Capítulo 13

 

Después de haberse dejado llevar por la pena, los abrazos de Álex eran liberadores. Una sensación nueva y extraordinaria se abría paso en el interior de Cristina. El deseo que sentía por Álex la sorprendía al tiempo que la incitaba a cometer la única locura que todavía no había experimentado: enamorase. Creía que no estaba preparada para ello, pero para su asombro, el amor le dio esquinazo a sus dudas y se presentó como una fuerza poderosa que no quería abandonarla. Y es que el amor siempre llega en el momento oportuno, entra sin llamar, sin avisar, y sin que te hayas dado cuenta, te sacude y te empuja a una enajenación de la que no puedes escapar. Y ese deseo era como un león hambriento que surgía de entre las sombras, que no se saciaba y que no atendía a razones. Así se sentía ella ante Álex.

Hasta el día en que lo conoció, su vida había sido un paisaje incompleto al que le faltaban piezas. Entre las caricias que habían surgido cuando estaban juntos, sus cuerpos habían reaccionado y se habían comprendido como solo lo podrían hacer dos personas que siempre habían anhelado conocerse, aunque ni siquiera supieran que se encontrarían. Era la magia del amor, que no era más que aquella que complacía cada poro de su piel y la que estremecía a su corazón.

Y mientras Cristina reflexionaba acerca de lo mucho que había cambiado su vida decidía que, además de elaborar los cuatro postres, también haría un helado de arroz con leche servido con helado de hierbabuena, para tomar en cualquier momento del día, y un bizcocho de chocolate que rellenaría de chocolate blanco, ideal para tomar en el desayuno, el almuerzo o la merienda. Álex se colocó al lado de Cristina y se dejó guiar. Mientras él tamizaba la harina tal y como acababa de aprender, ella deshacía una tableta de chocolate negro y mantequilla a fuego muy bajo para que no se quemara. Al tiempo, en un bol, Cristina iba batiendo los huevos con el azúcar hasta que consiguió que la mezcla fuera espumosa y blanquecina. Luego agregó el chocolate fundido con la mantequilla y lo batió bien. Llegaba el momento de mezclar la harina.

—La vas añadir poco a poco, sin prisas. Como te he comentado, es uno de los secretos para que salga esponjoso.

Álex se colocó detrás de ella y fue añadiendo con tranquilidad el último ingrediente del bizcocho antes de agregar el chocolate blanco.

—Tú dirás cómo de lento.

Cristina soltó un gemido cuando sintió el aliento de él muy cerca de su oreja. Los labios de Álex estaban pegados a su piel, cerca del lóbulo de la oreja. En sus pensamientos no había otra cosa que no fuera Álex. Un anhelo intenso le fue creciendo en los muslos. Ambos fueron conscientes del calor que desprendían sus cuerpos. Para Cristina, esa calidez que sentía traspasaba la ropa y le llegaba hasta el pecho, haciendo que el pulso se le acelerara sin control. Y cuanto más lento iba Álex, más deprisa latía su corazón. Notó que se le erizaba el vello de la nuca. Se preguntó cómo era posible sentir frío y calor a la vez. ¡Dios, aquellas sensaciones eran totalmente nuevas para ella! No sabría cuánto podría aguantar si Álex no se separaba un poco. En algo tenía que darle la razón a él, la cocina era muy pequeña.

—¿Más lento?

—Sí, un poco más —pidió Cristina, turbada.

No podía decirle que se retirara, necesitaba sentirlo cerca, cada vez más cerca, si eso era posible.

—Tú dirás si lo estoy haciendo bien.

—Así está perfecto. Eres un gran pinche de cocina.

—Te lo dije. Me alegro de haber cumplido tus expectativas.

—Estoy deseando pasar al siguiente postre.

—Y yo también.

Una vez que terminaron de agregar la harina, Cristina se giró para mirarle.

—Hemos hecho lo más importante —contuvo el aliento.

