Capítulo IX

Edward Carsley, conde de Rothwell tampoco durmió bien aquella noche. No lograba quitarse de la cabeza el rostro pálido como la leche de miss MacDrumin mientras le había hablado con semejante franqueza y, además, se preguntaba qué era lo que ella trataría de ocultarle; esperaba fervientemente no haber cometido ningún grave error.

Le remordía terriblemente la conciencia porque, por primera vez en su vida, había antepuesto motivos personales, del todo inexplicables, por delante de sus obligaciones y le había ocultado a Ryder el hecho de que sabía (o, para ser más exactos, sospechaba que sabía) el lugar donde con toda probabilidad se estaba celebrando cierto baile de máscaras. Y si bien podía congratularse por no haber causado la irrupción de agentes gubernamentales en una fiesta en la que casualmente se encontraba su hermana, era incapaz de acallar sus remordimientos por la sencilla razón de que él no hubiese sospechado, ni por lo más remoto, de su presencia. 

Sí que le había rondado la cabeza la idea de que, de una u otra forma, miss MacDrumin podría haber hallado la manera de acudir. Por ello, cuando Ryder recibió un mensaje urgente en el teatro de Drury Lane mediante el que le informaban de que aquella misma noche estaba teniendo lugar una reunión jacobita en forma de baile de máscaras, en algún lugar sin especificar, no comunicó inmediatamente al Ministro de Justicia que llevaba varios días albergando bajo su mismísimo techo a una presunta jacobita ansiosa por reunirse con ciertos conocidos suyos en la calle Essex.

En vez de ello, había aprovechado la marcha de aquel hacia su despacho para organizar la búsqueda de una celebración con el trasnochado aspecto de un baile de máscaras, y al tener la certeza de que no tardarían mucho en dar con él, Rothwell se dirigió directamente al apartamento de su amigo, convenientemente situado en la cercana calle Wych, para hacerse con un dominó y un antifaz. Dado que Ryder había sido especialmente aficionado a los bailes de máscaras antes de que cesase su popularidad, logró con facilidad su propósito con tan solo pedir al criado de su amigo que le proporcionase los citados atavíos.

Plenamente consciente de que tardaría poco en descubrir su imprudencia, decidió que le vendría bien obtener antes tanta información como le fuese posible y pensó que independientemente del grado de severidad del castigo que mereciese Maggie, él también podía haberse esmerado por tratarla mejor. Sin embargo, aunque la muchacha sería ahora más cautelosa con él de lo que había sido hasta entonces, todavía albergaba la esperanza de poder tirar de su impulsiva lengua para obtener la información que buscaba. Incluso en ese caso, lo mejor que podía esperar era que dicha información apaciguase ligeramente la ira de Ryder, pues nada de lo que le dijese sería suficiente para evitar que éste le preguntase por qué no le había informado de las conexiones jacobitas de miss MacDrumin en el mismo instante en que había sabido de ellas.

Ni siquiera él mismo sabía a ciencia cierta la razón por la que no lo había hecho y se preguntaba por qué ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de dejarla en la calle Essex después de descubrirla allí. Lo cierto era que, a pesar de lo que le había dicho a ella, no había contemplado esa opción ni por un instante. Conforme transcurría aquella eterna noche, y al no poder conciliar el sueño, intentó convencerse a sí mismo de que se había dado cuenta de que aquella muchacha sería una excelente fuente de información.

Finalmente se durmió, mas era todavía temprano cuando se levantó a la mañana siguiente. Asistió al oficio de maitines en la capilla situada en el extremo norte de los jardines de Privy, tomó el desayuno en soledad y se retiró a su biblioteca a trabajar en asuntos de negocios. Su media hermana no era precisamente madrugadora y él sabía bien que estaría remoloneando hasta que lady Rothwell la sacase de la cama para acudir a la capilla, al servicio de las once, mas no tenía prisa por enfrentarse a Lydia. Iba a ser una situación desagradable y todavía no había decidido cómo iba a castigarla.

