumbado el primero en la orilla, fueron sorprendidos por un grupo de hombres armados que surgió de entre los arbustos; una voz profunda bramó:
—¡MacDrumin, no te muevas! Soy Fergus Campbell, regidor, y estoy acompañado de unos recaudadores de impuestos al servicio del alto condestable de Edimburgo. Ordena a tus hombres que tiren las armas inmediatamente, rufián.
En vez de ello, MacDrumin gritó:
—¡Muchachos, a por ellos! ¡Tiene que ser una trampa, por Dios, porque no puede ser otra cosa! ¡Apartaos, jovencitas, que vamos a enseñarle a esta pandilla de ladrones lo que pasa cuando se intenta robar algo a los MacDrumin!
Sus hombres obedecieron al instante y entonaron el fiero grito de guerra de su clan mientras se abalanzaban sobre el enemigo con sus puños y sus garrotes. Maggie, que reaccionó con la misma rapidez, agarró a Kate y tiró de ella hasta alejarla de la pelea, sin apenas poder apartar los ojos de su padre, con temor a que lo matasen.
—¡Los van a matar a todos! —exclamó Kate— ¿En qué estaba pensando, Mag? —Se arrodilló rápidamente y se agarró el dobladillo de la falda, pero Maggie, adivinando sus intenciones, la asió otra vez por el brazo y la zarandeó para ponerla en pie.
—¡Nada de armas, Kate! No seas imprudente, ya sabes que las leyes inglesas prohíben que los habitantes de las Tierras Altas vayamos armados y eso incluye también a las mujeres. ¡Nos pondrías a todos en peligro! —Kate dejó caer su falda justo cuando MacDrumin golpeaba dos cabezas entre sí con un ruido que retumbó entre los demás; a continuación, arrojó los dos cuerpos a un montón y se apresuró a prestar ayuda a uno de sus hombres.
—¿Ponerlos a ellos en peligro? —dijo Kate con desdén—. No soy yo quien los pone en peligro, Mag. El terrateniente debe estar loco para arremeter así contra un Campbell y sus devotos recaudadores de impuestos. Nuestros muchachos tienen todas las de perder.
Y así fue. Aunque los ocho MacDrumin defendieron sus barriles con tal vigor que rompieron más de una cabeza enemiga, finalmente, se detuvieron en silencio y lanzaron una mirada desafiante al grupo de recaudadores y al hombre que, a pesar de ser escocés y de las Tierras Altas como ellos, era claramente el cabecilla del enemigo.
El corpulento Fergus Campbell, de cabellos oscuros, en pie, con las piernas separadas y sus enormes manos sobre la cintura, se reía ante su clara victoria.
—Ahora dime dónde has escondido los ponis, MacDrumin.
—¿Qué ponis, muchacho?
—Los que ibas a utilizar para llevar estos malditos barriles de whisky a Inverness, viejo traidor.
Entre los hombres capturados se oyó un revuelo causado por la furia, mas MacDrumin movió ligeramente la peluca para rascarse la cabeza y replicó:
—Te crees muy valiente, con todos esos soldados de pacotilla alineados detrás de ti, pero si piensas que pasaría whisky de contrabando en presencia de mi hija y de su hermosa amiga, estás haciendo el ridículo.
—¡Vete al diablo, MacDrumin! —gruñó Campbell—. ¡Pasarías whisky hasta escondido debajo de la falda de tu madre enferma!
—Tal vez lo hiciese, pero eso no tiene nada que ver con el caso que nos ocupa, así que si has decidido lo que vas a hacer, será mejor que lo hagas. No sé de ningún poni por aquí cerca y dado que mi palabra vale infinitamente más que la tuya, te recomendaría que la aceptases y no tuvieses a estas dulces jovencitas expuestas a este frío sin ninguna buena razón.
Campbell resopló irritado. Tras un breve intercambio de palabras con sus acompañantes, ordenó a los recaudadores de impuestos y a sus ayudantes que cargasen unos cuantos barriles en sus caballos y dejasen el resto en la orilla, custodiados, hasta que pudiesen traer más caballos de la capital para recogerlos.
