Capítulo XIV
Rothwell tendió forzadamente su mano a MacDrumin, mas él también había oído la risa de Kate y había comprendido que había sido víctima de una trampa. Se preguntaba si Maggie había tomado parte e intentó convencerse a sí mismo de que no importaba. En cualquier caso, deseaba que James no hubiese oído la voz de aquella arpía, pues lograrían averiguar más cosas sobre MacDrumin de los MacDrumin y sus secuaces si sabían guardar la calma que si se alejaban de él desde el principio. Mantuvo su voz estrictamente controlada y dijo:
—El matrimonio es un asunto del que hablaremos en otro momento, MacDrumin, pues no estamos ni el lugar ni el momento apropiados.
—No hay nada de lo que hablar, pero desde luego, salen políticos hasta de debajo de las piedras —dijo el terrateniente con un suspiro—. Debes saber que no tendrá ninguna dote, muchacho, y aunque yo hubiese sabido negociar bien el acuerdo para decidir la cuantía de la misma, el momento para ello ya pasó, debido a tu propia impetuosidad.
—Papá —dijo Maggie apresuradamente—, no es tan sencillo como…
—¡Chist! —replicó llevándose una mano a la oreja para oír mejor— ¡Oigo ruido de cascos!
Cuando el grupo se quedó en silencio, también Ned pudo oír como se acercaban a paso ligero por detrás, lo que le llevó a pensar que, al igual que MacDrumin, los jinetes debían de conocer bien el sendero, o bien estar excepcionalmente chiflados.
—Los bosques están plagados esta noche —farfulló el padre de Maggie—. Moved esos carromatos, muchachos. Yo me encargaré de ellos.
El conde no se había parado a pensar en el posible contenido de los cuatro carromatos hasta el momento en que pasaron junto a él. Cuando dos jinetes emergieron de las tinieblas unos instantes después y se identificaron, con perfecto acento inglés, como oficiales de aduanas de su Majestad, apenas se sorprendió. MacDrumin optó por adoptar un tono de indignación.
—¿Qué demonios pintan un par de recaudadores de impuestos en Glen Drumin, si son tan amables?
—Son asuntos del rey, lord MacDrumin —replicó el portavoz—, y vamos a inspeccionar esos carromatos y los fardos que porta ese pony, así como cualquier otro bulto que carguen. No le servirá de nada protestar, se lo aseguro.
Carsley fue capaz de discernir una chispa de malicioso regocijo que se apoderó de los ojos de Andrew, incluso bajo aquella tenue luz, pero por lo demás, su comportamiento era el de un hombre completamente despreocupado, incluso ligeramente divertido, cuando dijo:
—¿Así que asuntos del rey, eh? Pues bien, muchachos, os recomiendo que os deis prisa en hacer lo que tengáis que hacer, porque si tenéis intención de entretener al conde de Rothwell después de un largo día de viaje, espero que tengáis buenas razones para justificar semejante imprudencia, ya que él no os va a dar precisamente las gracias por interferir en sus honestos asuntos.
—Por lo que sé, MacDrumin, tú no reconocerías un asunto honesto aunque lo tuvieses delante —dijo el portavoz, y Rothwell sospechó que hablaba con gran acierto—. ¡Condes! ¿Con qué otras patrañas nos vas a salir después? Baja, Foster, y echa un vistazo primero a la mercancía que lleva ese caballo.
Antes de que este tuviese tiempo de objetar nada al respecto, el terrateniente se apresuró a decir:
—Se os ha olvidado lo que dice la ley, muchachos. Se trata de una ley escocesa, pero aun así vuestro propio parlamento os obliga a cumplirla. Podéis confiscar los carromatos, pero no podéis registrarlos salvo que sea en presencia de un juez, a menos que el alto condestable de Edimburgo os haya encomendado una misión más allá de vuestras misiones ordinarias.
—Entonces nos lo llevaremos todo, MacDrumin, y a ti también. Vamos, Foster—. Respondió el portavoz sin dilación.
—Un momento —dijo con una frialdad tal que hizo que Foster ni siquiera terminase de desmontar del caballo —. Ignoro con qué derecho tienen la endemoniada impertinencia de cuestionar mi identidad sin tan siquiera pedirme que me identifique, pero lo cierto es que yo soy Rothwell y ustedes no van a tocar ninguna de mis pertenencias ni de las de mi grupo.
—¡Muy bien dicho, sí señor! —exclamó con aprobación cuando los dos hombres se miraron el uno al otro—. Es Rothwell, ya lo creo que sí, y es un hombre muy influyente en Londres, por no decir que es mi yerno, así que más vale que no lo molestéis. Después de hacer tan largo viaje con intención de celebrar sus nupcias, acaba de saber que en vez de ello ha de asistir a un funeral y, para colmo, tiene que aguantar vuestras tonterías. Marchaos de una vez y dejadnos en paz.
