Capítulo 29

 

Cristina y Víctor terminaron de comer en el comedor y después salieron a dar una vuelta por el centro. Había aceptado la invitación de Gema para ir con ellos en el coche hasta la Malvarrosa. De su hermana y de Óscar no tenía noticias desde que a mediodía la llamara Marga para decirle que era muy feliz y que se iba a celebrar en plan parejita el reencuentro con Óscar. No había querido decirle de qué habían hablado, pero el tono de la voz de su hermana era muy diferente al de por la mañana.

Mientras hacían tiempo para ir a la playa, llevó a Víctor a ver una película a los cines Lys, y cuando salieron jugaron en la calle a correr y a reír sin parar. Sobre las ocho entraron a una heladería porque el niño quería un cucurucho de chocolate y ella se pidió una tarrina de vainilla con helado de plátano. Salieron a la terraza a sentarse en una mesa. A Víctor muy pronto le empezó a chorrear el helado por el brazo y se le manchó la camiseta. Cristina le pasó una servilleta de papel por la camiseta y trató de quitarle la mancha.

—Mi mamá se va a enfadar —hizo un puchero y temblaba de arriba abajo.

—No, tranquilo, no se va a enterar.

—Sí se va a enterar porque soy un cochino —unas lágrimas resbalaron por sus mejillas.

—A ver, Víctor, mamá no está aquí, está muy lejos y se ha quedado en Madrid. Cuando vayamos otra vez a casa de papá, lavo la camiseta y es como si no hubiera pasado nada.

—¿Tú no te vas a enfadar?

—No —ella propició que se le cayera un poco de helado sobre la camiseta que llevaba—. ¿Ves? Yo también me he manchado. Soy una cochinota como tú.

El comentario le hizo gracia al niño.

—Vamos a volver al hotel, voy a cambiarte de camiseta y nos vamos a ir a la playa a saltar las olas. Dicen que hoy puedes pedir un deseo.

El niño asintió.

—No sé qué pedir —se secó las lágrimas que resbalaban por mejillas con la palma de la mano y terminó manchándose también la cara—. No sé dónde tengo las ideas.

—Es fácil. Yo te puedo ayudar. Puedes pedir por ejemplo un tren o un coche o un avión…

—Yo no sé conducir un avión.

Víctor lo dijo tan serio que Cristina tuvo que aguantarse una risa. Le maravillaba y a la vez le asombraba esa inocencia de él. Aún era capaz de creer en la magia de una canción o que una mujer que no existía pudiera arreglar cualquier problema. Ojalá todo se pudiera arreglar con cantar la canción: “con un poco de azúcar…”.

—¿Y coches y trenes sí?

—No, tampoco.

—Yo tampoco sé conducir trenes, ni aviones. Siempre puedes pedir un pájaro, un helado, un pastel de chocolate, un gato…

—Sí, quiero un gato.

—Pues ahora que tienes claro qué es lo que quieres, vamos a ir a casa, nos vamos a cambiar de camiseta y vamos a escribir nuestros deseos en una hoja de papel.

Se levantaron y Cristina le propuso un juego para el camino. Mientras, miró un momento el móvil por si le había enviado Álex algún mensaje. Desde que se habían marchado del apartamento no había tenido noticias suyas.

—No tenemos que pisar las líneas. Si me ganas, te invito a otro helado.

Él asintió y se tomó muy en serio lo de no pisar las líneas de las baldosas. Al llegar al hotel, Gema había salido un momento al vestíbulo para entregar unas bolsas de picnic a unos clientes.

—Le he ganado a Cristina y me va comprar otro helado —le dijo a su tía.

—¡Qué bien, cariño! En un rato nos vamos a la playa. El primo Ian está a punto de llegar.

Víctor se puso a saltar y a citar a su primo, que aún no había llegado.

—Nosotros bajamos en cinco minutos —apuntó Cristina—. Nos tenemos que cambiar las camisetas.