La distancia a Inverness no llegaba a las diez millas, mas como tenían que caminar, no alcanzaron la ciudad hasta bien entradas las dos de la madrugada. Cuando llegaron a la inmensa prisión de piedra y Campbell dejó claras sus intenciones de encerrarlos a todos en ella, MacDrumin añadió cautelosamente:
—Si ésa es tu decisión, la acepto, pero has de tener en cuenta, muchacho, que mi hija ha sido educada como una dama y una prisión común no es lugar para ella —y lanzando una mirada fugaz a Kate, añadió—; y tampoco es el lugar más indicado para su amiga. Y en realidad, ya que nos ponemos, a mí tampoco me apetece estar ahí dentro, especialmente cuando no he hecho nada para que me traten de esta manera. —Campbell dio un golpe a un barril cercano.
—¿Nada, eh? Eso lo veremos por la mañana, cuando abramos estos barriles en presencia del juez como dicta la ley. Entonces podrás hablarle a Su Señoría del trato tan despiadado que habéis recibido.
Uno de los ingleses, que había estado mirando pensativo a Kate y a Maggie, se acercó a Campbell y le susurró algo al oído. El escocés lanzó una áspera mirada a las dos muchachas y asintió con clara reticencia. A continuación, mirando a MacDrumin añadió:
—No estoy autorizado a alojar a tu hija y a su amiga en ningún otro lugar, pero mis compañeros están de acuerdo en que la prisión no es un lugar apropiado para ellas, así que os encerraré a todos juntos en una misma celda hasta mañana, separados del resto de los prisioneros, y eso os tendrá que valer.
—Sí, será suficiente —replicó MacDrumin con tono cordial— y te agradezco profundamente, Fergus Campbell, tu inusual compasión.
Campbell le lanzó una mirada de desconfianza, pero MacDrumin la acogió con sencilla inocencia. Más tarde, los diez habitantes de las Tierras Altas restaron solos en una cámara oscura única y raramente iluminada; las nubes se alejaban para dejar paso a unas cuantas estrellas aisladas, que quedaban enmarcadas por la pequeña ventana enrejada que había en lo alto de uno de los muros.
—¿Podemos hablar, papá? —susurró Maggie.
—Ciertamente, jovencita, pero no digas nada que no quieras que llegue a oídos del enemigo. —A su lado, Kate gruñó:
—Quienquiera que acabe de poner una mano sobre mi pierna, que la quite ahora mismo o alimentaré a mis perros con lo que quede de ella cuando la haya hecho pedazos.
—Muchachos, comportaos —dijo MacDrumin en tono severo—, y en cuanto a ti, Kate MacCain, si tienes contigo algún instrumento con el que llevar a cabo esa perversa amenaza, escóndelo bien, porque ni siquiera yo podré salvarte si los malditos ingleses sospechan que llevas un arma contigo.
Una voz masculina apresuró una disculpa:
—No sabía que era tu pierna, jovencita. De haberlo sabido no la hubiese tocado. Lo juro, pensaba que era un cepillo, tan solo intentaba acomodarme en este duro suelo.
—¡Todos a dormir! —ordenó MacDrumin— cuando amanezca tendremos que estar bien despiertos.
Maggie estaba convencida de que no podría pegar ojo, pues aquel suelo de piedra, además de frío estaba húmedo y no había ningún otro lugar donde sentarse o tumbarse. Sin embargo, su padre la atrajo junto a él y, con la cabeza apoyada sobre su amplio torso y arropada entre los mantos de los dos, se adormiló y al final se durmió profundamente. Cuando despertó, vio a través de la tenue luz del amanecer que su padre aún dormitaba, uno de sus ojos oculto bajo su peluca ligeramente ladeada. Algunos de los muchachos ya se estaban despertando y uno de ellos gritó sobresaltado cuando al despertar encontró a Kate dormida con la cara cómodamente apoyada sobre su estómago.
