Capítulo XXII
Maggie estaba convencida de que su padre debía de estar tan horrorizado como ella ante la idea de criar ovejas para ganarse la vida en Glen Drumin; seguro que le habría encantado enumerarle al conde todas las razones por las que su plan estaba condenado al fracaso, aunque lo único que este dijo fue:
—Criar un rebaño lo suficientemente grande como para sustentar a todo el clan puede llevar más tiempo del que tú crees, muchacho.
—El paisaje montañoso de esta zona parece muy adecuado para ellas. Lo único que sucede es que todavía no han criado suficientes ovejas como para percibir un beneficio aceptable, pero yo puedo cambiar eso y tengo la intención de hacerlo. La lana y la carne tienen un mercado excepcional.
—Supongo que podremos hablar de ello con más calma, muchacho. ¿Cuándo tienes intención de partir? —señaló conteniendo su genio, algo poco habitual en él.
—Saldremos a primera hora de la mañana.
MacDrumin soltó una carcajada.
—¿He de suponer que pasaréis el domingo tranquilamente en Laggan? —El brillo de sus ojos dejaba entrever que comprendía la pregunta.
—Tengo que recoger unos carruajes y un cochero, pero no voy a pasar allí más tiempo del que sea estrictamente necesario después de lo que sucedió la otra vez. Pero sé a lo que se refiere, señor. Pretendo llegar a Londres lo antes posible y si eso implica viajar en domingo, así lo haremos. Maggie, me gustaría tratar algo más con tu padre. Diles por favor a los Chelton y a James que se preparen para partir con la primera luz del día. Nos llevaremos solo lo que podamos cargar. Ya nos enviarán el resto más tarde.
Todavía atónita por la insignificante reacción de su padre a la sugerencia de Rothwell de sustituir el whisky por ovejas en Glen Drumin, observó a los dos hombres mientras salían de la habitación y a continuación, resignada a aceptar su destino, hizo lo que le había pedido el conde. Tras dar las órdenes necesarias a los Chelton, fue en busca de James a quien finalmente halló en el salón orientado al norte, frente a su caballete. Se detuvo junto al umbral de la puerta, pues sabía que no le gustaba mostrar su trabajo antes de que estuviese terminado y le explicó lo sucedido y también que Rothwell tenía intención de partir.
—¡Que se vayan al infierno los dos, mamá y Ned! —exclamó—. No sé si estoy listo para marcharme, pero al menos he terminado estos dos cuadros. Acércate y echa un vistazo.
Ella se acercó sin pensárselo dos veces y cuando vio la imagen de la cueva con Rory, Dugald y los demás al fondo, cargando barriles en unos ponis, soltó una carcajada.
—Me encanta —dijo—, pero no creo que tu hermano lo sepa apreciar.
—A tu padre le gustará. Pero aún le gustará más este otro, o al menos eso creo —Quitó el primer lienzo del caballete y colocó otro en su lugar—. ¿He sabido captar bien la imagen? —preguntó al ver cómo se sorprendía al verlo—. Fue idea de Kate. Dijo que el terrateniente lamentó no poder tener un retrato de aquella imagen y me preguntó si podía hacerlo, pero para pintar las caras solo contaba con lo que recordaba ella y lo poco que podía recordar yo. ¿Qué te parece?
Maggie soltó una carcajada en señal de apreciación y dijo:
—Tu juez no es lo suficientemente gordo y el juzgado de Inverness no es tan similar al de Londres como tú lo has pintado, pero has sabido plasmar la mirada de Fergus Campbell cuando abrieron ese barril de arenques podridos con tanta maestría como si hubieses estado presente y hubieses sido testigo de lo sucedido. ¡A mi padre le encantará! —Su expresión cambió rápidamente conforme hablaba y pasó de tener el ceño fruncido a un gesto pensativo para mostrar finalmente una amplia sonrisa de satisfacción.
—Eso es lo que yo quería, menos mal, pues si tengo que partir por la mañana debo hablar con Kate. ¿Le has dicho a Chelton que se ocupe de mi equipaje?
—Sí —Y cuando pasó a su lado, le preguntó de forma impulsiva:
—¿Vas a intentar llevarte a Kate contigo a Londres, James?
