Capítulo III

Londres, septiembre de 1750

Por si el traqueteo de las ruedas de hierro del carruaje sobre el empedrado de las calles no fuese suficiente para que Maggie tuviese que taparse los oídos, tenía que soportar también las enconadas disputas entre el cochero, sentado en el pescante, y su compañero, que se asomaba peligrosamente por una de las ventanas de la caja para insultarle.

Fiona, siéntate y estate quieta —dijo Maggie alzando la voz en un intento por hacerse oír entre tanto barullo. No sirvió de nada. Los gritos procedentes de la calle se mezclaban con la disputa entre los otros dos, y se agudizaban por el repiqueteo de las ruedas y las pezuñas de los caballos, sin olvidar que su carruaje no era el único que armaba jaleo por las tan transitadas calles. 

Por fin estaba en Londres. De hecho, una vez el reacio MacDrumin había sido persuadido para dejarla viajar a Inglaterra, todo se había organizado con prontitud y el viaje había sido rápido. Lo cierto es que, si no se equivocaba, era viernes once de septiembre y el Joven Pretendiente llegaría a Londres durante la semana. Bien resguardados en su corsé, crujiendo en ocasiones al frotarse contra su tórax cuando se movía, estaban los mensajes que portaba procedentes de los cabecillas de las Tierras Altas, para hacérselos llegar al príncipe.

Como si pretendiese recuperar su poder de dominación después de que los argumentos de su hija hubiesen acallado los suyos propios, MacDrumin le había prohibido rotundamente pasar ni una sola noche en una posada. Para ello, se había encargado de organizar que pasasen a su hija de una familia jacobita a otra, como si de un paquete secreto se tratase, y había explicado a cuantos preguntaron por los preparativos del viaje que su hija iba a partir a Edimburgo a visitar a unos amigos. Maggie había disfrutado y aprendido mucho del viaje, aunque no todas las noticias que recibió habían sido de su agrado.

En los hogares que visitó en Escocia, el apoyo al príncipe le había resultado inesperadamente débil, mas seguía estando convencida de que tan pronto como se volviese a izar su estandarte los jacobitas escoceses apoyarían otra vez su causa. No obstante, cuanto más al sur viajaba, menos sinceros le resultaban sus simpatizantes. Aunque les gustaba compartir «secretos» y no faltaron los brindis por el rey —el rey jacobita y no el rey alemán—, no eran más que gestos carentes de apoyo verdadero. Además, y mucho más preocupante, estaba el hecho de que las mujeres que conoció eran mucho más leales a la causa de los Stewart que sus propios hombres. Estos se habían dedicado más a prevenirla de los peligros que entrañaba su viaje que a aplaudir sus propósitos, si bien es cierto que todo el mundo había mostrado sincero entusiasmo al saber que el príncipe tenía intención de colarse en secreto en Londres para reunirse con sus seguidores.

Bastó otro grito de su acompañante para que Maggie se acercase a su criada y tirase bruscamente de ella hacia el asiento, diciendo en tono severo:

Mungo sabe lo que hace, Fiona. Con esos gritos solo logras confundirle, además de ponerte en evidencia.

Pero se va a perder, miss Maggie, estoy segura, pues Mungo es incapaz de encontrar sus propios calcetines entre los pies y las botas a plena luz del día.

Solo tiene que encontrar la calle Essex —dijo Maggie— y dado que sabemos que desemboca en el Támesis, no puede ser tan complicado.

Londres es una ciudad muy grande —añadió Fiona con tono grave.

Y también muy civilizada, por lo que parece, y limpia y reluciente. —Replicó Maggie mientras miraba por la ventanilla y recordaba que la mayor parte de la ciudad había sido reconstruida unos ochenta años atrás, debido al Gran Incendio. Los tonos rojizos y cobrizos de los ladrillos de los edificios que veían al pasar se habían ido aclarando con los años, pero ni las casas ni los edificios públicos estaban todavía ni la mitad de cubiertos de hollín que los de Edimburgo. 

El carruaje había entrado en la ciudad desde Hampstead, por la carretera de Gray's Inn, y la mayoría de las áreas residenciales que atravesaron tenían un aspecto elegante y uniforme de principio a fin. Las calles comerciales, como Chancery Lane y Holborn, hacían alarde de mayor variedad arquitectónica, pues habían ido emergiendo nuevos comercios entre los edificios más antiguos, y estos últimos también parecían haber sido acondicionados con fachadas más modernas. En todas las tiendas se exhibían carteles de tonos alegres, para guiar a los cocheros analfabetos, que junto con los coloridos carruajes, los palanquines y los vistosos colores de los trajes de los viandantes, creaban escenas de deliciosa algarabía. 

