Capítulo 7
Cristina llevaba varias semanas tirando currículos y acudiendo a entrevistas de trabajo, a cada cual más surrealista. No quería echar mano de los contactos que tenía su familia porque quería demostrarle a su padre que podía valerse por sí misma, y tampoco podía echar mano de la herencia que le había dejado su abuela hasta que no cumpliera veintiséis años, y para ello faltaban aún unos meses.
A la última de las entrevistas había acudido acompañada por Óscar, que podría haber sido como todas las que había hecho en los días anteriores, pero en esta ocasión fue de lo más patética. Habían quedado con un tipo en la cafetería del El Corte Inglés de Callao, que los reconoció en cuanto llegaron. Lo primero que advirtieron en él fue que tenía una dentadura tan blanca que dañaba a la vista, y su sonrisa parecía la de un lobo. A pesar del tiempo tan bueno que hacía, llevaba una americana de invierno, una bufanda de Yves Saint Laurent y una camisa Ralph Laurent que conjuntaba bien con sus pantalones Hugo Boss. Sin embargo, sus zapatos lo delataban porque estaban llenos de polvo y ajados. Además, llevaba las uñas algo sucias.
—Juan Ballarín —se presentó ofreciéndoles la mano y abriendo los ojos de una manera que resultaba teatral.
A Cristina le recordó las caras que ponían los bailarines balineses, por esa expresividad que mantenía en todo momento en su mirada.
Antes de que llegara el camarero, Juan entró directamente en materia, sin darles tiempo ni siquiera a sentarse.
—El negocio que os voy a proponer —hizo una pausa dramática y volvió a abrir los ojos— es un negocio para ganar mucho dinero. ¿Cómo os quedáis?
Óscar y Cristina asintieron, y después se sentaron en la mesa, dejando que siguiera hablando porque tenían curiosidad por saber cómo iba a terminar la tarde. Se habían agarrado las manos por debajo del mantel para no terminar riendo.
—Vosotros me preguntaréis, ¿de qué se trata? ¿Cómo es posible que os esté ofreciendo el negocio de vuestras vidas si no os conozco de nada?
Ambos negaron con la cabeza. Estaban tan desconcertados por los movimientos que efectuaban las manos de este charlatán del tres al cuarto, que a ninguno de los dos les salían las palabras.
—Esto es muy sencillo. Son muchos los que me preguntan que cómo puedo mantener este nivel de vida que llevo. Pero claro, nadie quiere invertir, nadie quiere arriesgar. Getesy es la solución a vuestros problemas. Porque si tú inviertes, hay dinero, si no inviertes, no hay nada. Por solo cincuenta euros ya tendrás beneficios. ¡Ah, amigos, pero claro! ¿Queréis tener más beneficios? Y vosotros me diréis que sí, pero para tener más beneficios hay que poner más dinero. Más beneficio, más dinero. ¿Cómo te quedas? —esta pregunta se la hizo mirando solo a Cristina—. Es el negocio redondo. Es el negocio de vuestras vidas.
Juan sacó de una cartera de piel una tablet para abrir un enlace a YouTube. Antes de que se reprodujera, hizo un movimiento con sus manos, como si de un truco de magia se tratara, y después les enseñó varios vídeos de gente que estaba encantada con Getesy, y de lo mucho que les había cambiado la vida a todos vendiendo productos para una vida sana. Cristina y Óscar entendieron de qué iba la cosa. En realidad se trataba de un negocio piramidal en el que solo ganaban dinero los que estaban arriba.
—¿Cómo os quedáis? ¡No me digáis que no es un buen negocio! Pero ahora viene lo mejor, solo tenéis que hacer una pequeña inversión de trescientos euros para empezar a ver dinero. Estos productos os los quitarán de las manos. La gente se vuelve loca con ellos. Os lo aseguro. Esto es el futuro.
Cristina se decidió a hablar al fin porque tenía ganas de marcharse.
