Capítulo XIII
Bruscamente arrebatada de su profundo sueño habitual, Maggie solo sabía que tenía un pesado cuerpo sobre ella e intentaba quitárselo de encima instintivamente. Cuando la habitación se iluminó de pronto, parecía llena de extraños y eso la desorientó más, pero reconoció el rostro de Ned cerca del suyo en el mismo momento en que el tabernero amenazaba con sacarlo afuera y colgarlo. Cuando oyó la segunda voz, acababa de darse cuenta de que el conde estaba completamente desnudo y apenas alcanzó a entender lo que se decía.
Rothwell resolló e hizo ademán de sentarse, tirando de sus sábanas en un intento claramente vano por cubrirse. Ella intentó ayudarle y estiró también del edredón, mas estaba atrapado con fuerza detrás de él y cuando estiró para intentar soltarlo, la mano le resbaló y rozó sin querer su piel desnuda. Apartó la mano con rapidez. El tabernero, que la estaba mirando, dijo:
—A mí no me parece que ese tipo sea su esposo.
No la miraba, lo que tampoco le importó, pues a la vista de su falta de atuendo y de la comprensible confusión de Conach MacLeod, ella tampoco creía ser capaz de mirarlos a ninguno de los dos a la cara. Conach miraba desafiante al conde, incitándole a que respondiese, mas todavía no había pronunciado una sola palabra y dado que ella no tenía la menor idea de lo que hacía en su cama, también permaneció en silencio.
Se alegró mucho de oír la voz de James por encima de las otras en el pasillo y un momento después se abrió camino y entró en la habitación.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó, mas, para sorpresa de Maggie, solamente miraba hacia Conach y hacia los que se arremolinaban junto a la puerta. Ni siquiera lanzó una mirada a su hermano. El tabernero expuso sus argumentos:
—Esperábamos que nos lo explicase usted, pero da igual, lord o no lord, este tipo no se va a aprovechar de una muchacha inocente en mi casa. No tengo miedo a ningún maldito inglés y será un verdadero placer colgar a uno.
—¡Oh, vamos, Conach! —dijo una segunda voz, más profunda— Te he dicho que ese hombre tiene que estar casado con la muchacha. Es terriblemente lamentable, lo sé, pero no puedes colgarlo por tener relaciones con su propia mujer.
Maggie se quedó inmóvil. No lograba ver al hombre que acababa de hablar, mas había reconocido su voz con la misma facilidad con que hubiese reconocido la de su propio padre. Era el primo de Kate, Dugald. Esperaba que ni Rothwell ni James pudiesen verlo, pues ambos lo reconocerían sin duda después del asalto.
La voz del joven Carsley era fría y por una vez habló como un caballero inglés de noble cuna cuando dijo:
—No alcanzo a comprender por qué los asuntos de mi hermano son de su incumbencia, tabernero, pero le concederé el beneficio de la duda y aceptaré que únicamente pretendía proteger a una mujer hospedada en su casa. El señor también le perdonará, sin duda, dado que se trata, ciertamente, de su esposa.
Maggie sintió cómo se ponía tenso otra vez y vio que abría la boca para hablar, aunque la cerró inmediatamente ante la feroz mirada de advertencia que le lanzó su hermano. El conde se había apañado para cubrirse la mitad inferior del cuerpo y Maggie se esforzaba por disimular la creciente diversión que le causaba la situación. Ignoraba cuáles eran las intenciones de Kate y los otros, mas no iba a hacer nada para aguarles la diversión, pues cuando James había cruzado la frontera de lo aceptable y había propinado aquellos azotes a Kate, Rothwell no había hecho nada para detenerle y estaba claro que Kate se estaba intentando vengar de los dos caballeros. Estaba claro que ella no pensaba intervenir, y solo esperaba que los hermanos Carsley no descubrieran la travesura.
Conach miraba a Rothwell:
—¡Vaya, señor! ¿Es eso cierto? ¿Es la muchacha su legítima esposa?
Maggie esperaba que lo negase, pero no fue así. En su lugar miró a James, sin embargo Conach también lo miraba, por lo que permaneció rígido, con los labios fuertemente apretados. Finalmente, con tono grave, Rothwell dijo:
—No me queda más opción que decir que lo es.