Al oír que las tres damas salían de la casa un poco antes de las once, se dio cuenta de que sus criados habían asumido que sus últimas órdenes no incluían prohibir a su huésped que acudiese a la iglesia y confió en que ésta no intentase escaparse de su madrastra. Decidió finalmente abordar el asunto con Lydia tan pronto como regresasen e intentó concentrarse en su trabajo. A los quince minutos, Fields anunció la presencia de sir Dudley Ryder, quien entró a grandes zancadas en la estancia, con aire furioso.

Rothwell, cauteloso, se puso en pie para estrechar su mano, le indicó que tomase asiento en una silla que había junto a la chimenea, y volvió a sentarse en su escritorio. El ministro rechazó el ofrecimiento de algo de beber, y aguardó hasta que Fields abandonase la habitación para decirle, lacónicamente, a su amigo:

Se encuentra aquí, Ned, en Londres.

¿Charles?

Sí. ¡Ese maldito villano inspeccionó ayer las defensas de la Torre de Londres y se dice que hizo hincapié en el hecho de que la verja principal se podría volar con un petardo! Y esta mañana ha tenido la osadía de asistir a la iglesia con objeto de ser formalmente recibido por la Iglesia de Inglaterra. ¡Si uno de sus hermanos es un cardenal católico! Sería para echarse a reír de no ser por lo absolutamente exasperante que resulta en realidad.

Ponte bien la peluca —dijo Rothwell mientras intentaba pensar con rapidez—. No puedo hablar con un hombre de aspecto demente. ¿Dónde está ahora?

¡Buena pregunta! Si lo supiese, ¿no crees que ya lo habría encerrado? —Ryder se ajustó la peluca convenientemente y su tono era más calmado cuando añadió—. Ha cometido una traición, Ned, pero por el poco miedo que parece tener, debe vernos tan peligrosos como a una manada de gansos. Se está riendo de nosotros y yo apenas puedo hacer nada al respecto. ¿Recuerdas el mensaje que me hizo abandonar el teatro anoche? Se dice que estuvo bailando en un maldito baile de máscaras, con absoluta indiferencia ante el peligro que podía correr. 

Sintió que se le helaba la sangre al atar de pronto todos los cabos sueltos, y al mismo tiempo que decidía que le iba a cortar el cuello a aquella pequeña y maldita jacobita, se daba cuenta de que la presencia del príncipe en el baile hacía que la asistencia de Lydia al mismo fuese más peligrosa que nunca. Aun así, seguía teniendo motivos para sentirse orgulloso de su habilidad para enmascarar sus sentimientos, pues fue capaz de mantener un tono de voz de total naturalidad, e incluso ligeramente divertido, cuando dijo: 

Nunca se me hubiese ocurrido pensar que Charlie era de los que disfrutan disfrazándose de arlequín o de algo así. ¿Estás seguro de que estuvo en el baile?

Ryder asintió desanimado con la cabeza, extendió las piernas y cruzó los pies. Contuvo un bostezo y dijo:

Nuestro mejor hombre, aquel del que te hablé el otro día, cayó en la cuenta al final del día. Había oído campanas acerca de la celebración de un baile jacobita, pero obviamente ignoraba la ubicación y el hecho de que el pretendiente iba a estar allí. Cuando descubrió que el baile se celebraba en casa de lady Primrose, lo primero que hizo fue acercarse a echar un vistazo, pues se imaginaba que habría tanta gente que podría hacerlo sin llamar demasiado la atención. En cuanto vio a Charles nos envió el recado, claro está, pero ya era demasiado tarde. Mis muchachos encontraron tan solo a la vizcondesa y unos cuantos invitados que aún quedaban por allí, todos fingieron su inocencia, pero ella estaba tan nerviosa que uno de mis muchachos creyó que le iba a dar algo. Era culpable como el que más, no obstante, ninguno de los presentes la delató.

¿Ni siquiera tu hombre? —Rothwell estaba pensativo y furioso. Ryder hizo una mueca:

Como ya te he dicho, no tengo ni idea de quién es. Podría haber sido uno de los que se entretuvieron en el lugar, pero yo no lo reconocería si lo viese. Si está dispuesto a presentarse ante un tribunal de justicia y declarar contra un miembro del beau monde, es algo que francamente desconozco. Al fin y al cabo, él tiene que ser uno de ellos, ¿no te parece? 

A juzgar por la información que recibes, sí. Un criado no podría conocer semejantes detalles.

