Capítulo 22

 

Álex había pagado una habitación en el centro, en concreto en el Urban Hotel Madrid. Al entrar en el vestíbulo, Cristina advirtió cómo mujeres y hombres volvieron el rostro para seguir sus pasos. Se hizo de súbito un silencio extraño, y todos, sin excepción, cortaron sus conversaciones para observar a la pareja que acababa de entrar. Ellas mantenían congeladas sus miradas ávidas en Álex, al tiempo que ellos clavaban sus ojos en el escote de Cristina. Lo que nadie podía negar era la química que había entre la pareja. Las chispas que saltaron cuando él le retiró un mechón de pelo a Cristina para colocárselo detrás de la oreja sonrojaron a más de una señora. Tanto hombres como mujeres percibieron la electricidad de sus pieles al rozarse. Ellos envidiaron el deseo que anidaba en los labios de Cristina, intuyendo las caricias que le regalaría a Álex cuando estuvieran a solas. Ellas anhelaban sentir por un solo segundo que alguien las deseara con esa intensidad con la que él la miraba a ella.

Una vez hicieron el ingreso se encaminaron al ascensor. Se alojarían en la habitación 313. Cristina no dejaba de tener la sensación de que los seguían observando, y quizás por eso Álex estuviera tan callado. En cuanto las puertas se cerraron, él acarició su espalda.

—Quiero verte desnuda, me muero por sentir tu humedad —la agarró de la cintura y le besó el cuello.

Cristina cerró los ojos cuando las manos de Álex resbalaron por su estómago. Ella notó un calor en la entrepierna. En algún momento sintió que las bragas se bajarían solas y que no tendría que hacer el esfuerzo de quitárselas.

Álex buscó los labios de Cristina con avidez. Él le cogió la cara con una mano y con la otra bajó por la espalda hasta llegar a su cadera. La apretó contra él para que sintiera lo duro que estaba. Después subió la mano hasta alcanzar su pecho. Cuando advirtió que no llevaba sujetador, notó un pellizco de placer en la entrepierna.

Las puertas se abrieron y se cerraron sin que ellos hubieran separado sus bocas.

—Álex, hemos llegado.

—No me había dado cuenta —él siguió besándola con un deseo desbordado—. Estaba ocupado en tus labios. No sé qué tienen los ascensores, que me pierden.

—Será cuestión de hacerlo en uno —dijo ella.

—Sí, pero no será ahora mismo. Ya encontraremos ocasión

Siguió con el dedo la curva de su cuello desnudo y se detuvo en su hombro.

—Tienes una piel tan suave, que me pierdo en ella cada vez que estás a mi lado.

Álex pulsó de nuevo el botón para salir al pasillo. Entrelazó sus dedos a los de Cristina.

—Vamos a entrar en esa habitación y te voy a amar como nadie lo ha hecho nunca.

—Nadie me lo ha hecho como tú.

Álex abrió la puerta con la tarjeta y la cerró con el talón.

—Te necesito, Cristina.

—Y yo.

Él bajó la cremallera de su vestido, enfrentando la mirada a la suya.

—Sube los brazos.

Ella hizo lo que le pidió. Se quedó solo con las braguitas. Álex agitó la cabeza y torció el gesto cuando observó que las que llevaba eran de algodón de color rosa y con un dibujo de Pétalo en el centro. No dejaba de sorprenderse con ella, por esa mezcla de candidez y pasión desbordada cuando estaba con él. Tuvo la necesidad de quitárselas con la boca. La tomó de la mano y tiró de ella para llevarla hasta la cama. La tumbó sobre ella.

—Solo tú y yo, Cristina. Eres cuanto deseo.

—¡Cómo te he echado de menos! —exclamó ella aferrándose al cabello de él.

Álex jugó con el elástico de sus braguitas e introdujo un dedo para notar la humedad de ella. Con los dientes mordisqueó el borde y poco a poco, con la ayuda de Cristina, se las fue quitando. Volvió de nuevo a su entrepierna. El dedo índice y corazón le abrieron sus labios al tiempo que con el pulgar le acarició el clítoris. Cristina soltó un gemido cuando Álex deslizó su lengua dentro de ella.

