Capítulo 3

 

Manu quería hablar con ella. No le había dicho sobre qué, ni tampoco el tono de su voz indicaba a qué venía tanta urgencia, solo sabía que a las seis de la tarde, cuando el último paciente se fuera, se tenía que pasar por su despacho. Más que una cita parecía una orden. Los viernes salía antes de la consulta porque siempre iba a Cáritas a echar una mano, pero esa tarde había cambiado sus planes.

Como tenía tiempo, dejó el coche en el aparcamiento de Nuevos Ministerios para pasear un rato por Fnac de la Castellana. Le gustaba leer novela negra y quería ver cuáles eran las últimas novedades. Tras hojear varias pilas, entre las que se encontraban algunas obras de escritores nórdicos, decidió comprar dos de autores nacionales que ya conocía y que le habían dejado buen sabor de boca.

En la caja un chico con barba, gafas de pasta y camisa de cuadros se la quedó mirando. Debajo del brazo llevaba un ensayo que tenía pinta de ser tan aburrido como él.

—Hoy es el día perfecto para empezar una nueva historia, ¿no crees?

Cristina quiso contestarle, pero si lo hacía sabía que terminaría muerta de risa. Si esta era una de las técnicas que utilizaba para ligar, con ella, desde luego, no le iba a funcionar.

—Estamos en el lugar idóneo para escribir una historia. ¿Te imaginas que un día nuestras memorias están en una de estas estanterías?

—No, no me lo imagino. No sé qué película te estás montando, pero te aseguro que solo he venido a comprar dos novelas.

El chico chasqueó los labios.

—No hemos empezado con buen pie. Soy Migue.

Le tendió la mano.

—Siguiente, por favor —dijo una voz a sus espaldas.

—Me toca a mí —Cristina hizo un gesto de disculpa—. Perdona que no me pare a hablar, pero me está esperando mi marido en la puerta. Tenemos unos trillizos que se ponen como fieras si no les damos de comer a sus horas. Después de las seis se convierten en monstruos, y tampoco los podemos bañar más allá de las siete, y es casi la hora —se dio media vuelta con una sonrisa de oreja a oreja. Le dio los dos libros a la cajera, pero antes de sacar su tarjeta, se giró de nuevo hacia él—. Tampoco les puede dar esta luz brillante.

—Ya, entiendo —replicó el chico, torciendo el gesto.

—No, no lo entiendes —tecleó el número secreto de su tarjeta cuando la dependiente le pasó datáfono—. Nunca te has enfrentado a tres fieras como las que tengo en casa.

—Oye, ¿perdona? —dijo la vendedora para que le hiciera caso—. Te pongo un marcapáginas que estamos regalando por una compra superior a treinta euros.

—Sí, gracias.

Antes de salir, el chico le hizo un gesto con la cabeza.

—Mucha suerte con tus Gremlins.

—Lo mismo te digo a la hora de ligar. Igual aquí encuentras algún manual —después le guiñó un ojo.

Eran las seis menos cuarto cuando subía las escaleras que daban al despacho de su novio. Saludó al chico joven que estaba en conserjería, que no era el que solía estar normalmente. Como Manu tenía su oficina en un tercer piso, pensó que le daría tiempo de comerse un Huesito. A su novio no le gustaba que comiera esas barritas porque decía que el azúcar provocaba caries. Si fuera por él, Cristina tendría que estar en su casa cosiendo el ajuar que toda mujer tenía que tener el día en que se casara. Cuando llegó a la puerta, bebió de la botellita de agua que siempre llevaba en el bolso y se metió un chicle de menta para quitarse el sabor del chocolate. Después tocó el timbre. Le abrió la auxiliar de enfermería, que también hacía las veces de secretaria. La hizo pasar a una salita que tenía para atender a sus pacientes.

—Está terminando una endodoncia. Es el último de la tarde. ¿Quieres alguna revista?

—No creo que tarde mucho, ¿verdad? Además, acabo de comprar dos novelas.

—Diez minutos como máximo.

Cristina asintió. Pensó en lo previsor que era Manu. En muy pocas ocasiones se retrasaba en su consulta, y esta era una de las razones por las que no le gustaba ser impuntual. Él bromeaba, a la vez que se enorgullecía, con que funcionaba como la maquinaria precisa de un reloj suizo. Incluso, sabía cuánto debía durar un polvo: cinco minutos y treinta y dos segundos. Cuando él había acabado, ella se solía quedarse con una sensación extraña en el cuerpo y con mal sabor de boca.

Como le había indicado Manu, a las seis en punto, su último paciente salía de la consulta. Después fue Paula, la secretaria, la que se marchó con prisas.