Yo pienso exactamente lo mismo. En cualquier caso, en la actualidad no pertenece a los círculos más íntimos y ha manifestado su desconocimiento del paradero del pretendiente. Sabemos que no se encuentra en la calle Essex, pues la estamos vigilando desde la medianoche.

Observaba a su amigo con detenimiento para ver si hallaba en su expresión el más mínimo indicio de algún conocimiento que no desease compartir. Estaba claro que no, aún no sabía que él había estado en la calle Essex, sin embargo podría conocer la presencia de Lydia. A pesar de no estar seguro de si el descontento de su amigo le impediría protegerla, sí que sabía que albergaba al menos un cierto cariño por ella y pensó que acaso eso bastaría para que al final la protegiese. Sin duda, aguardaría a que él mismo diese rienda suelta a su furia ante el más mínimo rumor sobre su presencia en un baile jacobita. Mas no era capaz de distinguir ningún signo de desasosiego en la conducta de Ryder. Aunque el Ministro de Justicia parecía cansado y frustrado, no mostraba signos de ocultar información que inculpara a su hermana.

¿Has dormido esta noche? —le preguntó.

Tres horas en el maldito e incómodo sofá de mi despacho, tengo a todos mis muchachos peinando las calles, aunque dudo que vayan a encontrar a Charles debajo de un adoquín. Ese tipo tiene más escondrijos que un Don Juan —volvió a bostezar—. He venido a ver si te apetecía comer conmigo, pues no deseo ir a casa. Lo de sentarme y lamentarme no va conmigo, y sé que allí no conseguiré nada que valga la pena. Si bien no puedo tenerme en pie, creo que aún tardaré unas horas en poder conciliar el sueño.

No puedo acompañarte, pero te invito a que te quedes a comer con nosotros —dijo, tras decidir que valdría más tener a su amigo controlado y alejado de la calle Wych hasta que tuviese más tiempo para pensar—. A mi madrastra le gusta comer temprano los domingos, así que la comida se servirá a las dos. ¿Te viene bien? —cuando Dudley asintió con la cabeza, se puso en pie para coger una baraja y añadió—. Mientras, podemos jugar unas partidas de piquet.

Ryder parecía capaz de concentrarse en el juego, mas el conde seguía absorto en sus pensamientos y jugó mal. Ahora estaba convencido de que había malinterpretado los acontecimientos de la noche anterior y había culpado a miss MacDrumin de una cosa, cuando en realidad era culpable de algo muchísimo más grave, no deseaba otra cosa que agarrar a esa muchacha y zarandearla hasta que le castañetearan hasta los dientes. No obstante, recordó su decisión, así como sus obligaciones hacia Ryder, pues sabía que reprenderla no serviría de mucho si con eso solo lograba cerrarle aún más la boca.

Ahora empezaba a dudar si sería capaz de sonsacarle alguna información de valor, pues se dio cuenta de que si durante todos esos días había sabido de la presencia de Charles Stewart en el baile de máscaras, había guardado el secreto con fidelidad y, pese a su aparente costumbre de permitir que sus pensamientos fluyesen de forma libre y descontrolada desde su cerebro hasta su boca, no había dicho ni una sola palabra que hubiese levantado sus sospechas, ni tampoco las de Lydia. Le costaba mucho creer que la charlatana de su hermana hubiese sido capaz de guardar un secreto semejante. Tampoco la creía capaz de guardar silencio durante mucho tiempo sobre su asistencia a un baile honrado con la presencia del célebre joven pretendiente. Aunque perdonase a Maggie por otras cosas, jamás la perdonaría por haber llevado a Lydia allí, pero ese pensamiento dio lugar a una visión instantánea de cuáles habrían podido ser sus dificultades con su hermana, y casi sintió pena por ella; casi, pero no, pues en su imaginación pudo ver después las escenas que viviría cuando anunciase a la joven y a su madrastra su decisión de enviarlas a la casa de campo.

Estaba tan inquieto ante estos pensamientos y ante la necesidad de mantener al menos una parte de su mente en el juego, que cuando se abrió la puerta de la biblioteca y se asomó Lydia con aspecto arrepentido y especialmente atractiva, ataviada con un vestido a la francesa de seda rosa con aro moderno en forma de abanico, incluso a él le costó un instante recordar que era él quien le había dicho que deseaba hablar con ella.