Las calles, al igual que las aceras, estaban adoquinadas con pequeñas piedras de formas redondeadas, a excepción de las vías más importantes, que estaban enlosadas. Fascinada por tanta actividad, Maggie se fijó en un muchacho que jugaba con el bastón de su padre como si fuera un caballo y en un hombre que tocaba la flauta en una esquina. Cuando el carruaje bajó la velocidad al acercarse a una intersección, vio cómo se desencadenaba una pícara disputa entre una hermosa muchacha y dos jovenzuelos que trataban de robarle un beso, y Maggie se echó a reír cuando vio cómo ella agarraba a uno de sus perseguidores de la peluca y dejaba al descubierto su cabeza afeitada, y luego echaba a correr con los dos muchachos detrás de ella. Fiona dio un chasquido con la lengua ante una conducta tan descarada, como si ella se comportase siempre con intachable decoro.

Un vendedor pelirrojo tocó una campana en una esquina para llamar la atención sobre sus exquisitos productos y el aroma a pan de jengibre recién hecho se apoderó de los demás olores conforme el carruaje abandonaba tan amplia calle para adentrarse en una mucho más angosta, donde Maggie vio a un hombre que bebía vino de una botella y a una mujer apoyada en un muro que amamantaba a un niño, sin al parecer inmutarse por los empujones de los transeúntes. La muchedumbre que solo momentos antes parecía alegre y feliz, ahora se había tornado más tosca, de una clase completamente distinta, y cuando Maggie se dio cuenta de que dos patanes le estaban lanzando miradas lascivas desde la calle, se recostó rápidamente sobre el respaldo del asiento, agitada y un tanto alarmada.

Ese estúpido de Mungo se ha equivocado de bocacalle —dijo Fiona con tono severo—. Voy a decirle que de la vuelta. —Pero antes de que pudiese sacar la cabeza, Maggie volvió a tirar de ella.

No lo hagas —dijo—. Solo lograrás llamar la atención. No me gusta el modo en que nos están mirando esos y Mungo ha tenido que darse cuenta tan pronto como nosotras de que se ha confundido. Pronto habremos cruzado esta terrible calle y seguro que la siguiente es como las que acabamos de dejar atrás.

Sin embargo, enseguida descubrieron que en vez de estar en una zona residencial más agradable, la siguiente calle era más angosta y más lúgubre que la anterior. También era más sombría, aunque Maggie no tardó en darse cuenta de que se trataba de un efecto causado por los prominentes edificios que poblaban ambos lados de la calle y que parecían juntarse en el cielo, impidiendo el paso de la luz del sol. El carruaje despertaba la curiosidad de la mayoría de los viandantes y las miradas con las que se cruzaban no eran agradables. Deseaba gritarle a Mungo que las sacase de allí, pero sabía que sería más prudente no llamar más la atención.

Un grupo de hombres comenzó a agolparse en torno al carruaje: gritaban y golpeaban los laterales de madera de la caja. Maggie sintió cómo el pánico se apoderaba de ella y permaneció rígidamente erguida sobre el asiento, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha, mientras rezaba porque Fiona fuera sensata e hiciese lo mismo que ella. Ahora lamentaba no haber hecho caso de sus palabras. Comprendió que al menos tenía que haber hecho repetir a Mungo sus instrucciones para asegurarse de que las había comprendido. Ahora le oía gritar a los hombres para que se apartasen, pero ninguno parecía escucharle, pues seguían empujando el carruaje y fijando su mirada sobre ella. El coche se fue deteniendo poco a poco y comenzaron a bambolearlo hacia atrás y hacia delante con terrible brusquedad. 

Van a entrar a por nosotras —gritó Fiona mientras asía a Maggie por el brazo—. Por la cruz de San Andrés, miss, ¿qué vamos a hacer?

