Capítulo 32
Llevaba tres semanas sin saber nada de él y, por extraño que pudiera parecer para ella, la vida seguía a pesar de su dolor. El reloj seguía marcando las horas, recordándole todo el tiempo que no podía disfrutar de él.
Un día llegó a la conclusión que le resultaba insólito que, viviendo a tan solo tres minutos del Acanto, no se hubiera topado ni una sola vez ni con Álex ni con Gema, y eso que ella también hacía parte de la compra en el Mercado Central. Alguna mañana se había sentido más nostálgica que otras y había hecho todo lo posible para encontrárselo por la calle. Por desgracia, no había tenido suerte.
En aquel tiempo, Alberto se presentó todas las noches en el Delfos. Y en todas aquellas ocasiones, Cristina no dio su brazo a torcer. No aceptó ni siquiera ir a tomar un café con él. Eso sí, se rio y compartió los dulces en el Delfos que ella hacía por las mañanas. Gracias al trabajo conseguía mantener la mente ocupada, como también empezó a hacer otros amigos que nada tenían que ver con el ámbito de Álex. Se preguntó si alguna vez dejaría de pensar en él. De Manu se había olvidado casi cuando salió por la puerta de su consulta. ¿Por qué no podía resultar tan fácil como con su primer exnovio? Echaba de menos la familiaridad de esa boca que tantas veces había explorado y anhelaba sentir su piel desnuda sobre la suya.
Y ese silencio la estaba quebrando por dentro, le rompía el corazón en miles de fragmentos.
Un domingo por la noche, antes de hacer la caja y de recoger la terraza, Rosana la invitó a un concierto que iba a dar un amigo por la zona de Ruzafa.
—Tengo un amigo americano que toca la guitarra y hace covers muy buenas. Tiene un canal en YouTube con muchos seguidores. Celia y yo le hemos buscado un concierto en una sala pequeña para mañana. Con el dinero que se saca tiene para ir tirando y para seguir viajando. ¿Te apuntas? La entrada son diez euros con una consumición gratis.
—Sí, me vendrá bien salir y conocer otros ambientes.
—He invitado también al grupo de Alberto. Espero que no te moleste. Cuanta más gente vaya, mucho mejor para James.
—No, no me molesta, Alberto es solo un amigo.
—Si quieres te puedo organizar una cita con el americano. Es muy bueno en la cama.
Cristina le echó una mirada sagaz. Se preguntó si también se había acostado con él.
—Sí, ¿qué pasa? Me gusta la carne y el pescado. Está bien tener un follamigo cuando una está sin pareja.
Ambas soltaron una carcajada.
—A ver, no creas que soy una estrecha, pero estoy muy bien como estoy. Los tíos no dan más que problemas. Ya te diré algo cuando lleve más de un mes sin sexo. De momento no me interesa ni James ni ningún otro tipo.
—En eso te doy la razón. Por eso me gusta mucho más el pescado. Me entiendo mejor con las chicas.
—¿Qué quieres que te diga? A mí me gusta tener algo duro entre las piernas.
—Eso es porque no lo has probado.
Nunca se lo había planteado, pero a Cristina las chicas nunca le habían atraído.
—¿A qué hora empieza el concierto?
—A las diez y media, aunque hemos quedado antes para tomar unas tapas por el centro —respondió Celia, que se había acercado a la barra.
—Mañana será nuestro día —dijo Rosana.
—Genial. Nos vamos de concierto.
Cristina se había levantado la mañana del lunes con el propósito de comerse el mundo, no de que el mundo se la comiera a ella. Había tenido días en los que se había despertado creyendo que su ruptura con Álex no era más que una maldita pesadilla, pero cuando abría los ojos, tenía que rendirse a la evidencia de que todo se había acabado. Ni siquiera su dolor se aplacaba estando rodeada de gente, porque entonces era más consciente que nunca de lo sola que se había quedado. Se preguntó cuándo se acabaría ese dolor.
Por primera vez desde que ella y Álex habían terminado, se sintió feliz y con ganas de salir a tomar algo por ahí. Estaba decidida a pasárselo bien. Ese día se había animado a llenar la bañera y verter una bomba de Lush. Había encontrado una tienda al lado de Casa del Libro. De vez en cuando le gustaba disfrutar de estos pequeños placeres. Después de estar más de media hora en el agua, se sintió nueva. Se maquilló en tonos suaves y se dejó el pelo suelto. Ese día pensaba ponerse un vestido negro ceñido y unos zapatos de tacón. Y por último buscó un colgante y unos pendientes grandes para terminar de arreglarse. Se miró en el espejo de la entrada cuando estuvo lista. Ese día, al fin, se sentía guapa. Antes de salir a la calle, se repasó los labios con la barra de color rojo que le había regalado Óscar.