—¡Oh, no! ¿Qué hago ahora? —preguntó en voz muy baja.
—Acércate con cuidado, Angus —susurró el más grande, llamado Dugald—. Aquí tienes mi chaleco. Mira a ver si puedes meterlo debajo de la cabeza de esa fierecilla o si no, me temo que será el último amanecer que vean tus ojos…
Angus aceptó agradecido el chaleco y mientras Maggie contenía la respiración, reprimiendo la diversión y el temor a partes iguales, se movió con delicadeza y cuidado exagerados para mover la cabeza de Kate hacia una almohada menos comprometedora.
—¿Qué demonios…? —Kate se incorporó rápidamente, mirando a su alrededor con ojos furiosos mientras Angus se ponía en pie— ¡Por todos los diablos, Angus! ¡Te voy a arrancar esa cabeza hueca que tienes! ¡Serás descarado…!
—Nada de eso, jovencita —le interrumpió MacDrumin entre carcajadas—. No ha sido cosa suya, así que cálmate. Has sido tú la que ha buscado una almohada más blanda sobre la que apoyar tu hermosa cabecita.
Los otros también se reían, aunque nadie se atrevió a hacerlo tan abiertamente como su jefe.
Kate los miró uno a uno y aunque las risas se apagaron inmediatamente, se notaba que se estaban divirtiendo. Fijó una mirada inquisidora sobre Maggie.
—Pues sí, papá dice la verdad —dijo Maggie, sonriente—. Apoyaste la cabeza sobre el estómago del pobre Angus. Ojalá hubieses visto su cara cuando se ha despertado y la ha visto ahí. —Kate sonrió.
—Mientras supiese el peligro que corría, no pasa nada. Haya paz, Angus, te juro que no te voy a comer.
—Bueno… pues ya me quedo más tranquilo —dijo aliviado, mientras miraba al muchacho más joven, que trepaba por las anchas espaldas de Dugald para ver si podía ver algo a través de los barrotes de la alta ventana—. ¿Qué hora es, Rory?
—Faltarán unos nueve minutos para las ocho —respondió Rory.
Aún pasó más de una hora hasta que entraron a llevarlos ante el juez principal, un caballero de mediana edad, entrado en carnes y vestido con la toga y atavíos propios de su oficio, que les observaba desde su elevada tarima; su rostro redondeado de aspecto pálido bajo una peluca bien encajada y empolvada en exceso, sus ojos azules minúsculos, pero sagaces, detrás de unos anteojos de montura metálica.
—¿Es usted, MacDrumin? —preguntó cuando tuvo al jefe delante de él.
—El mismo que viste y calza, Señoría —respondió MacDrumin con tono animado, mientras se ajustaba el voluminoso manto de tonos verdes y negros y se sacudía las mangas de la camisa de color azafrán para colocársela bien como si pretendiese ponerse cómodo—. ¿Y cómo le va a Su Señoría?
El juez miró a Campbell y cuando Maggie siguió el rastro de su mirada con la suya propia, hizo todo lo posible por mantener el porte digno de una dama, pues la sola presencia de Fergus Campbell la enojaba. Un hombre fornido, de seis pies de altura, tan engreído y arrogante que le daban ganas de pincharle con un alfiler para ver si gritaba como el resto de los mortales. Su cabello castaño y rizado, sus mejillas sonrosadas y sus ojos color avellana habrían hecho de él un hombre atractivo, de no ser por ese aire de superioridad. Y todo, pensó ella, porque él y su clan, al elegir traicionar a su propia gente para ponerse del lado de las fuerzas reales tras la victoria de los monárquicos en Culloden, se habían aprovechado de dicha situación.
En los años intermedios, varios Campbell habían cometido inefables expoliaciones y asaltos contra sus propios vecinos, mas eso no era nuevo. La perfidia que demostraron en Glencoe seis años atrás, cuando asesinaron a sangre fría a los hospitalarios MacDonalds mientras dormían, todavía se recordaba con amargura en las Tierras Altas. En opinión de Maggie, los Campbell eran de lo peor, incluso peor que los ladrones de los MacGregor. Al ver a Fergus Campbell mirar ahora al juez con esa sonrisa triunfal que atravesaba su rostro sentía ganas de abalanzarse sobre él.