Víctor y Cristina subieron en ascensor con una pareja de recién casados. Parecían extranjeros, porque ambos eran muy rubios y tenían rasgos nórdicos. Se daban besos y se decían palabras al oído. Al parecer ellos iban a la terraza.

—¿Sois novios? —les preguntó Víctor—. Mi papá y Cristina también son novios. Yo también tengo una novia que se llama Clara.

Ellos no le entendieron.

—Parece que sí —respondió Cristina—. Pero creo que no hablan español. ¡Así que tienes una novia!

—Es muy guapa, como tú.

—¿Yo te parezco guapa?

—Sí, y muy buena, porque me cuentas cuentos y no te enfadas.

Víctor se despidió de la pareja al salir en la quinta planta. Al llegar a casa, Cristina le pidió al niño que se quitara la camiseta mientras ella se cambiaba. Había dejado algunas prendas suyas en los cajones que había vaciado Álex para ella.

—¿Me ayudas tú? —le pidió el niño.

—Sí, claro. Espera que busque una camiseta limpia.

Después de coger la primera que encontró, ayudó a Víctor a desvestirse. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando advirtió que tenía varios morados por la espalda y algunos por los brazos a los que no les había dado importancia cuando los vio por la tarde. Sintió ganas de llorar y una impotencia grande. Le tomó de la mano para sentarlo en el sofá.

No sabía cómo abordar el tema. No quería precipitarse y acusar a Tita de castigar al niño con dureza, pero el comportamiento del niño en algunos momentos le hizo sospechar que podía tratarse de un caso de maltrato, como que dijera que no quería ir con su madre o como que se pusiera a llorar por mancharse la camiseta. Lo había visto temblar y en su mirada había miedo. No podía olvidar cómo se aferró a sus piernas cuando Estela quiso regresar a Madrid.

—Vaya, Víctor. ¿Te has caído?

Él negó con la cabeza.

—¿Me lo quieres contar?

—Mi mamá se enfada porque dice que no le hago caso.

—No se puede enfadar, si tú eres un niño muy bueno.

—Sí se enfada porque dice que a ti te quiero mucho y a ella no la quiero. Y luego me deja en la habitación con la luz apagada.

Cristina apretó los dientes de pura rabia. Aunque Tita lo estuviera pasando mal por lo del divorcio, no podía utilizar a sus hijos como sacos de boxeo y echar toda la porquería encima de ellos.

—Sabes que aquí papá y yo no nos vamos a enfadar si te manchas la camiseta, o no te vamos a encerrar en una habitación con la luz apagada.

—No le digas a mi mamá que te lo he dicho. Se pone triste.

—No, no se lo vamos a decir. Ese será nuestro secreto —lo abrazó y aspiró con fuerza su colonia de niño.

Ojalá pudiera prometerle que la defendería de su madre, que Tita jamás le volvería a poner una mano encima. No podía justificar de ninguna de las maneras los morados que llevaba.

—Te prometo que todas las noches te contaré cuentos —le dijo mientras le ayudaba a vestirse—. Vamos a saltar en la playa.

Gema los esperaba abajo. Ian corrió hacia Víctor y se dieron un abrazo en cuanto se vieron. Era una suerte que ambos fueran casi de la misma edad, aunque Víctor era dos meses mayor. Gema le preguntó si sabía algo de su hermano, pero por desgracia no habían tenido noticias suyas desde la hora de la comida.

Cristina la llevó a un aparte.

—Antes de que nos vayamos a la playa, me gustaría comentarte una cosa —tragó saliva y se mordió la uña de su dedo.

—¿Qué pasa?

—¿Has notado algún comportamiento raro en tu sobrino? No sé, como que llora más de lo normal o está más sensible.

—Sí, pero supongo que es lo normal. Sus padres se están separando. Mi excuñada no tiene un carácter fácil que digamos.

—De ella quería hablarte —se mojó los labios—. No quiero precipitarme, pero acabo de encontrarle unos morados a Víctor que no me parecen los típicos de una caída.