—Le ruego nos disculpe, mi lord —dijo el portavoz dirigiéndose directamente a éste, haciendo ademán de ignorar a MacDrumin—, pero tenemos noticia de que esta misma noche se va a transportar un cargamento ilegal de whisky y nuestros hombres han dado una batida desde Fort Augustus hasta el paso de Corriearrack con objeto de encontrarlo. No es mi deseo ofenderle, pero las órdenes que cumplo son claras: registrar todo fardo, persona o vehículo que encuentre. Estoy seguro de que no será necesario que le recuerde que si bien se ha de respetar su elevada posición, su rango no me impide pedirle permiso para proceder con el registro.
—Muy razonable —dijo Rothwell, divertido al ver la cara que ponían padre e hija y como ésta atrapaba su labio inferior entre sus hermosos dientes. Y sin variar su tono de voz, añadió—. Si es tan amable de mostrarme dicha autorización especial donde se le permite realizar dichos registros…
—Por lo que a eso respecta, mi lord —replicó el portavoz—, nos han hecho salir muy precipitadamente y por ello no llevo ningún documento conmigo en estos momentos, cosa que usted podrá comprender, no me cabe duda, y por ello nos dará su permiso para…
—No os va a dar nada —dijo MacDrumin, que estaba disfrutando claramente, aunque fingió indignación—. ¿Que no lleváis documentación? ¡Menuda sorpresa! Pero seguro que lleváis la de vuestras misiones ordinarias… ¿no, tampoco? Creo que estos dos no son más que un par de ladrones, Rothwell, porque si fueran quienes dicen ser, sabrían que la ley les obliga a llevar la documentación de sus misiones en todo momento, para demostrar su autoridad. Asaltadores de caminos es lo que son y si no se marchan de una vez, ordenaré a mis muchachos que les den una lección de buenos modales y ni un solo juez en Escocia se atreverá a decir que no se lo merecían.
Los recaudadores no aguardaron a ver si cumplía sus amenazas, pues una mirada al sombrío rostro de Rothwell bastó para que supiesen de qué parte estaba. Cuando se hubieron marchado, MacDrumin movió la cabeza y dijo:
—Son todos unos negligentes, eso es lo que son. Y no hay derecho.
Maggie dijo inmediatamente.
—¿Quién ha muerto, papá?
—¡Vaya, eso es lo que me gustaría saber a mí! —dijo MacDrumin—, pero si no nos damos prisa en llegar a casa, no importará un comino, pues me juego el cuello a que esos dos bufones van a ir directamente a Fergus Campbell y cuando lo hagan, vendrá a por nosotros en un santiamén. Arriba, jovencita —añadió mientras la ayudaba a montar en la silla.
Maggie lo miró desde el caballo y dijo con inquietud:
—¡Papá, no irás a llevar los… los carromatos a casa!
Rothwell, muy interesado en la respuesta de MacDrumin, notó cómo éste evitaba los ojos de su hija y respondía atropelladamente:
—¡Chist! no es momento de ponerse a charlar. A causa de los retrasos originados por estas malditas lluvias, algunos artículos han estado demasiado tiempo en la iglesia, por lo que nos obligaron a sacarlos con unas prisas muy poco decorosas. Pero todo habrá sido en vano si no llegamos a casa antes que ese mentecato de Fergus Campbell y entonces ya sí que no podrás parlotear, jovencita, ni tú ni nadie —añadió lanzando una mirada sombría a los otros.
El conde guardó silencio hasta que llegaron a la casa de Glenn Drumin. Los recaudadores no le habían causado muy buena impresión, en cambio el cascarrabias de MacDrumin le hacía bastante gracia. Hasta que no abrieron la enorme puerta de la casa de par en par, dejando al descubierto un recibidor profundo y oscuro, iluminado únicamente por velas y por un fuego que ardía con rabia en una chimenea con capacidad para albergar a seis hombres, no se dio cuenta de que le estaban dando la bienvenida, y con cierta cortesía, habida cuenta de las prisas, a la que en realidad era su propia casa. MacDrumin se dirigió a él con aparente ironía:
—Estás en tu casa, muchacho. Llévale a la chimenea, Maggie, y a los demás también, para que se sequen un poco y entren en calor antes de que empiece la función. Vosotros —gritó—, quiero en este recibidor a todo hombre, mujer y niño que podáis encontrar antes de que lleguen Campbell y sus patanes. Y traed los pastelillos de avena y el whisky que llevéis. ¡En un funeral no debe faltar la comida!
—Papá, por favor —dijo Maggie intentando agarrarle del brazo. Cuando él la apartó, pues tenía la cabeza en asuntos más importantes, ella se dirigió a Rothwell y le dijo con arrepentimiento—. Le ruego que disculpe este alboroto, señor, pronto acabará, espero, y después podremos hacerle comprender la situación.
Ned tenía una ligera impresión de que MacDrumin ya comprendía la situación perfectamente bien y no tenía la más mínima intención de admitir que su plan estaba condenado al fracaso, así que la hizo a un lado para que dejase pasar a un tipo que transportaba un barril, y dijo:
—Deduzco que el tal Fergus Campbell es un adversario más peligroso que el par que no hemos encontrado en el bosque. Así que supongo que tal vez su padre no esté para hablar de nada más tarde.