El tabernero se relajó.
—En ese caso no hay problema. Le deseo que pase una buena noche. Disculpe la intrusión, mi lord.
James cogió el candelabro de Conach antes de que éste se marchase y un momento después el pasillo quedó vacío y ellos tres solos. Maggie se movió para alejarse más del conde y él la miró con arrepentimiento.
—Espero que no piense que he venido aquí a violarla. Usted también ha tenido que oír el grito que me ha despertado a mí. He creído que era su voz, que estaba en peligro.
—Yo no he oído nada, —dijo Maggie con sinceridad—. Tengo el sueño muy profundo, señor. No me he despertado hasta que no ha caído sobre mí.
Él se quedó pensativo, con el ceño fruncido.
—¿De dónde demonios provenía ese grito si no ha sido de aquí? ¿Y qué demonios —añadió mirando a su hermano— pretendías al decirles a esos chiflados que estoy casado con ella?
—Menos mal que no me has llevado la contraria —respondió este precipitadamente—, y, ¡maldita sea, Ned! Tampoco sirve de nada que me mires con esa cara de asesino, pues no tenía elección. Me han despertado las voces y cuando he salido al pasillo los que estaban al otro lado de la puerta pedían a gritos tu cabeza. Dos tipos me han dicho que el tabernero te colgaría si no estabas casado con ella así que ¿cómo me iba a atrever a decir que no? Al igual que ellos, yo tampoco sabía qué hacías en su habitación, así que no creo que puedas culparles a ellos por el malentendido y en realidad, ¿qué importancia tiene simular que estáis casados? En cuanto salgamos de aquí los perderemos de vista para siempre.
—Eso es cierto —dijo Rothwell con un suspiro.
—¿Dónde demonios está tu ropa? —preguntó James—. No me digas que te has paseado desnudo por el pasillo.
Rothwell se ruborizó, mas respondió:
—Te he dicho que pensaba que miss MacDrumin estaba en peligro, así que he cogido un edredón apresuradamente. —Señalando hacia el suelo añadió—. Ése que está detrás de ti. Se ha debido de enganchar en algo cuando he entrado, haciéndome tropezar, así que si me lo alcanzas, dejaremos que miss MacDrumin se vuelva a dormir.
Maggie, que tenía que hacer verdaderos esfuerzos por contener la risa al ver a James recuperar el edredón y dárselo al conde, dijo:
—Hay… hay una cosa más que debería saber, Rothwell. —Estaba intentado cubrirse con el edredón y era obvio que no estaba prestando mucha atención a sus palabras, pues el tono de su voz era distraído cuando preguntó:
—¿De qué se trata?
Sin perder de vista su expresión y con un cierto interés por la misma, Maggie continuó:
—En Escocia, el matrimonio por declaración es perfectamente legal.
Se quedó inmóvil, mas antes de que pudiese responder, su hermano se le adelantó y preguntó con brusquedad:
—¿Qué demonios es el matrimonio por declaración?
Sin quitar los ojos del conde, respondió:
—No conozco con exactitud las implicaciones legales del mismo, pero creo que al haber declarado ser mi esposo delante de testigos, su hermano se ha convertido precisamente en eso ante la ley.
—¡Por todos los diablos! —exclamó James mirando a Rothwell—. Eso no puede ser cierto. Dile que se equivoca, Ned.
Éste ya se había puesto en pie y miró hacia Maggie con una mirada tan sombría que ella ya no tuvo que esforzarse por contener la risa. A continuación, añadió:
—Veo que se da cuenta de que este asunto podría ser más grave de lo que usted pensaba, miss MacDrumin, pero no tiene de qué preocuparse. Independientemente de lo que dicte la ley escocesa, le aseguro que las leyes de Inglaterra no incluyen ninguna estupidez semejante y sobra decir que yo no tengo ninguna obligación legal en Escocia.
Con gesto serio, ella replicó:
—Ni yo espero que la tenga, señor. Además, al margen de las circunstancias, estoy segura de que podremos solucionar todo este asunto en cuanto lleguemos a Glen Drumin y se lo expliquemos a mi padre.
