Capítulo VIII
Una vez en el exterior, junto a unas jardineras de lirios, antes de que nadie dijese nada, James se adelantó y dijo precipitadamente:
—¿Cómo tú por aquí, Ned?
—He recibido cierta información —respondió él con brusquedad—. No tengo ninguna intención de hablar de esto aquí, en la calle, pero si sabes qué es lo que te conviene, te presentarás en casa a primera hora de la mañana para explicarme, si es que puedes, cómo demonios has osado acompañar a Lydia y a miss MacDrumin a una casa como ésta.
—Ahora se han vuelto las tornas —dijo James, mientras pedía disculpas a Lydia con la mirada. Lord Thomas añadió con total ingenuidad:
—¡Vaya, Rothwell! ¿Qué tipo de información has recibido? A mí me ha parecido una fiesta totalmente inofensiva, pero el caso es que James y yo no hemos hecho más que llegar.
—Entiendo.
La mirada que lanzó a su hermana y a Maggie no auguraba nada bueno para ellas, y al notar lo visiblemente afectada que estaba Lydia, Maggie se armó de valor y dijo con tanta calma como le fue posible:
—No ha sido cosa de Lydia, señor. Ha sido cosa mía.
—Soy muy consciente de ello —replicó él; su refulgente mirada cayó como un jarro de agua fría sobre ella—, pero tampoco vamos a tratar ese asunto en la calle. Tengo un coche allí.
Lydia miró a Maggie y luego murmuró con tristeza:
—Hemos venido con Oliver, Ned. Nos aguarda en la escalinata de Essex y yo diría que si no le avisamos de que has venido a buscarnos, pronto empezará a creer que hemos sido raptadas, o lo que es peor, dará la voz de alarma.
—En ese caso —replicó él—, haremos uso de sus servicios, pues además de que el viaje será más corto por el río, también tengo que hablar con Oliver.
Lord Thomas añadió:
—Caramba, Ned, si tú no vas a utilizar ese coche, acaso no te importaría que…
—Por supuesto que no. Si lo quieres, tuyo es.
James añadió:
—Gracias, Ned, lo utilizaremos. ¿Todavía quieres que vaya mañana?
Rothwell relajó por un instante su gesto sombrío y respondió:
—Dado que, por lo que parece, solo has venido a sacarlas de aquí, no. Te estoy muy agradecido, James.
—Tonterías, pero tomaremos tu coche. Nos evitaremos tener que caminar o tener que pagar una barca.
Mientras los dos jóvenes se alejaban, Lydia levantó los brazos para soltarse las cuerdas de la máscara y dijo:
—No creo que tú seas la maravillosa sorpresa que me había prometido Thomas, Ned. Me pregunto qué sería.
—No te quites la máscara —le ordenó Ned con tono severo—. ¿Cuántos de los asistentes saben que estabas allí?
— Pues… ninguno —respondió ella con la voz entrecortada—. Al menos, yo no le he revelado mi identidad a nadie, aunque puede que me haya reconocido alguien.
—Esperemos que no —dijo él con tono grave.
Ya habían caminado un trecho en dirección al pasadizo abovedado cuando Maggie recordó su conversación anterior con Lydia y dijo:
—Espero que no culpe a su barquero de esto, Rothwell.
—Lo cierto es que sí que le culpo —respondió con actitud intransigente.
Lydia se apresuró a añadir:
—Pues no deberías, Ned. Nos ha traído completamente obligado por mí y por ello sería despiadadamente injusto culparle a él. Castígame a mí si así lo deseas, pero por favor, no castigues a Oliver.
—Le advertí que las únicas órdenes que tenía que acatar eran las mías.
Maggie dijo en tono calmado:
—He de confesarle que yo estaba decidida a venir aquí esta noche, señor, y si Oliver no hubiese aceptado acompañarnos, lo más probable es que hubiésemos alquilado un medio de transporte público. Así que supongo que estábamos más seguras en sus manos.
Rothwell callaba y aunque Maggie estaba segura de que su defensa del barquero únicamente había servido para agravar sus problemas con el conde, no lamentaba haber hablado. No quería que Oliver sufriese injustamente por haberla ayudado.
