Capítulo 27
El día había sido agotador para todos, pero sobre todo para Cristina. Desde que había bajado de la terraza, no había parado y solo se había tomado veinte minutos para comer y un rato a media tarde para tomarse una horchata fresca. Después de servir las cenas, de recoger las cocinas, de poner dos ciclos en el lavavajillas y de colocar todos los platos en las estanterías, colgó el delantal en la despensa, se soltó la trenza y subió a la terraza. Necesitaba un poco de tranquilidad y no pensar en nada; el cuerpo le pedía tomarse una copa, es más, se moría por un Manhattan y soñaba con tumbarse en una hamaca mientras paladeaba su cóctel favorito.
La luna, en cuarto creciente, lucía colgada de un cielo libre de nubes cuando llegó al Acanto lounge&bar. Mientras le pedía al camarero una copa, la contempló de nuevo. Siempre, desde que era bien pequeña, le había fascinado la luna. Podía pasarse minutos y minutos en silencio mirando al cielo. Sentía que le daba fuerzas cuando no las tenía. En alguna ocasión pedía deseos por el simple hecho de dejar en manos del destino, el azar o la fortuna que llegara a su vida lo que tanto ansiaba. No pedía dinero, ni una casa más grande, tan solo demandaba que el amor que había llamado a su puerta no saltara por la ventana y la cerrara de golpe. Álex era todo lo que ella había ansiado desde pequeña.
El camarero la llamó dos veces para decirle que tenía preparado el Manhattan. Le dio las gracias y buscó una hamaca que estuviera libre a esas horas. Encontró una solitaria al fondo, lejos de los grupitos que empezaban a llenar la terraza a esas horas. Se tumbó y se descalzó para estar más cómoda. Se mojó los labios con el Manhattan y después se comió la cereza en almíbar. Le gustaba morderla en dos mitades y saborearla al tiempo que el alcohol del Manhattan inundaba su boca. Dejó la copa sobre la mesa y poco a poco fue cerrando los párpados. Se dejó llevar por la música de John Coltrane que sonaba en el bar y por la brisa que corría en esos momentos. El jazz era ideal para desconectar. Tenía que reconocerlo, Álex tenía muy buen gusto musical. Él era quien se encargaba de elegir la música.
No supo precisar cuánto tiempo mantuvo los ojos cerrados, pero de pronto sintió que alguien se había sentado en el borde de la hamaca. Suspiró al oler su perfume. ¡Alguien tendría que patentar el aroma que desprendía Álex! Desde luego, a ella, le volvía loca. Aunque pensándolo mejor, ese era un perfume que no querría compartir con nadie.
—Hola —dijo él acariciando sus piernas desnudas.
Cristina sufrió un escalofrío y deseó que siguiera con las caricias. No le habría importado que toda la gente que había en la terraza desapareciera por arte de magia.
—Hola —siguió con los ojos cerrados.
Álex subió la mano por el muslo y le siguió acariciando el vientre. Cristina soltó un gemido. Le gustaba que él adivinara sus deseos.
—Te he echado de menos.
—Yo también —murmuró ella—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Te puse un chip rastreador la semana pasada mientras dormías.
Cristina abrió los ojos, sorprendida por la respuesta. Sacudió la cabeza y soltó una carcajada. Una de las cosas que más le gustaban de él era la capacidad de hacerla sonreír. Era una parte de sus encantos. ¡Todo era tan fácil con él, que por un segundo sintió miedo de que todo se fuera al garete!
—Tengo mis recursos —siguió hablando Álex—. Si te los dijera, se rompería la magia.
—Me gusta que seas una especie de Sherlock Holmes. No dejas de sorprenderme.
—Esa es la idea, solo tengo que sacar mi lupa. ¿Por dónde querrías que empezara a investigar?
—Eso depende de qué estés investigando. Pero si quieres te puedo dar una pista —se pasó un dedo por las piernas y llegó al borde de los shorts—. Podrías empezar por aquí. Me gustaría que adivinaras qué tipo de braguitas me he puesto.
Álex asintió con la cabeza.
—¿Por dónde seguiríamos?
—No lo sé, tú eres el investigador privado —le susurró.
—En tal caso, podríamos dejar la investigación para después. Te aseguro que voy a insistir en todos y en cada uno de los rincones de tu cuerpo. No va a quedar ningún milímetro que se escape a mi escrutinio.
—¡Qué bien suena eso! —exclamó ella.
—Ya me lo dirás cuando esté en plena investigación.
—Prometo no entorpecer la exploración.
Álex posó sus ojos en los labios de Cristina.
—¿Te apetece que cenemos aquí?