—¡No hay nada que explicar! —exclamó él con frialdad y con un aspecto más señorial de lo que Maggie hubiese esperado de un hombre envuelto en un edredón.
James y el conde se marcharon y ella se preguntaba por qué se sentía desilusionada ante la idea de que el problema que habían causado Kate y los suyos fuese a resolverse tan fácilmente. Porque se iba a resolver, desde luego, aunque podría acarrear alguna consecuencia más de lo que Rothwell pensaba, pues muchas de las personas que se encontraban en la posada aquella noche estarían deseando correr la voz de su famoso matrimonio. La sola idea de estar casada con él ya debería consternarle de por sí, aunque tampoco era algo a lo que hubiese que darle vueltas. En su mente veía todavía su suave piel, que dibujaba con firmeza unos musculosos hombros que demostraban, si acaso le había cabido alguna duda, que sus elegantes abrigos no requerían hombreras.
No alcanzó a ver mucho más que sus hombros, sin embargo, sintió cómo se le sonrojaban las mejillas al arrepentirse de no haberse entretenido más en ver cómo era su torso. No había visto a muchos hombres desnudos y la mayoría eran de su familia y mucho mayores que ella, con pechos y espaldas peludos, incluso con peludas posaderas. Pero la espalda de Rothwell era suave al tacto, firme, tersa y musculosa. Una vez superado el primer impacto, al despertarse, no le había asustado lo más mínimo aguantar su peso, si bien luciría unos cuantos moratones como resultado de su caída. Le dio la impresión de que le había rozado una costilla con el codo.
Matrimonio. No era la primera vez que esa idea le rondaba por la cabeza. Había asumido que se casaría algún día, que su padre le propondría a alguien o que vendría a cortejarla algún muchacho de algún otro clan, o incluso del suyo propio. Mas solía pensar en ello cuando era más niña, antes de que comenzasen los problemas. Desde el levantamiento no había vuelto a pensar mucho en el matrimonio, pues habían sido muchas las preocupaciones durante el mismo, y demasiadas las dificultades después, incluido el endemoniado whisky de MacDrumin.
Se preguntaba qué pensaría Rothwell si descubriese cuál era la principal fuente de ingresos del terrateniente, especialmente ahora que sabía que a él le agradaba el whisky. Había podido apreciarlo esa misma noche, pues Conach MacLeod, al igual que muchos hosteleros de la zona, solo vendía whisky adquirido a precios que no hubiesen sido hinchados con el vil impuesto inglés y a ella le constaba que le compraba el suyo a Andrew MacDrumin.
A pesar de su creciente afán por convencerlo de que existían razones que justificaban hasta actos tan desmesurados como los de Kate, había sido capaz de evitar toda mención al whisky. La producción ilegal era mucho más frecuente en las Tierras Altas que los actos como los que cometía Kate, y Maggie tenía la impresión de que el conde sería incluso menos tolerante con el contrabando que con el hurto. No le cabía ninguna duda de que también amenazaría con la horca a los contrabandistas. En Inglaterra se ahorcaba a un gran número de delincuentes y ciertamente ella podía dar fe de ello, pues no solo había sido amenazada ella misma sino que había visto con sus propios ojos a delincuentes colgados de cadenas a lo largo de la carretera que conducía a Londres.
Inglaterra era un lugar sombrío. No podía imaginarse a sí misma viviendo allí ni un solo día. No era como Lydia o lady Rothwell, que disfrutaban en eventos sociales como bailes de máscaras, fiestas y veladas musicales y se deleitaban con decisiones tan rutinarias como qué ponerse y cómo arreglarse el cabello. No es que no hubiese vivido momentos agradables. El dormitorio que había ocupado era el más hermoso que había visto nunca. En ese sentido, la casa Rothwell era la más majestuosa que habían visto sus ojos, ni siquiera comparable a las de Edimburgo. Y los vestidos, ahora lamentaba no haber estado el tiempo suficiente para recoger los últimos que le había confeccionado la modista de lady Rothwell. Tampoco es que pensase que Glen Drumin fuera lugar para lucir semejantes atuendos. Era una pena, pensaba entre suspiros, que no fuera posible coger lo mejor de ambos mundos y mezclarlo de algún modo para obtener un lugar agradable. Mas no era posible, y tendida sobre aquella cama, rodeada de los aromas húmedos y familiares de las Tierras Altas, los pinos, la turba, el olor penetrante a vegetación de las plantas y los arbustos, incluso la lluvia que se deslizaba silenciosa entre el follaje y tamborileaba en la ventana, sabiendo que ya casi estaba en casa, decidió que una vez llegase a Glen Drumin, jamás volvería a marcharse.