—Cristina, ¿puedes pasar a mi despacho? —la voz llegaba desde la otra habitación.

Cristina colocó el marcapáginas en la página que estaba leyendo antes de cerrar la novela.

Manu se estaba cambiando el jersey cuando ella entró a su despacho.

—Siéntate, por favor.

Ella reprimió un suspiro. Observó la habitación, que era un fiel reflejo de la personalidad de su novio. Resultaba bastante clásico para los años que tenía, veintisiete, y estaba pintado con colores marrones y grises. Su mesa era de roble, donde solo había una carpeta, un teléfono y una cruz metálica. Todos los libros de sus estanterías estaban perfectamente ordenados. También opinaba que era impersonal, porque no había ni una foto de él, ni siquiera de su orla. El único toque de color que había en aquel despacho era su vestido de color verde.

El tono de voz de su novio era demasiado serio para su gusto. No tenía ni idea de lo que quería hablarle, pero empezaba a no gustarle nada aquella cita.

—Tú dirás. ¿De qué querías que hablásemos?

Manu se acercó a la mesa y se sentó en el borde. Ni siquiera le dio ni un triste beso. Le sonrió mientras se quitaba un pelo de la manga de su jersey. Después se metió la mano derecha en el bolsillo de su pantalón.

—Verás… —bajó la cabeza y cerró los ojos—, ahora que llega el momento, me pongo nervioso. Te juro que tenía un discurso preparado —levantó el mentón para buscar la mirada de ella.

Para estar lo nervioso que le había comentado, no lo aparentaba. Seguía manteniendo el mismo tono de voz.

—¿Qué pasa, Manu?

—Llevo como una semana ensayando lo que tenía que decirte delante del espejo. Esto no es fácil…

Cristina abrió los ojos como platos. Si estaba entendiendo las señales que le estaba enviado su novio, quería cortar con ella.

—¿Qué es lo que quieres decirme? ¿Quieres terminar con esta relación, es eso?

Manu negó con la cabeza y exclamó.

—¡No! ¡Válgame Dios, Cristina! ¿Qué te hace pensar que quiero terminar contigo? Pero si lo nuestro marcha mejor que nunca.

—Pues entonces no entiendo qué quieres decirme.

—Pensaba que estaba muy claro. Ya sabes que tú y yo llevamos un tiempo saliendo y que nuestra relación necesita dar un paso adelante…

Ahora era Cristina la que negaba con la cabeza. Empezó a notar cómo se le secaba la boca.

—¿Me estás vacilando? —abrió los ojos con asombro.

—No, ¿por quién me tomas? Estoy hablando en serio.

Se levantó para sacar de la pequeña nevera que había al lado de una librería una botella de sidra que estaba por la mitad. Manu era de los que no tomaba productos catalanes porque les tenía manía, por lo tanto nunca tomaba cava, y mucho menos champán. Si no recordaba mal, esa botella debía de llevar más de cuatro meses abierta, y por lo tanto debía estar más que desventada. Después sacó dos copas de plástico de un cajón de su mesa.

—No puedes estar hablando en serio.

—Claro que hablo en serio. Quiero que nos casemos. Tú y yo hacemos buena pareja. He pensado que podríamos hacerlo en verano, cuando tengo las vacaciones.

—Manu, pero yo…

—No te preocupes por los preparativos. Tu hermana te puede echar una mano. Estoy seguro de que no le importará. Y a mi madre tampoco. Tiene experiencia después de haber organizado las bodas de mis hermanos. Siempre puedes decir que te has casado antes que Marga.

Si ese último comentario pretendía ser un chiste, ella no le veía la gracia.

—Espera, Manu…

—Podríamos casarnos en la iglesia donde hice la comunión y la confirmación. Allí se han casado todos mis hermanos y mis padres. Don Rafael nos ha hecho un hueco para el nueve de agosto. Como ves, no te tendrás que preocupar por nada.

—¡Manu! —se tuvo que levantar de la silla para que dejara de hablar.

—Te he comprado un anillo. Lleva una punta de brillante. Espero que te guste. Sé que no es mucho, pero te prometo que cuando la consulta vaya mejor, te compraré otro.

Cristina colocó las dos manos por delante para que no siguiera hablando, intuyendo qué le diría a continuación su novio.

—Espera un momento. Esto lo tenemos que hablar con calma.

—No hay nada de qué hablar. Nos llevamos muy bien y eso es lo que hacen las parejas cuando llevan un tiempo juntas. Nos conocemos desde hace años. Sabes que soy un buen chico y que vamos a estar bien. Mis padres llevan esperando este momento desde hace un tiempo. Demasiado, para mi madre. A tu edad ya estaba casada y tenía tres hijos.