—No, no. A ella no le gustaría Londres y eso lo sabes tú mejor que nadie. —Y salió antes de que ella pudiera decir nada más.
Maggie dejó a María encargada del equipaje y salió a pasear, sin importarle quién podría enterarse de que había salido sola, pues deseaba estar sola para beber de los paisajes y los sonidos de su hogar antes de marcharse, sobre todo dado que no sabía cuándo regresaría, ni si alguna vez regresaría.
Cuando se reunió con los demás a la hora de cenar, lo primero que notó fue que la conversación entre Rothwell y su padre había adquirido un cariz menos civilizado, pues mientras MacDrumin se sentaba a la mesa, dijo sin andarse con rodeos:
—A mí el asunto de las ovejas no me convence lo más mínimo, muchacho. Sigo pensando que les harías un favor mejor a los hombres de las Tierras Altas si convencieses a esos amigos que tienes en la inopia de que modificasen sus leyes para que podamos volver a disfrutar por lo menos de lo mejor de ambos mundos.
El conde tomó asiento y esbozando una leve sonrisa, negó con la cabeza y dijo:
—Haya paz, señor, no tengo intención de faltarle al respeto ni de iniciar otra batalla dialéctica con usted. Sé que solo desea lo mejor para su gente con la misma certeza que sé que en el pasado hizo todo lo que consideró necesario para protegerles y para cuidar de ellos…
—Podría haber hecho mucho más para protegerles si el gobierno no se hubiera empeñado en reducir mis recursos a cero —le espetó con acritud—, pero como ya no puedo acudir a un tribunal cuando se comete un delito, cuando, de hecho, me veo obligado a depender de regidores que son peores que… ¡Bah! ¡Ya está bien! Ya hemos hablado mucho de esto.
—Así es, pero me pregunto si no es cierto que ha habido ocasiones en las que ha actuado, al menos en parte, con intención de dar rienda suelta al rencor que le causa esa situación. ¿Acaso no le complace burlar al gobierno para vengarse, al menos en parte, por esa reducción de su poder que acaba de mencionar?
—Y si así fuese, ¿qué hay de malo en ello? —replicó bruscamente—. No se merecen menos.
—Yo creo que lo hecho, hecho está, y que es mejor que lo dejemos así —murmuró Kate.
James le sonrió y, cuando ella le devolvió la sonrisa, Maggie quedó impresionada por la calidez que transmitía. De pronto, consciente de una nueva energía que fluía entre ellos, una intensidad, una complicidad que les trasladaba a su propia realidad, reconoció, con cierta perplejidad una creciente intimidad entre ellos. El joven Carsley era el mismo de siempre, pero ella parecía más tranquila, menos irritable y mucho más agradable y dócil. Tenía las mejillas sonrosadas y hacía mucho tiempo que no se la veía tan sana y tan feliz. Si se había percatado de cómo había cambiado, tuvo la delicadeza de no decir nada. En vez de ello, se dirigió con tono pacífico a MacDrumin:
—Kate lleva razón, señor.
—Entiendo que no vale la pena luchar por lo que no se puede cambiar, muchacho, independientemente de lo que tú puedas pensar, pero las ovejas no servirán para mantenernos a todos del modo en que tú crees y el trabajo interferirá con el que realmente sirve para evitar que muramos de hambre. En cuanto al resentimiento que pueda sentir por el hecho de que hayan sesgado mi poder en Glen Drumin, habrás notado durante tu visita que apenas ha habido ningún cambio en ese sentido. Y si actúo como actúo, no es por culpa mía.
En el silencio que siguió a su discurso, Maggie vio que James le lanzaba una mirada de advertencia a su hermano y se dio cuenta de que a ella también le preocupaba su respuesta. El silencio parecía alargarse, pero MacDrumin mantuvo la mirada firme. Finalmente, con tono calmado, Rothwell añadió:
—Es cierto que tal y como han ido las cosas hasta ahora ha podido seguir ejerciendo una gran influencia sobre su gente y sobre su futuro. Y es, precisamente para que pueda seguir manteniéndola por lo que le propongo que deje de depender de un desafío constante a la ley para conseguir sus objetivos. Podría hablar con más claridad, señor, pero espero que no sea necesario.