¡Oh! —exclamó ella, adoptando con rapidez una postura más formal y haciendo una dulce y graciosa reverencia al amigo de su hermano— No esperaba encontrarte acompañado, Ned. Me alegro de verle, sir Dudley.

Conforme Ryder se ponía en pie para saludarle con una inclinación, Rothwell dijo:

Ya hablaremos más tarde, querida. Ryder se queda a comer con nosotros.

¡Vaya! ¡Qué bien! —dijo ella flirteando con su abanico—. Dado que vamos a disfrutar de su compañía, señor, he de apresurarme arriba para arreglarme —y tras pronunciar estas palabras, se marchó.

Intentó volver a centrar su atención en los naipes, mas volvió a ser en vano, lo que permitió a Ryder ganar no solo aquella mano, sino también las dos siguientes. Por todo ello, a pesar de que todavía no había decidido cómo iba a abordar la situación con su media hermana, por no hablar de su invitada o la confesión que aún debía a su amigo, acogió el anuncio de su mayordomo de que la comida estaba lista con profundo alivio.

Tanto miss MacDrumin como Lydia se encontraban en el recibidor, aguardando con su madrastra, cuando ambos salieron de la biblioteca; Rothwell le presentó a Maggie, éste agradeció enormemente los excelentes modales de aquel pues, aunque le lanzó una mirada que confirmaba que había reconocido el nombre inmediatamente, no expresó ninguna vulgar curiosidad y se limitó a decir que estaba encantado de conocerla. Cuando Maggie palideció al saber que era el ministro de Justicia, el conde confió en que Ryder lo achacase a la timidez. No obstante, sabía que el hecho de que su viejo amigo fuese consciente de quién era ella, implicaba que restaba poco tiempo para que le pidiese explicaciones.

La conversación en la mesa fue arbitraria durante la mayor parte de la comida, aunque Rothwell notó que su joven y problemática invitada estaba inusualmente callada, respondía educada pero sucintamente y solo cuando le preguntaban algo directamente. Lucía un vestido de seda aparentemente sencillo, en tonos azul claro, cuyo ceñido corpiño parecía acariciar sus senos de curvas delicadas y su diminuta cintura, mas él pensó que aquel color le favorecía menos que el verde musgo que lucía cuando la vio por vez primera. El azul no lograba destacar las motas verdes de sus ojos, sino que más bien los hacía parecer amarillos, similares a los de un gato. Aún estaba pálida, mas sus mejillas se sonrojaron cuando sus miradas se cruzaron y rápidamente desvió la suya hacia su plato, gesto que le hizo preguntarse si acaso sabía que tenía que volver a hablar con ella. Maggie apenas habló con Ryder, mas dado que Lydia cautivó la mayor parte de la atención del citado caballero, consideró que apenas lo habría notado. 

Lydia parecía decidida a flirtear con Dudley y lady Rothwell, que por una vez estaba de un humor excelente, hizo mención solamente una o dos veces a su tantas veces repetida opinión de que James tenía tanto derecho a uno de los títulos del anterior conde como Rothwell. El ministro, acostumbrado a escuchar este tipo de comentarios de boca de lady Rothwell, apenas les prestó atención y desvió la conversación a otros temas con experimentada habilidad. En general, el conde consideró que la comida había transcurrido de modo más agradable de lo que él tenía motivos para esperar. 

Cuando su joven hermana sugirió maliciosamente que tal vez sir Dudley disfrutaría de un paseo por los jardines de Privy con Maggie y con ella misma después de la comida, Rothwell replicó:

Yo he de tratar unos asuntos de importancia con miss MacDrumin, querida, pero no me cabe la menor duda de que Ryder estará encantado de pasear contigo.

Observó cómo los ojos de Ryder pasaban de la expectación a la alerta y, en cierto modo, se sintió agradecido cuando lady Rothwell terció con brusquedad:

¡No esperarás de tu hermana que sea tan detallista en sus atenciones hacia un caballero soltero como para pasear sola con él en un jardín público!