Ella lo escuchaba con la misma frialdad con la que Manu hablaba. En ningún momento le estaba hablando de amor, de pasión. Daba igual lo que dijera, porque él utilizaba siempre el mismo tono para todo. En ese momento se dio cuenta de que no había nada que le uniera a él. Ya no era que no le gustaran las bodas, más bien pensaba que aquella proposición de matrimonio tenía que ser la más pésima de la historia. Pero lo peor de todo es que había decidido por ella antes de que le dijera que sí. La estaba tratando como una niña que no tenía ni voz ni voto. Ni siquiera le había consultado para decidir el día en el que dar este gran paso en su vida. Algo muy dentro de ella estalló de rabia.

Las palabras de su hermana de que últimamente estaba demasiado seria resonaban en su cabeza.

Manu sacó una pequeña cajita del bolsillo de su pantalón. Antes de abrir la tapa, Cristina hizo un gesto para que no siguiera. Sin embargo, Manu siguió adelante.

—Cristina —la tomó de la mano derecha y le colocó el anillo en el dedo anular—, quiero que seas mi esposa.

Sabía lo que tenía que responderle, pero estaba paralizada a pesar de lo mal que se encontraba. No le salían las palabras. Manu agarró la botella de sidra, le quitó la cucharilla que llevaba para que no se desventara, pero antes de poner las copas, le comentó a Cristina:

—Entonces, no hay más que hablar. Nos casaremos el nueve de agosto. Ya verás cuando se enteren mis padres la alegría que se van a llevar. Como soy el único que les queda por casar, mi madre rezaba todos los días para que este día llegara pronto.

Cristina dio vueltas al anillo que llevaba en el dedo. Ni siquiera lo había mirado.

—Manu…

—No hace falta que hables. Ya sé que estás contenta. ¿A que no te lo esperabas? Yo también sé improvisar.

Sin pensarlo, Cristina se quitó el anillo y lo dejó encima de la mesa.

—No puedo hacerlo, Manu. No puedo casarme contigo, no puedo ser tu esposa.

Ahora era Manu el que no entendía.

—¿Cómo? Pero ¿por qué no? —preguntó sin perder la calma.

—Porque siento que lo nuestro no lleva a ninguna parte. No hay pasión entre nosotros. Mírate, me estás pidiendo que me case contigo en tu despacho.

—¿Qué tiene de malo mi despacho?

—Nada, no tiene nada de malo. Pero, ¿no te das cuenta de lo frío que resulta todo?

Manu le ofreció una copa de sidra.

—Lo que a ti te pasa es que tienes pájaros en la cabeza. Madura, Cristina, lo que yo te estoy ofreciendo es una vida que muchas quisieran.

Cristina tragó saliva antes de contestar. Quiso decirle que se lo pidiera a esas tantas mujeres que tanto querían la vida que él le estaba proponiendo. No obstante le respondió:

—Pues te has equivocado conmigo —tenía los dientes apretados—. Yo no quiero esto. Has pensado en todo y te has olvidado de algo muy importante.

—¿De qué me he olvidado? —inquirió con frialdad.

Le exasperaba que siguiera manteniendo la calma. No recordaba haber discutido con él, y cuando ella discrepaba por alguna cuestión y no estaba de acuerdo, Manu cambiaba de tema enseguida. No le gustaban los conflictos, nunca le había visto perder el control.

—¡De mí! —gritó al fin—. Te has olvidado de consultar conmigo los detalles más importantes de esa boda que has planificado solo tú. No soy yo quien tiene que madurar, eres tú. Esto es cosa de dos, no solo tuya.

—¿Piensas que la vida es como lo pintan en las películas o en los libros que tan de moda están ahora? No, eso no ocurre nunca.

—Bueno —se encogió de hombros—, eso es algo que tendré que descubrir por mí misma.

—Yo he tomado la decisión que creía oportuna para ambos. Nunca me has dicho que te molestaba.

—Claro que te lo he dicho, pero tú no has querido escucharme.

Agarró su bolso para marcharse. Manu ni siquiera hizo el intento de detenerla. También le sorprendió que estuviera manteniendo el mismo tono con el que se había declarado. Entonces ella supo que estaba tomando la decisión correcta.

—No me puedes decir que no. Te vas a arrepentir.

—Es posible. Mírame, tengo veinticinco años y aún no sé qué voy a hacer mañana. Solo quiero vivir la vida.

Antes de salir, se acercó con la intención de darle un beso en la mejilla, pero finalmente no lo hizo.

—Adiós, Manu.

