Capítulo 18

 

¡Qué corto se le había hecho el fin de semana!, pensó Cristina mientras conducía, y qué largos iban a ser los siete días en los que no vería a Álex. En poco tiempo se había acostumbrado a él, a su presencia, a su olor, a sus caricias, a todo Álex. Era extraño, pero casi no se acordaba de cómo era su vida antes de que él llegara. A fin de cuentas, lo que ella había buscado siempre era el equilibrio, y de alguna manera él se lo proporcionaba.

Había tenido tiempo de pensar en cómo había sido su vida antes de Álex. Siempre había tenido miedo a ser feliz por temor a equivocarse, y había preferido esa opción a darse la oportunidad de ir probando qué era lo que en realidad deseaba hacer en la vida. Ya no quería vivir con una venda en los ojos. La vida era para dejarse llevar y los miedos había que dejarlos en el fondo del armario, porque por mucho que uno hiciera planes, ya se encargaba el destino de desbaratarlos. En cuestión de segundos podía dártelo todo o quitártelo. La fatalidad, la suerte o como quiera que se llamara no tenía ningún problema en darte bofetadas con la mano abierta. Y ya que había abierto los ojos a la vida no se conformaba con poco, quería todo lo que le tocaba.

Ahora entendía que el chocolate fuera un sustituto del sexo. Lo que ella y Manu habían tenido no se podía considerar como tal. Además, sus intereses eran por completo diferentes en casi todos los aspectos. Pero lo más asombroso de todo era que en todo el fin de semana no había tenido la necesidad de comer Huesitos, cosa rara en ella. Sin embargo, ahora que estaba regresando a casa de sus padres, tendría que volver a asaltar el supermercado y hacer acopio de estas barritas de chocolate. Se moría por meterse una en la boca y paladearla con tranquilidad.

También se había dado cuenta de que era doblemente feliz. Por una parte estaba enamorada, y por la otra iba a cumplir su sueño de trabajar en una cocina llevando la carta de postres. ¡Qué importancia podía tener que además de hacer los dulces también fuera la encargada del lavavajillas! Ese fin de semana había hecho un máster acelerado en lavar platos, vasos y copas, aunque también lo había hecho sobre sexo.

Había otra cuestión que llevaba observando durante el viaje de regreso, y es que había una complicidad diferente entre Óscar y su hermana, que no tenía nada que ver con la que mantenía ella con él. Si su hermana comenzaba una frase, él la terminaba, o si Óscar empezaba una de sus bromas, Marga soltaba una carcajada tonta. Intuía que había pasado algo más entre ellos que una simple cena, pero no alcanzaba a imaginar qué. Incluso percibió un cierto tonteo en Marga. A veces se tocaba el pelo cuando sabía que él la estaba mirando, y otras se giraba en el asiento para tocar a Óscar como quien no quería la cosa. Su hermana tenía una habilidad especial para acaparar todas las miradas. Manejaba como nadie los parpadeos, los suspiros y las sonrisas que hacía enloquecer a más de un hombre. No le extrañaba que Óscar hubiera caído en sus redes.

—A vosotros os pasa algo.

—¿A nosotros? ¡No sé por qué lo dices! —exclamó Marga.

—Porque lleváis una tontería encima que no se puede aguantar.

—Pues no nos pasa nada —respondió Marga con una sonrisa misteriosa, como si estuviera recordando algo estupendo.

Por más que Cristina insistió durante el viaje, ellos respondieron que el día anterior se habían tomado dos botellas de vino y que aún sentían los efectos del alcohol.

—Ya, sí, ahora se llama alcohol —Cristina dio la conversación por terminada.

Estaba claro que iban a tener una conversación cuando llegaran a casa. También les preguntó si habían encontrado buen material en Valencia, pero ellos se mostraban esquivos y no soltaban prenda.