Gema la miró sin entender muy bien qué quería decirle.

—¿Me estás diciendo que crees que Tita le pone la mano encima?

Al igual que le había pasado a Cristina, ella sintió un escalofrío. Se le humedecieron los ojos y apretó los dientes. Era el mismo gesto que ponía Álex cuando estaba enfadado o le preocupaba algo.

—Sí, creo que sí. Mira, no soy madre y no puedo hablar de cómo educar a un niño, aunque esos morados no me parecen normales. Sé que desde fuera se ven las cosas más fáciles que cuando tienes un hijo —soltó un suspiro antes de continuar—. Puede que algún día se te pueda escapar un cachete o termines gritándole porque estás un poco más nerviosa de lo normal. Sin embargo, creo que esto lo tendría que evaluar un juez y que valore si es conveniente que lo vea un pediatra forense. Es lo único que se me ocurre para salir de dudas.

Gema asintió con la cabeza.

—Esto lo tendrá que valorar Álex. Vamos a ir a por todas con Tita —masculló entre dientes—. Álex quería pedir la custodia, pero la abogada le aconsejó que mejor que fuese compartida, porque en general a los hombres no se la suelen conceder. Veremos a ver qué dice ahora el juez.

Víctor llegó hasta ellas y las empujó por detrás para que caminaran hacia la puerta.

—¿Nos vamos ya?

—Sí —contestó Gema agarrándole de la mano—. Nos vamos ya, que somos unas tardonas.

Llegaron a la playa y aún no había anochecido, a pesar de ser las diez de la noche. La Malvarrosa estaba llena de gente; había quienes que llevaban neveras, otros que ya habían hecho sus hogueras y asaban sardinas o embutido y algunos que cantaban para animar la noche más corta y mágica del año. A Cristina le gustó el ambiente que se respiraba.

Sin embargo, aun estando rodeada de tanta gente, a Cristina le invadió una sensación de soledad. Echaba de menos a Álex, deseaba que llegara para poder abrazarlo. No podía dejar de pensar en él y en cómo afrontaría el que Estela no quisiera saber de él. No iba a ser fácil ni para él ni para ella, porque aunque Estela no quisiera verlo, era el único padre que había tenido y que la había querido. Tuvo que forzar una sonrisa para no abandonarse al desconsuelo. Compartió risas con los amigos de Gema, brindó con ellos para que el año siguiente se volvieran a juntar todos en la misma playa, se mojó los pies junto a Víctor y saltó unas pequeñas olas en la orilla, pero a lo único que aspiraba ella era al deseo de que Estela volviera junto a su padre y que se hiciera realidad muy pronto. Así lo pensó cuando lanzó su hoja de papel al fuego.

Habían pasado las doce y media de la noche cuando Álex le envió un whatsapp comentándole que llegaría a Valencia pasada la una y media.

«Te esperaré despierta en mi casa», respondió ella.

Cristina pensó que era mejor ir a su casa. Puede que de esta manera Álex sobrellevara mejor el que Estela no estuviera en su apartamento. Gema se había ofrecido a llevarse a Víctor a su casa, y así dormirían los dos niños juntos. A Víctor le gustaba estar en casa de su tía. Se le veía feliz y despreocupado.

Fueron recogiendo antes de que el reloj marcara la una y media de la madrugada. Los niños seguían saltando en la orilla de la playa y jugando con Cristina al pillapilla. No obstante, en cuanto subieron al coche, tanto Ian como Víctor se quedaron dormidos con las manos entrelazadas.

—No hace falta que me llevéis a casa. Me puedo pillar un taxi y así no se os hace tan tarde. Los niños necesitan descansar.

—No, tranquila —respondió Santi—. A estos ya no hay quien los despierte hasta mañana.

Conforme se acercaban al centro de la ciudad, Cristina empezó a sentir nervios en el estómago. Tenía tantas ganas de ver a Álex que, si de ella hubiera dependido, habría empujado el coche para llegar antes.