Esta vez el silencio era tan intenso que casi se podía tocar con la mano. Ni siquiera Kate se atrevió a romperlo y hasta el pequeño Ian centró su atención en el plato que tenía delante. Un tronco se partió y cayó en la chimenea haciendo un ruido similar al azote de un látigo. Maggie se sobresaltó, mas ni su padre ni Rothwell parecieron haber oído nada. Seguían mirándose fijamente el uno al otro hasta que finalmente el terrateniente dijo:
—Supongo que algunos de los muchachos bien podrían considerar la idea del pastoreo, pero no sé de dónde vas a sacar las ovejas suficientes para que el negocio sea rentable.
James se levantó sin hacer ruido y se dirigió al salón del ala norte.
—Deje que yo me ocupe de encontrar las ovejas —dijo el conde—. En cualquier caso, si sabe de alguna variedad especialmente apta para la zona o si sabe de alguien que desee vender un buen rebaño, use su sentido común. Piense también en qué otros cultivos, además de la cebada, crecen bien en el terreno de las Tierras Altas y valdría la pena plantar. Creo que aquellos que hallen el modo de sacar provecho de los recursos que ofrece la tierra podrían ganar mucho dinero.
—Tal vez se demuestre que llevas razón, muchacho —dijo. Y al ver que James regresaba con los lienzos añadió. —¿Qué es eso que traes?
—Un par de regalos de despedida para usted, señor.
Cuando vio la imagen de Fergus Campbell y los arenques se rió con gran placer y pronto recobró su euforia habitual; sin embargo, Maggie había notado que había buscado su mirada en varias ocasiones antes de que los demás empezasen a marcharse y no se sorprendió cuando la llevó a un lado y le dijo:
—Me gustaría un momento a solas con mi hija para despedirme de ella. Sé que no te importará.
Éste sonrió a Maggie y dijo:
—Ni lo más mínimo, señor. Sé que la va a echar mucho de menos.
—Así es. —Esperó hasta que se hubieron marchado los demás y dijo:
—Te voy a echar de menos, muchacha, aunque Kate ha accedido a quedarse aquí y cuidar de la casa cuando tú no estés. La verdad es que se ha convertido casi en mi segunda hija. No sé cómo se las ha arreglado James, pero quiere ser útil y ahora que ha dejado lo de engañar a los ingleses para robarles, le vendrá bien dedicarse a tareas más propias de una mujer. Es una pena que debas vivir en Londres, pero creo que será lo mejor. Los sabios saben aprender de sus enemigos.
—No creo que Edward sea nuestro enemigo, papá.
—Ya, bueno, tal vez no lo sea, muchacha, pero no se puede enseñar a un cangrejo a que ande hacia delante, ni a un inglés a que piense como un escocés.
—Por favor, papá, no discutas más con él. Tienes todas las de perder.
—De hecho, hija mía, no perderé nada mientras te apañes para mantenerlo en Londres, a donde pertenece. El muchacho me gusta, pero su idea de las ovejas… así que, ojos que no ven, corazón que no siente.
—Pero él sabrá si sigues o no sus instrucciones y además, papá, no se va a quedar en Londres para siempre. Debes hacer lo que él te pida. Yo no podría soportar el hecho de que sea mi esposo si quedase algo de resentimiento entre vosotros.
—Vete tranquila, muchacha. Yo haré lo que tenga que hacer, pero no permitiré que ningún miembro de mi clan pase hambre mientras el señor traza sus planes y busca sus ovejas. ¡Ovejas! ¡Venga, hombre! Si son feas y malolientes… ¡y estúpidas! A nuestros valerosos muchachos no les va a hacer mucha gracia la idea de convertirse en pastores. Otra cosa que tu Edward no comprende, Mag, es que ellos disfrutan con la fabricación del whisky. Les encanta ese negocio y, claro, también el peligro.
—Y a ti te encanta buscarle las cosquillas al gobierno tal y como te ha dicho él —dijo Maggie, sonriéndole. El brillo de sus ojos fue una respuesta lo suficiente expresiva, y al mismo tiempo le hizo sentir cómo la invadían otra vez sus antiguos temores y se apresuró a decir. —Papá, haz lo que te pida. Te lo digo en serio porque si te llegasen a arrestar y a encerrarte en la cárcel yo… yo… ¡yo regresaría a casa y te rompería la cabeza!