—Estás tan deliciosa.

Desde donde estaba, él podía ver cómo ella se sorprendía por las caricias salvajes con las que la atormentaba. La miró con un asombro genuino.

—¡Álex, dios! ¿Qué estás haciendo?

—¿No te gusta?

—Sí —respondió con la respiración entrecortada—. ¿Cómo me lo preguntas?

—Quiero que tú me digas que nadie te ha follado como yo.

—Nadie me ha follado como tú —buscó los ojos de él.

La sintió estremecerse cuando su lengua se hundió despacio dentro de ella.

—Álex, no quiero que pares.

Cristina arqueó la espalda cuando notó que estaba muy cerca de alcanzar el éxtasis. Soltó un gruñido cuando él se separó de ella.

—Aún no, Cristina, deja que te haga el amor con calma —comentó tras quitarse la camiseta—. Quiero que me mires a los ojos cuando nos corramos los dos a la vez. Dime, ¿es eso lo que quieres?

—Álex, te deseo ahora, y deseo que esto no se acabe nunca —colocó su mano en la entrepierna de él para sentir su erección.

Ella buscó la boca de él. Le lamió en primer lugar los labios y después su lengua se abrió paso paladeándolo con calma. Sabía a ella y eso le gustaba. Como le había dicho Mariví, esa noche ella marcaría su territorio. Álex era suyo.

Él echó la cabeza hacia atrás y emitió un gemido al notar cómo la mano de Cristina buscaba liberar su miembro del calzoncillo. Álex tragó saliva con dificultad al tiempo que ella lo sentía palpitar en su mano. Él se quitó el pantalón vaquero en tres movimientos rápidos y la tumbó de nuevo en la cama. Ella negó con la cabeza.

—Quiero saber cómo sabes —se relamió los labios—. Aún no la he probado. Quiero saber a ti.

Él torció el gesto y soltó un gruñido al notar cómo la mano de Cristina apresaba su miembro. Después viajó despacio hacia abajo, saboreando la piel de Álex, y cuando llegó, lamió desde la base hasta arriba. Rozó con la punta de la lengua la suavidad de su miembro. Bebió de su néctar, jugueteó con él como Álex hizo con ella cuando lamió sus pliegues internos. Poco a poco se lo fue metiendo en la boca, hasta el fondo. Él cimbreó de placer. Cristina apresó con los labios su pene mientras lo sentía dentro de su boca.

—Para… —le pidió él—. No quiero correrme en tu boca. Necesito estar dentro de ti.

—Pero yo sí quiero que lo hagas —ella volvió a atrapar su miembro con su boca.

Álex se incorporó y le abordó los labios con ferocidad. En una mano llevaba un preservativo, que abrió de un tirón. Se lo colocó y después se acomodó entre sus piernas, sobre ella. Le separó las rodillas para sentirla, para llegar hasta lo más hondo de ella. Cristina adelantó las caderas cuando Álex se abrió paso en su interior. Se miraron a los ojos.

—Sigue, sigue hasta que nos corramos juntos.

—Eso es lo que quiero, sentir que nos vamos juntos. Eres preciosa.

Una embestida profunda les hizo gemir a la vez. Álex la penetró hasta lo más hondo, hasta que sintió que era ahí donde siempre había querido estar. Álex aceleró el ritmo cuando Cristina se lo pidió. Ella arqueó la espalda y subió algo más las caderas para que no hubiera espacio entre ellos. Le clavó las uñas en los hombros mientras él se hundía en ella sin dejar de mirarla a los ojos.

—¿Qué me has hecho para que no deje de pensar en ti, Cristina?

—Álex, me voy a correr. Hazlo conmigo.

—Sí, pequeña. Juntos —llevó las manos de Cristina por detrás de su cabeza y se las apresó.

Ella se apretó a él y Álex echó la cabeza hacia atrás.

—Mírame, Álex.

Entonces se corrieron como nunca antes lo habían hecho, con el deseo de que aquello no se terminara jamás. Una oleada de placer les envolvió y Álex sintió cómo la mirada se le nublaba. Se dejó caer en el hueco de su cuello. Cristina notó el aliento cálido de él.

—Me haces tan feliz —dijo Álex.

