Capítulo 31
Durante más de una semana y media, Cristina tuvo la necesidad de caminar por la ciudad, de ir mostrándosela a Óscar y a su hermana, de conocer otros lugares donde no hubiera estado con él. Era una manera de mantenerse entretenida, de ocupar sus pensamientos en otra cosa que no fuera Álex. Evitaba los lugares en los que alguna vez hubieran estado juntos para no dejarse llevar por la melancolía, y cuando el dolor se hizo más soportable, cuando el dolor dejó paso a la nostalgia, les dijo a Óscar y a Marga:
—Ya os podéis marchar.
Ocurrió una tarde en la que Óscar y su hermana salieron a dar una vuelta por el centro y ella se quedó en casa preparando pasteles, galletas y bizcochos. Si con Manu aplacaba su insatisfacción sexual con Huesitos, lo único que la hacía sobrellevar el dolor era hacer dulces y dulces. En algo llevaba razón Víctor, el azúcar hacía magia, hacía más soportable el vacío que no podía llenar con nada.
—¿Estás segura? —preguntó Marga.
—Sí, lo estoy. No hagáis esto más difícil. Vivid vuestra aventura. Os lo merecéis.
Tal y como les pidió Cristina, no hubo más preguntas, lo tres sabían que ese momento iba a llegar. Era inútil alargarlo mucho más tiempo.
Marga y Óscar se marcharon una mañana brillante. Tal vez fuera su hermana la que estaba radiante e iluminaba con su mirada el día. En cualquier caso, tanto ella como su mejor amigo estaban más felices que nunca. Cristina no quiso estirar la despedida. Ya les había retrasado lo suficiente. Ellos tomarían rumbo hacia el sur de la península, recorrerían Alicante, Murcia, toda Andalucía, subirían por Portugal y después, ya improvisarían. «Así de bonito era el amor», les dijo Cristina cuando se subieron a la furgoneta de Óscar. Deseó que el camino que habían emprendido hacia la felicidad solo tuviera un viaje de ida. Les despidió con besos y con la promesa de que le enviarían una postal desde cada uno de los sitios por los que pasaran e hicieran noche.
Durante aquellos días en los que estuvieron visitando la ciudad, Cristina encontró un cartel en una terraza de verano que había en el Saler, Delfos, para servir copas por la noche. Enseguida hizo buenas migas con la encargada, y Esperanza le dio el trabajo. Solo trabajaría cuatro días a la semana en los meses de julio y agosto, pero de momento era suficiente. Ya pensaría qué hacer cuando acabara el verano. Empezaría ese mismo jueves, el primero de un mes caluroso, de un tiempo sin abrazos cálidos.
Delfos era un lugar de moda al que acudían treintañeros y cuarentañeros con o sin pareja en la que se servían cócteles, mojitos, cubatas, y donde se escuchaba música de los ochenta y principio de los noventa. También se ofrecía embutido a la brasa, que venía bien a mitad de la noche, entre baile y baile. La terraza tenía una barra central, donde siempre había cuatro camareros, y al fondo había otra, donde se asaba el embutido, se servía sushi y también se podían comer delicatesen. La terraza estaba decorada en colores terrosos y con objetos, pinturas y esculturas que imitaban la cultura maorí. En un rincón se hacían tatuajes de henna con motivos tribales, que era llevado por una chica de aspecto dulce llamada Celia. Según le comentó Esperanza, todas las noches había cola. En otro rincón había una mujer que leía las cartas llamada Sol. Delfos podía presumir de ser la única terraza de verano que tenía estos dos espacios, además de la música que buscaban los nostálgicos de cierta edad.
Como era su primer día, llegó con bastante tiempo para hacerse con la barra, para aprender dónde se colocaba cada bebida y para cargar las neveras de refrescos. Conoció a sus otros tres compañeros, dos chicos y una chica, con los que compartiría barra, todos más o menos de su edad.
—Soy Cristina —se presentó.
—Yo soy Juanma —le dijo el que parecía más joven. Era rubio, llevaba gorra y barba de varios días. Le hizo un repaso de arriba abajo—. Esperanza va a tener que dejar de contratar a tanta chica guapa. Así no hay quien trabaje.
—Juanma, tienes novia —replicó la chica joven.
—No pasa nada. Ninguno de los dos somos celosos —les guiñó un ojo.