Él la estrechó entre sus brazos y le dijo que no tuviese miedo, le aseguró que no le arrestarían y aunque sus palabras no lograron tranquilizarla, se despidieron afectuosamente y ella subió a su habitación.
Kate la asustó cuando emergió de entre las sombras y le dijo:
—Mag, no te acuestes todavía. Quiero hablar contigo— Maggie la acompañó a la pequeña habitación, que había pasado a ser suya, y la joven MacCain apenas pudo esperar a que se cerrase la puerta para empezar a hablar—. Ojalá no te marchases tan pronto.
—Mi marcha te trae sin cuidado —sonrió—, así que no hace falta que disimules. Cuando me fui a Londres la otra vez no parecías muy afectada.
—Pero sabía que… que ibas a regresar. Esta vez no sé cuánto tiempo estarás fuera —Parecía inquieta, pero Maggie todavía no estaba muy convencida.
—Querida Kate, he visto cómo miras a James Carsley y a quien vas a echar de menos es a él, no a mí. ¿Te has enamorado de un inglés, insensata?
—No —replicó inmediatamente, girándose para mirar hacia la chimenea vacía—. Supongo que yo no sería capaz de reconocer el amor aunque invadiese esta habitación y gritase mi nombre.
—Es muy atento, ¿no es verdad?
—Sí, sí que lo es —afirmó mirándola con ojos inquisidores—. Y cuando está cerca, Mag, te hace sentir como si fueses una de esas princesas de las que tú me hablabas, las de los libros que leías en la escuela, y como si él fuese el caballero que cabalga a lomos de un caballo blanco, de peligro en peligro, para salvarte.
—¡Por Dios bendito! —exclamó Maggie negando con la cabeza y haciendo verdaderos esfuerzos para que no notase que se estaba divirtiendo—. Si sigues hablando así voy a vomitar, Kate. ¡Un caballero ni más ni menos! ¿Qué será lo próximo?
Ésta se sonrojó, pero dijo con firmeza:
—Solo he dicho que así es como hace que me sienta, Mag. ¡Hay que ver cómo animas a la gente!
—¿Y ha mencionado algo James sobre eso de salvarte?
—Ya no quiero hablar más de ello. Ojalá no te hubiese dicho nada.
—Lamento haberme burlado de ti, pero dime, ¿te ha mencionado algo sobre el futuro?
—Ha dicho que quiere ocuparse de mí y también de Ian; y lo hará, Mag. Porque aunque sea inglés, no es de los que hacen promesas y luego se olvidan. Yo le voy a esperar.
—No puedes creer que vaya a casarse contigo —replicó con mucho tacto—. Al fin y al cabo su hermano es un conde.
—Me da igual. Lo aceptaré tal y como venga.
—¡Oh, Kate! —y la abrazó.
No deseaba una relación así para su amiga, ni para nadie, pues estaba convencida que solo podría acarrear un mal de amores, mas no podía decir nada más al respecto sin herirla o provocar su imprevisible mal genio, así que cambió de tema y se sentó a charlar un rato con ella antes de ir a acostarse. Rothwell la estaba esperando y pronto hizo que se olvidase de los problemas de la joven MacCain captando la atención de todos sus sentidos hasta que ambos se quedaron profundamente dormidos.
Al día siguiente, cuando todos estuvieron listos para partir, Kate fue a despedirles y Maggie se percató de la ternura con que la besó James y del cariño con que despeinó a Ian. Aunque creía que James solo sentía una atracción pasajera por la muchacha, era cierto que había algo en la relación que tenía con ella que le resultaba muy agradable y que incluso, hasta cierto punto, envidiaba.
Estaba nublado y cuando llegaron a la cima del paso de Corriearrack empezó a caer una ligera llovizna. Pensó que, al mirar entre la bruma hacia la pronunciada bajada y hacia las lóbregas y ondulantes colinas que se elevaban ante ellos, era como si hubiesen atravesado las puertas del fin del mundo, para adentrarse en un lugar donde, de no ser por el tintineo y el ruido sordo de los arreos y las pezuñas, reinaba el silencio y la soledad.