—Fergus Campbell es el regidor del que le hablé —dijo ella, y su aversión hacia ese hombre se perfilaba en cada sílaba—. Desciende de un clan que asesinó a cien personas inocentes mientras dormían hace sesenta años, en Glencoe, pero si bien heredó gran parte de esa perversidad, es un estúpido. Supongo que es posible que descubra a mi padre esta noche, pero hasta ahora no ha sido capaz de hacerlo.
Rothwell no dijo nada más, permaneció cerca del fuego para calentarse mientras observaba divertido el bullicioso ajetreo. Un reloj de pie que había cerca de las escaleras daba las ocho cuando James entró para decirle que los Chelton entrarían las cajas del caballo de carga, pues los hombres de MacDrumin parecían estar todos ocupados en otros menesteres.
Varios de ellos estaban disponiendo unos barriles pequeños para formar un rectángulo de unos seis pies por tres y MacDrumin, que había estado gritando órdenes a diestro y siniestro, hizo una pausa para contemplar su obra y asintió con la cabeza.
—Así se hace, muchachos, pero solo dos alturas, no lo hagáis más alto. ¡Que alguien traiga el mantel bueno de hilo!
—No, papá —protestó Maggie—. Ése era el mejor mantel de mamá y debemos reservarlo para las ocasiones especiales.
—¿Y qué mejor ocasión que un funeral? Rory, pon esos pastelillos de avena y algo de whisky en aquella mesa, muchacho. Dugald, ya puedes tapar eso.
Rothwell se dio cuenta de que el hombre robusto que se acercaba a MacDrumin y que portaba lo que parecía ser la tapa de un ataúd era uno de los bandidos que había participado en el asalto; al oír una leve exclamación de James cuando este ponía la tapa sobre el rectángulo de barriles, supo que su hermano también lo había reconocido. El joven Carsley buscaba con la mirada entre la creciente multitud y cuando de pronto se abalanzó hacia adelante, apartando a la gente a su paso, al conde no le hizo falta escuchar el grito femenino de furia que vino inmediatamente después para saber que había visto a Kate, había sacado sus propias conclusiones ante su presencia, y sin duda iba a tomarse la revancha en aquel momento y en aquel lugar.
Un grupo de personas se echaron atrás a toda prisa y entonces Ned comprobó que su hermano había cogido a la cabecilla del intento de asalto y que ella, furiosa, oponía resistencia e intentaba soltarse. Mas se quedó paralizada cuando entró un hombre en el recibidor y cerró la puerta de un portazo gritando:
—¡Jinetes, terrateniente, es el mismísimo Fergus Campbell!
Al ver que Chelton y María habían entrado en la casa, el conde les salió al paso y al observar un gesto de profunda desaprobación en el rostro de la mujer, le dijo severamente:
—Ni una palabra, María, si valoras en algo tu posición en mi familia. Esto no tiene nada que ver con nosotros. ¿Has oído lo que he dicho, Chelton?
—Sí, mi señor. Estate callada, María —añadió cuando María se apartó con un gesto de desaprobación—. Nosotros no tenemos que entrometernos en los asuntos de los escoceses.
MacDrumin se percató de su presencia en aquel mismo momento y se acercó a ellos, diciendo:
—Estos dos libros de salmos son para vosotros, y también tengo uno para ti, Rothwell. Id allí con los demás, rápido.
Los Chelton parecían ofendidos ante aquella repentina orden, mas tras una mirada de su señor, obedecieron. Más de treinta personas, incluidas unas somnolientas doncellas y una mujer entrada en carnes que Rothwell se figuró que sería la cocinera del padre de Maggie, se colocaron en torno a los barriles de whisky, que con el mantel blanco de hilo sobre la tapa del ataúd parecían exactamente unas andas funerarias.
Andrew estaba arrodillado en la cabecera con una Biblia, grande y muy manida, mientras todos los demás sostenían libros de salmos. Cuando la gran puerta de la calle se abrió de un empujón y un hombre corpulento entró dando zancadas en el recibidor, seguido de los dos recaudadores de impuestos, la gente alrededor de las andas funerarias empezó a llorar por el muerto. El terrateniente hizo una señal a los recaudadores para que se detuviesen y comenzó a leer el oficio para el difunto con tono grandilocuente. Sorprendidos, los tres hombres se quedaron quietos, aunque el más alto solo tardó unos segundos en preguntar bruscamente:
—¿Qué nueva fechoría estás tramando, MacDrumin?
—No es ninguna fechoría, Fergus Campbell, sino asuntos del Señor, y te agradecería que no interfirieses.
—¿Y a quién se le ocurriría celebrar un funeral a las ocho de la noche, viejo bribón? Esta vez te has superado a ti mismo. Voy a echar un vistazo al cadáver.