Si bien no había mucha distancia entre la escalinata de Essex y la casa de la familia Rothwell, la corriente bajaba con fuerza, por lo que Rothwell contrató a un segundo hombre para que ayudase a Oliver a remar de entre los muchos que ofrecían sus servicios a lo largo del río para dicha tarea. Finalmente, se quitaron las máscaras, sin embargo, en presencia del segundo remero no se mencionó ni una palabra sobre el incidente, y Maggie agradeció el silencio de Rothwell. Albergaba la esperanza de que el fresco aire de la noche y el relajante sonido que producía el agua al chocar contra la barca ayudasen a calmar su furia antes de que ella tuviese que vérselas con él. Y acaso surtieron un efecto tranquilizador, mas éste se disipó en el momento en que tomaron la curva del río y escucharon un coro de voces masculinas que cantaban en tono cada vez más fuerte y de forma enérgica, aunque desafinando, acompañados por instrumentos de cuerda.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Rothwell.
—¡Caramba! Tiene que ser la sorpresa de Thomas —respondió Lydia mientras intercambiaba una mirada de consternación con Maggie—. Debe haberlos contratado para que me ronden. Estoy segura de que tú te enojarás, Ned, pero es maravillosamente romántico por su parte, ¡eso no lo puedes negar!
Maggie hubiese jurado que había oído gruñir a Rothwell, sin embargo, este no dijo nada más sobre la tuna, mientras los muchachos flotaban sobre su propia barca hacia la escalinata de Rothwell y Richmond. En la casa de la familia Rothwell, el conde pagó primero al remero que había contratado, quien se marchó en una barca pública y entonces se dirigió a Oliver:
—Mañana hablaremos de esto. Ahora puedes irte a dormir.
El joven muchacho aceptó su autorización para retirarse con cauteloso agradecimiento y se marchó a guardar la barca para la noche. En silencio, Rothwell lideraba el camino hacia la verja, la abrió e hizo un gesto a Lydia y Maggie para que pasasen delante de él. Al notar que Lydia dudaba, mientras lanzaba una última mirada nostálgica a los muchachos de la rondalla, Maggie la cogió por el brazo y le pidió con insistencia que subiese las escaleras.
Una vez dentro de la casa, cuando Lydia comenzó a agradecer a Rothwell su lenidad hacia Oliver, él le hizo un gesto para que guardase silencio y lanzó una mirada de advertencia a Fields y Frederick, que habían entrado en el salón principal para recoger sus atuendos. Mientras dejaba los guantes, la máscara, el sombrero y el bastón al cuidado del mayordomo, dijo.
—Puedes retirarte, Lydia. Hablaré contigo mañana.
—Pero…
—Ya, Lydia.
—Está bien —dijo ella, mientras le adelantaba en actitud obediente para dirigirse hacia las escaleras del recibidor, al pie de las cuales giró la cabeza y miró a Maggie, hizo una expresiva mueca y dijo—. Vayamos a mi dormitorio. Tenemos muchas cosas de que hablar. —Maggie la hubiese acompañado gustosa, mas no se sorprendió ni lo más mínimo cuando sintió cómo una fuerte mano la asía por el hombro, ni tampoco cuando escuchó su severa voz:
—Miss MacDrumin tardará un poco en subir, así que es mejor que te acuestes, Lydia. Pase a la biblioteca, mi lady.
Durante un minuto, Lydia dudó, y parecía resistirse, mas se contuvo y, mientras Maggie era conducida a la biblioteca, pudo oír el eco de sus pasos al pisar sobre la piedra desnuda de los escalones.