—Aún queda lo mejor.

Estaban tan cerca que sus caras se encontraban a unos pocos centímetros de distancia. Los ojos de Álex se detuvieron en los labios de ella.

—Sí, queda por añadir el chocolate blanco.

Álex le retiró un mechón de pelo de la cara, que se le había escapado de la coleta que llevaba, y se lo colocó detrás de la oreja.

—Somos un buen equipo.

—Como te había dicho, para hacer un buen bizcocho no es bueno ir con prisas.

—Lo recordaré para más tarde —susurró cuando sus labios estaban a punto de rozarse.

Cristina metió el dedo en la masa y se lo llevó a la boca.

—¿Crees que saldrá bueno? ¿Quieres un poco? Puedes probarlo.

—Nada me gustaría más. Nuestros clientes se merecen lo mejor.

Cristina volvió a meter el dedo en el bol. Álex no esperó a que ella se lo ofreciera. Agarró la mano y se la acercó a sus labios. Le lamió con calma la yema del dedo sin dejar de mirarla a los ojos.

—Delicioso.

—Eso mismo he pensado yo.

Ambos se sonrieron.

—¿Quieres que le añada ya el chocolate blanco? —preguntó Álex.

—Sí, hace un rato que el horno está a doscientos grados.

Cristina tomó aire, se pasó la lengua por los labios y se separó de él para meter la bandeja con la masa del bizcocho en el horno. Necesitaba un poco de espacio para poner sus ideas en orden.

—¿Por dónde seguimos? —quiso saber él al notar la turbación de ella.

Antes de contestarle, Cristina se puso un vaso de agua y se lo bebió de un trago, aunque ya intuía que le iba a resultar difícil calmar el calentón que llevaba.

—Vamos a seguir con una tarta de zanahoria con crema de queso mascarpone y compota de naranja. Es más fácil de lo que parece.

Álex cogió tres de las naranjas que había en la isla central y se puso a hacer malabares con ellas. Cristina soltó una carcajada.

—Si estuvieras con Maribel te diría que con la comida no se juega.

—Seguro que cocinar con ella no es tan interesante como hacerlo contigo. Aun así, lo recordaré cuando metas el dedo en la masa.

—Siempre podemos hacer una excepción —replicó Cristina alzando las cejas.

—Claro, solo hay que saber dónde ponemos los límites.

Ella asintió.

—¿Qué hago con estas naranjas?

—Puedes rallarlas, pero procura que no caiga nada de la parte blanca para que la mezcla no amargue demasiado. Y después necesito casi medio vaso de su zumo para hacer el frosting de mascarpone y chocolate blanco.

—Vaya, no sabía que la cocina tuviera tantas posibilidades. Estoy sorprendido.

—Todo depende de quién sea el cocinero y de quién sea el pinche.

—Tengo que darte la razón.

El aroma del bizcocho, mezclado con la ralladura de la naranja, comenzó a inundar la cocina. Durante un buen rato se mantuvieron en silencio, concentrados cada uno en hacer su parte de la tarta. Lo único que se escuchaba era el CD de música que había puesto Álex. Cristina sonrió cuando escuchó Cheek to Cheek en la versión de Fred Astaire, porque esa era la canción de sus padres. Mariví le había contado muchas veces cómo le habían pedido matrimonio la segunda vez. Fue en un paseo que hicieron por el Sena mientras una pareja contratada por su padre la cantaba al tiempo que imitaban el baile de la mítica película Sombrero de copa. Soltó un suspiro. A ella también le gustaría compartir una canción con alguien especial. Se preguntó si ese alguien sería Álex. Todo parecía sencillo a su lado. No le habría importando que él la sacara a bailar en esos momentos.

Sin darse cuenta, comenzó a cantar y a seguir el ritmo con la cabeza y con los pies. Se calló de repente, cuando se sintió observada por Álex, que estaba apoyado en el borde de la isla central. Tenía los pies cruzados y los brazos entrelazados a la altura del pecho.