El otro compañero, que era moreno, tenía una barba poblada y estaba tatuado de los pies a la cabeza, dejó un momento de cargar su cámara de refrescos para acercarse a ella.
—Yo soy César —le dio dos besos—. Bienvenida. Si alguna vez necesitas que te quite a algún moscón de encima, solo tienes que silbar.
—Gracias.
—Hay mucho trabajo, pero se trabaja bien. El ambiente es tranquilo. Ya verás.
Y siguió con lo suyo.
—Yo soy Rosana —le dijo la chica, que le agarró de la mano con fuerza—. Si quieres que te dé un consejo, hazte un poco la tonta. Evitarás que los tíos te entren. Y a Juanma no le hagas caso. Le gusta mucho bromear.
Al igual que ella, tenía el pelo largo, aunque Rosana era muy morena y llevaba un vestido que se le ajustaba al cuerpo como una segunda piel. Tenía un tatuaje en un hombro de una libélula.
—¿Por qué dices que me haga la tonta?
—Porque con esa cara y con ese cuerpo, te aseguro que todas las noches habrá más de un pesado que quiera ligar contigo. Aunque claro, si es lo que buscas, has venido al sitio ideal. La semana pasada había una pareja follando en la entrada de la terraza.
—¿Tan desesperada está la gente?
—Sí, al menos aquella pareja sí que lo estaba. No se cortaron nada. Se pusieron a hacerlo encima del capó de un coche.
—Ese no es mi caso.
Rosana fue desprecintando las botellas de alcohol que aún no estaban abiertas.
—¿Estás preparada?
—Supongo que sí. Es la primera vez que trabajo detrás de una barra.
—No es difícil —se colocó a su lado y le hizo una demostración de cómo se cogían tres vasos de tubo en una mano, mientras que con la otra iba poniendo cubitos—. Como es tu primer día, yo estaré a tu lado y te diré cómo nos gusta servir las copas. Hay una moda ahora de servir ciertos gintonic que parecen ensaladas, pero oye, el cliente es el que paga. César se encargará de los mojitos y Juanma de los cócteles, así que tú y yo nos encargaremos de los cubatas. Procura que todas las cubiteras tengan hielo, que siempre haya limón y pepino cortado, y por supuesto no pierdas de vista tu abridor —le mostró el suyo, que tenía sujeto con la correa del reloj—. Este es el compañero más fiel que he tenido nunca.
Cristina soltó una carcajada.
—Es cierto, no te rías. Este es el que me dieron por primera vez, y de eso hace más de siete años. He trabajado en terrazas de aquí, de Barcelona y de Madrid.
Cristina sacudió la cabeza y frunció el ceño tratando de hacer memoria.
—Me suena tu cara. ¿Es posible que te haya visto en algún anuncio?
—Sí, soy modelo. Este año salí en un anuncio a nivel nacional de laxantes y en otro de compresas. Ya sabes de esos que dicen que: «Me encanta ser mujer». Vamos, una mentira como una casa, porque lo que quieres esos días es dejar de ser mujer y tumbarte en el sofá y pegarte un atracón de helado de chocolate.
—Pagaría por ver un anuncio real.
—Entonces la televisión no estaría vendiendo ilusiones y yo me quedaría sin trabajo durante el invierno.
—También llevas razón.
Antes de que Rosana ocupara su sitio en la barra, le dio una palmada cariñosa en la espalda.
—Bienvenida al Delfos. Silba si me necesitas.
Trabajar en una barra era muy diferente a hacerlo en una cocina. Aunque le gustaba hablar con la gente, estaba un poco nerviosa. Durante la noche, ella procuró seguir los consejos de Rosana. Se habituó enseguida a su trozo de barra. Los primeros clientes empezaron a llegar.
Pasadas las doce de la noche advirtió que llegaba un grupo de treintañeros con ganas de fiesta y de pasarlo bien.
—Hazte la tonta —le guiñó un ojo y le señaló al grupo—. Son clientes habituales, buena gente, pero si pueden, te tirarán la caña.
—Vaya, Rosana, qué guapa vienes esta noche —dijo uno de ellos.
—Sí, Gonzalo. Llevo el mismo vestido que la semana pasada. Vuestras propinas no dan para más. ¿Te pongo algo?
—Ya sabes lo que me pone. ¿Cuándo vas a salir conmigo?