Cabalgaba detrás de James y al lado de su esposo, mientras los Chelton iban a la cola. Cuando el joven Carsley hizo frenar a su caballo, los demás se acercaron más a él y Maggie oyó que alguien respiraba profundamente y tomaba aire. Acto seguido María añadió:
—Yo no puedo bajar por esa horrible carretera. Es tan empinada como un muro y todos esos zigzags y esos acantilados por todas partes… ¡Nos vamos a matar!
—No digas tonterías, María —replicó bruscamente, pues aquel día no se sentía con paciencia para aguantar los artificios ni los miedos de la doncella—. El paso de Corriearrack nunca ha sido fácil, pero si lo subiste, seguro que lo puedes bajar. Yo lo he hecho en innumerables ocasiones y con todo tipo de tiempo, no es para tanto.
—Quizás no lo sea para usted —dijo lo suficientemente enojada como para dejar ver que el miedo le había hecho olvidar su forzada cortesía habitual—, pero no todos nos hemos criado en este lugar tan salvaje.
—Ya está bien, María —dijo el conde, haciéndola callar. Echó un vistazo a la carretera que tenían ante ellos y se giró a Maggie para decirle—. ¿Estás segura de que se puede cabalgar por aquí con este tiempo?
Sorprendida al ver que parecía dispuesto a tener en cuenta su criterio, estuvo a punto de recordarle con aspereza que acababa de comentar que lo era, mas había algo en su expresión que le hizo detener las palabras que estaban a punto de deslizarse por su boca y pensó durante un instante lo que iba a decir. Seguidamente, tras decidir que su enfado con María podría haberle llevado a contestar de forma apresurada, dijo:
—No dudo que un jinete bien preparado lo haría con seguridad, pero si María tiene miedo y se lo transmite al caballo es posible que encuentre dificultades. Tal vez lo más seguro sería que desmontáramos todos de los caballos e hiciéramos el descenso a pie.
Él asintió con la cabeza como si su respuesta coincidiese con su propia valoración de la situación y ella observó una calurosa aprobación en sus ojos.
—No hay ningún motivo para tener esas atenciones con María, mi lord —dijo Chelton.
—Ned, si baja entre medio de nosotros dos estará más que segura —dijo James—. No creo que seamos capaces de ir de tres en tres durante todo el descenso, pero no recuerdo ningún punto en la carretera donde no cupiesen como mínimo dos caballos. Al fin y al cabo se construyó para los militares.
María replicó con cierta tensión.
—Lamento estar causando tantos problemas, señor, pero me echo a temblar con solo mirar ahí abajo. No creo que vaya a ser capaz de cabalgar.
—Maggie lleva razón —dijo Rothwell con tono calmado—. Será mucho más seguro para todos que bajemos a pie y tampoco nos llevará mucho más tiempo. ¿Cuánto tiempo nos costará llegar a Laggan, mi amor?
—Desde aquí son varias horas —Y mirando hacia el cielo frunció el ceño—. Para entonces estaremos empapados.
—El cielo se va a despejar —replicó él sonriéndole.
Ella no le creyó, mas pronto se demostró que estaba en lo cierto, pues las nubes se disiparon mucho antes de que alcanzasen los pies del paso de Corriearrack. María les agradeció su paciencia en numerosas ocasiones y con insistencia hasta que su esposo le dijo de manera cortante:
—Ya está, María, van a pensar que eres estúpida.
Al oírle hablar así se quedó en silencio. Cuando la carretera se niveló montó en su caballo sin quejarse ni poner ninguna objeción y llegaron a Laggan a primera hora de la tarde, por lo que Carsley decidió que seguirían directamente hasta Blair Atholl. Maggie sabía que tenía prisa por llegar a Londres, mas la idea de intentar hacer las casi treinta y cinco millas de las Tierras Altas en un solo día le pareció una auténtica locura. Milagrosamente, María no dijo nada y aunque Chelton suspiró exageradamente cuando montó en el carruaje con ella, él también guardó silencio.
Rothwell y James, ante la insistencia de Maggie, montaron con ella en el carruaje y cuando todos se hubieron acomodado y los cocheros alcanzaron un ritmo que era de su agrado sin causar un zarandeo insoportable para sus pasajeros, James soltó una carcajada y dijo:
—Kate quería apostar a que no pasaríamos la noche en Laggan. Me alegro de no haber aceptado la apuesta.