—Eres tú —contestó Cristina recuperando la respiración—. Esto es el comienzo.

—Dime que siempre será así.

—Siempre será así. Tú y yo, y que el mundo nos espere.

Álex se acomodó a su lado. Ella se colocó de lado y él la abrazó por detrás. Le dio un mordisco en el hombro y la sintió estremecerse.

—Cuando estás dentro, me siento como nunca, me siento plena.

—Se está tan bien dentro.

Cristina se giró para mirarlo a los ojos. Él acarició con un dedo su vientre firme, hasta que bajó al nacimiento de su pubis. Jugueteó con su vello. Cristina volvió a estremecerse. Ella también tenía ganas de seguir jugando. Deslizó la mano para atrapar de nuevo su miembro. Él arqueó una ceja al tiempo que ella asentía con la cabeza. Dos días sin sexo habían sido demasiado.

—Te he dicho que esto es el comienzo.

—Por supuesto, pequeña.

—Te necesito dentro.

—Soy esclavo de tus deseos —le apresó una nalga y tiró de ella para notar su pecho desnudo.

Después de amarse con calma, explorando sus cuerpos hasta la extenuación, Álex pidió al servicio de habitaciones una botella de vino tinto y lo que hubiera en la cocina a esas horas. Habían pasado las doce de la noche y lo único que se les ofreció fueron dos sándwiches mixtos. Sirvió las dos copas cuando el camarero trajo la botella y le entregó una a Cristina. El vino desprendió un sabor a especias, frutas y madera. Su sabor era suave, como los besos que no dejaron de concederse mientras la cena llegaba.

—Por nosotros —Álex levantó la copa y la chocó con la de ella.

—Por ti, por mí.

—Es un buen vino, pero nada como tu sabor.

Cristina se sonrojó.

—¿Dejarás de sonrojarte algún día?

Ella se encogió de hombros al tiempo que se abrazaba a él.

—Antes de que llegaras tú pensaba que no era posible ser tan feliz —Cristina dejó que él siguiera hablando—. Con Tita era otra cosa. Al principio la amé, perdí la cabeza por ella. Lo llamaba pasión, pero no se acerca a esto. Tú me lo das todo, y eso es justamente lo que me gusta de ti. Te abres a mí y después te miro y dudo si es verdad de que lo nuestro es como yo lo siento. Solo me hace falta reflejarme en tu mirada para saber que estás ahí, que esto es lo más auténtico que he tenido nunca.

—Yo también siento esto —acarició con la yema del dedo los labios de Álex—. Eres lo mejor que me ha pasado nunca. Créeme si te digo que me siento como nunca, que me siento deseada por ti, envidiada por la demás mujeres que no apartan su mirada de ti cuando estamos juntos.

—¿No entiendes aún que cuando estás no hay nadie más que tú? Lo supe la primera vez que te vi.

—Querrás decir por tercera vez —Cristina arqueó una ceja.

—No, quiero decir por primera vez. Las otras dos no te miré como a una mujer.

—No sé si te acuerdas, pero el día de tu boda me dijiste que un día encontraría a alguien con el que no me importaría llegar hasta el final.

—Te recuerdo. Ibas vestida como un chico. Aquella noche quise decirte que romperías más de un corazón —entrelazó su mano a la de ella para colocarla sobre su pecho—. No me equivoqué.

La magia se rompió cuando llegó el mismo camarero de antes con dos sándwiches recién hechos. Álex le entregó una propina, y este, un chico que no tendría más de veinticinco años, se marchó con una sonrisa.

Álex regresó a la cama con la bandeja. Cristina tuvo que reprimir un suspiro al admirar su torso desnudo, sus músculos firmes y lo bien que le sentaba el pantalón vaquero. Le gustaba ver cómo le colgaba de la cadera, pero sobre todas las cosas, lo que más le complacía observar era cómo se le marcaban los abdominales oblicuos. Era algo que siempre le había gustado admirar en un hombre, y por desgracia a Manu no se le marcaban. Se relamió los labios.

—¿En qué piensas? —preguntó Álex.

—En ti.

—¿En mí?

—Sí. ¿Por qué te extrañas?