Rothwell no dijo nada más hasta que le soltó el brazo y cerró la puerta de la biblioteca, pero entonces, tras pedirle que tomase asiento, habló con espeluznante soltura durante varios incómodos minutos, sin detenerse. Hacía tiempo que su experiencia con su padre, de genio rápido, le había demostrado la inutilidad de intentar interrumpir la diatriba de un hombre cuando estaba inspirado. Se preparó para resistir aquel torrente de palabras con un digno silencio, pero pronto comprendió que la ira de Rothwell era completamente diferente a la de Andrew MacDrumin. Si bien su padre tendía a montar en cólera, gritar y decir todo lo que se le pasaba por la cabeza, aunque con una soltura admirable e incluso formidable. El conde controlaba fríamente su ira: sus modos eran cortantes, sus argumentos, además de irrefutables, estaban expresados con dolorosa precisión. Cuando se detuvo para tomar aire, la dignidad de Maggie ya estaba por los suelos y ella se deshacía en lamentos. Quería eludir su gélida mirada, y por ello sintió cierto orgullo en el fondo de sus entrañas. Comprendió que no era capaz de hacerlo. Con apenas un temblor en la voz, dijo:
—Lamento haberle enojado, señor. ¿Puedo retirarme ya? —Y con esas sencillas palabras descubrió enseguida otra diferencia entre éste y el apasionado MacDrumin, dado que este último, tras desahogarse, le habría ordenado impaciente que se retirase. Ned inquirió:
—¿No tiene nada que decir en su defensa?
El temple de su voz volvió a producirle escalofríos, pero con valentía, respondió:
—Me he disculpado, señor. No sé qué más puedo decir.
—Eso no es forma de disculparse, miss MacDrumin —Ahora su voz era amable, mas todavía carente de calor. De hecho, aquella amabilidad aún la asustaba más—. He convivido buena parte de mi vida con una mujer cuya noción del concepto «hablar sin rodeos» es precisamente esa especie de no-declaración; eso por no mencionar que he escuchado discursos en el Parlamento cuyo único propósito parece ser hacer creer al oyente que se está diciendo una cosa, cuando en realidad se está diciendo todo lo contrario. Soy un auténtico experto en ese tipo de métodos.
Ella le miró fijamente:
—No entiendo lo que dice, Rothwell. Yo me he disculpado.
—No, no se ha disculpado debidamente. Solamente ha dicho que lamenta haberme enojado, nada más. Si bien es algo perfectamente comprensible, no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa. —Ella permaneció en silencio, meditando sobre sus palabras y él, sin variar el tono de voz, añadió—. Tal vez debiese explicarme qué tipo de estúpidos motivos le han movido a llevar a mi hermana a un baile jacobita. ¿Eso también lo lamenta, o es que para usted no hay práctica deleznable si le sirve para lograr sus propósitos, sean cuales sean?
La acusación la conmocionó. Se giró, se esforzó por mantener la calma y añadió:
—En ningún momento he pretendido causar ningún daño a Lydia, señor. Es mi amiga y de no ser por la necesidad de… —Una poderosa mano la asió por el hombro y la obligó a darse la vuelta para mirarlo. Una segunda mano la sujetó por el otro hombro y, sin un ápice de calma, la zarandeó.
—¡Cómo osa insinuar que sus intereses son más importantes que los de mi hermana! ¿Qué clase de mujer es usted que no duda en comprometer la reputación de una inocente joven en beneficio de sus egoístas y del todo ridículos objetivos? ¿Realmente valía la pena destruir así a Lydia, que solamente ha mostrado amabilidad y generosidad hacia usted, para acudir al baile?
—Hemos… hemos llevado la máscara durante todo el rato —dijo ella, mientras luchaba contra el doloroso nudo que sentía en la garganta y deseaba que el conde la dejase marchar—. Yo jamás hubiese permitido…
—No quiero saber lo que cree que habría o no habría permitido —replicó él asiéndola con más fuerza—. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Acaso su encuentro con James en el tribunal no fue casual, sino que el hecho de que la trajese a esta casa formaba parte de algún complejo complot jacobita? Está usted poseída por el mismísimo diablo —y volvió a zarandearla—. ¿Qué clase de villana es usted?
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Era consciente de que sus dedos le dejarían moratones en los hombros, mas no hizo nada por soltarse; toda su energía estaba centrada en encontrar las palabras que calmasen su terrible ira.
—Yo… yo no soy ninguna villana, señor, créame. No deseaba llevar a Lydia conmigo, pero usted hizo que me resultase imposible salir sola y ella dijo que me ayudaría. Es posible que existiese algún modo de evitar que viniese, pero no se me ocurrió ninguno. —Mientras hablaba, había centrado su mirada en los elaborados bordados de su chaleco, mas él permaneció en silencio durante tanto rato que finalmente ella se obligó a mirarle a la cara. Su mirada era demasiado penetrante. Maggie apartó los ojos con rapidez. Rothwell le soltó y su aterradora delicadeza tornó sus palabras en una forma de hablar escalofriante:
—En realidad, sigue diciendo que cree que la reputación de mi hermana es para usted menos importante que reunirse con sus amigos jacobitas.