—No, no pares, sigue, por favor.

—¡Eh…! Mejor que no. Siempre me corto cuando alguien me está mirando.

—No lo haces nada mal.

—¿Sí? ¿Tú crees?

—Sí. Tienes un timbre de voz aterciopelado.

Cristina elevó los hombros, restándole importancia. Siguió rallando la zanahoria que llevaba en la mano.

—¿Tienes alguna canción especial? —le preguntó ella.

—La tuve, pero ya no —la pregunta pareció incomodar a Álex, que de pronto cambió el gesto de la cara. Una sombra le cruzó por sus ojos, aunque enseguida desapareció.

Cristina no quiso seguir escarbando. Intuía que se refería a Tita.

—Yo aún no la he encontrado.

—Todo será cuestión de paciencia, como los bizcochos —quiso mostrarle una sonrisa, sin embargo la mandíbula inferior se le tensó y solo pudo ofrecerle una mueca triste. Cambió de posición y se acercó a una de las cámaras frigoríficas para sacar una cerveza—. ¿Te apetece beber algo?

—No, estoy bien —Cristina notó que había metido la pata y se recriminó por haber sido tan torpe con él.

Siguió concentrada en mezclar todos los ingredientes que le faltaban. Echó un vistazo al bizcocho y calculó que le faltaban quince minutos para sacarlo.

April in Paris, en la versión de Frank Sinatra —dijo Álex después de un rato—. Se la canté a mi exmujer el día de nuestra boda.

Cristina levantó la vista para encontrarse con un gesto en la mirada que no supo muy bien cómo interpretar. Intuyó una mezcla de sentimientos. Había tristeza, aunque también sus pupilas desprendían un brillo especial. Quiso creer que ese destello era por ella.

—Me habría gustado mucho verte cantar.

—No te creas, no fue tan memorable.

Ella se preguntó, por este último comentario, si Álex sabía lo de su infidelidad.

—Pues a mí me parece un gesto precioso.

Álex no le contestó, se limitó a terminarse lo que le quedaba de cerveza de un trago. Durante varios minutos permaneció perdido en sus pensamientos. Se dedicó a sacar platos y copas del lavavajillas para después colocarlos en su sitio. Cristina lo miraba ir de un sitio a otro, como si fuera un náufrago que estuviera buscando una tabla de salvación, una isla en la que olvidar todos sus problemas. Tuvo el impulso de abrazarlo y de quedarse pegada a él lo que quedaba de tarde. Estaba mucho más guapo cuando sonreía.

—Un euro por tus pensamientos —dijo Cristina para romper el silencio.

—No quieras conocerlos.

—¿Por qué no? ¿Tan terribles son?

—Mejor que no los conozcas.

—Si estás tratando de asustarme, no les tengo miedo.

—¿Estás segura?

—Sí, si no fuera así no estaría aquí.

En ese instante, el móvil de Álex empezó a sonar. Por su gesto, Cristina intuyó que la llamada no le estaba resultando cómoda.

—Es mi mejor clienta —dijo después de colgar—. Desea hablar conmigo. Las relaciones públicas son importantes para el negocio. A veces se empeñan en dar las gracias de una manera un tanto especial, cuando uno siempre trata de hacer su trabajo de la mejor manera posible. Algunas me hacen regalos que no puedo rechazar.

—¿Cómo?

Cristina alzó las cejas. No sabía si Álex le estaba tomando el pelo.

—Cómo decirlo, clientas que desean que les regale mi presencia, que quieren pasar un rato tomando un café o un mojito mientras me hablan de sus vidas —esta última frase lo dijo como si no terminara de creerse el poder que ejercía sobre las mujeres—. Sé que diciéndolo así suena raro.

—A mí no me parece tan raro.

—Pero ellas no saben de todos mis encantos.

—Yo tampoco, y no por ello eres menos deseable.

Álex esbozó una sonrisa torcida.