Maggie lamentó no portar ningún arma, como hacía Kate, o incluso una pistola cargada. Apretó los labios dispuesta a ocultar su terror, al contrario de lo que hacía Fiona, y a mantener al menos una apariencia de dignidad. Pensaba con rapidez, pues sabía que les acechaba un grave peligro, pero no lograba concentrarse. Ahora había tunta gente en torno al carruaje que ya no había luz en el interior. Y de pronto, la ventanilla más cercana a ella saltó en pedazos y un rostro malicioso se apretó contra su cuerpo.

Furiosa, alcanzó una pequeña cartera que había debajo del asiento y le golpeó, intentando apartarlo, mas éste cogió la cartera y desapareció con ella. La puerta del otro lado se abrió y un montón de manos empezaron a agarrarlas, primero a Fiona, y luego a ella. Fiona empezó a dar puñetazos y a golpear a todo aquel que la tocaba, pero poco a poco la iban arrastrando hacia el exterior.

Maggie la agarró de la falda, en un intento por evitar que pudiesen sacarla del carruaje que tan peligrosamente se balanceaba, mas pronto sintió como la agarraban a ella por los brazos.

¡No! —Luchó desesperadamente para protegerse, pero ya no podía hacer nada por proteger a Fiona, que fue arrancada despiadadamente del carruaje y tragada por la multitud. Maggie luchó como un tejón acorralado, pero no tardaron en sacarla del coche y lanzarla al gentío. Ella daba patadas y gritaba, estaba aterrorizada y era incapaz de pensar con claridad, sentía manos sobre sus pechos, su rostro, sus nalgas e incluso entre sus desnudas piernas, hasta que de pronto notó cómo caía, ahogándose, sin apenas poder respirar, en una profunda oscuridad.

Cuando recobró el sentido, estaba tendida, maltrecha y llena de moratones, sobre la mugrienta acera; la calle extrañamente silenciosa. Mareada, intentó sentarse, poner en orden sus aturdidos pensamientos, mas no podía concentrarse. Se apoyó contra el muro del edificio más cercano, recostó su dolorosa cabeza y esperó a que se le pasase el mareo. Cuando por fin pudo echar un vistazo a su alrededor, vio que la zona no estaba completamente desierta, pero nadie parecía prestarle atención, y no había ni rastro del carruaje, Fiona o Mungo. Recordó los mensajes y los buscó frenéticamente hasta que los halló, sanos y salvos, en su corsé. Respiró profundamente y volvió a cerrar los ojos con gran alivio.

Notó que una mano se posaba sobre su hombro.

Gritando, Maggie se hizo a un lado sobresaltada, golpeándose la cabeza contra el muro de piedra, y estuvo a punto de volver a quedarse inconsciente. 

Tranquila, muchacha —dijo una voz áspera, pero claramente femenina—. Esos malditos patanes no tenían que haber malherido una cara tan bonita como la tuya, pero podía haber sido peor si no hubiesen echado a correr detrás del coche. Además, tú te recuperarás pronto. Echa un trago de mi botella y verás cómo te encuentras mejor.

La mujer tenía un acento extraño, pero Maggie entendió lo suficiente como para darse cuenta de que sus intenciones eran buenas. Aun así, el olor a ginebra barata justo debajo de la nariz le produjo arcadas. Se dio la vuelta y tragó aquel líquido caliente y amargo que le quemaba la garganta, se esforzó por adoptar una postura más respetable y miró a su presunta salvadora, deseando poder pensar con mayor claridad.

Ataviada con unos harapos de color negro, la persona que tenía ante ella era definitivamente una mujer, aunque pertenecía a una clase de la que Maggie conocía muy poco. En las Tierras Altas, los más pobres tenían en su mayoría un aspecto respetable, e incluso aquellos que se sentían especialmente atraídos por el whisky nunca olían tanto a alcohol como esta vieja de aspecto repugnante. Aparte del olor a ginebra barata, desprendía un hedor todavía más repulsivo propio de un cuerpo que no había sido aseado en mucho tiempo y que, sin duda, padecía algún tipo de enfermedad. Cuando la mujer presionó la botella sobre sus labios por segunda vez, Maggie estuvo a punto de vomitar. Intentó recobrar la calma, apartó la botella con la mano y murmuró: 

No, gracias. —Sentía la garganta como si la hubiesen cubierto con una capa de arena, le dolía el pecho, llevaba el vestido hecho jirones y el lazo que llevaba en la parte de atrás de la cabeza le causaba un dolor insoportable, mas al notar que aquella mujer seguía mirándola, esperando claramente a que dijera algo más, hizo un gran esfuerzo y añadió—. Tal vez me vendría bien algo de agua.