—Esperaba que hubieses traído a esa bonita bruja a Londres con nosotros —dijo su hermano.
—Nada me hubiese gustado más —replicó con sinceridad—, pero no le gustaría la ciudad y además pensé que sería mejor ir contigo a casa y aclararlo todo con mamá antes de presentársela.
Rothwell arqueó ligeramente las cejas.
—Entonces, ¿se la vas a presentar? No estoy seguro de que sea muy buena idea.
El joven frunció el ceño y replicó:
—¿Acaso no sería una idea mucho peor que no le presentase mi futura esposa a mi madre, Ned?
Maggie prorrumpió en una exclamación de asombro, pero para su sorpresa su esposo se limitó a decir:
—Así que por ahí van los tiros.
—Efectivamente. ¿Tienes algo que objetar?
—Nada que vaya a detenerte. Reconozco que no es la esposa que yo habría elegido para ti, pero ninguna de las sugerencias que te he hecho en el pasado han resultado de tu agrado, con lo cual me atrevería a decir que ese pequeño detalle te trae sin cuidado.
—Así es —afirmó, sonriéndole y visiblemente relajado.
—¿Sabe Kate que tiene intención de casarse con ella, señor? —preguntó Maggie.
—Yo se lo he dicho, pero ella no me cree. Al parecer —añadió lanzándole una mirada muy expresiva—, ciertas personas de buena voluntad han decidido advertirle de los ocultos secretos del matrimonio. Gracias a Dios, no le han dicho que no se puede confiar en la palabra de un inglés, que es lo que cabría esperar dada la animadversión que sienten. En vez de eso le han dicho que ningún inglés pensaría jamás en casarse con una mujer de posición social tan inferior a la suya.
—Veo que sabe que yo fui una de las que le advirtió, pero debido a su tendencia a desobedecer todas las normas y convencionalismos. Kate tiene una conducta que solo es válida para ella y yo claro que dudé que usted fuese a plantearle siquiera la idea de contraer matrimonio. También dudé que ella fuese a estar dispuesta a vivir con usted sin estar casados, por mucho que ella insistiese en que sí.
James volvió a sonreír, completamente relajado, al parecer, con la conversación.
—Entonces, ¿te dijo que estaría dispuesta a aceptarme de cualquiera de las dos maneras?
—Sí, señor, es una pena, pero así es.
—Pues cuando yo le dije que no quería saber nada de ninguna mujerzuela que aceptase acostarse con un hombre que no fuese su marido, me dio un buen bofetón.
—¿En serio?
Maggie miró a Rothwell de forma involuntaria, recordando cómo había reaccionado él cuando ella le había amenazado con darle una bofetada. Él le sonrió perezosamente.
—Todavía no te he permitido que retomes esa costumbre, mi amor.
—¡Cielos, señor! ¿Es que me puede leer el pensamiento?
—No es tan difícil, pues todo lo que piensas se refleja inmediatamente en tus hermosos ojos.
Con aire decidido, volvió a dirigirse a James:
—¿Y qué hizo usted, señor? Espero que no le propinase otra azotaina.
Él soltó una carcajada.
—No, ya he aprendido la lección. Le hice ver que con eso se había vengado completamente de lo sucedido en nuestro primer encuentro y le di mi palabra de que regresaría con ella en cuanto arreglase las cosas con mamá.
—¿Realmente piensas que vas a ser capaz de algo así? —preguntó su hermano con cierta ironía.
—Al menos lo voy a intentar. Para que veas lo decidido que estoy, te diré que estoy dispuesto incluso a quedarme en la casa, si a ti te parece bien, aunque debo confesar que me he traído siete botellas del mejor whisky de MacDrumin para que me ayude a soportar los comentarios que voy a tener que aguantar —Guardó silencio durante un momento y a continuación añadió con el mismo tono apacible—. Nos gustaría vivir en la casa de Glen Drumin, Ned, si a MacDrumin le parece bien y si tú eres capaz de asimilarlo. A Kate no le gustaría la vida en Londres.
—¿Y no echarás de menos la ciudad, James? —preguntó Maggie sorprendida al ver con qué facilidad hablaba de abandonar su hogar.