Finalmente se quedó dormida y a la mañana siguiente, cuando María vino a ayudarle a vestirse, se dio cuenta de que ignoraba los sucesos acaecidos durante la noche y se alegró por ello. Durante el desayuno, cuando Rothwell preguntó a Conach por los caballos, fijó la mirada en su cuenco de gachas de avena, resistiéndose a interrumpir, deseando que Conach, que parecía mucho más animado que el día anterior, no osase engañar al conde, dado que ella le había dicho por lo menos dos veces que MacDrumin tenía caballos en la posada a disposición de cualquiera que los necesitase para ir a Glen Drumin. Para su gran alivio, el tabernero respondió cortésmente:
—El terrateniente tiene tres aquí, mi lord, y por mi imprudencia de la noche pasada, le ofreceré tres más y, si lo desea, me encargaré del transporte de su equipaje a Glen Drumin. Creo que es lo justo por un honesto error. No sabía que estaba casado con la hija de Andrew MacDrumin.
Tras decidir que el asunto del matrimonio había llegado demasiado lejos y segura de que Conach sería razonable ahora que estaba más sosegado, Maggie dijo:
—Creo que convendría que supieses…
—Calla, Maggie. —dijo James con inusitada severidad prácticamente en el mismo instante en que Rothwell extendía su mano a Conach y decía:
—Acepto su generoso ofrecimiento, señor, y se lo agradezco. Chelton, recoge al menos ropa de cambio para el señor James y para mí y María, tú coge algo de ropa de la señorita… es decir, de tu señora. Utilizaremos el sexto caballo para transportar la carga, mas no podremos llevar mucho, así que sed razonables y daros prisa. Partiremos en cuanto estén listos los caballos.
Maggie obedeció a los deseos de ambos caballeros y se mordió la lengua, y no se sorprendió al ver que los Chelton, para quienes las noticias de su matrimonio debían de haber sido una gran sorpresa, hacían lo mismo que ella. Una vez estuvieron en la carretera, María, que cabalgaba rígida a su lado, delante de Rothwell, James y Chelton, le preguntó con el mismo tono que hubiese utilizado en Londres, qué había querido decir el tabernero al decir que Rothwell se había casado con ella. Maggie, con voz queda, respondió:
—Se trata simplemente de un malentendido, María, no le des mayor importancia.
—Pero ese hombre se refirió a usted como su señora —dijo María— y me gustaría saber por qué…
—Ya es suficiente, María —dijo Rothwell—. Como te ha dicho miss MacDrumin ha habido un malentendido que, dada nuestra condición de forasteros en esta zona, hemos creído conveniente dejar estar.
María resolló.
—Sin duda una decisión muy acertada, mi lord, pues es una tierra salvaje poblada por gente salvaje y nada apropiada para personas importantes.
—El señor no ha pedido tu opinión, María. Le agradaría más que te mordieses la lengua —dijo Chelton.
Al ver que María, dolida, se ruborizaba, Maggie mantuvo la boca cerrada y se ahorró la reprimenda que había estado a punto de propinarle ella misma, e incluso sintió una pizca de lástima por aquella mujer. Al poco rato, el conde dijo en su habitual tono apacible:
—Baja el ritmo y cabalga con Chelton, María, y mira a ver si puedes hacer algo para calmar su genio. Me gustaría cabalgar con miss MacDrumin. —María no parecía en absoluto complacida ante tal petición, mas hizo lo que le habían dicho y Rothwell, mientras acercaba su zaino caballo al grisáceo de Maggie, dijo—. Me pregunto si podría aclararme una cosa, miss MacDrumin. Estoy comprobando a marchas forzadas que llevaba mucha razón cuando me llamó la atención por mi ignorancia sobre mi estado escocés. ¿Es cierto que esta terrible carretera es una de las de Wade?