MacDrumin se irguió y dijo con tono acompasado, como si estuviese explicando algo muy sencillo a un niño retrasado:
—Estamos celebrando ahora el oficio porque el que preside el duelo se ha retrasado debido a este maldito tiempo y no ha hecho más que llegar. Este servicio, como sabrías si tuvieses la mitad de contacto con estos lares que el que alardeas tener con tus amigos los ingleses, se organizó hace dos días para esta misma tarde y el cuerpo ya lleva aquí casi ocho horas, delante de este gran fuego, y no debería tardar en mostrarnos su descontento con semejante situación a todos sin excepción —Arrugó la nariz.
El conde estaba tan fascinado que llegó a imaginar que podía oler la carne descompuesta. MacDrumin frunció el ceño y añadió:
—Si insistes, puedes mirar, Fergus. No creo que cojas ninguna infección. Al fin y al cabo, la abuela MacDrumin tenía que estar equivocada cuando ha dicho que el pobre tipo ha muerto de viruela.
—Hace años que no hay viruela por aquí —dijo bruscamente Campbell, mas Rothwell observó que se detenía a mitad de camino y parecía dudar sobre si acercarse o no.
—Eso es cierto —convino— y sirve además para demostrar lo peligroso que es para nuestra gente permitir que todo tipo de extraños infesten nuestras montañas. Deambulan libremente, procedentes de lugares donde esas terribles enfermedades son más comunes. Pero bueno, todos somos ciegos humanos, Fergus Campbell, «semejantes a la hoja ligera, impotentes criaturas hechas de barro deleznable, míseros mortales que, privados de alas…»
—Estás realmente chiflado —dijo Campbell—. No he oído que haya muerto nadie, viejo embustero, y tampoco he oído que haya ningún extraño.
—Ya, pero tú eres de «caracteres feroces y lenguaje altivo», ¿por qué habías tú de saber que mi hija y su esposo, el conde de Rothwell, estaban de camino a Glen Drumin? Pues quien yace en esta caja —El padre de Maggie miraba directamente a su yerno— es el mismísimo criado del señor, el mismo que vino a anunciar su llegada. Y aunque te estoy diciendo que fue su debilucha constitución inglesa la que le falló en nuestro salvaje país de las Tierras Altas, no puedo dejar de pensar que la abuela siempre suele llevar razón, así que si estás por mirar la putrefacta cara de este cuerpo, Fergus Campbell, hazlo de una vez.
Un silencio elocuente invadió la sala y Rothwell tuvo cuidado de no permitir que su mirada se cruzase con la de James por miedo a que le fallase su rigurosa circunspección. Lo cierto era que aquel viejo depravado poseía una imaginación verdaderamente fecunda.
—Olvida el ataúd, Campbell —dijo uno de los recaudadores—, lo que hay que confiscar es el equipaje que llevaba. ¡Cuatro carromatos y un caballo de carga!
El terrateniente se rió y negó con la cabeza.
—No os lo podéis llevar porque los criados del señor ya han recogido sus cosas. Basta con que lo miréis, queridos amigos, para que os percatéis de su porte elegante y moderno, a pesar del día tan duro que ha tenido. ¿Acaso dudáis que necesite cuatro carromatos llenos de equipaje?
El conde se dio cuenta de que era el objeto de todas las miradas y decidió que ya había tenido bastante. Miró con desprecio al presuntuoso de Campbell y dijo con tono calmado, aunque en cierto modo quejumbroso a la par que autoritario:
—Me cuesta comprender a qué viene tanto interés por mi equipaje, o con qué derecho habéis interrumpido este servicio. Presumo que vosotros dos —y lanzó una mirada a los dos recaudadores—, sois ingleses, pero ya habéis admitido que no podéis ejercer ningún derecho para molestarnos. En cuanto a ti, buen hombre —añadió mientras lanzaba una mirada de desdén a Campbell—, no creo que te hayan dado vela en este entierro.
Campbell se puso derecho y bramó:
—Tengo autoridad más que suficiente para estar aquí, mi lord, pues soy el regidor legítimamente asignado para esta zona.
—¡Válgame el cielo! —Rothwell hizo una pausa, para dejar que su mirada se endureciese. Acto seguido, dejó de fingir y añadió en tono tranquilo, mas escalofriante—. Pero no tienes ninguna autoridad sobre mí, Campbell.
—Puede que no, mi lord, pero el asunto que me trae aquí no tiene nada que ver con usted, porque lo que pretendo es…
—Estás en mi casa, no en la de MacDrumin, hecho del que, en tu posición, deberías estar bien informado. Además, has entrado en mi propiedad sin mi autorización y has invadido mi casa, porque desde luego yo no te he dado permiso para que entrases. No tienes nada que hacer aquí, Campbell. Vete y llévate a tus hombres contigo. Tu presencia es una afrenta a lo que debería ser una ocasión solemne y ya me estoy cansando de tu bravuconería.
El rostro de Campbell se tiñó de ira, mas reconoció la derrota y, haciendo un gesto a sus hombres para que lo siguiesen, salió de la casa. En el aire se respiraba un ansia contenida que solo se empezó a disipar cuando MacDrumin susurró:
—Por esto Pericles el Olímpico tronó y relampagueó, conturbó toda la Hélade. Bien hecho, muchacho.