—¿En la terraza?
—Sí.
—¿Y los niños?
—Mi hermana se los ha llevado a su casa. Ha insistido en ello. Me ha dicho que Estela quería ocuparse de mis sobrinos. Es todo un poco raro. ¿Sabes si le pasa algo?
—¿A quién?
—A Estela.
—No, que yo sepa.
—Esta mañana, después de que te marcharas de casa, hemos tenido un pequeño encontronazo. Y después de la comida estaba más suave que la seda —Álex le posó una mano en la rodilla—. En tres meses ha cambiado tanto, que no la reconozco. Antes era una niña dulce y muy cariñosa.
—Supongo que se habrá dado cuenta de que no puede estar todo el día enfadada.
Él no parecía convencido con la respuesta que le había dado.
—No te lo está poniendo fácil, ¿es eso?
Cristina tomó de nuevo la copa y bebió un trago. Lo dejó un rato en su boca antes de contestarle. ¿Qué podía decirle de Estela? Podía percibir que era como una bomba de relojería que estaba a punto de estallar.
—No, Álex, Estela y yo estamos bien. No te preocupes.
—Dime qué ha pasado esta mañana en las cocinas. ¿Ha sido ella, verdad?
Pensaba mantener su palabra de no decirle nada. Quería darle un voto de confianza a Estela. No quería ser ella quien tensara la cuerda de la niña. Sentía que más pronto que tarde ella se lo diría a su padre sin sentirse presionada. No deseaba preocuparle sin motivos. Había entendido que ser una pareja conllevaba no solo besarse, abrazarse o despertarse todos los días juntos. Ser pareja significaba un nosotros para enfrentarse a las dificultades que la vida ofrecía.
—No te entiendo —volvió a llevarse la copa a los labios.
—Claro que me entiendes —entrelazó su mano con la de ella—. Conozco a mi hija, siempre ha sido una niña dulce, pero cuando algo se le atravesaba, sé lo que es capaz de hacer.
—No, no ha sido Estela —se incorporó apoyando los codos en la hamaca—. No le des más vueltas. Creía que habíamos aclarado todo esta mañana. Ha sido culpa mía por no probar la buttercream.
—Está bien, creeré que Gema ha sido quien ha cometido el error.
—¿Decías de cenar?
—Sí, vamos a cenar. Hoy ha sido un día duro —le mostró una cesta de mimbre, de la que sobresalía una botella de vino—. He cogido de las cocinas una variedad de quesos, jamón de Teruel y unos aperitivos fríos. ¿Qué me dices, te apetece algo de esto?
—Umm, sí, una cena para nosotros dos solos. Yo conozco el sitio ideal.
En esos momentos era lo que necesitaban, una cena tranquila para olvidar las tensiones familiares.
—Ideal es cualquier sitio donde estés tú —con la yema del dedo le acarició el labio.
Cristina notó unas cosquillas agradables en el estómago. Dobló la rodilla y paseó los dedos de su pie derecho por la pierna de él hasta llegar a la entrepierna.
—En la terraza de Mariví hay una mesita y dos sillas. Estaremos más cómodos allí. También hay una tumbona —le mostró una sonrisa seductora.
—¿Me está proponiendo algo indecente, señorita Burgueño?
—Sí, señor De la Puente. Le estoy proponiendo más que una cena a solas.
—Me gusta cómo suena.
—También le estoy proponiendo que nos tumbemos en la hamaca y miremos la luna.
—¿Solo la luna? Tenemos pendiente usted y yo una investigación exhaustiva. A la luz de la luna sería capaz de besar cada centímetro de su piel.
—Veo que aún sigue conservando intacta su imaginación.
Álex tiró la cabeza hacia atrás cuando Cristina escondió los dedos de su pie en su entrepierna. Ella lo notaba duro, pero sobre todo contempló en sus pupilas la promesa de todas las palabras de amor que se dirían cuando se amaran.
—Cuando se trata de ti, no hay límites.
Cristina se levantó, se colocó las sandalias y tiró de él.
—Vamos a dejar que el sol nos alcance. El postre se enfría.
—Las reglas están para saltárselas. Siempre podemos empezar por el final.
—Me gusta mucho más esta nueva propuesta —dijo Cristina caminando de espaldas para no perder el contacto visual con él.
Álex la siguió hasta el ascensor.
—Siempre podemos quedarnos en mi apartamento —le dijo con una voz ronca antes de pulsar el botón.
—Me da igual. Solo tengo ganas de ti.
—No sé si te lo he dicho, pero hoy estás muy guapa.
—Sí, ya me lo has dicho, aunque no me importa que me lo repitas.