Ryder es de mi entera confianza, te lo aseguro, pero si te inquieta la reputación de Lydia, apuesto a que estaría encantado de disfrutar también de tu compañía, o si no, puede ir su doncella con ellos —respondió sin perder la calma.

Al darse cuenta de que, aunque Dudley era de confianza, no se podía confiar en que Lydia no dijese algo imprudente, y con la esperanza de evitar cuando menos que relatase nada de lo sucedido la noche anterior antes de que él mismo hablase con su amigo, Rothwell llamó al lacayo más cercano:

Ve a buscar a la doncella de Lydia y tráele también un chal de abrigo —A continuación se dirigió hacia miss MacDrumin y añadió en el mismo tono—. Si ha terminado de comer, me gustaría hablar con usted en la biblioteca.

Por supuesto, mi lord —Maggie se levantó con dignidad.

Al ver que Lydia lo observaba con clara alarma, como si estuviese considerando lo acertado de la idea de volver a dejar a Maggie a su nada delicada merced, se esforzó por sonreír y dijo.

Confío, ratita, en que no te alejes de Tilda para garantizarle a tu madre que Ryder no osa hablarte de modo indebido.

¡Ni que fuese capaz! —mas la mirada de preocupación se disipó y le sonrió con descaro. Rothwell miró a Ryder, quien no parecía divertirse, y le sonrió burlonamente. Seguidamente, dijo:

Después de usted, miss MacDrumin.

Ella pasó pacíficamente, con la cabeza alzada, y si su recelo volvió a surgir cuando se vio de nuevo a solas con él en la biblioteca, mantuvo su dignidad. Él recordó lo fácilmente que había provocado su furia la noche anterior y decidió mantener la calma en esta ocasión, aunque solo fuese para lograr información de valor. La gélida furia que había sentido cuando el ministro le había informado de que Charles Stewart estaba en el baile se había disipado en cierto modo durante la comida, pero sabía bien que acechaba por encima de su calma, presta a hacer acto de presencia a la más mínima provocación. Su decisión de enviar a la joven e irreverente Carsley a la casa de campo por su propia seguridad, al menos hasta que cesase la última fiebre jacobita, no ayudaba. Sabía también que había llegado la hora de enviar a su problemática huésped de regreso a su hogar. No había tenido tiempo para ocuparse de los preparativos antes, o al menos así justificaba el no haberlo hecho, sin embargo tendría que hacerlo ahora, de una vez por todas, y ese pensamiento le desagradaba tanto como los otros.

Aún estaba poniendo orden a sus pensamientos, ella dijo con voz pausada:

Debí haber supuesto que entre sus amistades se encontraba el ministro de Justicia, Rothwell. ¿He de asumir por su tono cordial que todavía no le ha hablado de mí?

Así es, aunque me ha dado la impresión de que ha reconocido su apellido.

¿Qué más va a decirle?

Todavía no lo he decidido—. No se esperaba sus preguntas directas, aunque ella permaneció en silencio al igual que hiciese la noche anterior, y le dejó llevar las riendas de la conversación. Sus preguntas agravaron su sentimiento de culpa por no haber hablado con Ryder y le hicieron adoptar una posición inusualmente defensiva, sensación que no le agraciaba en absoluto. Ella respiró profundamente, se giró y preguntó con un ligero suspiro:

¿Qué sucederá cuando sir Dudley descubra que Lydia asistió a un baile de máscaras jacobita?

Tan provocativas palabras fueron más de lo que él podía soportar y a pesar de sus intenciones, algo le hizo reaccionar y sin pensárselo dos veces agarró sus hombros del mismo modo que la vez anterior y le hizo darse la vuelta para que le mirase.

¡Cómo osa chantajearme! —sus palabras sonaron como un rugido; estaba furioso y sentía hacia ella unos sentimientos que no recordaba sentir desde hacía diez años o más—. ¡No contenta con que sus actos me obliguen a enviar a Lydia al campo por su propia seguridad, ahora se atreve a burlarse de mí por el mismísimo peligro al que usted la ha arrastrado, e incluso a amenazar con traicionarla y delatarla a las autoridades! ¡Cielo santo, nunca creí que pudiese caer tan bajo!