Ned, que había reconocido el origen de las citas del terrateniente, le miró fijamente y replicó:
—Dado que el resto no te va a servir de mucho, sugiero que me traigas «pronto una copa de vino para que riegue mi espíritu y te dé alguna idea ingeniosa».
Con incipiente regocijo, el padre de Maggie le dio una palmada en la rodilla y exclamó:
—Veo que has leído a Aristófanes. MacKinnon dijo que eras un buen hombre y he sabido que estaba en lo cierto en cuanto te he visto, a pesar de que vistas como un petimetre —Se dirigió hacia Dugald y le dijo—. Encárgate de que los muchachos escondan esos barriles en lugar seguro y que otros comprueben que Fergus y los suyos se marchan de la cañada. —Volviendo a Rothwell, añadió—. Te puedo ofrecer algo mejor que el vino, muchacho, porque aunque guardo buenos claretes en mi bodega, esta ocasión requiere algo más que un clarete. ¡Que alguien me acerque un par de jarras! —cogió dos grandes jarras que le acercó un criado que se había anticipado a sus órdenes, le ofreció una con una sonrisa y dijo—. Dos son las cosas que los hombres de las Tierras Altas preferimos en estado puro, muchacho, y el whisky de malta es una de ellas. Muchas gracias.
Aceptó la jarra y notó distraídamente que James había acorralado a Kate MacCain otra vez, cerca del fuego, y parecía estar discutiendo con ella; miró a Maggie, silenciosa y con aspecto cansado y a continuación volvió a mirar a MacDrumin y dijo:
—También podía haberle traicionado.
—Algo improbable ahora que eres de la familia.
—Eso no es así y lo sabe tan bien como yo —dijo Rothwell mientras sentía cómo le volvía a hervir la sangre—. Como espectador de su reciente actuación, estoy seguro de que participó en la deplorable jugarreta que me gastaron, señor, pero independientemente de lo que dijese en aquel momento, su hija y yo no estamos casados.
MacDrumin inclinó levemente la cabeza y con los ojos brillantes debajo de sus espesas cejas, dijo:
—¿Es que no declaraste estar casado con mi muchacha?
—En cierto modo supongo que sí, pero…
—¿Y no había unos testigos que oyeron tu declaración?
—Sí, claro que los había, pero…
—Entonces estás casado con ella, muchacho, y te deseo que seas feliz. Es de armas tomar, lo sé, pero tú pareces un hombre capaz de domarla lo suficientemente bien si te empeñas.
—Escúcheme bien, MacDrumin, ese asunto de la declaración puede tener algún significado ante las leyes de Escocia, pero le aseguro que no lo tiene ante las leyes inglesas.
—¡Vamos, muchacho! Me duele contradecirte, pero estás muy equivocado. De acuerdo con una antigua ley escocesa, tu declaración constituyó un contrato verbal en presencia de testigos, incluso aunque todo lo que hicieses fuese admitir estar casado con ella para salvar el pellejo al ser descubierto en una situación comprometida. Dicho contrato resulta vinculante de por vida de acuerdo con las leyes eclesiásticas, pero es que además implica plenos derechos de propiedad según el derecho civil y dado que ni tú ni Maggie, que Dios me la bendiga, negasteis la declaración en su momento, estáis perfectamente casados ante las leyes de Inglaterra y de Escocia. Los ingleses incumplieron casi todas las promesas que hicieron antes de la firma del Acta de Unión, pero una que sí que han mantenido es la de que los ingleses están tan obligados a cumplir nuestras antiguas leyes como los propios escoceses. ¡Diablos! —añadió con gesto cómico— Cuando Fergus Campbell se acuerde de eso volverá a acosarnos. En fin, muchacho, que no puedes hacer nada sobre el matrimonio.
—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que puedo! —exclamó bruscamente— ¿Ha dicho derechos de propiedad? ¡De eso es de lo que se trata! ¿No es verdad? Entre todos idearon el plan con la intención de recuperar una propiedad que creen suya por derecho, pero yo le diré lo que se puede hacer al respecto, maldito villano. Yo no estoy casado con su hija. Nunca la he tocado y nunca la tocaré.
—Pues menos mal que no lo hiciste antes de la declaración —replicó MacDrumin, en absoluto turbado—, los hijos concebidos antes del matrimonio no tienen derecho a heredar ni en Escocia ni en Inglaterra.
—¡Papá! —El grito de Maggie era de indignación, mas el conde se le adelantó, furioso:
—¡Silencio! No va a haber ningún hijo, MacDrumin. Ya me encargaré yo de anular esta… esta tontería y si no pudiese hacerlo, entonces, ¡sabe Dios que solicitaré el divorcio ante el parlamento y le aseguro que me lo concederán, aunque tenga que inventarme las pruebas yo mismo!