—Estás muy guapa.
Cristina contuvo el aliento y notó cómo la respiración se le aceleraba.
—¡Deja de mirarme así! —exclamó ella con un hilo de voz.
—Así, ¿cómo? —preguntó con voz grave.
—Como lo estás haciendo.
Quería congelar ese instante en su memoria. Nadie la había mirado nunca con esa intensidad. Puede que no lo dijera con palabras, pero notó cómo él le decía cuánto la quería. Y tuvo ganas de llorar de pura felicidad.
—No puedo hacerlo de otra manera.
Álex torció los labios al tiempo que ella reprimía un gemido.
—Definitivamente, los ascensores tienen algo —las puertas se abrieron y se cerraron una vez.
—Eso creo yo.
Álex se mantuvo frente a ella tratando de contener el deseo que sentía por ella. Le rodeó la cintura con una mano, mientras que con la otra acariciaba el contorno de sus labios.
—No sé qué has hecho conmigo. No puedo escapar de ti, de tu boca.
—Puedes besarme.
—Es justo lo que estaba pensando. Te has adelantado.
La acercó hasta él. Su lengua tanteó el borde de los labios y la animó a que abriera la boca. Cristina le ofreció lo que él deseaba al tiempo que las manos se colaban por debajo de la camiseta y acariciaban su torso. La boca de él era firme y cálida. Muy pronto Cristina sintió cómo su cuerpo respondía a sus caricias. Se apretó contra él y los besos se volvieron tan desesperados que por un momento Cristina pensó que le iba a faltar el aliento.
No fueron conscientes de que alguien había pulsado el botón para que el ascensor bajara.
—Álex… —dijo a dos centímetros de su boca.
—Dime…
—Nos movemos. Alguien lo ha llamado.
Él soltó un gruñido.
—Eso quiere decir que tendré que llevar la cesta de una manera ridícula.
—También puedo colocarme yo delante —Cristina soltó una carcajada—. Deja que yo lleve la cesta.
—Vosotras lo tenéis más fácil —esbozó una mueca de fastidio.
Como le había dicho ella, se colocó delante y esperaron a que el ascensor llegara a la planta baja. Cristina intentaba caminar como si no pasara nada, pero notaba que Álex estaba un poco incómodo. A esas horas ya no estaba Alba en el mostrador, por lo que no tenía que sufrir una de sus miradas asesinas, pero percibieron cómo Julio no perdía detalle y aguantaba una risa.
—Esto me recuerda a una escena de una película —soltó mientras atravesaban el vestíbulo—. Eres tú la que me va tapando a mí.
—No sé de qué película me estás hablando.
—La fiera de mi niña. Él, Cary Grant le pisa el vestido por detrás a Katharine Hepburn y ambos tienen que salir como lo estamos haciendo nosotros. En realidad lo hacen un poco más exagerado.
—Vas a tener que hacer un ascensor exclusivo solo para nosotros dos.
Al llegar a la calle, ambos soltaron unas carcajadas. Álex la tomó de la mano y corrieron sin dejar de reír; y se besaron, unas veces con ternura y otras veces con ansia, como también se acariciaron hasta llegar a la casa de Mariví. Cuando Cristina abrió la puerta del portal, Álex no le dio tregua. La pegó contra la pared.
—Cristina… te…
—¿Qué?
El móvil de Álex empezó a sonar. Él tragó saliva. Quería estampar su smartphone contra la pared.
—Recuérdame que cuando esté contigo desconecte el móvil. Es la segunda vez que nos interrumpen en lo mejor.
Soltó un bufido y sacó su smartphone de la cesta de mimbre.
—Dime, Gema, espero que sea importante. Tienes la habilidad que llamar siempre en el mejor momento.
—Lo es Álex… no te habría llamado si no lo fuera… —se calló.
—¿Qué pasa?
—Álex… no encontramos a Estela…
—¿Cómo que no encontráis a Estela? —alzó el volumen de su voz.
Cristina pudo escuchar el sollozo de su hermana. Lo que tanto había temido de Estela, se estaba produciendo en aquellos momentos. Había estallado la bomba.
—Te he hecho una pregunta. ¿Dónde está mi hija? —sintió un gran agujero abrirse a sus pies.
No podía permitirse ante Tita que, el primer fin de semana que tenía a sus hijos, después de tres meses sin verlos, Estela se escapara.
—No me grites, Álex.
—¡No te estoy gritando!
—Sí, sí que lo estás haciendo.
Álex se pasó la mano por la barbilla en un gesto de cansancio. Suspiró antes de responderle de forma más calmada.
—Dime, ¿qué ha pasado?