¡Eso no es cierto! —su rostro había palidecido a causa de la impresión y sus hombros se tensaron por debajo de sus manos. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta cuando añadió—. Yo… yo jamás podría…

No crea que van a conmoverme sus lágrimas —dijo severamente, mas la soltó y se hizo a un lado, enfadado consigo mismo por haber perdido tan rápidamente el control que había decidido mantener. ¿Qué extraño poder poseía aquella mujer, se preguntaba, que era capaz de enfurecerlo con tal rapidez? Ella hizo un intento por contener el llanto y añadió:

Debe de pensar que soy extraordinariamente despreciable para acusarme de semejante atrocidad.

Él la miró detenidamente, su ira sorprendentemente controlada, y no tardó en convencerse de que su disgusto era sincero.

No la desprecio —añadió en tono más calmado—. Si la he juzgado mal, le pido disculpas. En mi defensa solo puedo argumentar que su pregunta daba pie a ser malinterpretada.

Supongo que lleva razón —admitió ella—, pero le doy mi palabra, señor, de que el único motivo por el que he preguntado ha sido porque he asumido que sir Dudley descubrirá tarde o temprano que Lydia acudió al baile. Yo nunca la traicionaría en mi propio beneficio.

Digamos que eso ya lo ha hecho —dijo él, controlando nuevamente su genio y dispuesto a hacerla comprender la gravedad de sus actos—. Su traición consistió en exponerla a un grave peligro personal y no cabe duda de que actuaba movida por sus propios intereses. —Su voz era dulce, y esperaba que eso le incitase a confiar en él. No obstante, estaba claro que ella, al igual que tantos otros antes que ella, ya había aprendido a desconfiar de ese tono de voz, pues abrió bien los ojos, y dejó al descubierto una mirada nuevamente cautelosa:

¿A qué… a qué se refiere?

Él volvió a posar su mirada sobre ella y respondió sin evasivas:

¿Por qué motivo fue ayer a la calle Essex?

Ya… ya se lo expliqué. Tenía que reunirme con lady Primrose obligatoriamente.

Para convencerla de que estaba a salvo, supongo. —Ella se mordió el labio inferior. Él extendió la mano, la posó bajo su barbilla, le alzó la cabeza para que fuese imposible que mirase hacia otra parte y añadió con severidad—. Fue a reunirse con alguien más, ¿no es así, miss MacDrumin, alguien infinitamente más peligroso que lady Primrose? 

¿Había alguna chispa de temor en sus ojos? Volvió a palidecer, si bien se esforzó por mantener la mirada y aunque los labios parecían habérsele secado, pues se los humedeció, su tono de voz era firme cuando dijo:

No sé a quién se refiere.

Embustera.

Sus mejillas volvieron a recobrar el color y sus ojos volvieron a brillar, pero cuando iba a abrir la boca para negar semejante acusación, la cerró y apretó fuertemente los ojos también. A continuación, para sorpresa de él, le miró otra vez, con clara dificultad para hacerlo, y replicó con voz más firme:

Le ruego me disculpe, señor. Está en lo cierto al calificarme de embustera, mas estoy en la obligación de mantener el juramento que he hecho ante otros y no puedo hablar más.

Él notó cómo aumentaba su respeto hacia ella, le soltó la barbilla y replicó:

Se lo pondré más fácil. Yo sé, al igual que sir Dudley, Charles Stewart acudió al baile de máscaras a solicitar apoyo para su causa perdida —hizo especial hincapié en las dos últimas palabras y aguardó a que ella las rebatiese. Mas ella no lo hizo. Su tersa frente se llenó de arrugas por un instante y preguntó:

¿Van a arrestarlos a todos?

Él pensó en la pregunta durante un momento y respondió:

No es mi intención malinterpretar sus palabras de nuevo. ¿Me pregunta que si hubo algún arresto o si corre usted riesgo de ser arrestada?

Ella pareció sorprenderse:

Apreciado señor, debo suponer que la mayor amenaza que se cierne sobre mí es usted mismo. También debería suponer que usted posee poder suficiente como para proteger a James y a Lydia, en el supuesto de que se les acusase de algo. Me preocupan los demás asistentes al baile, lady Primrose y sus invitados.