—¿Cuáles son los cargos contra él, Campbell? —preguntó el juez.
—Bueno, pues se ha estado dedicando al contrabando de whisky, Señoría, y hemos traído la mercancía para demostrarlo. Le pillamos con las manos en la masa a altas horas de la madrugada, remaba con cautela, silencioso como un ratoncillo, a través del lago Ness. Pero gracias a nuestra información, estábamos al tanto de todo y pudimos atraparlos a él y a todos sus hombres, aunque si bien estos lucharon enérgicamente con sus malditos garrotes y lograron herir a más de uno de los nuestros. Estoy seguro de que si hubiesen podido, nos habrían matado a todos.
—¿Es eso cierto? —el juez miraba fijamente a MacDrumin.
—Es bien cierto que luchamos enérgicamente —replicó MacDrumin—. ¿Pero qué otra cosa podíamos hacer al ver que un hatajo de ruines ladrones se abalanzaba sobre nosotros desde los arbustos e intentaba robar nuestra lícita mercancía?
—¿Entonces, ha pagado los impuestos correspondientes a ese whisky?
—¿Y de qué whisky estamos hablando, Su Señoría, si es usted tan amable…? —preguntó MacDrumin, los ojos abiertos como platos.
—¡Qué whisky, dice! —bramó Campbell— ¿Qué whisky va a ser? Qué pronto has olvidado, MacDrumin, que anoche trajimos unos barriles con nosotros.
—Serías un excelente político, Fergus Campbell —añadió MacDrumin con tono serio—. Una voz repulsiva, malcriado y sin escrúpulos; lo que no he olvidado, querido muchacho, es que nos obligaste a dejar casi toda nuestra mercancía en la orilla del lago Ness, donde para el medio día de hoy ya se habrá echado toda a perder.
—Querrás decir que habrá envejecido unas horas más —dijo Campbell en tono burlón mientras se giraba—. ¡Vosotros, los de allí atrás, acercad esos barriles para que Su Señoría pueda ver con sus propios ojos la famosa mercancía lícita! Si MacDrumin no puede presentar los papeles que demuestren que ha pagado los impuestos correspondientes a la fabricación de su whisky, tendrá que alojarse en la prisión durante una larga temporada.
Acercaron los barriles hasta la tarima del juez y cuando enderezaron el primero, lo abrió un hombre con una palanca y el ambiente se tiñó de un olor tan amargo que Maggie se vio obligada a taparse la nariz. Los que estaban cerca de ella reaccionaron con un gesto de repugnancia similar y Campbell, con una mirada asustada por la consternación, se adelantó y echó un vistazo al interior del barril.
—¡Arenques! —y girándose hacia el hombre que lo había abierto, preguntó—, ¿de dónde demonios has sacado este barril?
—Es uno de los que confiscamos anoche, Fergus, lo puedes comprobar tú mismo, pues lleva tu propia marca, mira —el hombre apuntó hacia una señal de color rojo sobre un lateral del barril.
—¿Es ésa su marca, señor Campbell? —preguntó el juez.
—Lo es —contestó Campbell con tono serio mientras lanzaba una mirada furiosa hacia el inocente MacDrumin.
Maggie hizo alarde de la altivez propia de una dama, sin atreverse a mirar a Kate.
—Entonces ¿son arenques? —inquirió el juez.
MacDrumin asintió con la cabeza y suspiró profundamente.
—Así es, Señoría, y ya no valen nada, como han podido comprobar todos los presentes por ese olor repugnante.
—¿Pero por qué no le dijo a Campbell y a sus aforadores que sus barriles solo contenían arenques? —preguntó acertadamente el juez.