En un último intento, él la agarró del brazo. Cristina pensó que igual sus palabras le habían hecho reflexionar y en un último intento él se abalanzaría sobre ella y le daría un beso apasionado para que supiera cuánto la amaba.

—Piénsatelo, ¿vale? Entiendo que esto te haya pillado de improviso y no estés acostumbrada a esta clase de sorpresas.

Cristina negó con la cabeza. Casi le molestó que tuviera tan poca sangre en las venas. Ella tenía otro concepto de sorpresa y desde luego, aquella no lo era.

—Adiós, Manu —volvió a repetir.

Mientras se marchaba, el único sonido que escuchaba era el repiqueteo de sus zapatos de tacón. Cerró la puerta de la consulta con suavidad. Esperó a que llegara el ascensor para bajar y buscó el último Huesito que tenía en el bolso. Cuando las puertas se abrieron, se dio cuenta de que no bajaba vacío. Había un hombre con cazadora de cuero, pantalones vaqueros y barba de varios días que tenía la mirada perdida y parecía estar absorto en sus pensamientos. Era moreno, de pelo ensortijado, facciones marcadas y unos enormes ojos oscuros. Notó cómo tensaba la mandíbula cuando ella entró.

—Hola —saludó Cristina para romper el hielo.

Después le pegó un bocado a la barrita de chocolate que acababa de abrir.

Él no respondió.

Aunque la cabina era espaciosa, Cristina podía oler el perfume que llevaba él. Volvió a inhalar y notó un toque de madera mezclado con alguna esencia exótica. Cerró los ojos y de repente notó que se estremecía de arriba abajo, algo que nunca le había pasado con Manu. Abrió los ojos para mirarlo de nuevo. Le recordaba a alguien, pero no sabía a quién.

Las puertas se abrieron y él salió con prisas. Ella se le quedó mirando y decir que tenía un trasero fabuloso era quedarse muy corta. Podría decir incluso que era de infarto. Notó que las mejillas se le encendían. Suspiró y salió detrás, con tan mala suerte que se le quedó enganchado el tacón de su zapato en la rendija del ascensor y cayó de bruces al suelo.

De súbito, él se dio la vuelta, la observó y volvió sobre sus pasos. La levantó en vilo sin dejar de mirarla a los ojos. Cristina no podía creer que estuviera en brazos de otro hombre cuando no habían pasado ni cinco minutos que había terminado con su novio. El gesto de él había cambiado por completo.

—¿Estás bien?

Cristina asintió con la cabeza. Estaba paralizada y no podía dejar de mirarle a los ojos.

—Tienes que tener cuidado.

Ella volvió a asentir con la boca abierta. El hombre soltó una carcajada.

—No sé de qué te ríes —repuso ella—. Yo no le encuentro la gracia.

—Yo sí, eres adorable cuando pones ese mohín. Ahora estás más guapa.

El hombre se fue acercando a sus labios. Sabía que la iba a besar. ¿Pero qué demonios estaba haciendo? Se estaba tomando unas confianzas que ella no le había dado.

—¿Qué estás haciendo?

Sus bocas estaban a punto de tocarse.

—Señora, señora… ¿está usted bien?

Entonces Cristina volvió a la realidad. Seguía en el suelo, y quien le ofrecía la mano no era el hombre que se había encontrado en el ascensor, sino el chico que estaba en conserjería. Su imaginación le había gastado una mala pasada. Además de leer novela negra, también le gustaba la novela romántica, pero esto muy pocas veces lo reconocía.

—Que si quiere que le ayude a levantarse.

—¿Qué dices?

—Que si se ha hecho usted daño. ¿Quiere que le ayude?

Miró al chico, que no tendría más años que ella con los ojos entrecerrados. Era la primera vez que la llamaban señora, y justamente tenía que decírselo alguien de su edad.

—No, puedo hacerlo yo sola.

Se levantó tratando de no parecer tan ridícula. Tenía las mejillas encendidas y le temblaban las rodillas, pero salió de aquel edificio con la cabeza bien alta. Miró al hombre con el que había fantaseado. Se estaba colocando un casco y después se montó en la moto que había aparcada en la acera. Si él se había percatado de que Cristina lo estaba mirando sin ningún disimulo, lo ocultó muy bien, porque no hizo ningún gesto que indicara lo contrario. Vio cómo se alejaba. Después observó que salía una mujer del edificio con el gesto contrariado. Reconoció a Tita. Seguía siendo muy guapa, pero los años habían acentuado algunas líneas de expresión. Llevaba un cigarrillo en la mano, le dio una última calada y lo tiró al suelo. Lo pisó con el mismo asco que si hubiese pisado a un gusano.

Entonces supo quién era el hombre del ascensor.