¡Pobrecilla! —La mujer miró a su alrededor y añadió, como si hablase para una audiencia—. Agua, dice —sus carcajadas recordaban a la risa de una bruja—. El agua de aquí no se bebe, jovencita. Sabe a lo que flota en ella. —Sin dejar de reírse, se acercó a la carretera, cogió un puñado de estiércol de una boñiga de caballo y lo acercó a la nariz de Maggie—. ¿Te gusta o qué?

Cuando Maggie se echó hacia atrás a causa del mal olor, la bruja lo tiró, riéndose de nuevo y agarrándose el costado, hasta que se dio cuenta de que se le estaba saliendo la ginebra y entonces tapó la boca de la botella con sus sucias manos.

Maggie la miraba, fascinada, cuando la mujer alzó de nuevo la botella para beber. Sin embargo, se detuvo antes de acercársela a la boca y arrugó la nariz en señal de desagrado, lanzó una mirada miope al interior de la sucia botella, hizo una mueca, y con la tela de su falda limpió la boca de la botella antes de beber. Dio un buen trago y después se dirigió otra vez a Maggie:

¿Y tú qué miras? ¿Es que nunca has visto a nadie echar un trago? Te acostumbrarás pronto si te quedas por estos barrios.

Maggie respiró profundamente y dijo tan calmadamente como le fue posible:

No es mi intención quedarme por aquí. Por casualidad no sabrá usted qué ha sido de mis criados y mi cochero.

La mujer soltó una carcajada.

Los muertos tampoco se quedan por aquí, muchacha.

¡Muertos! —La palabra retumbó en su cerebro como si rebotase sobre el muro hueco de una sala vacía, mas no parecía afectarle y se limitó a añadir—. No pueden estar muertos.

Ya lo creo que sí. ¿Ha sido una buena pelea?, ¿sí o no? La mujer ha gritao y ha gemido como un alma en pena por lo que le estaban haciendo, así que estaba claro que le iban a callar la boca y el hombre… bueno, él no ha peleao mucho porque se ha caído sobre esas piedras cuando han volcao el coche y se ha roto la cabeza. ¿Seguro que no te apetece otro trago, querida? —Maggie, ahora profundamente afectada, hizo un gesto de negación y luego deseó que cesasen esos pinchazos de dolor que le atravesaban la cabeza. Cerró los ojos y esperó hasta que se le pasasen. Tenía problemas para pensar con claridad. 

¿Qué… qué le ha pasado a mi carruaje? —La mujer se encogió de hombros.

No sé, damisela, pero tendrías que agradecerles a esos patanes que se hayan olvidao de que tú estabas ahí tirada. El carruaje ha desaparecido en un visto y no visto, y ellos se han ido con él. Valía un montón de dinero y eso no dura mucho en las calles de Alsacia, ni los muertos tampoco —añadió en tono pensativo. 

¿Alsacia?

Sí, ahí es donde estamos ahora mismito.

Tonterías, estamos en Londres. —La mujer soltó otra carcajada.

Por todos los diablos, querida, claro que estamos en Londres. Alsacia no está en otro sitio. —Miró a su alrededor y dirigiéndose a su audiencia imaginaria añadió—. Me parece a mí que esta pobre se ha dao un golpe en la cabeza. 

Maggie se esforzó por ponerse en pie y se agarró a la pared. Aún le dolía la cabeza, pero sentía las piernas más firmes de lo que pensaba. La mujer era tan alta como ella y ahora que estaban cara a cara se dio cuenta de que no era tan mayor como ella había creído en un principio.

Disculpe, ¿cuál es su nombre?

Me llaman Peg Short.

Yo soy Margaret MacDrumin —dijo Maggie educadamente.

Escocesa, ¿eh?

Sí. Soy escocesa. —Miró a Peg Short con recelo, pues sabía que desvelar su procedencia podría resultar peligroso, pero Peg asintió con gesto prudente.

Eso me ha parecido por tu nombre, pero hablas tan bonito que no estaba segura. Supongo que esos patanes no te habrán dejao ni un centavo. ¿Qué vas a hacer pa comer? 