—Soy un tipo muy adaptable. Ned dice que estoy marcado por una imprevisible inconsistencia, pero lo cierto es que les he tomado mucho cariño a las Tierras Altas y a ningún habitante del valle le importará un comino si Kate es una esposa adecuada para mí o si no lo es. Me verán como alguna especie de mago que ha conseguido domarla. Y además, allí me siento como en casa y también siento que soy necesario. Tengo intención de pasar mucho tiempo con el doctor Brockelby cuando regresemos a casa, para aprender todo lo que pueda con él antes de volver al valle.
—Tienes la casa de Glenn Drumin a tu entera disposición. De hecho, me alegro de que vayas a estar allí porque creo que tú serás más receptivo que MacDrumin a algunos de mis planes para mejorar las cosas, a menos que te apetezca dedicarte a la medicina o algo así.
—No, no, pero uno nunca sabe cuándo va a tener que hacer uso de sus conocimientos y sería una locura no aprovechar la oportunidad para reforzar mi capacidad —Guardó silencio durante un momento y añadió—. Ned, la verdad es que he estado tan concentrado en mis propios problemas con mamá que no me había dado cuenta hasta ahora de que los tuyos son mucho más inminentes.
Al ver que Rothwell tardaba en responder, Maggie le miró y luego volvió a mirar a James y a continuación añadió:
—¿Está hablando de mí, señor? He de admitir que al oírles hablar de Londres mis temores han ido en aumento, pero creía que era porque a mí no me gusta la ciudad más de lo que pudiese gustarle a Kate y allí seré mucho menos libre. Ni siquiera había pensado en lady Rothwell —Miró a su esposo—. No le va a hacer ninguna gracia nuestro matrimonio, ¿no es así?
James contuvo una carcajada, pero su hermano le lanzó una mirada fulminante y asió la diminuta mano de Maggie con la enorme firmeza de la suya. La apretó con gesto tranquilizador y le dijo con dulzura:
—No tardará en acostumbrarse a la idea. No es ninguna estúpida.
—Espero que así sea —dijo ella, pero no lograba dejar de pensar en cuál sería la reacción de lady Rothwell hasta el punto de que no podía pensar en otra cosa y para cuando arribaron a Blair Atholl, la única idea que rondaba su mente era la de hallar la manera de escapar y regresar a Glen Drumin.
Con la esperanza de que Ned estuviese lo suficientemente preocupado por la idea de que Lydia anduviese sola por Londres y, por tanto, no le diese tiempo a alcanzarla, Maggie decidió escapar antes de que avanzasen más en su camino. Decidió también pedirle ayuda al posadero, a pesar de su servilismo y su ferviente insistencia en que tenían su establecimiento a su entera disposición, creyó detectar en él esa cierta desconfianza en los ingleses típica de los habitantes de las Tierras Altas. La idea de regresar a Glen Drumin se había apoderado de sus pensamientos y apenas lograba concentrarse en otra cosa, por lo que no participó mucho en la conversación que mantuvieron durante la excelente cena que les sirvieron antes de acostarse.
Les había servido Chelton, al igual que había hecho durante el viaje anterior, y se percató de que María también estaba al tanto de ellos, pues en una ocasión, cuando aquel entró al comedor, parecía enojado y se podía oír la aguda voz de la doncella que gritaba algo desde el pasillo: todos dieron por hecho que le estaba llamando la atención a alguien. El conde, mirando a Chelton, arqueó ligeramente las cejas y el criado se apresuró a decir:
—Otra vez sus aires de superioridad, mi lord, que si no le gusta esto, que si no le gusta aquello… pero ahora mismo me encargo de bajarle los humos.
—No quiero ver más moratones, si no te importa. ¿Sabes a lo que me refiero, Chelton? —preguntó discretamente. Chelton se ruborizó, asintió con la cabeza y respondió:
—Sí, mi señor.
Maggie sintió deseos de aplaudir. Cuando el hombre se hubo marchado otra vez, dijo:
—No pensaba que te hubieses dado cuenta, Edward.
—Yo me doy cuenta de muchas cosas, mi amor. Pareces cansada. ¿Le digo a María que estás lista para subir a acostarte?