—Cálmate, muchacho…
—¡No me diga que me calme, depravado malnacido! Se cree muy astuto, pero no me va a ganar la batalla, no a través de…
El disparo sobresaltó a todas las personas que llenaban la sala, y acalló todas las voces salvo la de James, que gruñó:
—¡Maldita bruja! Por todos los demonios, te daré tu merecido como hice ayer. ¿Cómo te atreves…?
—James, ¿qué demonios está pasando allí? —gritó Rothwell.
—Yo se lo explicaré, mi lord —replicó Kate MacCain, furiosa, mientras agitaba una humeante pistola para resaltar sus palabras— Este… este hermano suyo tan autoritario se ha atrevido a volver a ponerme la mano encima y yo eso no se lo tolero a ningún hombre. Si da un paso más le juro que disparo esta…
—Kate MacCain, guarda esa maldita pistola —rugió MacDrumin—. Acabas de hacerme un agujero en el techo, eso es lo que has hecho, y ni siquiera estás autorizada a llevar un arma. ¿Estás loca, jovencita? Si Fergus Campbell ha oído el disparo, volverá y nos meterá a todos en la cárcel. ¡Ya te lo he dicho mil veces, nada de armas!
—Sí, claro, me lo ha dicho mil veces, pero no voy a tolerar que este patán inglés me vapulee ni un tanto más de lo que se lo permitiría a uno de sus hombres o de los míos.
—Yo no la estaba vapuleando —dijo James en tono defensivo—. Estaba hablando con ella cuando de pronto ha sacado la pistola. Al intentar quitársela, el maldito cacharro se ha disparado. No voy a negar que me no me haya sentido furioso al volver a verla y más aún cuando he sabido que es la responsable de lo que le sucedió a Ned. Sí, sí —dijo cuando vio que su hermano se ponía tenso—. Ha admitido que ella lo planeó todo para vengarse de mí por haberle dado una azotaina que ha resultado incluso más merecida de lo que yo pensaba. Creyó que yo sería el primero en llegar a la habitación de Maggie porque mi habitación estaba más cerca, pero el que has caído en la trampa has sido tú, Ned, y ni siquiera le importa. El tabernero estaba en el ajo desde el principio, y fue la propia Kate quien gritó, y sin duda la que te puso la zancadilla y te arrancó el edredón.
—Yo no le puse la zancadilla —murmuró Kate—. Tenía tanta prisa por abalanzarse sobre la cama de Maggie que se tropezó con esos pies tan grandes y tan torpes que tiene.
—¡Ya basta! —se apresuró a gritar MacDrumin— Rory, por lo que más quieras, llévate a Kate a casa. Su abuela estará preocupada por ella, y si te encuentras al pequeño Ian por ahí, llévatelo también. Ya debería estar en la cama. Venga, Kate, no quiero oír ni una palabra más. En cuanto a ti, Rothwell —en su voz se podía apreciar una cierta cautela—, supongo que estarás enojado, muchacho, pero de nada valdrán los sermones. Si no deseas compartir alcoba con tu esposa, te acompañaré a otra que, conociendo las costumbres inglesas, ya he mandado preparar para ti. Aunque no puedo negar que me gustaría tenerte como yerno, pues eso me solucionaría unos cuantos problemas, lo que hagas con tu futuro es cosa tuya y yo no voy a interferir.
El conde asintió con la cabeza mientras miraba al joven Rory, poco seguro de que fuese a lograr llevarse a la furiosa de Kate o incluso de que James la dejase marchar. Mas este miró a su hermano y, obedeciendo a un gesto suyo, soltó a su presa con un gesto de frustración, con lo que la muchacha sacudió la cabeza hacia atrás y se dirigió hacia donde se encontraba Rory.
—Eso, Rory, vámonos —dijo—. Buenas noches, Maggie. Si estás enojada conmigo, lo entenderé.
—Estoy enfadada, Kate, pero supongo que se me pasará. Ahora vete a casa y acuéstate —respondió esta con voz queda.
Rothwell alzó la mirada de pronto y se preguntaba qué pensaría Maggie de todo aquello. En el mismo instante en que MacDrumin le había felicitado por la boda, había comprendido que alguien le había contado el incidente de Laggan y, al oír la maliciosa risa de Kate, se había convencido de que había sido ella la que lo había logrado engañar.
Desde entonces, había lanzado acusaciones bastante discriminatorias e incluso se había preguntado si Maggie había formado parte de la broma, mas ahora estaba convencido de que no. Había visto su propia consternación reflejada en su rostro cuando su padre había explicado que el asunto cumplía todas las de la ley. La parte de MacDrumin era más difícil de decidir, pero a la vista de las distancias recorridas, no creía que fuera posible que Kate hubiese recibido órdenes del terrateniente con antelación ni que hubiese podido llegar hasta él antes que ellos mismos. Como mucho, ella y sus hombres podrían haberles adelantado unas horas.