El dinero no era lo único que le faltaba, pues Maggie descubrió que los ladrones le habían robado un anillo que le había regalado su padre por su dieciséis cumpleaños. Sin embargo, nada parecía afectarle, y en aquel momento lo único en que pensó fue en que apenas había parpadeado al conocer la noticia de que Mungo y Fiona, criados —no, buenos amigos— a quienes conocía desde que nació, habían muerto a manos de los rufianes que habían asaltado su carruaje. El hecho de que no estuviese deshaciéndose en lamentos era tremendamente extraño, pero no sentía ningunas ganas de llorar. En realidad, lo único que quería hacer era, tal vez, tumbarse y dormir.

Sin embargo, eso no serviría de nada. Estaba claro que tenía la mente tan afectada como cuando conoció la derrota de Culloden y otros terribles sucesos que habían tenido lugar, desde entonces, gracias a los ingleses y a ciertos traidores escoceses. No era la primera vez que notaba que su mente tendía a cubrirse de una especie de casco protector cuando estaba especialmente aturdida. Sería mejor para ella, pensó, que esa extraña calma que le sobrevenía en esas ocasiones le ayudase a pensar con claridad, mas no era ese el caso. Entre los pensamientos que cruzaban su mente sin razón y sin ningún significado, solo había uno claro: no deseaba permanecer allí más tiempo.

Debo ir a la calle Essex —dijo a Peg Short. Esta abrió los ojos en un gesto de sorpresa:

¿A la calle Essex? ¿Y a quién conoces tú en ese barrio tan refinado, querida?

Me esperan en la casa de la viuda vizcondesa de Primrose —añadió Maggie—. ¿Sabe dónde está?

A lo mejor, ¿pero por qué iba a ayudarte? No tienes ná pa la vieja Peg a cambio de su amabilidad, eso está claro. 

No, pero lady Primrose le recompensará por llevarme a salvo hasta su casa. Si no puede conducirme hasta allí, acaso pueda ayudarme a salir de este barrio. Si encuentro una calle más segura, quizás pueda alquilar un palanquín…

Que Dios nos asista, damisela, nadie se atrevería a llevarte, con esas pintas, ni aunque tuvieses dinero, que no tienes.

Maggie se mordió el labio. Peg Short estaba en lo cierto.

¿Y entonces, qué puedo hacer? —Peg miró hacia arriba durante un largo tiempo, como si estuviese pidiendo consejo al cielo. Luego, mirando con astucia a Maggie, añadió:

Llegar a la calle Essex te costará diez chelines.

Sí, sí, ningún problema. Estoy segura de que lady Primrose le pagará incluso más si me deja sana y salva en la puerta de su casa. —Peg miró cautelosamente hacia la izquierda y luego hacia la derecha, como si consultase con sus amigos imaginarios, y luego pareció tomar una decisión.

Lo haré —dijo—. ¿Puedes andar? Porque no esperarás que cargue contigo.

Maggie trató de acallar sus propias dudas al respecto y de convencerse a sí misma de que podía hacerlo, por lo que se obligó a seguir los pasos de Peg conforme esta emprendía su camino por las que sin duda eran las peores partes de Alsacia. Se esforzaba por mantener la mirada firme, con objeto de no llamar la atención, aunque estaba segura de que sus andrajosas ropas le ayudarían a mezclarse entre la multitud. Tenía el mismo aspecto que Peg.

Tras lo que pareció una eternidad, salieron a una calle más amplia, pero parecida a las que había atravesado el carruaje antes de hacer aquel giro letal y Maggie empezó a recobrar la esperanza. Estaba agotada y sabía que no iba a aguantar mucho el ritmo de Peg, pero estaba decidida a continuar hasta que se desmoronase. Al menos ahora se sentía más segura, aunque esa acera estaba mucho más transitada que antes.

Peg, por delante de ella, se acercó a un caballero fornido y de poca estatura, y Maggie tuvo que apartarse bruscamente para no precipitarse sobre él. A los pocos minutos Peg detuvo sus pasos, se agachó con rapidez y volvió a enderezarse y a continuación, girándose hacia Maggie, le mostró una gruesa cartera que llevaba en una mano.

Ese hombre —exclamó señalando hacia el caballero al que había empujado—, se le ha caído, señorita. Corre hacia él y devuélvesela. ¡Date prisa! Mis viejas piernas nunca lo alcanzarían.