—Lo es —dijo ella, agradecida por la naturalidad con que se dirigía a ella—. Y aún tiene que empeorar mucho antes de mejorar —El río Spey, crecido tras las recientes lluvias, fluía veloz a su izquierda y a su alrededor, el paisaje hacía alarde de un verdor exuberante lo que dotaba al paso montañoso de mayor crudeza.
—Costó seis meses construir la carretera —le dijo—. La construyeron cuando yo tenía tres años, así que no puedo decirle mucho, pero mi padre lo recuerda muy bien. La utilizaban para el traslado de tropas y artillería desde Stirling hasta Fort Augustus.
—No puede ser —dijo él con gesto pensativo—. Para transportar artillería se necesitan vehículos rodados.
—Pues lo hicieron —le aseguró ella—. El propio general Wade la recorrió con sus oficiales en un carruaje tirado por seis caballos hasta llegar a la cima, y luego descendió por el otro lado. Todavía es posible pasar dos carruajes por la carretera, pero la mayoría de la gente prefiere caminar que arriesgarse a hacerlo en un carruaje desbocado.
—¿Por qué está tan mal conservada?
Maggie respondió con una irónica sonrisa:
—¿Cree que nosotros la queríamos, señor? Para nosotros supuso una injustificada intrusión, además de un inconveniente. No solemos ponerles herraduras a nuestros caballos, y la gravilla les afilaba las pezuñas, lo que los dejaba inservibles. En ese sentido, mucha gente de nuestras tierras no usa zapatos. Deslizarse por las rocas de los ríos no es nada para ellos, pero la gravilla resulta intolerable para sus pies desnudos. Además, este camino ha sido utilizado por los arrieros de ganado desde hace más de cien años y la gravilla desgastaba los pies de las bestias, por lo que también había que ponerles herraduras. Todo esto viene a demostrar —añadió con amargura— que deberíamos tener un soberano escocés familiarizado con todas esas cosas nuestras.
—Ni el joven pretendiente ni su padre encajan en esa descripción —dijo él, mas habló con naturalidad, sin afán de discutir—. No solo es imposible que conozcan todos sus problemas, a pesar de la estancia de Charlie en estas montañas, sino que además son católicos. Tal vez usted no comprenda la importancia de este dato, pero…
—No sea condescendiente conmigo, Rothwell —dijo ella bruscamente—. Ya conozco su Acta de Establecimiento. La aprobó el parlamento inglés, nunca el escocés.
—¡Eh, vosotros! —dijo James acercando su caballo al otro lado de Maggie, pese a que la carretera apenas era lo suficientemente ancha como para que cabalgasen de tres en fondo—. Hoy nada de peleas. Disfrutad de este maravilloso entorno. ¡Por todos los diablos! Me dan ganas de convertirme en un pintor de paisajes. Y por lo menos, en lo que nos resta de camino, con un pedregal por encima y un muro de sólido granito por debajo, no corremos el riesgo de ser atacados por salvajes ni ladrones que se abalancen sobre nosotros desde los arbustos. ¿No es así, Ned?
Maggie abrió la boca con intención de decirle lo que pensaba de una tontería semejante, pero volvió a cerrarla al notar una chispa de diversión en sus ojos:
—Supongo que piensa que tiene gracia lo que dice y supongo que cree que las mujeres no deberían hablar de política. Pronto comprobará, señor, que las mujeres escocesas hablan de muchos temas que las mujeres inglesas de buena educación no hablan. Para empezar, tenemos una pésima opinión del gobierno inglés y tenemos razones para ello. Su Acta de Unión no era más que un movimiento político para abolir el parlamento escocés y nuestro consejo privado y el resultado, como hubiese anticipado cualquiera con dos dedos de frente, es la hegemonía inglesa, algo que no desea ningún escocés.
—Y que es perfectamente comprensible —dijo James. La pendiente de la carretera empezaba a ser pronunciada y los dejó pasar por delante de él, mas seguía aparentemente decidido a charlar sobre temas más banales, y preguntó por cada pájaro, planta y animal que veía y prorrumpió en exclamaciones de admiración al ver a una enorme águila pescadora sumergirse en el agua para cazar su cena.