Marga estaba radiante, por no decir Óscar. Por primera vez advirtió en la mirada de su amigo un destello de felicidad que no encontraba cuando se enrollaba con alguna mujer. Por otra parte, a su hermana también le había sentado muy bien el fin de semana. Se la veía calmada, y la tristeza que había aparecido cuando terminó con Javier ya no se reflejaba en su mirada. Podría decirse que estaba más guapa que nunca. Siguió reflexionando sobre ello, y a la única conclusión que llegó fue que se habían acostado juntos, pero que aún no querían decir nada. Si era así, se alegraba, porque ambos se entendían a la perfección y porque jamás los había visto tan bien como hasta ahora. Nunca había visto a su hermana tan guapa como en esos instantes, ni siquiera cuando hablaba de Javier, el hombre del que había estado enamorada desde que tenía diecisiete años.

Sí, la idea de ir a Valencia los tres juntos les había venido muy bien. Quiso pensar que la ciudad tenía algo de mágica.

Cuando estaban entrando en Madrid, Cristina recibió un whatsapp. Le dijo a Marga que mirara de quién era, intuyendo que podría ser de Álex. Se sonrió al pensar que no habían pasado ni cuatro horas separados y él ya la echaba de menos, aunque no menos que ella a él.

—Es Manu —dijo Marga con desgana.

La respuesta de su hermana la pilló desprevenida.

—¿Manu? No entiendo qué quiere después de no saber nada de él en varias semanas.

Tuvo la necesidad de comerse un Huesitos. Era automático, cuando alguien lo nombraba, ella no podía resistirse a pegar un buen bocado a estas barritas.

—A saber qué querrá, bombón. Igual quiere lo acompañes a comprar una estampita de San Judas Tadeo, el patrón de los imposibles, para ver si le da suerte. Porque este no tiene nada que rascar contigo. Si es que te dije que, en el momento en que tuvieras tu primer orgasmo, verías la vida de otra manera.

Como había pasado durante todo el viaje, Marga se rio por la ocurrencia de él.

—Eres imposible, Óscar —giró la cabeza hacia su hermana—. Marga, dime qué dice. Y coge mi bolso y búscame un Huesitos.

—Te quiere invitar a cenar esta noche.

Cristina se sorprendió, porque Manu nunca la había invitado a cenar un domingo. Para él eran sagrados. Por la mañana siempre los dedicaba a ir a misa, un interés que no compartía con él. Después solían comer con su enorme familia y por la tarde paseaban un rato por el Madrid de los Austrias. Según Manu, era mejor que ir al cine o al teatro, aunque el verdadero motivo era porque tenía que ahorrar para la casa que compartiría con ella. Cristina calculaba que ya la debería de tener amueblada de arriba abajo, a falta de los tenedores para el postre, pero como a él no le gustaban los dulces, ese era el único elemento que no entraría en su casa. Puede que le faltara el cuadro de su boda, que estaba segura de que ya tenía reservado el hueco en la pared. Aún se seguía preguntando qué podía haber visto en él y cómo terminó saliendo con alguien con el que no tenía nada en común. ¡Qué ciega había estado!

—No te quedan Huesitos.

Aquello sí que era una tragedia. Tendría que parar en una gasolinera como medida de emergencia.

—¿Qué le respondo?

Cristina meditó durante unos segundos ante la pregunta de su hermana. No le apetecía verlo. Todo lo que tenía que decirle ya se lo había dejado claro el día en que terminó con él, así que le contestó a Marga:

—Dile que tengo planes y que no voy a cambiarlos por él.

Enseguida recibió otro mensaje insistiendo en que quería verla.

—Dice que podría dejarlo para mañana.

Cristina soltó un bufido. Al parecer Manu no quería darse por enterado de que ella había pasado página. Como no respondía, llegó otro mensaje comentándole que la dejaba que ella eligiera restaurante, pero especificó que no fuera muy caro.

—¡Vaya, qué considerado! —exclamó tras soltar una carcajada—. Esto se merece celebrarlo por todo lo alto.

Después de que ella nunca eligiera un restaurante, por fin, cuando había roto su relación con él, la dejaba escoger dónde quería ir a cenar.

—Entonces, ¿qué le contesto?

—Óscar —desvió un momento la atención de la carretera para buscar su mirada por el retrovisor —, ¿crees que el Club Allard es lo suficientemente caro?