Maggie miró fijamente hacia la espalda del caballero, que se alejaba, preguntándose cómo podía Peg imaginar que ella sería capaz de correr tras de él cuando apenas podía mantenerse en pie… mas cuando se giró para decirle que no podía hacerlo, la mujer había desaparecido. En su lugar, justo enfrente de ella, había un hombre muy alto y muy enojado que lucía un sombrero flexible de copa baja y ala ancha, una capa voluminosa de color oscuro que recordaba al sobretodo de un cochero descuidado, pantalones bombachos, medias y unas botas negras. Sostenía un garrote en una mano y la sujetó con fuerza con la otra por el brazo derecho. Acto seguido, agarrando el garrote con esa misma mano, sacó una campanilla de madera de uno de los bolsillos de la capa y la hizo sonar. Ayudándose del repiqueteo de la campana para subrayar sus palabras, gritó desde lo más profundo de sus pulmones:

¡Un ladrón, un ladrón! ¡Caballeros, comprueben que llevan la cartera! ¡Le ha robado una bien repleta a alguno de ustedes! —Demasiado aterrada incluso para oponer resistencia, Maggie vio cómo aquel caballero de baja estatura y bien fornido se palpaba la ropa y se giraba, con gesto escandalizado y furioso.

Diría que se trata de mi cartera —gritó.

En ese caso sabrá cuánto dinero hay en ella, señor.

Ciertamente lo sé, buen hombre. Esa cartera contiene cinco libras. —Su captor apartó el garrote y, sin despegar su afilada mirada de Maggie, abrió la cartera. Hizo un chasquido con la lengua y añadió:

Exactamente eso es lo que hay, señor, que es bastante más de los cuarenta chelines que harán falta para colgar a esta pilluela.

Pero yo no he robado su cartera —dijo Maggie en un intento por salvaguardar su dignidad y sabiendo que fracasaría estrepitosamente—. ¿Quién eres tú para detenerme?

Nada menos que un vigilante del condestable, eso es lo que soy, jovenzuela, de quien se espera que vele por la paz del rey en la ciudad de Londres. ¿Y tú? ¿Quién te crees que eres para hablar en ese tono y con esa prepotencia a los que están por encima de ti?

Yo… —Al darse cuenta de la gran cantidad de gente que merodeaba curiosa por la zona para ver qué hacían con ella, Maggie sintió cómo se disipaban los últimos retazos de su valentía hecha jirones. Lo último que deseaba era anunciar su nombre tan públicamente. Miró desesperadamente a la víctima de Peg Short y al vigilante y finalmente añadió—. Yo no he robado la cartera de ese caballero. Si tan solo me permitiese…

Venga, jovenzuela, claro que no has sido tú. Ha ido volando desde su bolsillo hasta tus manos.

No, por supuesto que no ha sido así, pero yo no la cogí. Había una mujer conmigo, Peg Short, que la ha cogido de la acera y me la ha dado. —Mas, conforme hablaba se iba dando cuenta de lo que había sucedido realmente. Peg había robado la cartera y se la había lanzado a ella para lograr escapar. El vigilante le guiñó un ojo. 

¿No se te da bien mentir, eh, jovenzuela? Más vale que mejores un poco esa cantinela antes de contársela a Su Señoría —Volvió a sujetarla del brazo y añadió—. ¡Venga, vamos!

¿Pero a dónde me lleva? —gritó Maggie. 

Pues al tribunal del juez de Bridewell, por supuesto —respondió él—. Has tenido suerte de que sea viernes, de lo contrario, habrías tenido que pasar unos cuantos días en una celda. Su Señoría solamente celebra juicios una vez por semana. Límpiate un poco la cara —añadió observándola con ojo crítico—. A lo mejor resulta que se deja influenciar más por una cara bonita que por tu estúpida historia y decide no colgarte después de todo. —Ya era la segunda vez que mencionaba la horca y Maggie se estremeció.

No es cierto que vayan a colgarme.

Ya lo creo que sí. Si fueras un hombre, Su Señoría no tendría ninguna duda en ordenar que te encadenasen a las afueras de la ciudad después de colgarte, como aviso de lo que sucede si no se respetan nuestras leyes y todo eso.

Recordó haber visto esas grotescas imágenes a lo largo de la carretera de Hampstead. Se trataba de un castigo inglés muy peculiar, que le había causado gran consternación, mas Fiona había argumentado que ese tipo de actos debían servir para ahuyentar a los salteadores de caminos, que era sin duda para lo que lo hacían.