No va a haber ningún arresto —respondió él—, pero quítese de la cabeza esa idea de que mi influencia política es tal que podría invalidar una acusación de traición vertida sobre alguien de mi familia. Más bien al contrario, al haber abogado por la liberación de determinados cabecillas escoceses poderosos en su tiempo, ya he disgustado a determinados cargos del poder, que estarían encantados de acusarme de dar cobijo a los jacobitas.

¿Es cierto que han liberado a algún cabecilla?

MacKinnon de los MacKinnon, por ejemplo —se apresuró a responder.

¡Qué buenas noticias! —exclamó ella— Papá se alegrará mucho, pues estaba preocupado por su salud. 

MacKinnon declaró no conocer a su padre.

¿Le preguntó eso?

Él asintió con la cabeza y ella dijo inmediatamente.

¿Por qué abogó por su liberación?

Porque soy de la opinión de que será más fácil solucionar los problemas y fortalecer la unión entre nuestros dos países si no creamos más mártires —respondió él con rotundidad.

¡Vaya! —ella pensó en sus palabras durante un instante y luego, con una irónica sonrisa añadió—. Por un momento he creído que era porque sentía cierta afinidad por nuestra causa.

No. No siento ninguna afinidad por los traidores.

Ella se ruborizó, mas sus ojos brillaban y él supo que la había enojado.

No somos todos traidores, Rothwell. Aunque George el Alemán y su apreciado gobierno inglés parecen creer conveniente tratarnos a todos como tales. No les importan ni lo más mínimo los horrores causados por los ejércitos de Cumberland tras Culloden, ni los hombres, mujeres y niños escoceses inocentes que fueron despojados de sus hogares y murieron de hambre o fueron asesinados a sangre fría. Sé bien que ustedes los ingleses odian a los escoceses, pero somos un pueblo orgulloso, señor. Nunca podrán con nosotros.

El orgullo escocés es proverbial —dijo él—, pero se torna en verdad ridículo a los ojos de personas más civilizadas cuando va acompañado de la más absoluta miseria y de una envidia descarada. Si a eso añadimos la costumbre que tienen algunos escoceses de recurrir a la argucia…

¡Cómo se atreve! —sus mejillas encendidas, sus ojos escupían fuego y su corazón desbocado a causa de la indignación, más ahora él no sintió compasión. Nuevamente, había hablado sin pensar y necesitaba una buena lección de civismo.

Yo solo digo la verdad —dijo él sin andarse con rodeos—. Los escoceses son célebres por su comportamiento imprudente, un desmesurado afán por la batalla y un desprecio temerario por la ley y el orden. Y no me venga ahora con que su familia es distinta, pues aunque nunca se demostró la culpabilidad de su padre por su participación en ese levantamiento infernal, no me cabe ninguna duda de que era tan culpable como el propio MacKinnon, solo que parece que no tomó parte en la reunión de jefes que se celebró al día siguiente, cosa que también puede deberse a que sea un cobarde además de un bribón. 

Ella le asestó una fuerte bofetada, claramente sin pensar que él podría tomar represalias, y dijo bruscamente:

Usted no sabe nada de los escoceses, Rothwell. ¡Usted vive aquí sano y pendiente de sí mismo, en Londres, rodeado de riqueza y de amigos influyentes, nunca ha tenido que luchar por nada! Ni siquiera tuvo que mover ni un solo dedo para conseguir su fortuna, puesto a que la heredó de su padre. Está claro que su poder también es heredado. Sin embargo, mi padre carga con la responsabilidad de todo nuestro clan sobre sus hombros. Se ocupa de los problemas de todos y cada uno de sus miembros, no solo de los suyos propios, y ha sabido ayudarles y protegerles a todos a pesar de los muchos obstáculos que han puesto los ingleses en su camino. Ustedes, los ingleses —continuó; sus palabras eran reflejo de su desdén—, han roto todas las promesas que han hecho y han llegado incluso a desacatar su propio Tratado de unificación para poder hacerse con propiedades que no son lícitamente suyas y para poder justificar el robo, la tortura y la expoliación. 