Rosana y Celia habían quedado con ella a las nueve menos cuarto en la plaza de la Reina. Las encontró sentadas en un banco besándose. Cuando la vieron aparecer, ambas le dieron un repaso de arriba abajo.
—¡Qué pena que no te guste el pescado! —soltó Celia—. Lo que Rosana y yo te haríamos si esta noche te vinieras a casa.
Las miró sorprendida.
—¿Me estáis proponiendo un trío?
—Sí.
Cristina abrió la boca, pero no supo qué contestar. Era la primera vez que una, o en realidad dos mujeres le tiraban la caña.
—No tienes por qué responder ahora —le respondió Rosana—. Tenemos toda la noche por delante. Dicen que quien lo prueba se queda en nuestra acera.
Las tres soltaron una carcajada. Cristina fue la que se decidió a caminar hacia la calle San Vicente.
—¿Dónde vamos a cenar? —preguntó para cambiar de tema.
—A un lugar barato. Podemos ir a los Montaditos, que hoy tiene todo a un euro.
—Me parece genial.
—No está nada mal. Por cinco euros puedes cenar.
—Entonces vamos. Vosotras diréis dónde está.
Fueron bromeando hasta la plaza del Ayuntamiento y se metieron por las calles peatonales, ocupadas por las terrazas de los restaurantes. Encontraron una mesa libre y apuntaron en una hoja qué iban a tomar. Celia fue la encargada de ir a la barra para pedir los bocatas y las bebidas. No llevaban ni diez minutos sentadas cuando Alberto, Gonzalo y dos amigos más aparecieron por la calle.
Al igual que habían hecho Celia y Rosana, Alberto la miró con detenimiento.
—Esta noche me permitirás que te tire los trastos, ¿verdad? —le dijo él sentándose a su lado.
Cristina sacudió la cabeza.
—Diga lo que diga, a ti te va a dar igual. Así que haz lo que quieras, pero mi respuesta seguirá siendo que no. Lo digo para que no te hagas ilusiones.
—Dime que al menos me concederás un baile. Lo hago bien.
—¿Hay alguna cosa que hagas mal?
—Sí, por lo visto ligar contigo.
Cristina alzó su cerveza para beber un trago.
—No es cosa tuya, es cosa mía —en su tono había implícita una súplica—. No sé por qué sigues insistiendo
—No me pidas eso. Me gustas mucho.
—No, yo creo que es más cabezonería que otra cosa. No quiero que esta amistad se rompa por un polvo.
—Igual descubres que te gusta el sexo conmigo.
—En algo te doy la razón, me gusta el sexo, y mucho, pero para mí solo eres un amigo.
—Reconozco que el primer fin de semana era más tonteo, y por qué no decirlo, sentía mi orgullo de macho herido. Si he seguido insistiendo es porque me gustas. Ojalá tuviera una varita mágica que te hiciera olvidar a ese Álex.
Cristina le miró de reojo. Esa noche lo veía diferente, estaba muy guapo y tenía una sonrisa maravillosa. Sus ojos brillaban más que nunca. Era la noche ideal para dar el paso y olvidarse de Álex. Aunque por más que cerrara los ojos, él estaba ahí.
—Eso me gustaría a mí, olvidarlo, pero no puedo.
Alberto se encogió de hombros y durante unos minutos se quedó callado. Parecía rumiar algo. Fuera lo que fuese, Cristina deseó que Alberto no insistiera más con ella. Bastante tenía ella con sobrellevar su angustia. No quería hacerle daño, y sabía que si se acostaba con él, buscaría algo más que ella no podía darle.
—Vamos a pasarlo bien —le dijo Cristina—. Lo que tenga que pasar, pasará. Démosle tiempo al tiempo.
Él asintió con la cabeza.
Llegaba la hora de marcharse para el barrio de Ruzafa y disfrutar del concierto. Según le había dicho Rosana, James cantaba siempre a petición del público, que eran quienes al final elaboraban el concierto. Tenía más de doscientas versiones de artistas de todos los tiempos. Cuando llegaron al local, James estaba terminando de afinar la guitarra y de probar el sonido para que no se acoplara. En cuanto terminó, se acercó hasta Rosana y Celia para darles un beso.
—¿Cómo están mis dos amigas guapas?
James era alto, rubio y muy delgado. Iba vestido como el típico cowboy que se veía en las películas, al que no le faltaba ni un sombrero ni unas botas. Tenía los pómulos marcados, los ojos pequeños, de un azul claro, casi transparente y sus labios eran dos finas líneas. Sus manos eran grandes, algo callosas. Llevaba un purito en la oreja. Aunque hablaba bastante bien el castellano, tenía un acento americano muy marcado. Rosana lo fue presentando al grupo. Cuando le tocó el turno a Cristina, él le besó la mano.