—Cuando me pongas un piso en la Gran Vía de Madrid y me trates como a una reina.
—Te ofrezco mi amor.
—No, gracias. De eso ya me sobra. Para eso tengo a Plutón, mi caniche. Me da todo el amor que necesito.
—Me has vuelto a romper el corazón.
Roxana sacó de una caja de cartón, que había debajo de la barra, una tirita con muchos corazoncitos.
—Toma, es lo único que te puedo ofrecer para recomponerlo —le tiró un beso al aire—. A mi sobrina le funciona.
El chico chasqueó la lengua.
—¿Cuándo te darás cuenta de que mi amor por ti es sincero?
—Mi corazón ya está ocupado.
Otro de los chicos del grupo se acercó a Cristina. Llevaba una camisa blanca que realzaba su moreno, unos pantalones vaqueros que le sentaban muy bien y esbozaba una sonrisa de galán que parecía haber ensayado mil veces delante de un espejo.
—Vaya, tenemos chica nueva en la oficina, que se llama Farala y es divina… —dijo cantando.
Si aquello pretendía ser un chiste, a Cristina no le hizo ninguna gracia. Ni siquiera le sonaba esa canción que cantaba.
—Era una broma. No me lo tengas en cuenta. Soy Alberto. ¿Y tú?
—Farala —le respondió ella.
—Eso ha tenido gracia —soltó una carcajada—. Si esta noche quisieras, te llevaría a la luna.
Cristina tuvo que reprimir un bufido. Se preguntó si esa actitud chulesca le funcionaba a la hora de ligar.
—Me gusta mantener los pies en el suelo.
—Te puede parecer una tontería, pero esto ha sido amor a primera vista.
—¿Quién es la afortunada?
—La tengo delante de mis narices.
Alberto pretendió hacer un gesto seductor, pero solo pudo esbozar una mueca ridícula.
—¿Qué me recomiendas? —preguntó después de que ella se mantuviera callada.
—¿Que te busques una novia? —le respondió Cristina tratando de no sonar muy borde.
—Me gustas. Tienes sentido del humor.
Ella le dirigió una sonrisa algo incómoda. Solo quería que pidiera su bebida como solían hacer todos los clientes y que se marchara a bailar.
—¿Qué te pongo?
—Sorpréndeme.
—¿Te gustan los sabores dulces…?
—Si es como tú, te digo ya que sí.
Rosana cruzó su mirada con la de ella como diciendo: «te lo dije».
Cristina pasó por alto el comentario y le preparó en una copa un gintonic de Tanqueray con una rodaja de pepino. Alberto le dio un billete de diez euros para que se cobrara.
—Creo que hemos empezado con mal pie. Te aseguro que soy un buen tipo.
—No lo pongo en duda, Alberto. Yo también soy una buena chica, y todas las noches me tengo que recoger cuando viene mi hada madrina a por mí.
No quería darle pie a que pensara que ella estaba interesada en él.
Cristina le echó un breve vistazo. Era cierto que era atractivo, alto, tenía un buen cuerpo y unos ojos azules que te dejaban sin respiración. Además, por qué no decirlo, le gustaba su culo, pero porque le recordaba al de él. Y eso le llevaba a pensar a que tenía un problema, y es que él no era Álex. Suspiró desalentada, no podía sacárselo de la cabeza. Puede que un clavo sacara a otro clavo, pero de momento no estaba preparada.
—¿Qué vas a hacer cuando salgas de aquí?
La pregunta pilló por sorpresa a Cristina. Estaba claro que él iba a por todas y que no iba a perder la oportunidad de tirar la caña.
—Irme a dormir.
—Me gustan las chicas duras.
—Sí, soy dura de mollera. No he pasado de la ESO —le ofreció una sonrisa inocente.
—¿Qué pasa, Alberto, estás perdiendo facultades? —Gonzalo, el chico que había estado hablando con Rosana, estalló en una carcajada.
—¿Os falta algo por aquí? —Cristina no hizo caso del comentario del amigo de Alberto y les preguntó a los demás chicos del grupo.
Alberto esbozó una sonrisa incómoda y dejó que sus amigos pidieran sus bebidas.
—Que sepas que no me he rendido.
—Pues siento decirte que pierdes el tiempo —le respondió Cristina—. No me interesan los chicos.
—No me conoces. Puedo llegar a ser muy persistente.