—¿Decírselo? —replicó MacDrumin con aspecto indignado— ¿Y cuándo, si se puede saber, si no me dejaron decir ni una sola palabra ni el patán de Fergus Campbell ni ninguno de ellos? Se abalanzaron sobre nosotros en medio de la noche, eso es lo que hicieron, como si fuesen ladrones que intentasen robarnos nuestra lícita mercancía y luego nos obligaron a nosotros y a nuestras inocentes muchachas a seguirles como si fuésemos vulgares delincuentes. No nos preguntaron por el contenido de los barriles ni una sola vez. ¿Desde cuándo, me pregunto yo, Señoría, es delito que un hombre defienda lo que es suyo ante un brutal ataque? —El juez miró a Campbell con dureza.
—¿Desde cuándo, señor Campbell? ¿Puede usted responder a la pregunta?
—¡Estaban armados, Señoría!
—¿Portaban pistolas, puñales o hachas?
—No, solo garrotes, pero…
—Pero entonces no infringían ninguna ley, ¿no es cierto, señor Campbell? —Campbell frunció el ceño mientras intercambiaba miradas con varios de sus hombres.
—Es cierto, Señoría, pero me gustaría prevenirle de que… El caso es que… —añadió precipitadamente mientras notaba cómo el juez clavaba su mirada despiadada sobre él— sugeriría al terrateniente MacDrumin que en el futuro sea más cuidadoso cuando viaje en la oscuridad de la noche, pues resulta difícil distinguir al amigo del enemigo.
—Es cierto, muchacho —replicó MacDrumin con tono amable—. ¿Y no es eso lo que acabo de decir yo? Y, con el permiso de Su Señoría, ¿quién me va a pagar a mí los arenques que he perdido?
Maggie oyó la exclamación de asombro de Kate y apenas podía disimular su propio deleite ante el grado de osadía al que podía llegar su padre, mas bastó una mirada a la cara de furia e indignación de Campbell para pasar del regocijo al temor.
—Eso, en mi opinión, debe servirle de lección, MacDrumin —sentenció el juez—, pues el señor Campbell solo cumplía con su deber y creo que usted debería haber puesto más empeño en identificar su mercancía. Usted y sus hombres pueden marcharse, Campbell, y aunque no voy a pedirle que indemnice a este caballero, usted también deberá ser más cuidadoso, pues no le ha hecho ningún favor al juzgarlo de forma tan gravemente errónea. Con todo, le dejaré bien claro antes de que se marche que en el futuro, además de identificarse a sí mismo, deberá identificar también su mercancía.
La sala quedó en silencio hasta que Campbell y los contrariados recaudadores hubieron salido y la puerta se cerrara de nuevo. A continuación, el juez volvió a dirigirse a MacDrumin con perspicacia.
—¿Qué hay del whisky, Andrew? —preguntó en voz baja— ¿Logró llegar a salvo a Inverness?
—No tenga ninguna duda, Señoría, de que llegó a Inverness por la orilla oriental del lago mientras nosotros entreteníamos a Campbell y a sus compañeros de juegos en la orilla occidental. A usted le habrán dejado su parte en la puerta de su casa esta misma mañana, antes del amanecer. ¡Oh… ojalá hubiesen podido retratar la cara de ese Fergus Campbell cuando se ha visto enfrente de un barril de arenques! ¡Una imagen inusual y magnífica, sí señor! —El juez frunció el ceño:
—Ten cuidado, Andrew. Con esos ardides no logras más que acrecentar sus sospechas. Por si no bastase con que te acusasen de conspirar contra la familia real… ten cuidado, no vaya a ser que asedien Glen Drumin con la esperanza de descubrir tus destilerías.
—Si Campbell ya ha buscado, Señoría, y más de una vez. Yo no me canso de repetirle que no hay ni una sola destilería.
—Pues no bajes la guardia. Tú, el de la puerta —añadió alzando el tono de su voz—. Echa un vistazo y asegúrate de que no haya nadie merodeando por ahí fuera. —El hombre miró, negó con la cabeza y volvió a cerrar la puerta. El juez prosiguió:
—¿Tienes alguna novedad, Andrew?