—Sí, por favor —respondió ella mientras pensaba en un plan para salir de la habitación que compartía con él para ir a hablar con el posadero, algo que le iba a resultar incluso más difícil de lo que había imaginado. No podía librarse de María, pues si rehusaba su ayuda, la mujer permanecería en la cocina, pero tampoco podría hacer nada con ella revoloteando a su alrededor. Para colmo, tampoco podría abandonar la habitación después de que se marchase María por miedo a encontrarse con su marido cuando este subiese a acostarse. Tendría que aguardar hasta que se durmiese y esperó ser capaz de mantenerse despierta hasta entonces.
Cuando el conde entró en la habitación al poco rato, también parecía cansado y aun a la débil luz del fuego y de unas cuantas velas, tenía el rostro pálido y le faltaba su energía habitual. Ella observaba desde la cama mientras Chelton le ayudaba a desvestirse y cuando éste se hubo marchado y Rothwell fue lentamente a apagar las velas le dijo:
—Parece cansado, señor.
—Ha sido un día muy largo —dijo él dirigiéndose hacia la cama alumbrado solo por la luz del fuego que parpadeaba a su espalda. Su voz sonaba forzada y Maggie lamentó no poder verle bien la cara.
Se preguntaba si habría sido capaz de adivinar sus intenciones, si tal vez se había dado cuenta de que pensaba abandonarle. Pero cuando se recostó sobre la almohada sin apenas darle un beso de buenas noches, ella recordó la extraña enfermedad que padeció durante el viaje anterior y sintió compasión por él.
—¿Te encuentras mal otra vez, Edward?
Él exhaló un suspiro.
—Reconozco, mi amor, que la comida de tus posadas escocesas no parece sentarme muy bien, pero mi madrastra no dudaría en decir que se trata de una descomposición y me recomendaría una dosis de sales o algo igual de desagradable.
—Es muy extraño que seas el único afectado. Al fin y al cabo, todos hemos comido lo mismo.
—En cualquier caso, no es raro tomar algo en mal estado durante los viajes. Está claro que yo he corrido peor suerte que vosotros.
—¿Debería hacer llamar a James?
—No, no. No hay razón para molestarle. Si duermo un poco se me pasará.
Su respuesta le tranquilizó, sobre todo desde que había decidido que si estaba enfermo no podría dejarle. Se dio cuenta de que no deseaba abandonarle, de que preferiría regresar con él a Glen Drumin y dejar que James regresase a Londres y se ocupase de Lydia. Sus pensamientos le hicieron suspirar y se acurrucó contra él atenta al sonido de su respiración, que sería el que le avisaría de que se había quedado dormido. Pensó que tal vez, si pudiera dejarle un clara explicación de su reticencia a enfrentarse no solo a la viuda, sino también a tantos otros londinenses que la despreciarían por el mero hecho de ser escocesa, comprendería al menos los motivos por los que regresaba a Glenn Drumin y no se enojaría mucho con ella.
Todos estos pensamientos se agolpaban en su mente mientras decidía qué era lo mejor que podía hacer, hasta que de pronto se dio cuenta de que aunque su respiración era un poco más irregular de lo normal, había adaptado el ritmo constante de la de un hombre dormido. Se acercó lentamente al borde de la cama y se sentó, deslizándose después hasta que tocó el frío suelo con la punta de los pies. A continuación, procurando hacer el menor ruido posible, halló un vestido y se visitó a la luz de los restos de la hoguera y, con los zapatos en la mano, se dirigió de puntillas hacia la puerta.
—No te vayas, Maggie.
Lo dijo con voz queda, mas le hizo detener sus pasos. Se giró.
—Debo irme, Edward. Londres no es lugar para mí.
—Debes permanecer a mi lado, mi amor.
—Tu madrastra dirá, y con razón, que quedaste atrapado en un matrimonio que no te conviene.
—No sabía que fueses tan cobarde, mi amor —murmuró él. Ella se puso tensa, mas fue lo suficientemente franca consigo misma como para admitir que llevaba razón al tacharla de cobarde. Se relajó y añadió:
—Está bien. Iré contigo, pero me temo que vamos a lamentarlo los dos.
Él se irguió y se sentó tendiéndole los brazos.
—Ven aquí, mi amor, y te enseñaré a…
Un agudo grito puso fin a sus palabras, se encogió y dijo entrecortadamente:
—¡Vete a buscar a James, rápido!