—Si buscas un caballero andante para esta noche —la miró desde abajo—, estoy disponible a partir de las doce.
—Es una lástima. A esa hora viene la carroza a recogerme.
—¡Oh! Las españolas sois demasiado guapas. Tenía que intentarlo —se quitó el sombrero de vaquero que llevaba y le hizo una reverencia—. Como buen caballero, te dejo que esta noche seas la primera que elija una canción. El concierto lo empezarás tú.
Le entregó una carpeta de plástico donde tenía todo su repertorio.
—Le echo un vistazo y te digo.
Lo tuvo claro cuando vio la letra de Nothing compares 2U, de Sinéad O’Connor. Así era como se sentía ella.
—Mi maestro decía que la música siempre refleja nuestro estado de ánimo —apuntó James—. ¿Mal de amores?
—Sí —se lamentó—. Tuviste un buen maestro.
—El mejor, era mi padre.
Cristina pasó la carpeta con las letras a sus amigos para que eligieran también una canción y fueran anotándolas en una libreta que James les había entregado. Después dejaron la carpeta en la entrada para que el público que fuera llegando apuntara sus canciones.
—No has contestado aún a la pregunta que te hice antes —dijo Alberto posando sus labios cerca de su oreja.
Cristina se apartó un poco.
—¿A cuál?
—Si me concederás un baile.
—Sí, eso sí te lo puedo conceder.
Fueron a la barra a pedir la bebida que iba incluida con la entrada. Como habían sido los primeros en llegar, se pusieron en la primera fila. En cuestión de minutos el local se fue llenando de gente. Antes de sonar la primera canción, el dueño se subió a una pequeña tarima que hacía de escenario.
—Bienvenidos a Nocturna. Hoy tenemos el placer de contar con nosotros a James McNally. Disfrutad de su voz, cantad con él, dejad vuestras penas en la puerta, porque la noche no ha hecho más que empezar…
Un coro de aplausos y silbidos cortaron las últimas palabras del dueño.
James se subió a la tarima con una cerveza en la mano, que dejó sobre una caja negra que había al lado del amplificador. Agarró su guitarra acústica y se la acomodó a su cuerpo.
—Buenas noches, gente del Nocturna —dijo al tiempo que rasgueaba los primeros acordes—. Esta es una canción para corazones solitarios, para quienes han perdido un amor.
Cristina se dejó llevar por la letra. James tenía una personalidad en la voz que lo hacía atractivo encima del escenario. De repente se había transformado en otra persona. Tragó saliva cuando James llegó al estribillo de la canción.
…Because nothing compares
Nothing compares to you
It's been so lonely without you here
Like a bird without a song
Nothing can stop these lonely tears from falling
Tell me baby where did I go wrong?
I could put my arms around every boy I see
But they'd only remind me of you…[10]
Tras los últimos acordes, llegaron los aplausos.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Alberto.
—He tenido momentos mejores, pero hoy he decidido pasarlo bien —intentó relajar la expresión de su cara.
La segunda canción la había pedido Alberto. Se trataba de The Scientist, de Coldplay, un grupo de música que a ella le gustaba mucho.
—Esta canción va dedicada a todos los que siguen buscando el amor y no arrojan la toalla.
Alberto buscó la mano de Cristina y le acarició la palma. Ella se la apartó y negó con la cabeza.
Come up to meet you
Tell you I'm sorry
You don't know how lovely you are
I had to find you
Tell you I need you
Tell you I set you apart…[11]
Volvió a pensar en cerrar los ojos y no pensar más en él, dejarse llevar una noche y aceptar la propuesta de Alberto. Parecía fácil, demasiado, pero no podía traicionar ni sus sentimientos ni los de Alberto.
Las canciones melódicas se fueron sucediendo con otras más marchosas a lo largo del concierto. Cristina había bebido tantas cervezas que hacía tiempo que no se sentía tan embriagada. Alberto intentó en varias ocasiones agarrarla por la cintura, pero Cristina lo rechazó una vez detrás de otra.
Eran cerca de las doce y James estaba a punto de terminar, cuando el dueño del local le pasó una última petición.
—Esta canción va para ti, pequeña —dijo James sin mirar a nadie en especial.