Santi y Gema la dejaron en la plaza de la Reina y desde allí caminó los pocos metros que había para llegar al piso de Mariví. Subió corriendo la escalera y llegó casi sin aliento al quinto piso. Notó que le temblaba la mano al abrir la puerta. Advirtió que había luz en el comedor. Puede que Álex hubiera llegado ya. Tenía llave del piso, como ella la tenía de su apartamento. Como había supuesto, Álex estaba en casa. Lo encontró sentado en un sillón, a contraluz. Desde de la puerta del comedor no podía verle el gesto.

—¿Qué tal, cariño? ¿Cómo ha ido todo? ¿Estás tú solo? —dejó colgado el bolso en el perchero que había al lado de la puerta—. Víctor no ha parado de jugar en toda el día. Qué energía tiene. En cuanto se ha subido al coche ha caído rendido.

Álex no la saludó. Se levantó como si sobre él pesara una losa de mil kilos. Llevaba algo en una mano, que Cristina no pudo distinguir. Hasta que él no llegó a la puerta, no habló:

—Solo te pedí una cosa y no lo has cumplido. Pensaba que eras honesta, pero ya veo que no.

No sabía si él estaba hablando en serio, pero no entendía qué quería decirle.

—¿De qué estás hablando?

—Confiaba en ti. Me dijiste que confiara en ti, y me equivoqué —su tono de voz era duro.

Cristina negó con la cabeza y tragó saliva.

—No sé de qué me estás acusando, pero no me gusta nada tu tono.

—Ahora no sabes de qué te estoy acusando. ¿Creías que no me iba a enterar?

—No sé de qué me estás hablando. Por favor, te pido que me lo cuentes.

Álex le mostró su móvil. En la pantalla había un selfie de ellos dos besándose.

—¿Qué quieres que vea? —dijo ella lanzando un suspiro de alivio. Después soltó una risa nerviosa.

—A mí no me hace ninguna gracia —masculló entre dientes.

—A ver, Álex. No sé qué te pasa, pero no soy adivina, así que cálmate.

—¿Qué hay que explicar? Está todo claro. Eres una niñata.

Mientras, él buscó la captura de imagen que le había pasado Estela.

—Por favor, Álex, ¿qué diablos te pasa? Y no me llames niñata.

—No me digas que me calme —al fin encontró lo que buscaba y se lo mostró a ella—. Te ha faltado tiempo para contarle a mi hija que no soy su padre.

—¿Cómo? ¿De qué estás hablando? No, no, no —negó con la cabeza sin entender nada.

Cristina volvió a mirar la captura de ese supuesto whatsapp que le había enviado a Estela.

—Te juro que yo no le he dicho nada a Estela. Ni a ella ni a nadie. No sé cómo se te ha podido ocurrir que he sido yo. Tienes que creerme, yo no he enviado ese mensaje.

—Con esto me estás demostrando que no eres tan diferente a ella. Me has traicionado. Mi hija te jodió con las tartas y tú se la devuelves con esto, ¿no es así? Ahora me doy cuenta de que he estado saliendo con otra niña malcriada y aburrida que me ha vuelto a joder la vida.

Aquellas palabras fueron peor que una patada en el estómago. Había sido un golpe bajo.

—Voy a hacer como que no he oído esto último. Entiendo que estés nervioso, que hayas tenido un mal viaje, que puede que hayas discutido con Tita, que lo estés pasando mal por lo de Estela, pero no puedes tratarme así. No te lo voy a consentir —parpadeó varias veces porque notaba cómo le ardían los ojos—. Te he apoyado desde el primer día, sabía que estabas separándote, que tenías dos hijos, y no me ha importado. Me he mudado de Madrid. No es justo que me compares con Tita. Creí que confiabas en mí. Y si no te comenté lo de Estela fue porque pudimos solucionarlo, porque no quería meter a tu hija en un lío —se mojó los labios—. Te digo que yo no le he enviado ese mensaje a tu hija.