—Eso es completamente falso —gritó ella impulsivamente—. De no haber sido por una necesidad imperiosa de reunirme…
—¿Lo ve? —dijo él cuando ella se detuvo consternada por lo que había estado a punto de decir—. Si desea engañarme, ha de aprender primero a pensar antes de hablar, pues yo ya no me chupo el dedo. Dice que no se le ocurrió ningún modo de evitar que Lydia le acompañase, pero lo cierto es que si hubiese pensado antes de actuar, se habría dado cuenta de que existían muchas formas de evitarlo, entre ellas, por qué no decirlo, la opción de que usted misma se hubiese quedado en casa hasta que le hubiese surgido una ocasión más oportuna de reunirse con sus amigos. Así que supongo que ha de decirme toda la verdad. He notado que no ha negado su participación en ningún maldito complot jacobita.
Maggie se olvidó de sus lágrimas y sus temblorosas rodillas amenazaron con fallarle cuando se dio cuenta del rumbo que estaba tomando aquella conversación. Rothwell era demasiado astuto. Tras darse cuenta de que no sabía de la presencia de Charles Stewart en el baile, ella no pensó que tendría que defenderse de nada más criminal que su asistencia a un baile de máscaras en una casa sospechosa de ser jacobita, mas ahora estaba claro que él sospechaba más cosas y la única culpable de eso era ella y su enorme bocaza.
Con la esperanza de desviar el rumbo de sus pensamientos, aun si ello implicaba que le sometiese a otra diatriba, Maggie dijo:
—No puedo decirle toda la verdad, señor, y si eso le obliga a desentenderse de mí, lo comprenderé. Y en realidad, no alcanzo a comprender por qué me ha traído de regreso a esta casa cuando bien podía haberme dejado con mis amigos.
—Sus amigos —dijo él; su tono era helador— se habrían negado a hacerse cargo de usted con toda seguridad. Le garantizo que con máscara o sin ella, a mí me ha reconocido más de una persona de las que me he cruzado en aquella casa, y si me puede mirar a los ojos y decirme que sus famosos amigos la habrían acogido entre ellos después de saber que yo tengo algún tipo de interés en usted, está completamente loca o es la completa embustera que yo creo que es, algo que —añadió con gravedad— la convierte en la reina de los locos y los embusteros. Es una persona interesada, insensata y estúpida, miss MacDrumin y sus amigos tendrían que ser incluso más cortos de entendederas para tenerla entre ellos, pues usted tiene una tendencia desmesurada a hablar y actuar sin pensar que resultaría perjudicial para cualquier conspiración que se precie. Y ahora más vale que vaya a acostarse antes de que pierda los estribos. Necesita una buena azotaina, señorita.
Maggie se dio la vuelta con rapidez para que él no notase que por fin había logrado hacerla llorar; ya tenía la mano en el gélido pomo de la puerta cuando volvió a sorprenderla aquella gélida forma de hablar que tan rápidamente estaba aprendiendo a temer y a detestar.
—Antes de que tome la determinación de volver a intentar escapar, ha de saber que voy a dar órdenes estrictas a mis criados para que eviten que ponga un solo pie en el exterior de esta casa sin mi autorización expresa.
Abandonó la estancia a ciegas, las lágrimas le recorrían las mejillas, ya no le preocupaba que le viesen así. Cuando llegó a su dormitorio, dio por fin rienda suelta a toda la ansiedad y la tensión acumuladas durante la semana, se dejó caer en la cama y lloró desconsoladamente. No pensó ni una sola vez en la invitación de Lydia a que visitase su dormitorio, ni tampoco en su pequeño triunfo al desviar los pensamientos de Rothwell de aquellos detalles del baile que sin duda hubiesen acrecentado su ira, y aun así, tardó mucho en dejar de llorar e incluso más en dormirse.