A Cristina se le encogió el estómago cuando reconoció los primeros acordes. Can't help falling in love, de Elvis Presley, era la primera canción que había oído junto a Álex. Puede que se tratase de una casualidad, y alguien la hubiera pedido, pero solo él la llamaba así. Cerró los ojos, aunque enseguida los volvió a abrir. Giró la cabeza, buscó entre las decenas de cabezas que había detrás ella y entonces lo vio, apoyado con los brazos cruzados al lado de la barra. Álex la miraba con intensidad, y poco a poco sintió cómo se estremecía. Tuvo que reconocer que echaba de menos cuando él la miraba como si no hubiera nadie más en el mundo. En sus pupilas se adivinaba la promesa de un horizonte sin fin. Él era la noche y el día, el rumor de las tormentas y la suave lluvia en primavera, la caricia que necesitaba como quien precisa beber agua. Pero también era el abismo y la angustia de una herida que no cerraba. Se olvidó de respirar por unos instantes. Las piernas le flaquearon y creyó que volvía a romperse en mil pedazos. No había nada que pudiese recomponer todos esos fragmentos. Pensaba que cuanto más tiempo hubiera pasado, el dolor sería menos intenso, pero se había equivocado, dolía mucho más. Se obligó a ser fuerte y fingió una sonrisa, cuando en realidad le apetecía llorar.
Tocó el hombro de Alberto para que se agachara.
—Me marcho.
—Me habías prometido un baile.
—Lo sé, pero no puedo quedarme. Lo siento. Ya nos veremos.
—Deja que te acompañe.
Ella negó con la cabeza, le dio un beso en la mejilla y salió a la calle. Alberto siguió sus pasos y la alcanzó a pocos metros del Nocturna.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Alberto, necesito estar sola.
Se sentó en el borde de la acera y metió la cabeza entre sus rodillas. Se estaba quedando sin respiración.
—No lo entiendo. Lo estábamos pasando bien.
—Por favor, Alberto, te lo pido por favor. Necesito estar sola. No me hagas preguntas…
—¿Te está molestando?
La voz de Álex le llegó firme y clara. Cristina tembló. Temía levantar la cabeza y enfrentarse otra vez con su mirada. Solo pudo negar con la cabeza.
—Tío, ya te puedes largar por donde has venido —soltó Alberto—. No pasa nada. Mi amiga necesita ayuda.
Cristina alzó la cabeza.
—Alberto, te presento a Álex —alternó su mirada de uno a otro. Ambos se retaron—. Álex, será mejor que lo dejes. Alberto ya se marchaba.
Álex apretó la mandíbula y torció el labio inferior. Alberto, en cambio, tuvo que reconocer que no tenía nada que hacer. No obstante, antes de marcharse le dijo lo que pensaba de él.
—¡Así que tú eres Álex! Déjame decirte que eres un gilipollas por dejarla escapar. Te aseguro que si te quedas de brazos cruzados puede que la próxima vez ella ya esté en mis brazos —metió las manos en los bolsillos y después se dio media vuelta—. Voy a insistir hasta que ella me diga que sí.
Cristina lo vio alejarse y cruzar hacia el otro lado de la acera. Quiso correr detrás de él, colgarse de su cuello y besarle en los labios, pero lo que aún seguía sintiendo por Álex era demasiado poderoso como para borrarlo de un plumazo. Era como si una cadena invisible le siguiera uniendo a él.
—Te acompaño a casa —se colocó delante de ella y le tendió la mano para que se levantara.
Sus palabras sonaron a una orden. Ella rechazó su ayuda.
—No te esfuerces, Álex. Sé cuál es el camino —dijo levantándose.
—No supone un esfuerzo. Lo hago porque quiero.
—¿Por qué no te marchas y me dejas en paz? Me despierto y ahí estás, me acuesto y vuelves a estar. ¡Sal de mi cabeza ya! —ahogó un lamento—. ¿Conoces algún truco para que este dolor pare? Dime, ¿lo conoces?
—No.
—¿Cómo puedes soportarlo?
Ella se giró al tiempo que Álex agachaba la cabeza.
—Deja que te acompañe a casa —aunque en realidad quiso responderle que ojalá fuera más fácil para él no echarla tanto de menos.
—Pues fíjate, yo no quiero que me acompañes a casa. No sé si estás preparado para ir al lado de una niñata como yo —Álex quiso contestarle, pero ella siguió hablando—. Y guárdate tus observaciones sobre con quién entro o salgo. Ya no es asunto tuyo.
Volvió la cabeza y lo dejó en mitad de la calle.
—Cristina…
Ella se detuvo. El corazón le dio un vuelco. Deseó que él no advirtiera cómo temblaba de arriba abajo. Seguía pareciéndole que nadie decía su nombre como él. Se tuvo que sujetar a su bolso porque temió que sus rodillas no aguantarían su peso.
—Buenas noches —dijo él al fin.
Sentía un nudo en la garganta. Después de lo que había pasado en el Nocturna, sabía que su noche no iba a ser buena; aquella noche se había ido al traste.
—Lo mismo digo, Álex.