De pronto, al pensar en Fiona los ojos se le llenaron de lágrimas y tardó poco en echarse a llorar histéricamente. Fiona y Mungo estaban realmente muertos y como si eso no fuera terriblemente suficiente, ella estaba completamente sola y los deplorables ingleses querían colgarla. El vigilante, nada impresionado por su llanto, se limitó a sujetarla más fuerte y a arrastrar de ella por detrás de él hasta que las rodillas se le doblaron y el mundo volvió a teñirse de negro.

Cuando volvió a abrir los ojos, él la llevaba en brazos y estaban atravesando los arcos empedrados de la entrada de lo que ella temió que fuese la prisión de Bridewell.

Si has recobrado el sentido, podrás andar —declaró su captor con severidad, y a continuación la puso en el suelo bruscamente y la sujetó con un doloroso gesto cuando se tambaleó peligrosamente. Un desagradable hedor despertó sus fosas nasales, arrugó la nariz debido al desagrado y apretó los labios con fuerza.

Ah, sí, apesta, ¿verdad? —dijo él—. Cuesta creer que algún día fuese un palacio real. Fue cedido a la ciudad hará doscientos años, como asilo para los pobres y como correccional —al decir esto último esbozó una sonrisa—. Aquí te corregirán. ¿Habías estado antes, jovenzuela?

No, por supuesto que no. 

No entiendo muy bien por qué lo das tan por supuesto —dijo empujándola para que pasase delante de él—. La mayoría de carteristas, ladrones nocturnos, vagabundos, prostitutas y demás especímenes ociosos son recluidos aquí hasta el fin de sus deplorables días, por no hablar de los criados desobedientes e incorregibles que son procesados por los jueces de paz. Mira allí —Señaló hacia un patio abierto, lleno de gente, una verja de barrotes de hierro medio abierta, vigilada por un fornido carcelero que portaba un llavero con enormes llaves—. Allí es donde pasarás todo el tiempo que te quede de vida, partiendo caña o recibiendo leña —Y lanzándole una mirada lasciva añadió—. A lo mejor el juez está dispuesto a pagar cuatro peniques a algún vigilante para que te de una buena azotaina antes de ordenar que te encierren.

Maggie observó que en el patio, abierto de modo que cualquiera pudiese mirar en su interior, la mayoría eran mujeres, algunas ataviadas con harapos, otras con blusones raídos, pero brocados. Solamente había un hombre en una picota, en la parte trasera, y unos cuantos más mezclados entre las mujeres, pero las que más llamaron su atención fueron estas últimas. Algunas eran claramente curtidas delincuentes; otras casi niñas. Un guardia con un palo amenazaba a una de las jóvenes que había detenido su labor para mirar a Maggie y la muchacha se apresuró a concentrarse en su mazo. Maggie se estremeció.

¿Ves el poste de los latigazos ahí abajo, jovenzuela? Si Su Señoría no ordena que te despojen de tus vestimentas y te azoten inmediatamente, que es lo más probable, y sin duda lo que más gusta a los espectadores, lo harán allí, en el patio, antes de colgarte —Y con tan animosas palabras, la empujó delante de él, a través de una puerta doble abierta de par en par, hacia una cámara grande y abarrotada de gente.

Maggie se detuvo, tambaleándose, pues la oscuridad la amenazaba con volver. El ruido y el olor eran insoportables y el terror que la había invadido cuando la arrestaron parecía ahora haberle robado la capacidad para pensar en otra cosa. Nunca en su vida se había sentido tan terriblemente sola. La sala no tenía nada que ver con la única sala de ese tipo en la que había estado antes, y si el juez sentado detrás de su elevada tarima le recordaba en algo a su homólogo de Inverness, era solo debido a que ambos lucían la misma toga negra, peluca bien ajustada y en exceso empolvada y anteojos de metal. El resto era todo distinto, pues este hombre era delgado y de aspecto cruel. Miró con severidad al hombre que en aquel momento estaba delante de él.

Como vagabundo de esta ciudad, estás condenado a que te azoten en la espalda hasta que te corra la sangre por los tobillos. Si vuelvo a verte por aquí, ordenaré que te asesten cien latigazos. —Dio un golpe con su maza, las piernas del acusado se doblaron y dos carceleros de expresión adusta arrastraron a la pobre víctima hacia fuera.