—Tranquila, todas son mayores de ochenta años, solteronas y con un caniche como única compañía —comentó en un tono jocoso.

—¿Esto te ocurre muy a menudo?

—Podría decirse que sí.

—¿Y todas son viejecitas de ochenta años?

—No, no todas —reconoció al final.

Cristina reprimió un suspiro y bajó la vista al bol que tenía entre manos. Batió con ganas las yemas con que las que iba a hacer las natillas de coco.

Álex hizo que se girara hacia él.

—¿Dudas?

—No —reprimió un suspiro.

—No tienes por qué. ¿Crees que no te deseo? —Cristina negó con la cabeza—. ¿Quieres saber cómo te deseo?

Cristina notó cómo el estómago se le encogía y la temperatura de su cuerpo empezaba a subir por momentos. Se quedó mirando sus labios porque no deseaba perderse ni una de las palabras que había más allá de su pregunta. Solo pudo asentir con la cabeza.

—Desde que te vi en Callao, no he dejado de pensar ni una sola vez en ti. No hay una sola parte de tu cuerpo que no desee. Las he repasado mil veces y no hay nada que no me guste. Ni se te ocurra dudar de que no te desee.

—No lo dudo… —Álex posó un dedo en sus labios para que lo dejara seguir hablando.

—Te deseo dentro de mí, debajo, encima, de pie, sentada, en el ascensor, en esa isla de ahí. No sabes las veces que me he contenido esta tarde para no tirar todos estos chismes que no sé para que valen y hacer que grites mi nombre. Te deseo subida en este banco de trabajo, en la ducha, en la bañera. Quiero devorarte la boca, sentir el olor de tu piel, acariciarte hasta que chilles de placer, lamer tus pezones. ¿Quieres que siga? Te aseguro que tengo mucha imaginación.

—Me puedo hacer una idea —contestó con un hilo de voz.

No es que no quisiera que siguiera hablando, lo que deseaba con fervor era que pasara a la acción de una vez por todas.

—No, no te puedes hacer una idea, porque las quiero probar todas contigo. Puede parecer una locura, pero este es el tipo de locura que quiero vivir junto a ti. Te deseo empotrada contra la pared, en el sillón, en el comedor donde hemos comido, en el de mi casa, en el suelo de mi cuarto de baño, en la playa, aquí y ahora. Me estás volviendo loco. ¿Te quedan dudas?

—No. Yo también quiero vivir esta locura contigo.

—No veo el momento de complacerte.

Con aquellas palabras le estaba dejando claro que ese día sería suyo, que solo tenía ojos para ella. No importaba que no la hubiese sacado a bailar o que a veces se perdiera en su silencio. Con su última frase no hacía más que confirmar que Álex valía la pena, que hubiera perdido la razón como la había perdido, que le faltara el aliento cuando lo sentía cerca, que era mucho mejor de lo que nunca se había imaginado. Cómo deseaba que el tiempo volara y que fueran las once y media de la noche, que era cuando la cocina del hotel se cerraba.

—Solo serán veinte minutos, puede que algo más —le levantó el mentón con el dedo índice, un gesto que a Cristina le pareció tierno, y le dio un beso en los labios—. Volveré en un rato.

—Echaré de menos tener a un pinche tan excelente como tú.

Álex volvió sobre sus pasos, la besó con suavidad, con delicadeza, saboreando el sabor del chocolate que aún permanecía en su boca, y con el aroma de Cristina en sus labios, se marchó.

Los veinte minutos se alargaron mucho, mucho más. Mientras, Cristina había terminado de hacer las natillas de coco, el arroz con leche y una tarta de limón. Solo le quedaba por hacer un sorbete de naranja al cava, que acompañaría con una bola de helado de chocolate negro. Estaba contenta con el resultado porque había rescatado postres de toda la vida y había añadido nuevos sabores. Tenía muchas más ideas, pero para ir empezando una carta de postres, era perfecta. Cada día podría proponer una tarta diferente, que podría ser una manera de fidelizar a aquellos clientes que quisieran almorzar o merendar en el Acanto.