—Lo siento, Álex, no sé por qué ha empezado la discusión, pero de repente Estela se ha puesto a gritarle a Carol y le ha dicho que su madre nunca le había mentido. Entonces Carol le ha respondido que sí lo hacía, que quien había organizado todo el tema de las exclusivas era Tita y que había sacado un buen pastón por decir todas esas mentiras en las revistas. También le ha dicho que Tita te estaba complicando la vida y que contaba mentiras para que volvieras con ella. Yo estaba acostando a los niños. No lo he podido evitar. Santi había bajado a tirar la basura.
Álex apoyó la mano en la pared.
—Joder, Gema. ¿Qué conversaciones mantenéis con los niños?
—Vamos, Álex, Carol tiene catorce años. Sabe cómo eres, no eres un maltratador, como también sabe quién es Tita. Supongo que habrá visto alguna revista en casa de una amiga y este tema lo habrán comentado. Al final habrá sumado dos y dos. No es tonta.
Él carraspeó.
—Siento haberte gritado, Gema.
—Te juro que nunca hablamos de estos temas en casa.
Él apretó la mandíbula. Quiso tragar saliva, pero tenía los labios, así como la boca, resecos.
—Está bien. Vamos para tu casa.
—Puede que haya vuelto al hotel —comentó Gema—. Conoce el camino.
—Bien, primero miraremos en el hotel.
—Álex, de verdad que siento. Cualquier cosa ya estamos en contacto por el móvil. Santi ha bajado al parque para ver si la encontraba. Si no la encontramos, habrá que llamar a la policía.
—Lo sé —dijo sintiéndose sobrepasado.
—Álex, la vamos a encontrar —comentó Cristina cuando él colgó la llamada.
Él no contestó. Si lo hacía, sentía que se derrumbaría y que acabaría gritando, o puede que llorando. Se limitó a salir por la puerta y a correr hacia el hotel. Cristina siguió sus pasos, aunque le resultaba difícil alcanzarlo. No tardaron ni dos minutos en llegar. Estela estaba al lado de un macetero que había a la entrada del hotel, sentada, abrazada a las rodillas y no podía dejar de llorar.
—Joder, ¿se puede saber en qué demonios estabas pensando? Me has pegado un susto de muerte.
Cristina se colocó delante para tratar de calmarlo.
—Álex, lo que necesita ahora no es que le eches una bronca. Estela necesita que le tiendas una mano.
—Joder, ya es mayor. Sabe que no se puede largar así como así.
Se giró y se pasó la mano por su pelo revuelto.
—¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a encerrar en casa? ¿Me vas a pegar? —le preguntó ella.
Álex se volvió hacia ella como un animal herido, y negó con la cabeza porque no podía contestarle. Abrió la boca, pero no encontraba las palabras. Inspiró, mas no encontró la calma que tanto necesitaba en aquellos momentos. Después de tragar saliva, se arrodilló ante su hija.
—No, Estela, no voy a pegarte, ni tampoco pensaba encerrarte. Solo me he asustado mucho.
Estela alzó la cabeza y le tembló la barbilla. Se le colgó del cuello y escondió la cabeza en su pecho.
—Lo sé… papá, perdóname.
Cristina la veía tan confundida, que sintió ganas de abrazarla.
—Álex, coge a Estela y llévatela a un sitio tranquilo. Necesitáis hablar un rato.
—¿Quieres contármelo? —preguntó Álex separándola con suavidad unos centímetros.
Estela asintió con la cabeza.
—Ha dicho que mamá es una mentirosa.
—Te invito a un helado —le tendió una mano para que se levantara—. Hay cosas entre tu madre y yo que no puedes entender.
Cristina le tendió un pañuelo de papel cuando Estela se levantó. Ambas se miraron a los ojos. Estela le suplicaba con el gesto que no le dijera nada a su padre. Cristina asintió con la cabeza.
—Gracias –solo pudo decir esta palabra antes de volver a llorar.
—Yo me voy —dijo Cristina—. Tengo cosas que hacer en casa. Tenéis muchas cosas que hablar.
—Cristina…
Álex avanzó los dos metros que la separaban de ella. Buscó la calidez de su mano y con la otra le acarició el contorno de su rostro.
—Gracias.
Le dio un beso tierno en los labios.
—Lo que quería decirte antes de que nos interrumpieran…
—No pasa nada. Esto era más importante —la hizo callar poniendo un dedo sobre sus labios.
—Para mí lo es. Deja que te lo diga —le susurró en el oído—. Te quiero.
Ella se estremeció. La noche no podía acabar mejor.
—Y yo, Álex, te quiero, te quiero mucho.