Ahora, a pesar del críptico comentario que le había hecho a su amiga, Maggie tan solo parecía cansada. Daba la sensación de que él era el único que estaba enojado, pues incluso James parecía más frustrado que airado. Comprendía bien que su hermano estuviese apesadumbrado tras haber sido embestido por una mujer diminuta pero absolutamente irritante. Él se sentía igual. No parecía existir ninguna posibilidad de evitar que todo el asunto saliese a la luz cuando regresase a Londres. Sus enemigos, bueno, incluso sus amigos, se regocijarían al conocer la noticia de que había caído en una trampa, por poco que esta hubiese durado, a causa de la cual estaba casado con una mujer que no había elegido.
Los que ya no tenían nada que hacer allí estaban empezando a marcharse. Los Chelton ya estaban arriba y cuando Andrew cogió un candelabro y volvió a ofrecerse para acompañarle a su habitación, asintió con la cabeza y le pidió a James que subiese con ellos. No deseaba estar a solas con el impredecible MacDrumin hasta que no hubiese tenido tiempo de aclarar sus emociones, de saber que volvía a controlar su genio. Si las cosas estaban como las había descrito aquel hombre, tampoco ganaría nada con protestar, y además estaba el pequeño problema de su promesa a Ryder. Ahora estaba convencido de que iba a ser difícil, por no decir imposible, obtener ayuda de alguien de Fort Augustus o Fort William, de modo que si quería averiguar qué era lo que sucedía exactamente en el corazón de las Tierras Altas, tendría que apañárselas solo.
Le dio las buenas noches a Maggie y se sorprendió al ver que esta solo asentía distraídamente cuando MacDrumin le ordenó que se fuera también a la cama, pues parecía quedarse atrás y demostró una actitud tal que Rothwell comprendió que no tenía ninguna intención de obedecer. A una hija inglesa jamás se le ocurriría ignorar una orden de su padre o de su hermano. Incluso Lydia, tan rebelde como era, se cuidaba muy mucho de no desafiarle a la cara. Era cierto que buscaba métodos para salirse con la suya, mas siempre procuraba al menos que sus actos pareciesen impulsivos o apresurados en vez de desafiantes.
MacDrumin hizo un gesto con el candelabro que llevaba en la mano para que se dirigiesen hacia una escalera inclinada situada al final del recibidor y no prestó atención a la vaga respuesta de su hija, sino que dirigió a Rothwell y a James hacia un dormitorio situado en el segundo piso, donde les deseó buenas noches. La estancia era sencilla, con poco más que una gran cama, una silla de madera y un enorme armario. No tenía ningún objeto decorativo, con excepción de un animado fuego que repiqueteaba en una pequeña chimenea cubierta. Chelton, que estaba vaciando el pequeño baúl de viaje, alzó la cabeza y dijo:
—He ordenado que traigan agua caliente, mi lord, y he enviado a María a deshacer el poco equipaje de miss MacDrumin… o, debería decir, de la nueva lady Rothwell… —hizo una pausa con expectación.
—¡Por todos los diablos, Ned…! —comenzó a decir James. Rothwell le hizo un gesto para que se callara.
—De momento le corresponde ese título, James. Dejemos que lo disfrute mientras pueda. Ahora acuéstate. Hablaremos de todo ello por la mañana.
El joven Carsley vaciló y Chelton dijo:
—Usted está en el dormitorio de al lado, señor. Me he tomado la libertad de ordenarle a uno de los criados que le atienda allí.
—Gracias, —y añadió con rotundidad—. Ned, ¿cuánto tiempo piensas estar aquí?
—Todavía no lo sé —respondió con honestidad—. Estaba convencido de que a MacDrumin no le iba a agradar mi visita, pero parece que se lo ha tomado muy bien, solo Dios sabe por qué.
—Parece un tipo práctico. Tal vez piense que si no te fastidia demasiado, su hija podrá conservar de algún modo cierto control sobre la propiedad familiar.
—Es imposible que no sepa que ya me ha fastidiado —dijo, pensativo—. ¿O es que estabas tan ocupado con Kate MacCain que no has escuchado lo que ha dicho antes?
—¿Sabías que la llaman Kate la Loca? Me lo ha dicho un criado. Parece que tiene tanta fama de mal genio por estos lares que casi todos los hombres le tienen miedo.
—Pues tú deberías ser uno de ellos —señaló con gesto irónico—. Su maldita pistola bien podría haberte amedrentado, teniendo en cuenta hacia donde apuntaba.
James se rió.
—Dame diez minutos a solas con esa diablilla y aprenderá que no puede volver a cometer locuras semejantes. Francamente, Ned, me gustaría verla con la cara lavada y un vestido decente. Puede que sea una bruja, pero es una bruja condenadamente hermosa.
Rothwell negó con la cabeza y dijo:
—Aun con la cara lavada, esa mujer es demasiado peligrosa para que andes jugueteando con ella, James.
—No más peligrosa que nuestra Maggie. Sé que crees que es inocente de todo lo sucedido, pero piensa que si no te hubiese persuadido de que vinieses a las Tierras Altas, no te habrías metido en este lío en el que estás.