—No sabría decirte, pero para él sí que debe serlo. Teniendo en cuenta que no se gasta más de siete euros en el menú, y aquí puede rondar los cien euros, es posible que le entre cagalera cuando se lo comentes. Pero no sirven cenas ni los domingos ni los lunes.

—Yo fui una vez, pero Javier y yo terminamos peleados.

—¡Y cuándo no! —exclamó Cristina.

Marga giró la cabeza hacia su hermana, porque en el fondo llevaba razón. Ahora que ya no estaba con él, se daba cuenta de que se pasaban más tiempo enfadados de lo que le habría gustado reconocer.

—Pues yo nunca he ido, pero Mariví dice que se come bien, que es su restaurante preferido —comentó Cristina—. ¿Tú qué opinas, Óscar?

—Coincido con tu madre. Se nota que tiene buen gusto. No está nada mal en relación calidad precio. Yo suelo ir si quiero cerrar algún negocio.

—Pues dile que me recoja el martes a las nueve —dijo con una sonrisa maliciosa—. También coméntale dónde vamos a ir, para que prepare la cartera.

No era rencorosa, pero todavía se reía de cómo le había pedido que se casara con él. Aún no había podido olvidar que le sacó para brindar una botella empezada de sidra de la nevera. En esta ocasión, si quería pedirle una segunda oportunidad, tendría que trabajárselo un poco más. Se le ocurrió una última cosa antes de despedirse de él.

—Dile que esta vez me venga a recoger él, que yo no tengo coche.

Estaba cansada de ser su taxista, pero no solo de él, también lo era de su madre cuando tenía que hacerse un análisis para controlar el tema del Sintrom porque estaba operada del corazón. Y también les tenía que llevar a su padre y a él todos los viernes a Cáritas. Todo el mundo daba por hecho que no tenía nada que hacer y que tenía que estar al servicio de los padres de Manu.

—Eres mala —le comentó Marga.

—Tú también lo serías si te hubieran pedido que te casaras en la triste oficina de un dentista. Una no tiene la suerte de tener esas pedidas de mano que salen por Youtube. Casi le habría dicho que sí si se lo hubiera currado un poco más con tal de verme en un vídeo y ser famosa.

—¿Entonces te casarías con alguien si te lo pidiera a lo grande? —Marga soltó un suspiro.

—No, con él no me hubiera casado. No estoy tan loca.

—¿Y si hubiera organizado algo muy grade en la plaza de la Virgen o en la de Callao?

—¿Algo como qué? —preguntó Cristina.

—Se me ocurre que él supiera cuáles son tu canción y tu película favoritas y montara un show en la plaza.

—Por desgracia Manu no tiene tanta imaginación. Pero si alguien hiciera eso por mí, me enamoraría, sin duda. ¿Dónde hay que firmar?

—Creo que yo también me enamoraría si alguien hiciera eso por mí —comentó Óscar—. Ya sabéis que mi peli favorita son Los Cazafantasmas y mi canción es Bohemian Rhapsody, de Queen. Recordádselo a mi futura esposa.

—Lo recordaré si al final terminamos juntos tú y yo —comentó Cristina observándolo a través del espejo retrovisor—. Pero te advierto que no me voy a casar contigo.

—No sabes lo que te pierdes.

—No, te aseguro que de momento me quedo como estoy, pero no me tientes —dijo Cristina.

Miró de reojo a su hermana para ver su reacción. Marga seguía sonriendo con los ojos.

—Sí, hermana, véngate de él —dijo Marga después de un rato en silencio—. Que siempre que habéis salido a cenar por ahí, habéis pagado la cuenta a medias.

—¡Nooo, cachoperra, esto no me lo habías contado! —dijo Óscar—. Es lo que me quedaba por escuchar de él, que nunca te haya invitado ni a un café.

—Tenía que ahorrar, me decía.

—Gilipolleces. Ese tío es más tacaño que Scrooge. Anda, dame el teléfono de tu hermana —le pidió Óscar a Marga.