Álex apretó la mandíbula y sacudió la cabeza al mismo tiempo.

—No encuentro la diferencia entre tú y ella.

—No sé cómo ha llegado ese mensaje desde mi móvil hasta el teléfono de tu hija, pero te vuelvo a repetir que yo no se lo he enviado.

—Me gustaría que por una vez me demostraras que eres una adulta. Reconoce que has sido tú.

Cristina se cubrió la boca con el puño. Se tuvo que contener para no terminar gritándole. No quería prolongar una discusión que no le iba a llevar a nada.

—Álex, puedes creer lo que quieras, pero te juro…

—No quiero que jures, quiero que reconozcas la verdad —le agarró de los hombros.

—Suéltame, me haces daño —agitó los hombros.

Álex hizo lo que le pidió.

—Te voy a hacer una sola pregunta —dijo Cristina—. Solo hay dos respuestas. No valen las medias tintas, ¿confías en mí?

Álex se quedó callado.

—¿No vas a responderme? —insistió ella cuando el silencio era tan pesado que le impedía hasta respirar.

—No…

—No, ¿a qué? ¿A que no piensas responderme o a que no confías en mí?

—No sé qué pensar. Estoy decepcionado. Había creído en ti…

Cristina sintió un dolor inmenso en el pecho. Si alguien le hubiera sacado el corazón en ese momento por la boca, no lo habría sentido tanto. Si ella había apostado por esa relación con los ojos cerrados, era porque había confiado en todas las palabras que le había dicho Álex. Se las había creído todas. Él ni siquiera le había otorgado el beneficio de la duda.

Cerró los ojos y deseó que todo fuera una broma de mal gusto, que Álex le pidiera perdón, que le dijera que se había precipitado en sacar una conclusión que no era cierta. Sintió que, una vez más, Estela le había ganado la batalla. No podía demostrarlo, pero con toda seguridad podía asegurar que había sido su hija quien había enviado un whatsapp desde su móvil. Tuvo que ser ella cuando dijo que iba a a ver a Gema, encontró su bolso en la despensa y no se lo pensó. No sabía el motivo por el que lo había hecho, pero Estela no la quería en la vida de Álex. Tita se lo habría contado y Estela lo había pagado con ella y con su padre. Cuando volvió a abrir los párpados, Álex parecía que no tenía intención de escuchar más explicaciones. Solo le quedaba una única salida. Se giró, arrastró los pies hasta los dos metros que la separaban de la puerta y la abrió.

—Lárgate de mi casa. Si no confías en mí, no hay nada más de lo que hablar.

Ambos se miraron a los ojos. Cristina entendió que él no iba a dar su brazo a torcer. Ella tampoco lo haría. Si él no confiaba en ella, su relación no tenía futuro.

Álex salió por la puerta sin mirar hacia atrás. Ella cerró de un portazo. Puede que lo hiciera para que él no le oyera cómo soltaba un grito de rabia.

Se apoyó en la pared y se dejó caer al suelo. Nadie le dijo que iba a ser fácil su relación con Álex, aunque no pensaba que iban a acabar de aquella manera. Le había demostrado desde un principio que ella era diferente a Tita. Sentada en el suelo, tuvo dudas, muchas. Quiso salir corriendo detrás de él y suplicarle que volviera otra vez con ella, pero no podía. Él no creería sus palabras. Lo había dejado claro. Ella no era más que una niñata, una cría malcriada que se aburría en Madrid. No supo cuánto tiempo estuvo en la misma posición, pero de pronto el dolor que sentía era tan grande que necesitaba gritar, pero sobre todo correr. Cogió las llaves, descendió la escalera de tres en tres y salió a la calle. Corrió sin rumbo fijo hasta que se le acabaron las lágrimas, hasta que notó que el cuerpo no daba más de sí, hasta que se quedó sin voz. Pero todo ese dolor no era nada, porque nada se podía comparar al vacío que sentía, nada era equiparable al hueco que había dejado Álex.