—¿Qué es exactamente lo que pensabas?

—En lo que te haría de nuevo si te quitaras el pantalón.

Álex soltó una carcajada.

—¿Prefieres que cenemos primero o lo dejamos para el postre?

—Mejor aprovechar el momento, ¿no crees? Nunca se sabe qué puede pasar en los próximos minutos —Cristina deslizó su dedo por su vientre desnudo y lo entrelazó con el vello de su pubis—. Siento calor aquí. No sé qué me pasa —se le escapó un gemido.

Álex tragó saliva y notó un cosquilleo en la entrepierna. Con tan solo una mirada de Cristina él sentía que volvía a la carga.

—¿Solo sientes calor ahí?

—No —ella se acarició un pezón—. También aquí.

—Sabes que no soy médico…

—¿Y quién necesita un médico?

—Creo tener la cura para tus males —Álex se desabrochó los cuatro botones del pantalón.

—Y también me duele aquí —se rozó los labios con la yema de su dedo índice.

—¿Es contagioso?

—Mucho. Solo tienes que probar. No sé si te ha quedado claro o prefieres que siga indicándote dónde me duele.

—No haré más preguntas, señoría. Nada me gustaría más que dejarme contagiar.

Se sonrieron. Después de que Álex se quitara el pantalón, se tumbó a su lado. Se perdieron el uno en brazos del otro. Se besaron, se concedieron todo tipo de caricias, se susurraron palabras de amor al oído, pero sobre todo se amaron sin reservas, dejando sus sentimientos al descubierto.

El grito de ambos al alcanzar el éxtasis los dejó agotados. Cristina se retiró y se colocó al lado de Álex, que miraba al techo, perdido en sus recuerdos. Cristina se acomodó en el hueco de su cuello. Estaban sudados y olían a sexo, el mejor olor del mundo.

Hubo un silencio.

—Ahora me toca preguntar a mí. ¿Qué piensas?

Álex chasqueó la lengua.

—A veces siento miedo —le dijo Álex.

—¿De qué?

—De mí, de ti, de no estar a la altura de tus necesidades.

—Ya te digo que sí. Cuando estamos juntos solo quiero que el reloj se detenga, que no acabe nunca. No sé si eso responde a tus dudas.

Él asintió con la cabeza.

—Cuéntame qué ha pasado esta tarde con Tita.

Álex parpadeó y torció el gesto.

—Me gustaría decirte que ha ido bien, pero no, no ha ido todo lo bien que me habría gustado.

Cristina sintió un pellizco amargo en el estómago.

—¿Me lo quieres contar?

Él asintió con la cabeza. Se quedó callado buscando las palabras. Después de un rato, se decidió a hablar.

—Con ella era el todo o nada. Era su guerra particular. Ella me dijo que no había tenido una infancia fácil y yo solo quería compensar todo su sufrimiento. Le juré que la iba a cuidar, que no le faltaría nada a mi lado, pero con Tita sentía que hiciera lo que hiciese, jamás tenía suficiente. Le gustaba controlarlo todo. Para ella el amor se compraba con joyas, flores, cenas caras y coches de lujo. Todas las vacaciones las pasábamos en un pueblo de la riviera francesa, cerca de Mónaco. También solíamos ir una semana a Mallorca, porque allí era donde iba la gente con dinero.

—Yo no busco eso, Álex.

—Lo sé —la pegó a su cuerpo y besó con ternura su frente—. Esta tarde ha aceptado mis condiciones… —cerró los ojos—. No podría soportar ser la portada de una revista y ser juzgada, quedar como la mala de la película. Ella siempre es la buena de cara a la galería. El monstruo solo sale en la intimidad.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó con el corazón batiéndole con fuerza.

—Como siempre, ella tenía la última palabra guardada —abrió los párpados para perder su mirada en un punto lejano de la pared—. No sé cómo no la he visto venir. Yo… —se le quebró la voz.

En aquel momento, viéndolo tan vulnerable, Cristina supo que lo quería como nunca antes había querido a nadie, que lo necesitaba a su lado todos los días de su vida. Observó que la tristeza y el dolor encharcaron sus ojos. Notó de repente un odio irracional hacia Tita, por hacerle daño, por todas las mentiras que había contado sobre él sin importarle nada ni nadie. Era ella y solo ella ante el mundo.