Maggie empezó a temblar y no podía parar. Si el horrible juez ordenaba que la azotasen en la espalda, se descubrirían los mensajes que portaba. El vigilante volvió a empujarla, y ella dio un traspié en el pasillo situado entre las filas de asientos dispuestos para los espectadores. Un hombre que estaba dibujando en uno de los bancos delanteros, siguió con la mirada al acusado al que estaban sacando de la sala y luego se apresuró a trazar un esbozo, como si pretendiese plasmar toda la escena sobre el papel. La sola idea de que alguien pudiese acudir a un lugar así por el mero hecho de hacer dibujos de los condenados la hacía sentirse enferma, sin embargo, no podía apartar la mirada de él. Finalmente, decidida a recobrar su dignidad, alzó la barbilla y se esforzó por mirar hacia otro lado, lo que hizo que se cruzase con la gélida mirada del juez.

Siguiente caso —declaró este en tono frío e insensible. Maggie alzó la mirada en busca de su captor, pero él negó con la cabeza.

Hazte un sitio en ese banco de delante, jovenzuela. Habrá unos cuantos delante de ti, algo que deberías agradecer.

No se atrevió a pedir a nadie que le hiciese un hueco y permaneció en pie junto al banco hasta que el vigilante golpeó a las dos mujeres sentadas cerca de ella para que se apretasen un poco. A medida que Maggie se movía para sentarse, su mirada se cruzaba con la del hombre de la libreta de dibujo. Después de fulminarlo con la mirada apartó los ojos con rapidez y tomó asiento; mientras, pensaba en lo mucho que odiaba la sola idea de que se atreviese a retratarla.

El tiempo avanzaba con lentitud y cada caso que precedía al suyo incrementaba sus temores, pues estaba claro que el juez que ocupaba la tarima aquel día entendía poco de clemencia. Una y otra vez enviaba a las pobres víctimas a prisión para que aguardaran su ejecución y, en más de una ocasión, ordenó un azotamiento público el día anterior al cumplimiento de la pena. Hasta aquel momento, el único consuelo era que no había ordenado ningún castigo inmediato, dentro de la misma sala. 

Maggie concentró la mirada en el punto en que el estrado se juntaba con el suelo, pero se distraía constantemente a causa de los ruidos que se oían detrás de ella. Pies que se arrastraban, personas que tosían o estornudaban y murmullos y susurros constantes. Varias veces, destacando entre los demás, oyó el ruido de alguien que pasaba hojas.

Finalmente, ante la llamada del siguiente caso, el vigilante le tocó el brazo, instándola a que se pusiese en pie. Maggie obedeció, temblorosa, las piernas débiles, preguntándose cómo podría salvarse. El imponente juez preguntó con frialdad:

¿Cuál es el delito, vigilante?

Robo, Su Señoría, más de cinco libras.

La mirada gélida y grisácea del juez se posó sobre Maggie:

¿Tienes algo que declarar, muchacha?

Sí, señor —replicó ella al tiempo que se esforzaba por hablar calmadamente—. Si fuera tan amable, Señoría, desearía explicarle lo sucedido.

El alzó levemente las cejas.

Hablas como una persona de cierta clase.

Sí, señor, soy…

Aún resulta más lamentable que hayas caído tan bajo —añadió, volviendo a alzar la mirada—. ¿Has dicho más de cinco libras, vigilante?

Efectivamente, Señoría.

La ley es clara al respecto. Tu sentencia, muchacha, es que…

¡Espere! —gritó Maggie— No puede tratarme así. Por favor, señor, hay personas que declararán a mi favor. Le ruego que me deje explicarle quién soy y por qué…

El juez volvió a mirarla.

No tengo por qué hacer tal cosa, sin embargo lo haré, pues tus modos me tienen intrigado. ¿Quién va a declarar a tu favor?

Su primera intención había sido mencionar el nombre de lady Primrose, pero cuando estaba a punto de pronunciarlo, se dio cuenta de que si se sospechaba que fuese jacobita, como varios de sus anfitriones habían sugerido que podría ser el caso, nombrarla ahora no sería conveniente, y sería ciertamente dañino para la causa por la que ambas luchaban. Sin pensar nada más, Maggie soltó el único otro nombre que conocía en Londres:

El conde de Rothwell, Su Señoría. Estoy emparentada con el Conde de Rothwell.

Para su gran pesar, el juez se echó a reír.