—Va a viajar a Londres a mediados de mes —dijo MacDrumin en voz baja—. Nuestro joven pretendiente no regresará a las Tierras Altas, según tengo entendido, hasta que cuente con el apoyo de esos malditos y caprichosos jacobitas ingleses. Como esos necios charlatanes se negaron a unirse a él la última vez, lo que se cree en el Gran Glen y esa zona, como bien sabe, es que esta vez el asunto debe comenzar por el sur. De todas formas, Francia ha vuelto a ofrecer su apoyo incondicional cuando empiece la rebelión.
—Ya comprobamos el poco valor de esas promesas en el cuarenta y cinco.
—Es cierto, pero el recuerdo es débil y fuerte el deseo. —Maggie se acercó a ellos y añadió:
—Le he estado insistiendo, señor, en que alguien debería encargarse de descubrir qué pasa con Su Alteza en Londres y garantizar a los que deseen ayudarnos que estamos preparados para unirnos a ellos en cuanto lleven a cabo sus propósitos. —El juez asintió con gesto dubitativo.
—Ya tenemos muchachos en Londres con los ojos bien abiertos… y unas cuantas muchachas también —añadió sonriéndole—. De hecho, puedo garantizarte, querida, que las noticias de Inglaterra nos llegan con una velocidad tal que asombraría a George el Alemán si tuviese la más mínima noción de su existencia, así que no puedo estar de acuerdo contigo, no creo que tu padre deba ir al sur, si es eso lo que le has estado pidiendo.
—Así es —añadió MacDrumin asintiendo con la cabeza—. Yo ya se lo he dicho, pero se le ha metido en la cabeza que no conoceremos toda la verdad a menos que nos la cuente uno de los nuestros. Al fin y al cabo —añadió con un suspiro—, no es que la muchacha no tenga algo de razón en lo que dice.
—¿Qué hay de Angus o el primo Dugald, señor? ¿Por qué no va uno de ellos? —Kate se había colocado detrás de Maggie.
—No, muchacha —respondió MacDrumin mientras recorría los rostros de los dos jóvenes con la mirada—. Necesitamos a alguien capaz de moverse en las altas esferas, puesto que ahí es donde hay más información. Y además, Dugald y Angus hacen más falta aquí que en Londres, pues han de cuidar del pequeño Ian, de tu madre y de tu abuela. Pero basta de hablar. No estamos tan a salvo como para tratar estos asuntos sin el máximo cuidado, ni siquiera en este momento ni en este lugar. Nos vamos, Señoría, si da su permiso. Y le agradezco profundamente todo lo que ha hecho por nosotros.
—Acepto tu agradecimiento —dijo el juez— y también tu excelente whisky, ¡granuja!
—No tiene que hacerlo —dijo MacDrumin, sonriente—, aunque es una pena que no se haya decidido a obligarle a ese Campbell a pagar los arenques, no nos habría venido mal el dinero.
—No me ha parecido prudente enfurecerlo aún más. ¿Es cierto que se han echado a perder todos los arenques?
—Lo más seguro que sí, y los barriles también, que desde luego es lo peor, pues llevan cuatro días en los pinares, a la espera de una luna favorable, mientras nuestro querido Fergus se ocultaba cada noche detrás de un arbusto sin hacer daño a nadie y vigilaba el lago.
Dejaron al juez riéndose y se dirigieron hacia el extremo sur de la ciudad, donde se reunieron con unos amigos que los estaban aguardando. Cuando al fin estuvieron preparados y alimentados, les costó poco atravesar la orilla oriental del lago Ness hacia el sendero que conducía a Glen Drumin, enclavado en el centro de las montañas Monadhliath.