—Álex, si quieres no tienes por qué contármelo. Lo podemos dejar para otro momento, cuando estés preparado.

Negó con la cabeza.

—Quiero que lo sepas —buscó la mano de Cristina y la apretó.

—No me voy a ir. Estoy contigo en esto y en todo.

Se encogió de hombros. Tenía el gesto crispado, los dientes apretados y los hombros tensos.

—Antes de que yo me marchara, ha hecho que me sentara de nuevo. Supongo que no podía marcharse sabiendo que había perdido una batalla contra mí. Siempre lo había sospechado, pero hoy Tita me ha demostrado lo poco que le importa lo que alguna vez tuvimos —carraspeó, quizás buscando las palabras que se habían quedado atoradas en su garganta—. Me ha dicho que Estela… Estela no es mi hija.

—No Álex, no digas eso, porque sabes que no es cierto. Si piensas que Estela no es tu hija, ella habrá ganado la batalla.

—Para mí no cambia nada lo que siento por ella. Solo quiero que mi hija no se entere nunca. Siento que la he defraudado. Ahora siento una pena que me ahoga, y me culpo por no ser su padre, porque si ella se enterara temo que no quiera saber más de mí. Y no es eso lo que quiero, la necesito a mi lado. Deseo que me siga llamando papá, que me siga contando sus cosas. De verdad, no sé cómo voy a vivir si ella se marcha de mi lado.

Cristina sintió un nudo en la garganta. Lo estrechó entre sus brazos y lo acunó. Lo besó con ternura en el pelo.

—Sabes que yo he tenido dos madres. De una tengo vagos recuerdos, pero a veces pienso que es más por lo que me han contado que por mi propia memoria. Cuando murió yo era pequeña y ella ya estaba muy mal. Sé muchas cosas de ella porque me lo han contado mis hermanos, y porque también he visto vídeos de mi madre. Era muy guapa y se parecía a Marga. Sin embargo, considero a Mariví mi verdadera madre. Soy lo que soy gracias a ella. Y Estela es tan hija tuya como suya.

—Lo que me duele no es no ser su padre, me duele más el daño que esto le puede hacer a Estela. Esto es contra lo único que no voy a poder protegerla de su madre. Tita llegó a decirme en alguna ocasión que la quería más que a ella. Sentía celos de su propia hija, de que yo jugara con ella, de que atendiera sus necesidades antes que las de Tita. Ya ves, ¡como si no hubiera podido compartir mi amor por las dos! La forma que Tita tenía de hacerme llegar hasta Estela era a través del chantaje. Si yo le regalaba el reloj que ella quería, me dejaba ver a mi pequeña a la hora de la siesta. O si yo quería llevarlas de viaje a Disneyland París antes teníamos que hacer una escapada romántica nosotros. Tita nunca da nada si no va a recibir algo a cambio. Y aunque consiga llevarme a mis hijos los fines de semana, sé que hay algo que se está guardado en la manga. Lo peor de todo es que no puedo olvidar ese brillo demencial en su mirada cuando me lo ha dicho. Se alegraba de ver cómo me dolía.

—Álex, te prometo que yo no te voy a mentir. Déjame entrar en tu vida. Lo que tengo contigo es magia y no quiero perderlo.

Álex soltó con alivio el aire que llevaba tiempo reteniendo en sus pulmones.

—Ahora es justo lo que necesito escuchar.

—Voy a estar contigo —le murmuró de nuevo en el oído.

Se mantuvieron despiertos, compartiendo parte de sus secretos, sus angustias y temores, hasta que el alba les alcanzó. El cielo de Madrid amanecía más hermoso que nunca, pero nada se podría comparar, pensó Álex, a la mirada de Cristina cuando se amaban y llegaban juntos a la cima. Tuvo que admitir que se había enamorado de ella, que quería todas las mañanas de Cristina, así como sus noches. Quería creer que ella no le mentiría como había hecho Tita, que compartirían sus sueños, y que todos los días la elegiría a ella, porque al fin y al cabo de eso se trataba el juego del amor.