La puerta se abrió, anunciado la llegada del agua caliente de Rothwell y ahorrándole la necesidad de contestar. James tardó muy poco en marcharse y cuando el conde estuvo listo para acostarse, le pidió a Chelton que se retirase, tomó una vela y se metió en la cama que, para su sorpresa, era muy confortable. La cubierta era un grueso edredón revestido de algodón, las almohadas también estaban acolchadas y las sábanas completamente secas y calentadas con un calentador. Aún se percibía un suave aroma a lluvia y a ramas de pino en el ambiente, así como a una esencia que había notado hacía algunos días y que Maggie le había explicado que era el penetrante olor de la buena turba de las Tierras Altas. Le resultaba muy agradable.
Tendido sobre aquella cama, oía el lejano murmullo de unas voces masculinas procedentes del patio, los guardias de MacDrumin, y pensó en el regidor, Fergus Campbell. El tipo parecía un rufián y no era de extrañar que las mujeres lo detestasen. MacDrumin no parecía tenerle miedo, no obstante, lo que debía implicar que Campbell no era precisamente bueno en su trabajo. Rothwell se había dado cuenta de que los barriles transportados tan rápidamente a la casa contenían whisky, aunque su anfitrión no hubiese sido tan imprudentemente franco sobre el contenido de los mismos y sabía que el hecho de que los hubiesen escondido tan obstinadamente del magistrado solo podía significar que no se había pagado ningún impuesto por el licor.
Mas, independientemente de lo que le debiese a Ryder, él no estaba allí para ayudar a tipos como Campbell y si bien no podía aprobar de ningún modo la producción ilegal de whisky en sus propiedades, iría con cautela hasta saber si el contrabando de whisky era el único negocio ilícito que se cocía en las cañadas. MacDrumin era sin duda un factor a tener en cuenta, de modo que cuanto más supiese de sus actividades, más fácil les resultaría a los hombres del ministro destapar otras empresas similares en el resto de las Tierras Altas.
Y finalmente, y sin ser el menos importante de sus problemas, estaba el asunto de Maggie. James decidió culparla a ella de arrastrarles a las Tierras Altas, mas él sabía que su hermano hablaba así porque desconocía que Rothwell se había visto en una situación tal que había permitido a Ryder chantajearle para que hiciese aquel viaje. Y en el fondo, sabía también que el único culpable era él, pues la realidad era que desde que dejase Eton a la edad de quince años había hecho muy pocas cosas en contra de su voluntad, excepto ir a Oxford, y ninguna desde el mismo día en que salió de allí.
Que se había metido en un buen lío estaba claro, mas lograría salir de él y entretanto no perdía nada quedándose una o dos semanas a echar un vistazo en Glen Drumin, antes de regresar a Londres. No habría ningún problema para obtener una sencilla anulación en cualquier momento, pues Maggie no podría alegar que se hubiese consumado su matrimonio. Mientras, él solo tenía que preocuparse de no tocarla.
Se dijo a sí mismo que el hecho de que llevase un tiempo pensando en ella como Maggie no era buena señal y a pesar de lo que les había dicho a James y a Chelton, no debía pensar en ella, ni por un segundo, como su esposa, sino solamente como miss MacDrumin. No le resultaría difícil controlar sus actos, aunque había habido una o dos ocasiones en que, al cruzarse con su mirada y sonreírle había sentido un cierto cosquilleo al ver que ella le devolvía la sonrisa. Pero aquella mujer tenía casi tan mal genio como Kate la Loca cuando estaba enojada y era una diablilla demasiado testaruda como para que se sintiese atraído por ella. Hablaba sin pensar y sus teorías políticas eran absurdas, el tipo de argumentos que cabría esperar de una mujer.
Tardó poco en rendirse ante la evidencia. ¿Qué se podía esperar de una mujer? No recordaba haber hablado de política con ninguna hasta sus conversaciones con Maggie. Desde luego, nunca había hablado de un tema semejante con Lydia o con su madrastra. Ninguna de ellas había mostrado nunca ningún interés y si lo hubiesen hecho, él se habría encargado de quitarles la idea de la cabeza. Mas, pese a que no compartía ni el uno por ciento de las opiniones de Maggie, disfrutaba con aquellas conversaciones. Ella le estimulaba, estimulaba sus pensamientos. Le vino su imagen a la cabeza y supo que ya no estaba pensando en sus ideales políticos. Pensaba en sus dorados cabellos, en su piel suave y sedosa, en el gesto que ponía cuando pensaba, en cómo le centelleaban los ojos de color de avellana cuando no estaba de acuerdo con él y, de pronto, sintió como si pudiese tocarla, acariciar esa piel de seda. Ella le había visto desnudo y él también deseaba verla así. Entonces comprendió que, lejos de asegurarse de no poner ni un dedo sobre ella, eso era precisamente lo único que deseaba hacer, acariciar su piel, hacerla reír y gemir y gritar de placer. Su cuerpo respondió a sus pensamientos y no le gustó. Estaba completamente loco.