En algo tenía que darle la razón. No es que fuera muy persistente, es que era muy pesado y se creía poseedor de un humor que solo le hacía gracia a él.
—Alberto, vamos a dejar las cosas claras, no todas las tías nos bajamos las bragas cuando un tío le dice alguna tontería. Así que por favor, déjame trabajar en paz.
Como le había dicho él, no se iba a dar por vencido así como así. Mientras ella sirvió copas, se mantuvo apoyado en un rincón de la barra sin perder detalle de lo que hacía.
—Le ha dado fuerte contigo —Rosana se acercó a Cristina y le pegó un codazo.
Cristina puso los ojos en blanco. Ese día ni siquiera se había arreglado especialmente. Para empezar no se había maquillado. Se había puesto una camiseta de su serie favorita, Friends, una falda negra de vuelo y se había recogido el pelo en una trenza. Incluso iba con unas sandalias de suela plana. Cualquiera de las chicas que había bailando en la pista iba más mona que ella. Ya era mala suerte que en su primer día de trabajo le tocara el tipo más pesado de toda Valencia. No quiso darle mayor importancia. Alberto ya se daría cuenta de que no estaba interesada ni en él ni en ningún otro chico.
Las horas fueron corriendo y poco a poco el Delfos se fue quedando sin gente. Antes de salir, cargaron de nuevo las cámaras de refrescos, limpiaron hasta dejar relucientes las neveras, sacaron la basura a la puerta y recogieron los vasos que la gente fue dejando por toda la terraza. Cuando el último cliente salió por la puerta, todos los camareros se sentaron en una mesa. Sacaron unos montaditos de embutido, una bandeja de sushi y las delicatesen que habían sobrado esa noche.
Sol, la tiradora de cartas, se sentó a su lado. Le tomó la mano para leérsela. Cristina ni siquiera se lo había pedido. En cuanto cruzó su mirada con la de Sol, se quedó atrapada por sus inmensos ojos verdes.
—No ha acabado —le dijo.
—¿Cómo dices?
—Creo que me entiendes —Sol adelantó la cabeza para murmurarle en el oído. Su voz era lenta y pausada y era consciente de lo cautivadora de podía llegar a ser—. Tan cierto como que el sol sale todos los días.
Cristina advirtió un sentimiento de esperanza en su mirada que ella ya no poseía. Ojalá pudiera creerla. Si pudiera comprar el futuro, elegiría uno en el que hubiese olvidado a Álex, uno en que pudiera romper las cadenas que lo ataban a él. Le sobrevino un cansancio infinito, porque luchar contra sus sentimientos le estaba resultando agotador.
—No, te equivocas, se ha acabado.
Cristina retiró su mano y se lo agradeció con una sonrisa. No quiso darle vueltas a lo que le había dicho Sol. Después de más de una semana y media sin tener noticias de él, tenía cada vez más claro que la reconciliación entre ellos no era posible. Cogió uno de los montaditos y participó de la conversación de sus compañeros. Enseguida le quedó claro que entre Roxana y Celia había rollo. Se miraban con ternura, se decían cosas al oído y se reían de las gracias que se decían la una a la otra. Tuvo que inspirar fuerte para no echarse a llorar delante de todos.
Después de tomarse una tónica y un montadito de lomo con tomate, decidió que era el momento de marcharse a casa. Se despidió de todos hasta el día siguiente y preguntó si tenía que acercar a alguien a su casa.
—No, tranquila —respondió Rosana.
En la puerta del Delfos estaba apoyado Alberto. Cristina pasó por su lado sin saludarlo. Sacó las llaves del coche, pero antes de meterse se dio cuenta de que tenía una rueda pinchada. Giró sobre sus talones y se encaró a Alberto.
—¿Tú has tenido algo que ver en esto?
—No sé de qué me hablas.
—No te hagas el tonto. La rueda está pinchada.
—No, te aseguro que no. Si quieres te ayudo a cambiarla o también te puedo llevar a casa.
—No, gracias.
No quería tener que agradecerle que la hubiese ayudado aceptando una invitación que no deseaba.
—¿Tienes miedo de que me propase contigo y la noche acabe en un beso?
Cristina soltó un suspiro, exasperada. Tenía que darle la razón en lo de que era muy persistente.
—No, no tengo miedo, porque no va a pasar nada de eso.