—¡Estamos emocionados! Todo esto suena muy tentador y vemos que hay una oportunidad de negocio, pero mi novio y yo tenemos que pensar cuánto podemos permitirnos invertir. Estamos ahorrando para un pisito y queremos ver posibilidades para aumentar nuestro capital. Así que si nos da unas horas, nosotros ya le llamaremos a usted.
—Para empezar no tiene por qué ser una inversión de trescientos euros. Yo entiendo que estáis ahorrando para un pisito…
—Nos ha quedado muy claro. Más inversión, más beneficio, y eso es lo que buscamos. Si me da una tarjeta, esta noche recibirá nuestra llamada. Tenemos que hacer números, porque igual podemos invertir más de mil euros. ¿Verdad que sí, cuqui?
Óscar se le quedó mirando y le siguió la corriente.
—¿Solo mil? Yo estaba pensando en algo más. ¡Podríamos sacar hasta el dinero que teníamos apartado para el viaje a New York! —esto último lo dijo en un perfecto inglés.
—¿Tú crees, cuqui? Es nuestro viaje de luna de miel.
—No sé, churri, tenemos que pensarlo, pero puede que esto sea nuestra oportunidad. Esto es un negocio seguro. Todos nuestros amigos nos van a quitar estos productos de las manos.
A Juan se le volvieron a abrir los ojos, pero esta vez el asombrado era él. Les tendió la tarjeta y sonrió, dejando ver esa sonrisa tan falsa como un billete de mil euros.
—Sí, no os lo penséis mucho. En tres horas, he cerrado más de seis contratos. Lo que os digo, esto es el negocio del futuro.
—Sí, nos ha quedado muy claro, ¿verdad que sí, cuqui?
—Espero esa llamada para formalizar el contrato. Ya veréis como no os arrepentís.
Cristina y Óscar le tendieron la mano a Juan y después se marcharon abrazados de la cintura y haciéndose carantoñas. Cuando llegaron al ascensor, él le dijo:
—¿Pero de qué iba este tipo? Parecía que se había fumado algo. Y esa manera de abrir los ojos daba hasta miedo.
—No lo sé, pero menuda labia. Me pregunto quién le ha hecho ese blanqueamiento dental. Si lo viera Manu, se llevaría las manos a la cabeza.
Se quedaron callados unos segundos. A pesar de que Cristina ya no sentía nada por Manu, le molestaba que en estas últimas semanas ni siquiera la hubiese llamado ni para preguntarle cómo estaba.
—¿Cuqui? ¿No se te podría haber ocurrido algo más original? —preguntó Óscar para romper el silencio.
—¿Y a ti, churri?
—A mí me encantaría que alguien me dijera alguna estupidez de este tipo —soltó un suspiro—. Me gusta estar enamorado.
—Sí, pero que no sea Palmira la que te lo diga —dijo Cristina saliendo del ascensor—. Prométemelo —se le quedó mirando, y volvió a insistir—. Prométemelo.
Óscar se quedó pensando hasta que salieron a Callao.
—He quedado con ella para que recoja unas cosas de casa —chasqueó los labios.
—¿Quieres que te acompañe, cuqui?
—No. Esto lo tengo que hacer solo —de pronto se puso serio—. Pero gracias, churri.
—¿Seguro? Sabes que no me importa.
—Sí, seguro.
—Tienes que ser fuerte. No puedes darle una segunda oportunidad.
—¿Por quién me tomas? —dijo soltando otro suspiro—. Ya está decidido. No quiero saber nada de Palmira.
—Luego te llamo y me cuentas —comentó despidiéndose con un beso.
—Sí, ya te cuento.
Cristina lo vio alejarse hacia la Gran Vía para tomar un taxi. Óscar iba siempre impecable y, si hubiese sido una mujer, Cristina podría asegurar que siempre iría con los labios pintados de rojo Russian Red y perfectamente maquillada. Y por supuesto, tendría hecha la depilación brasileña.
Lo que más le gustaba de él era que entendía de moda y que podían ir a comprar juntos sin ese miedo atroz que les entraba a todos los hombres cuando una mujer decidía cambiar su vestuario. Con él se divertía, además de que tenía buen ojo para encontrar piezas tiradas de precio. Sin embargo, ese ojo del que alardeaba le fallaba cuando se trataba de encontrar novia. En eso ambos eran iguales. ¡Eran unos desastres!