Sus esfuerzos eran loables, mas no transcurrió mucho tiempo hasta que un comentario casual de Rothwell provocase la furia de Maggie, quien le acusó de negarse incluso a intentar comprender a los escoceses. Exasperado, James dijo con tono cortante:
—Según lo que yo recuerdo de mis clases de historia, señora mía, el número de ingleses que aprobaron el Acta de Unión no fue superior al de escoceses.
—Cierto —dijo, pero Maggie comprobó que la miraba con expectación, su mirada era en cierto modo respetuosa.
—Porque se suponía que era beneficiosa para nosotros —replicó ella con brusquedad—. Pero en vez de ello tenemos que soportar impuestos opresivos y un gobierno sobre el que no tenemos ningún control.
—Y por ello —puntualizó—, los habitantes de las Tierras Altas se rigen por sus propias reglas y abordan sus asuntos sin tener en cuenta las leyes que gobiernan en el resto del país.
—Porque así es como ha sido siempre —exclamó Maggie—. Estuvimos aislados del resto del mundo durante tanto tiempo que aprendimos a basarnos en nuestras propias lealtades y tradiciones y así ha sido desde mucho antes de que Inglaterra contase tan siquiera con un gobierno. Nuestra civilización ya era antigua cuando los romanos invadieron Bretaña.
—Eso no quiere decir que sus formas sean las únicas posibles —dijo él, y su calma todavía la indignaba más, pues le daba la impresión de que desestimaba sus argumentos como si fueran los de un niño—. Como le señalé en una conversación anterior —continuó—, no somos nosotros los ingleses los que estamos forzando el cambio en sus tierras.
—Es usted increíble, Rothwell, tan sabiondo, tan superior dentro de su sentido inglés de la rectitud. Es una lástima que yo sea una dama y no intente inculcarle algo de sentido de una bofetada.
—Puede intentarlo si lo desea, pero sepa que aunque en una ocasión se lo permití, no voy a dejar que un comportamiento semejante se convierta en una costumbre para usted —Ella lo miró fijamente, se percató del destello que emitían sus ojos y un escalofrío le recorrió el cuerpo. El deseo de abofetearle se esfumó cual humo en el viento. James se rió:
—No le recomiendo que opte por la violencia, señorita, pues Ned puede parecer un petimetre, pero sabe cómo defenderse.
Arrastrando de sus ojos que seguían posados sobre Carsley, logró sonreír a su hermano y añadió:
—Bonitas palabras, señor, ¿acaso cree que la violencia debe reservarse a los hombres para que la utilicen contra las mujeres?
—¿Yo? —James parecía sorprendido— ¿Por qué me ataca a mí? Yo no soy nada violento.
—¿No? ¿Y qué hay de lo que le hizo a la pobre Kate?
—¿Pobre Kate? Eso no fue violencia, señorita, eso fue un castigo bien merecido. Su queridísima Kate no era precisamente una víctima inocente. Esa fierecilla me apuntó con una pistola y me escupió en la cara. Si hubiese sido un hombre, habría hecho algo más que darle unos azotes, así que debería estar bien agradecida.
Dado que Maggie no consideraba poder defender los actos de Kate, se alegró cuando Rothwell sugirió que desmontasen para que descansasen los caballos un rato. Las montañas que los rodeaban parecían azules por la bruma que las envolvía, mas aún podían distinguir al Ben Nevis por encima de los demás.
Aunque no tardaron en volver a montar, su paso seguía siendo lento debido a la profunda inclinación, y todavía se ralentizó más cuando al caballo de María se le salió una herradura y no le quedó más remedio que caminar o compartir caballo con Chelton. Maggie había observado para entonces que la creciente altura de la carretera y las frecuentes cortaduras estaban poniendo a María excesivamente nerviosa, así que no le pidió que se moviese más rápido.
Antes del atardecer el cielo se había cubierto de nubes y en menos de una hora comenzó a caer una ligera y constante lluvia. Se cobijaron como pudieron en una cueva natural formada por enormes rocas y esperaron a que pasase. Como resultado de tales retrasos, ya comenzaba a anochecer cuando alcanzaron la cima.