De pronto, la letra de una canción le llamó la atención. Hacía años que no la escuchaba, a pesar de ser una de las que más le gustaban de Christina Aguilera. Se trataba de Something's Got a Hold on Me. Sin embargo, esta versión que sonaba no la conocía. Entonces se permitió hacer una locura. La cocina y la música tenían un poder extraño en ella, y más cuando ambas se juntaban. Cogió una silla y se puso a bailar y a cantar delante de ella.

 

Something's got a hold on me

(Oh, it must be love)

Something's got a hold on me right now child

(Yeah, it must be love)

Let me tell you now

I got a feeling, I feel so strange

Everything about me seems to have changed

Step by step, I got a brand new walk…[8]

 

Se soltó el pelo, que llevaba recogido en una coleta, y se imaginó que la silla no estaba vacía, ya que era Álex quien la ocupaba. Subió una pierna al borde y jugó con su cabello. Se acarició con el dedo índice el contorno de los labios. Al primer contoneo de caderas, sintió que no estaba sola en la cocina y dejó de bailar. Deseó que no fueran ni Álvaro, ni Pedro, ni Carlos, y mucho menos Gema. Se giró con tranquilidad con una sonrisa nerviosa en los labios. Álex estaba apoyado en el marco de la puerta. La recorrió con la mirada de arriba abajo con una mueca traviesa en los labios. Cristina sintió el deseo en sus pupilas. También notó que una simple mirada podía ser más sensual que una caricia.

—¡Y aún lo dudas! —exclamó Álex, que seguía manteniendo esa mueca traviesa que volvía loca a Cristina—. Y yo perdiéndome este espectáculo mientras tomaba un aburrido té con una clienta. Si lo llego a saber, la despacho antes.

Reprimió el impulso de saltar sobre él y quitarle la camiseta. Llegados a aquel punto, le daba igual que alguien entrara en la cocina y que Gema la tachara de loca. Ya había perdido la cabeza, qué más le daba lo que pensaran de ella.

—Me estaba tomando un descanso. No he podido resistirme a bailar esta canción de…

Vaya con Dios.

—¿Qué?

—El grupo. Se llama Vaya con Dios.

—Pues me gusta mucho.

—A mí también. Y más después de lo que acabo de ver. No me importaría que lo repitieras otra vez. De ahora en adelante me declaro tu fan más fiel.

A Cristina se le iluminó la cara.

—Aunque sintiéndolo mucho, tendrá que ser en otra ocasión —dijo con un gesto juguetón en su mirada—. Alba me ha dicho que tu hermana y Óscar te están esperando en el vestíbulo del hotel.

—¿Pero qué hora es? Se me ha pasado el tiempo volando.

—Son las ocho. Gema vendrá en unos minutos. Vamos a empezar con las cenas.

Cristina se quitó el delantal, lo dejó colgado en una percha e hizo amago de volver a recogerse el pelo.

—No, déjatelo suelto. Me gustas más.

—Como desees.

Sonrió al recordar lo que significaban estas dos palabras en una de las películas que más le gustaban. Puede que algún día las escuchara de los labios de Álex.

—¿Sabes que esta frase pertenece a una película?

—Sí, a La princesa prometida. Es una de mis preferidas. Todos los años Óscar, mi hermana y yo hacemos maratones de nuestras películas favoritas, y está entre ellas.

—Volvemos a ponernos de acuerdo —murmuró cuando pasó por su lado.

Álex sujetaba la puerta y esperó a que Cristina saliera. Antes de llegar al vestíbulo, Álex la tomó de la mano y le dijo:

—Esta noche no nos necesitan en las cocinas —sus labios le rozaban el lóbulo de la oreja—. ¿Se te ocurre algún plan o quieres que improvisemos?