—Miedo me das —respondió Cristina—. No te pases con él.

Óscar hizo un gesto con la cabeza obviando de las palabras de ella.

—A saber qué le estás poniendo —comentó Marga cuando observó que el whatsapp era largo.

Fuera lo fuese lo que estaba tecleando, él mantenía una sonrisa maquiavélica. Después de terminar el mensaje, le pasó de nuevo el móvil a Marga.

—Dime qué le has puesto —quiso saber Cristina sin apartar la vista del tráfico que había al entrar en Madrid.

Marga soltó una carcajada al leerlo.

—Le ha escrito que si quiere que tú vayas, se acabó lo de pagar a medias. Y que piensas pedir Moët Chandon para brindar por las buenas noticias. También le ha dicho que tú tienes algo que decirle, y ha acabado el mensaje con varios corazones.

—A ver si se va a pensar lo que no es —repuso Marga.

—Que piense lo que quiera, Cristina ya no va a volver con él. Va a despedirse a lo grande. ¡Así se hace, bombón, con clase!

Cristina abrió la boca para responderle, pero no se le ocurría el qué. Al final tuvo que sonreír.

Cuando llegaron a casa, Cristina dejó el coche en el vado del edificio de sus padres para descargar las maletas. Observó que Óscar se hacía el remolón y que no quería irse. Marga había entrelazado sus dedos con los de él y se sonreían.

—¿Te quieres quedar a cenar? —le preguntó Cristina.

—Solo si me dejáis que yo me haga cargo. ¿Qué os apetece, chino, japonés, pizza…?

Óscar no pudo terminar la pregunta porque en ese momento alguien agarró el brazo de Marga. Era Javier. Estaba casi irreconocible. Había perdido varios kilos, no se había afeitado desde hacía varios días y tenía unas ojeras que le llegaban al suelo. Pero lo peor era su aspecto, ya que llevaba la ropa arrugada y olía a alcohol, cuando él siempre le daba mucho valor al ir bien vestido.

—Muñeca, por fin has llegado. Te he echado de menos.

Óscar tragó saliva y tensó los hombros.

—Sabes que no me gusta que me llames así. ¿Qué quieres?

—Te pido una oportunidad, solo una. Me lo debes.

—Yo no te debo nada. Y suéltame el brazo, me haces daño —le pegó un estirón para que se lo soltara.

Ni ella ni Cristina lo habían visto nunca tan mal.

Javier colocó las manos por delante, se alejó dos pasos y esbozó una mueca que simuló ser una sonrisa convincente, aunque no lo logró.

—Lo siento. Llevo tres días sin dormir. Te juro que era la primera vez que te he sido infiel. No sé en qué estaba pensando.

—Y por lo que a mí respecta será la última vez que lo seas conmigo.

—Sí, sí, lo que tú digas, pero no me abandones. Haré todo lo que me pidas.

A Cristina le sorprendió la actitud de Javier. Siempre se había mostrado como un hombre seguro de sí mismo, y sin embargo ahora se presentaba como alguien patético. Nunca había visto que un hombre se humillara de esa manera.

—Ya no me sirven tus palabras. Te dije el otro día que no te voy a dar una oportunidad. Hemos terminado.

—Tú no me puedes dejar —el volumen de voz empezó a subir hasta comenzar a gritar—. Te lo he pedido de todas las formas y no me quieres escuchar.

Marga se giró sobre sus talones para marcharse, pero Javier la volvió a agarrar del brazo y le pegó un empujón que la lanzó contra la pared.

—Te doy tres segundos para que te separes de ella —dijo Óscar sin perder la calma.

—Si no lo hago, ¿qué vas a hacer?

—Óscar, tranquilo, Javier ya se iba —repuso Marga.

—No me voy a ir hasta que me digas que vas a volver conmigo.

—No, no te voy a engañar —respondió Marga—. Lo nuestro se acabó hace varias semanas. Y por favor, no quiero escándalos.

—Si es por él, me da igual que lo besaras.

Óscar cumplió con su advertencia. Pasados los tres segundos, lo separó de Marga con un empujón.