Desde que Cristina se había sacado el carné de conducir, solo había tenido que cambiar una sola vez una rueda pinchada. Esperaba acordarse de todos los pasos a seguir, porque en aquella ocasión le ayudó su hermano. Sacó la de repuesto y todas las herramientas que iba a necesitar. Se remangó la falda para trabajar más cómoda.
—Te aseguro que nadie te besará como yo.
Cristina lo miró sin terminar de creerse esa insistencia de él. ¿Tenía un problema de oído, era tonto o es que no le hablaba con la suficiente claridad?
—Si te digo la verdad, me da igual cómo beses.
Él soltó una risa.
—No te daría igual si lo hubieras probado. No podrías olvidarlo.
—¿Sabes? —tenía el gato en la mano y se acercó a él—. Tienes dos problemas, el primero es que tú y yo no nos vamos a enamorar, y el segundo es que tienes que aprender a distinguir un no de un sí. Un no siempre es un no —se giró hacia el coche, pero antes de poner el gato volvió la cabeza—. Hay un tercer problema, y es que tú no eres Álex. Acabo de salir de una relación y no busco meterme en otra. Así que si me perdonas, voy a cambiar la rueda y me voy a marchar a casa a descansar. Y lo voy a hacer sola. Estoy empezando a creer que me estás acosando.
Alberto fue hasta su coche, abrió el maletero y sacó una caja de herramientas. Se acercó a ella por detrás y la apartó con suavidad.
—Deja que te ayude. Soy mecánico y te la puedo cambiar en menos de diez minutos.
—No voy a aceptar una invitación.
—Quizás hoy no, pero tal vez otro día.
Tal y como le había dicho Alberto, el cambio de rueda fue rápido. Le pasó unas toallitas húmedas para que se limpiase las manos. Cristina le agradeció el gesto sacando una tartera de galletas de chocolate blanco.
—Las he hecho esta mañana —se sentó en el asiento del conductor con el cuerpo hacia fuera. Estarían mejor con un té o un vaso de leche, pero es lo que hay.
Alberto se sentó en el suelo y tomó una.
—Están muy buenas —se quedó callado hasta que no se la terminó. Tomó otra, aunque antes de metérsela a la boca siguió hablando—. Tengo curiosidad por saber quién es ese Álex, más que nada por saber contra quien me enfrento.
El comentario hizo sonreír a Cristina.
—Era una broma —replicó Alberto antes de que ella le contestara—. Si quieres contármelo, no tengo nada mejor que hacer.
—Tampoco hay mucho que contar. Me enamoré de la persona equivocada y no puedo dejar de pensar en él. El amor es ciego, y le gusta elegirnos. Hay quien ahoga sus penas en alcohol y yo lo hago con dulces.
Alberto asintió.
—Sé lo que se siente. Hace un año mi novia me plantó por mi mejor amigo a dos días de celebrarse la boda.
—Vaya, lo tuyo es casi peor que lo mío.
—Ya que nos estamos sincerando, no consuela que sea peor —por primera vez Alberto se puso serio.
—No, la verdad es que no.
—Si tuviera delante a ese Álex me gustaría decirle que es un gilipollas por dejarte marchar.
—Tampoco me conoces para sacar conclusiones precipitadas. Según él soy una mentirosa y una niñata. Así que no soy un buen partido. Si yo fuera tú, echaría a correr.
—Es mi opinión, pero desde hace un año no me ha interesado ninguna mujer hasta esta noche. Tienes algo especial.
—Por cierto, me llamo Cristina —le tendió la mano.
—Y yo que me había hecho a la idea de que te llamabas Farala —tomó la tercera galleta—. Por si te lo preguntas, era la canción de un anuncio.
Cristina le pasó la tartera antes de levantarse.
—Muchas gracias por tu ayuda. Si quieres te las puedes llevar. En casa tengo casi un kilo más.
Se metió en el coche.
—Ya te estoy echando de menos —repuso antes de que Cristina arrancara el coche.
—¿Cómo?
—Que mañana volveremos a vernos. Quedan dieciocho horas para que aceptes tomar algo conmigo.
Ella sacudió la cabeza.
—Alberto, deja de decir tonterías. Lo que sea que se supone que hay en tu cabeza no va a ocurrir.
—¿Estás segura?
—Sí, lo estoy. Te lo vuelvo a repetir, pierdes el tiempo conmigo.
Y después cerró la puerta.