Soltó un bufido. Después sacó la agenda de su bolso y tachó la cita de su última entrevista. Puso en mayúsculas: “VERY, VERY PATHETIC”. Al ritmo que iban sus entrevistas de trabajo, ya se veía trabajando en un Burguer King, en un SubWay, haciendo de mujer anuncio o engañando a viejecitas y vendiendo ollas a presión por teléfono.
—¿Eres Cris?
Una voz profunda de hombre llamó su atención. Elevó el mentón para encontrarse con unos ojos oscuros, una mirada que la traspasó. Solo había una persona que la llamaba Cris, y evidentemente aquel hombre de un metro noventa no era su hermano Juanfra. Lo observó de arriba abajo y contuvo el aliento. Álex era más guapo de lo que recordaba, y ese traje de chaqueta parecía que estuviera cosido expresamente para él. Había que reconocerle que le sentaba como un guante y era como una segunda piel. Su mirada intimidatoria había cambiado desde la última vez que lo vio.
—Sí, soy Cristina.
—¿Mi personal shopper?
En cuestión de dos segundos pensó en las posibles respuestas, pero entonces se acordó de lo que le había dicho Marga unos días atrás. Ya no era divertida. Y allí estaba ella, tratando de demostrarse que no era tan seria como decía su hermana y de encontrar un trabajo que la satisficiera. Así que se decidió a jugar un rato, porque después de todo, ella sabía de moda. Podía ser personal shopper. ¡Cómo no lo había pensado antes!
—Sí, soy tu personal shopper.
En ese momento rezó para que no se presentara la verdadera Cris y descubriera todo el pastel.
—Siento haber llegado con un poco de retraso. El tráfico estaba imposible a estas horas de la tarde.
Cristina le echó otro vistazo rápido. Sí, era guapo y tenía algo en la mirada que le provocaba sentimientos que no había experimentado con Manu.
—No te preocupes. Yo acabo de llegar.
Por su parte, Álex se acercó para darle dos besos y los alargó un segundo más de lo que resultaba estrictamente cortés. Aprovechó para olerla, y cerró los ojos. No podría haber un perfume que la definiera tanto como aquel. Cuando se separó, le hizo un repaso de la cabeza a los pies, al igual que había hecho ella con él. No llegaba al metro setenta, era delgada, morena y de piel blanca. De ella le gustó, además de su perfume floral, la melena larga y lisa, que le llegaba casi hasta la cintura. Llevaba unos vaqueros negros de pitillo, una chaqueta colgada del brazo, de un color que no supo definir, y una camiseta de manga corta que dejaba al aire un hombro que prometía una piel tersa y suave. Si tuviera que compararla, sería con el personaje de Pocahontas, la película de Disney que más le gustaba a su hija.
Por cómo le sonrió Álex, Cristina sintió que se le encogía el estómago y que se ruborizaba. Sin embargo, si esto mismo lo hubiera hecho otro hombre se habría sentido incómoda e incluso lo habría tachado de cuarentón baboso. Había algo en Álex que le transmitía paz. Tragó saliva y le ofreció otra sonrisa.
—No me imaginaba a una personal shopper tan… —masticó la palabra adecuada antes de hablar.
—¿Joven?
Él negó con la cabeza.
—No era esa la palabra que estaba buscando. Quizá lo más conveniente sería decir exquisita.
—Bueno, así somos las personal shopper —soltó mostrándole una sonrisa.
No sabía muy bien qué le estaba pasando, pero se sentía nerviosa.
Álex volvió a mirarla fijamente.
—¿Perdona, nos conocemos de algo? Hay algo en ti que me recuerda a alguien.
Cristina abrió los ojos y pensó con rapidez otra vez en las posibles respuestas. Le podría decir que lo conoció el día de su boda, o que también vio cómo Tita se la pegaba, o que también bajó con ella en el ascensor cuando Manu le pidió que se casara con él, o que fantaseó con la idea de que la cogía en brazos y le daba un beso en los labios. Pero terminó por decir:
—No sabría decirte.