Mientras cabalgaba, Maggie recordaba su breve conversación con el juez. Sabía que su padre había sido cauteloso por una vez en su vida, al rehusar con tanto cuidado la sugerencia de Kate de utilizar a Angus o a Duglad como su enviado en Londres. Ninguno de los dos servía. Quienquiera que fuera a reunirse con Charles Edward Stewart, su Joven Pretendiente, debía ser alguien que pudiese reunirse con él entre gente educada, puesto que aunque viajase de incógnito, en esta ocasión rehusaría hacerlo como un plebeyo. Sin duda habría tenido bastante en Culloden, durante los meses en que se había visto obligado a ocultarse entre las colinas, protegido por los habitantes de las Tierras Altas que lo trasladaban de cueva en cueva y de cabaña en cabaña, con frecuencia delante de las narices de los soldados que lo buscaban, antes de que huyera a Francia.
Volvió a pensar en su primo Colin como un posible emisario, pero lo descartó. Todavía era joven, solo un año mayor que ella, y parecía incluso más joven, a pesar de que a la edad de dieciocho años fue lo suficientemente adulto como para luchar en Culloden y regresar a casa con tan solo un rasguño.
Al mirar a MacDrumin, vio que este volvía a sonreír, congratulándose sin duda del éxito de su última aventura. Ojalá ella tuviese tanta confianza en sus actividades ilegales como tenía él, mas presentía que los ingleses no tardarían mucho en desenmascarar todas sus operaciones y en encerrarlo. Fergus Campbell era un hombre horrible y, peor aún, era tenaz. La sola idea la hizo estremecerse, pues no sabía cómo iba a sobrevivir el resto del clan sin el liderazgo de MacDrumin.
Las cosas no habían sido fáciles durante los últimos cuatro años, desde Culloden, pues los resultados de la incesante caza de jacobitas y de su príncipe fugitivo habían sido meses de terror seguidos de despiadadas represalias: la prohibición de las armas y del atuendo típico de las Tierras Altas y las tropas inglesas guarnecidas en todos los fuertes de dichas tierras. Habían prohibido incluso la gaita aludiendo a que se trataba de un instrumento de guerra. No era de extrañar, pensaba ella, que los habitantes de las Tierras Altas recurriesen cada vez más al whisky como solución a todos sus problemas. Los jefes que, al igual que su padre, habían regresado a sus tierras después de Culloden no habían tardado en descubrir que ya no eran patriarcas sino meros terratenientes o administradores. Las tierras del clan habían sido divididas, de modo aleatorio, en parcelas demasiado pequeñas como para sustentar a sus ocupantes, los cuales, por otro lado, no podían hacer frente a las rentas.
Tal vez, si los perversos ingleses no se hubiesen propuesto cambiar todo el sistema, el clan de los MacDrumin habría podido seguir organizándose como en el pasado, y los que hacían zapatos para el clan, seguirían haciendo zapatos en vez de pagar rentas; lo mismo para los que tejían, los que se ocupaban del ganado o los que se ocupaban del cultivo de los acres más fértiles: seguirían haciendo su parte, lo que dotaba al clan de una próspera economía y de recursos para mantenerla. Pero MacDrumin no había tenido elección. A causa de sus tendencias jacobitas, sus terrenos habían sido confiscados y concedidos a un inglés, el poderoso conde de Rothwell, quien vivía en Londres y nunca había puesto un pie en las Tierras Altas, y quien sin duda nunca lo haría a menos que, al igual que otros de su clase, resolviese convertir sus acres de las Tierras Altas en una finca de caza que visitaría cuando se le antojase. Entretanto, los factores ingleses, con el apoyo del detestable regidor Fergus Campbell, recaudaban sus rentas y se las enviaban a Londres.
Las cosas no tenían que ser así y en opinión de Maggie solamente había una forma de cambiarlas. Si no había otra persona que pudiese ir a Londres, iría ella misma. Gracias a Dios, ella no se alteraba tan fácilmente como su padre o Kate MacCain y cuando se proponía algo, sabía cómo conseguirlo. Además, nunca había creído tanto en algo como en la misión del Joven Pretendiente. MacDrumin y los demás, rodeados de enemigos como estaban y susceptibles de verse en una situación desesperada en cualquier momento, necesitaban ayuda urgente. Si fuera necesario, ella misma buscaría a su héroe en Londres y lo arrastraría, a él y a todo su ejército, hasta Escocia con sus propias manos.