Ya basta —dijo Rothwell con acritud, el escozor de la mejilla había exacerbado su ira incluso más que sus palabras, pero no le iba a dar la satisfacción de reconocer el dolor y mantuvo las manos inamovibles sobre el costado. Y añadió—. Con su actitud, no solo ha confirmado mi teoría sobre la naturaleza violenta de los escoceses, querida, sino que además sus argumentos son insostenibles. No hay nada malo en heredar riqueza y una posición social, ni en disfrutar de las ventajas de la primogenitura. No me cabe duda de que su padre se convirtió en jefe de su clan por idéntica vía y si pretende insinuar que usted ha llevado la misma vida que el resto de los miembros de su clan, no le creo. Está demasiado bien educada, eso por un lado, y además está condenadamente segura de sí misma. Pero no podemos perder el tiempo lanzándonos insultos el uno al otro, no podemos permitírnoslo, y ya nos hemos alejado bastante del único asunto que importa.

Él único que le importa a usted, supongo —replicó ella, mas él detectó cierto pesar en su expresión y se alegró de comprobar que cuando menos lamentaba haberle abofeteado.

Puede pensar de mí lo que quiera —dijo él—, pero antes de que se vaya, me gustaría hacerle comprender hasta qué punto sus acciones han puesto a Lydia en peligro.

Dado que ya sabe por qué estaba decidida a acudir a aquel baile, también ha de comprender que no me quedó más remedio que llevarla conmigo.

Él sí que comprendió, sobre todo ahora que se daba cuenta de que a ella el chantaje le inspiraba desprecio, pues las artimañas de Lydia no eran ni la mitad de sutiles. En cualquier caso, añadió con tono grave:

Lo único que verdaderamente importa ahora es que acudió al baile, bueno, que acudieron las dos. Y si bien es cierto que de momento las autoridades lo ignoran, si llegasen a saberlo, no estoy seguro de que yo pudiese protegerlas. Sí que tengo influencias, y le agradecería que lo recuerde si alguna vez vuelve a intentar burlar mi poder a pesar de mi oposición, pero como ya he dicho, también tengo enemigos que estarían encantados de ver cómo se aplica estrictamente la ley a cualquier persona bajo mi custodia acusada de traición, cuya pena es, por si no lo sabe, la horca. No estoy diciendo que se llegase tan lejos —añadió con rapidez al notar su consternación—, solo que hay quienes estarían dispuestos a intentarlo. Y en cuanto a aquellos sobre quienes todavía ejerzo cierta influencia, tampoco he de negarle que al haberles ocultado no solo su identidad y sus conexiones, sino también mis sospechas sobre el lugar de celebración del baile que tuvo lugar anoche, es muy probable que no atiendan a mis peticiones de un trato favorable, e incluso lleguen a mostrarse bastante hostiles.

¿Pero cómo se van a enterar? —preguntó ella, su tono mucho más apagado.

Se enterarán —dijo él, mientras fruncía el ceño al recordar su imprudencia al tomar prestado un disfraz de Ryder para acudir al baile. En el momento lo había encontrado divertido. Ahora se preguntaba cómo había podido ser tan estúpido. Ella le miraba:

¿Es cierto que va a enviar a Lydia al campo?

Debo hacerlo. Partirá hacia Derbyshire por la mañana, en cuanto su madre y ella hayan organizado todo lo que necesiten para el viaje. Las enviaría de inmediato si pudiese convencer a mi madrastra de que viaje en domingo, pues no podemos confiar en que Lydia vaya a ser capaz de tener la boca cerrada. Aunque supongo que podría evitar que la colgasen o incluso que la arrestasen, no podré protegerla de una terrible vergüenza si se llega a saber que acudió a ese maldito baile.

¡Pero teníamos el rostro cubierto!

¿Me puede garantizar que nadie la reconoció? ¿Qué me dice del joven Deverill? ¿Está segura de que esa serpiente no se va a ir de la lengua? Yo, desde luego, no confío tanto en él— De pronto, para su gran pesar, los ojos se le llenaron de lágrimas, que no tardaron en empezar a resbalarle por las mejillas. —¡Oh, por lo que más quiera, no llore! —consternado, y sin pensar ni por un momento en las posibles consecuencias de lo que hacía, la agarró nuevamente de los hombros y la apretó contra él, la rodeó con sus brazos y dejó que se desahogase apoyada contra su pecho.