La parte septentrional de Corriearrack, al ser la línea divisoria de las aguas del río Tarff en el curso desde su nacimiento en las elevadas montañas Monadhliath hacia el lago Ness, era tremendamente distinta de la parte meridional. Aunque era prácticamente igual de empinada, las colinas, los valles y las cañadas estaban teñidos de un verde exuberante y tapizados por frondosos bosques, salpicados por agua en todos sus declives. Aunque las nubes habían comenzado a dispersarse, la noche llegó veloz y con la creciente bóveda de follaje apenas se podía ver ninguna estrella. Mas Chelton prendió unas antorchas y pronto hallaron el camino que se desviaba de la ruta principal con destino a Glen Drumin.
No hablaron mucho durante la siguiente hora, pues cada jinete debía concentrarse en el camino y en no perder de vista al que le precedía. La carretera que conducía a la cañada no era más que un angosto sendero y transitarlo en la oscuridad no era muy acertado, cosa que Maggie sabía muy bien, por varios motivos. Podía oír ruidos delatores por delante que le hacían pensar en la proximidad de algún enemigo, o incluso de algún amigo, pues para entonces su padre ya habría recibido sin duda alguna noticias de su llegada. No obstante oyó un grito que provenía de atrás. Giró rápidamente la cabeza y vio que se acercaba alguien. Al principio no podía distinguir cuántos eran, ni quiénes, mas oyó a Rothwell murmurar:
—¿Otra vez bandidos? ¡Por Dios! Esta vez los…
—No —le interrumpió Maggie—. Los bandidos no gritan primero, señor, y rara vez viajan en carromatos.
—¿Carromatos? ¿En este penoso conato de carretera? ¡Cielos, sí, sí, ahora oigo las ruedas!
—Efectivamente, señor, y por el ruido se diría que van a buen paso. Es sorprendente que los carromatos no salten en mil pedazos. Será mejor que nos hagamos a un lado para que puedan pasar.
A él le pareció bien, así que sacaron sus caballos del sendero y aguardaron a que pasasen los carreteros. Sin embargo, conforme se iban acercando, los hombres redujeron su paso y uno de ellos gritó:
—¿Quién va?
No portaban ninguna luz y en la oscuridad Maggie no podía distinguir ningún rostro más allá del círculo iluminado por su antorcha, mas había sospechado de quién podía tratarse nada más oír los carromatos y la voz que acababa de gritar le resultaba más familiar que la suya propia.
—¡Papá, oh, papá, soy Maggie! —exclamó.
Un instante después su padre la levantó y la abrazó con tal fuerza que temió que se le partiesen las costillas y MacDrumin dijo alegremente:
—Así que has regresado, jovencita. Deja que nos adelanten los muchachos mientras me cuentas qué te ha parecido Londres.
—Muy grande, papá, y muy ruidosa, más que Edimburgo. ¡Oh! —añadió al recordar a sus acompañantes—, debo presentarte al conde de Rothwell, papá, y a míster James Carsley que han sido tan amables de acompañarme hasta casa.
—¿Dónde están Fiona y Mungo? —preguntó MacDrumin, que solo dirigió un gesto cortante con la cabeza al conde y a James. Los ojos se le llenaron de lágrimas y respondió:
—Muertos, papá, los dos. Mungo se confundió de bocacalle cuando buscábamos… es decir, cuando llegamos a Londres —lo arregló rápidamente añadiendo— unos hombres horribles atacaron nuestro carruaje y nos sacaron a Fiona y a mí a la calle. Yo me golpeé la cabeza con algo y caí inconsciente, pero no tuve más heridas. Cuando desperté, Fiona y Mungo habían desaparecido y me dijeron que habían muerto. El coche tampoco estaba, y así es como recurrí a la protección de su señoría.
—Por lo que tengo entendido, obtuviste algo más que protección —dijo MacDrumin, quien se giró finalmente hacia Rothwell y le extendió la mano—. Tendrían que haberte leído las amonestaciones como a un buen cristiano, muchacho, pero ignoraré esa parte para darte la bienvenida a la familia.
Entre la oscuridad se oyó una risa de mujer y Maggie reconoció la voz de Kate MacCain.