En realidad no le estaba mintiendo.
—Tengo la sensación de que te he visto antes.
Cristina le ofreció de nuevo una sonrisa.
—¿Sabes? El mundo es como una tortilla, hay que darle muchas vueltas para que salga rica. En una de esas vueltas, es posible que nos hayamos conocido. O puede que quizá nos conociéramos en otra vida.
—Podría ser. ¿Quién te dice que no fueras Cleopatra?
Cristina soltó una carcajada.
—¿Yo Cleopatra? ¿Y tú quién serías? ¿Un esclavo? ¿Mi hermano? ¿Un gato?
—Marco Antonio, por supuesto —respondió sin pestañear y con una sonrisa ladeada—. ¿Quién si no?
—Podrías ser César.
—No, yo sería Marco Antonio, te lo aseguro.
Cristina tuvo que morderse el interior de la mejilla para convencerse de que no era una de sus fantasías, como cuando se imaginó que la besaba al salir del ascensor. Era evidente que estaban coqueteando. Desde que había dejado a Manu no había soñado despierta. Una vez leyó en una revista femenina que las personas que fantaseaban lo hacían porque no les gustaba su vida.
Cogió aire antes de hablar de nuevo.
—Veo que tienes una talla 42 o 44 de pantalón, según el modelo —le echó un vistazo y posó sus ojos en su fabuloso trasero.
¡Cómo olvidarlo!
—Sí —asintió Álex.
Cristina aprovechó para colocar su mano sobre el pecho de Álex. Hizo como si lo estuviera midiendo, pero ella sabía que no era del todo cierto. En realidad quería ver si su pecho era tan musculoso como se adivinaba a través de la camiseta. Tuvo que contener un suspiro, porque era mucho mejor de lo que había imaginado.
—Y diría que llevas una 50 o 52 de chaqueta, y siempre te tienen que sacar algo de la manga porque tienes los brazos largos.
Él volvió a asentir. Sabía que no era buena idea tratar de seducirla, pero algo en el brillo de su mirada le hizo pensar que la atracción era mutua.
—Ahora me toca a mí. ¿Te parece? —a la pregunta de él, ella asintió. La repasó con la mirada—. Te gusta la literatura y te gusta Herman Melville.
Cristina parpadeó varias veces. Estaba atónita.
—I would prefer not to.[3] –dijo señalando su camiseta. Él tuvo el presentimiento de que no había elegido esa frase al azar y que sabía a qué libro pertenecía—. ¡Quién no conoce a Bartleby, el escribiente! Sin embargo, yo te diría: si tienes que escoger entre hacerlo y no hacerlo, sin duda hazlo. Hazlo siempre.
—¿El qué? —murmuró. Tuvo que bajar el mentón porque sintió cómo se ruborizaba.
—Lo que sea que estés pensando.
—Sí, lo haré.
Ambos se miraron a los ojos durante unos segundos.
—Bueno, tú dirás —le dijo Cristina rompiendo el momento y girando sus talones en dirección a la calle Preciados—. ¿Por dónde quieres que empecemos?
Álex tuvo el impulso de decirle por dónde empezaría él, pero se calló. Se dejó envolver por su perfume y, al igual que le había pasado a Cristina, sintió que le subía un calor placentero desde la entrepierna hasta el estómago. Se tuvo que recolocar bien el calzoncillo porque se notó incómodo. Hacía tiempo que no experimentaba algo así.
—Antes de que comencemos, tengo que decirte por qué he contratado tus servicios. Soy daltónico y no distingo los marrones y rojos de los verdes. Más de una vez he salido a la calle con un pantalón marrón y con una camiseta verde. Así que me pongo en tus manos.
—¿Daltónico? Es el primer cliente que me dice esto.
—Te lo voy a poner fácil. Busco básicamente ropa informal.
—¿Quieres algún complemento?
—No, aunque si tú piensas lo contrario, me dejo convencer. Te he dicho que te lo voy a poner fácil.
—¿Tienes algún límite?