—Te he dicho que te separes de ella. No te lo voy a volver a repetir. Será mejor que te vayas por donde has venido.

Javier se mordió la lengua y después alzó el puño para pegarle a Óscar, aunque este fue más rápido, lo esquivó y el golpe se lo llevó la pared que había detrás de él. Un crujido de huesos les advirtió que era posible que se hubiera partido más de un dedo.

—¡Joder! —sacudió la mano para aliviar un poco el dolor que debía sentir, a tenor del gesto de su cara.

Javier cerró los ojos, y por un momento, a Marga le pareció cansado y más viejo. Era un hombre abatido, agotado y deseoso de estar en otro lugar que no fuera estar arrodillado delante de la mujer a la que amaba. Él no se quería dar por vencido y la volvió a agarrarla de la mano.

—Esto es culpa tuya. Yo te sigo queriendo.

—Ya no es suficiente, Javier —dijo con mimo—. Vete, por favor, ya no tenemos nada más que hablar.

Javier apresó a Marga por la cintura para buscar sus labios. Ella quiso desembarazarse, pero él la cogió de la mejilla y la atrajo hacia sí.

—Muñeca, sé que esto te gusta.

Óscar lo apartó de Marga y le lanzó un puñetazo que lo tumbó de espaldas. En dos zancadas llegó hasta él y se sentó a horcajadas. Javier se cubrió la cara cuando Óscar volvió a alzar el puño.

—No vuelvas a acercarte a ella, ¿me oyes? Nunca más —Óscar estaba fuera de sí—. La próxima vez no seré tan considerado.

—Vete a la mierda, maricón.

—¡Óscar, para ya! —exclamó Marga—. Está borracho. No se puede defender.

Entre ella y Cristina lograron apartarlo de Javier. La gente empezaba a arremolinarse alrededor de ellos.

—Por favor, Óscar, tranquilízate —dijo Marga obligándole a que apartara la vista de Javier—. No vale la pena.

—¿Te ha hecho daño?

—No —observó la duda en su mirada—. De verdad que no me he hecho daño. Javier ya se iba.

Javier comenzó a sollozar.

—No me dejes.

Marga se arrodilló a su lado y lo cogió de la pechera de la camisa.

—La próxima vez que te vea llamaré a la policía. No te quiero volver a ver nunca más. Espero que te haya quedado claro.

—Por favor, por favor, esto no puede acabar aquí —balbució Javier.

Enseguida llegó un coche de policía. Se bajó una mujer y después la siguió su compañero.

—¿Algún problema? —preguntó ella—. Hemos recibido una llamada de que hay un caballero que está alterando el orden público.

—No, ha habido un malentendido —respondió Marga—. Mi exnovio ya se marchaba.

—Si quiere poner una denuncia, la podemos acompañar hasta comisaría.

—Javier, ¿tengo que poner una denuncia? Ya sabes cómo van estos temas.

Él negó con la cabeza. Dejó que el policía lo ayudara a ponerse en pie. Echó un último vistazo a Marga y después se alejó con las manos en los bolsillos y los hombros caídos. Se marchaba un hombre que parecía haber envejecido diez años. Cuando lo vieron girar la esquina, Cristina se acercó a su hermana.

—¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza. Sin embargo, Cristina notó que se había apagado toda la alegría que había derrochado durante el viaje.

—¿Quieres que lo dejemos para otro momento? —quiso saber Óscar—. Entendería que quisieras estar a solas.

Al igual que le había pasado a Marga, Óscar también parecía apesadumbrado.

—Nada ha cambiado, Óscar. Venga, vamos a cenar. ¿Os apetece pizza? —dijo mientras dejaba caer la cabeza sobre su hombro y le acariciaba el brazo—. Llevo soñando con un trozo desde que salimos de Valencia.

Cristina se giró hacia su hermana. Marga había utilizado la misma frase que Álex le había dicho esa misma mañana, cuando le confirmó aquello de que nada iba a cambiar entre ellos. Entonces tuvo la certeza de que estaban juntos.