—No —sus miradas volvieron a cruzarse—. No pongo límites.
Cristina tragó saliva.
—Me refiero a si tienes un tope con el dinero que te quieres gastar, no sé…
—Te he entendido, y yo te repito que nunca pongo límites.
Cristina giró la cabeza para soltar un suspiro disimuladamente. Ambos sabían que no estaban hablando de dinero.
—Ya que no pones límites, sígueme.
Durante más de dos horas, Cristina estuvo aconsejándole qué prendas comprar, qué le podría servir como fondo de armario y cuáles eran los básicos que no podían faltar entre sus perchas. Habían hablado, se habían dicho frases con doble sentido, pero sobre todo habían jugado a mirarse sin hablarse. Sonrieron tanto, que la tarde se les había pasado volando.
Álex miró el reloj cuando salieron de una tienda. Eran las casi las nueve de la noche.
—Supongo que tendrás que ir a casa —dijo Cristina—. No te quiero entretener más. Por hoy es suficiente.
—No, no me espera nadie, tranquila —aunque Álex se encontraba cómodo, Cristina advirtió cómo su mirada se entristecía.
Se dieron dos besos de despedida, y cuando se separaron, Álex le dijo:
—¿Narciso?
—¿Cómo dices?
—Narciso, de Hèrmes. Es tu perfume, ¿verdad?
Cristina volvió a quedarse sin palabras.
—Sí.
—Bueno, no te asustes. Mi hermana es perfumista y entiendo algo de aromas. Te sienta bien.
—Gracias —se encogió de hombros.
Álex se resistía a marcharse. No era solo que se sintiera atraído por Cristina, y más teniendo en cuenta que no había tenido sexo con nadie desde hacía casi un año, sino que hacía tiempo que no se encontraba tan a gusto con una mujer. Su aspecto era muy juvenil, pero no así las conversaciones que habían mantenido. Era bastante madura para su edad y había química entre los dos.
—Puede que esto te resulte raro, y no tienes por qué aceptar. Entenderé también que no quieras, pero, ¿me permitirías que te invitara al menos a una tapa o a una copa? Tengo que darte las gracias por tener tan buen gusto.
—Gracias, pero no tienes por qué hacerlo. Es parte de mi trabajo.
—¿Qué me dices?
Hazlo, era la palabra que resonaba en su cabeza. Tragó saliva y sin poder evitarlo, asintió con la cabeza. A ella tampoco le apetecía despedirse… tan pronto.
—Sí, tengo permiso hasta las doce, aunque después me tendré que marchar en carroza antes de que el hechizo se rompa. Mi hada madrina es un desastre y luego no sabe deshacer los encantamientos.
Sus miradas se quedaron enganchadas, y Cristina advirtió algo en él que nunca había visto en Manu. Tal vez se tratara de deseo, pero en cualquier caso, le gustó lo que observó.
—¿Algún sitio en particular? —preguntó él rompiendo la magia del momento.
—Me encanta ir a Casa Manolo, y está cerca de Sol. No sé si lo conoces. Hacen unas croquetas y unas albóndigas muy ricas. El vermú es de grifo. Podemos ir caminando.
—Sí, lo conozco. Hacen también un buen chocolate con churros. Vienen bien después de una noche… —se quedó callado.
—¿Una noche, cómo?
—Después de una noche en vela. Nunca se sabe qué puede suceder.
Caminaron durante un buen rato en silencio, aunque ambos se observaban de reojo.
—¿Qué crees que habría pasado? —soltó Álex de pronto.
—¿Qué habría pasado de qué? —Cristina se detuvo. Le apetecía seguir jugando, y además, se entendía con Álex de una manera que nunca habría imaginado.
—Ya sabes, si nos hubiésemos encontrado en otra vida.
—¿Si yo hubiera sido Cleopatra y tú Marco Antonio?
—Sí —Álex le mostró una sonrisa pícara.
—¿Qué te hubiera gustado que pasara?
—No sé, prefiero que lo imagines.
—Entonces tendremos que hacer caso a lo que dice la historia. Ella nunca se equivoca.