30
Un fin de semana diferente
El viernes por la tarde, nada más salir del trabajo, Cris se fue derecha a casa y se puso a empanar filetes para un regimiento. También había dejado lista antes de salir por la mañana una ensalada de patatas y un bizcocho de limón.
En un par de horas, Eric y Moisés las recogerían a ella y a Amanda para ir a pasar el fin de semana a la playa. Se sentía como una niña a la que llevan de excursión, apenas había dormido en toda la noche. Se había levantado varias veces para añadir algo a la pequeña maleta que tenía preparada con la ropa, y a la bolsa de la comida que estaba ya casi llena de pipas, kikos, avellanas, gominolas, nubes y otras chucherías. Amanda se ocuparía de preparar su famosa tortilla de patatas y los chicos aportarían las bebidas.
Eric le había comentado que su amigo estaba muy estresado con su último caso y necesitaba un poco de desconexión; lo había dicho como disculpándose por obligarla a compartir con él y con Amanda unos días que en otras circunstancias serían para ellos dos. Los fines de semana los solían pasar juntos y solos, a veces sin salir de casa de Cris, a veces casi sin salir de la cama.
Cada vez que probaban algo nuevo en el terreno sexual, y Eric era muy imaginativo, al terminar la miraba a los ojos y le preguntaba si había realizado su «danés», a lo que Cris contestaba divertida que no. Él respondía «la próxima vez será» y a ella le gustaba tanto ese interés en complacerla que se negaba a contarle su fantasía por mucho que la interrogase. Algún día le hablaría de ello, pero aún le dejaría quebrarse la cabeza un poco más.
Pero contra lo que él pensaba, a Cris no le molestaba la excursión, al contrario. Disfrutaba pensando en hacer algo diferente, y también quería darles a Moisés y Amanda la posibilidad de pasar más tiempo juntos. Cuando mencionaba ante su amiga el nombre del policía, esta cambiaba de conversación con habilidad, signo inequívoco de que, al menos para ella, era algo más que un amigo.
Acababa de colocar el tupper con los filetes en la ya repleta bolsa, y terminaba de vestirse con el pantalón corto que a Eric tanto le gustaba, cuando sonó el timbre de la puerta.
Él entró con su radiante sonrisa y los brazos abiertos para estrecharla en ellos. La besó con intensidad.
—Hummm, creo que vas a tener que contener tus impulsos un poco... —suspiró Cris contra su boca—. Tenemos que irnos.
—Debo aprovechar la ocasión, nos vamos a pasar dos días acompañados y no podré llevarte a la cama cada vez que me apetezca.
—Seguro que encontramos algún rato para perdernos. Es más, yo creo que esos dos nos lo agradecerán.
—¿Por...?
—Pareces tonto, Eric. ¿Por qué va a ser?
Este enarcó una ceja.
—¿Ellos...? ¿Moisés y Amanda están juntos?
—No están juntos, pero no tengo dudas de que algo hay. A lo mejor solo necesitan un fin de semana en la playa para darse cuenta de algunas cosas.
—¡Ojalá! Ya es hora de que termine de pasar página y me gustaría saber que tiene a su lado una mujer que lo aprecia en lo que vale.
Un largo toque de claxon les hizo dar un respingo.
—Eso es para nosotros, Moisés tiene el coche en doble fila. —La besó de nuevo con intensidad y se apresuró a cargar el equipaje y la bolsa de comida.
—¿Qué llevas aquí, por Dios?
—La cena. Y algunas cosas para picar.
—¿Hemos invitado a todo el bloque de Moisés?
—No me gusta que falte comida.
—Estoy seguro de que eso no va a pasar.
Una vez en la calle, guardaron todo en el maletero. Amanda ya estaba sentada en el asiento junto al conductor, con un sexi pantalón corto y una camiseta de tirantes que le resaltaba los pechos. Cris no tuvo duda de que ninguna de las dos prendas había sido elegida al azar. También ella se había vestido lo más veraniega y atractiva posible. Ante la mirada divertida de su amiga, Amanda se excusó:
—Me he acomodado aquí para dejaros a vosotros el asiento trasero y que podáis hacer manitas.
—Eso es una amiga —rio Eric—. No podemos hacerle un desprecio.
Cris rio con ganas mientras entraba en el coche. En cuanto el vehículo arrancó, él le cogió la mano y la colocó sobre su muslo, bien arriba, con un guiño malicioso.
—Los de ahí atrás —advirtió Moisés—, cuidado con lo que hacéis. Desde el retrovisor se ve todo.
—Ten cuidado tú, que vas conduciendo —replicó Eric sujetando la mano de Cris para que no la moviera.
—No hay peligro, soy un poli responsable.
—Que lleva una guapa copiloto al lado, con unos muslos de infarto. Nadie te echaría en cara que se te fueran los ojos
—Soy humano —dijo dándoles una rápida ojeada.
Amanda sonrió. Tenía buenas piernas y lo sabía. Aquel fin de semana iba dispuesta a que Moisés la viera como mujer, aunque el lunes se arrepintiese. Nada de ropa holgada ni oscura. Mostraría sus encantos hasta un límite razonable.
Cris pasó la mayor parte del trayecto comiendo chucherías que extrajo del bolso. Amanda probó un caramelo de fresa y rehusó lo demás. Eric y Moisés rechazaron el ofrecimiento.
—Algún día tengo que sentir la satisfacción de verte gorda como un sollo y que tengas que controlarte con la comida —se quejó su amiga.
—Eso le llegará cuando esté embarazada. Ahora los médicos son muy estrictos con la alimentación y controlan hasta la última caloría que las mujeres se llevan a la boca —sentenció Eric.
—¡Toca madera, toca madera!
—¿No te gustan los niños? —preguntó él, tanteándola.
—Sí, pero yo no voy a tenerlos. Seré la tía loca de los de Amanda.
—¿Por algún motivo en especial?
—Porque para eso hay que formar una familia y yo no me veo.
Eric se mordió la lengua para no decir que él deseaba formar una familia con ella. No en aquel momento, pero sí en un futuro no demasiado lejano. Tenía treinta y cuatro años y no quería ser un padre-abuelo.
—Ya cambiarás en unos años cuando el reloj biológico te empiece a hacer tictac —rio Amanda, pinchándola.
—¡Ni de coña!
Era de noche cuando llegaron al pueblo malagueño donde Moisés tenía su apartamento. Benalmádena era demasiado turístico para su gusto, pero había heredado el piso de sus padres y trataba de disfrutarlo siempre que podía fuera de la temporada veraniega. Eran sus hermanos y sobrinos quienes lo ocupaban en los meses estivales. No obstante, aquel fin de semana de mediados de julio estaba libre y había querido aprovecharlo. Confiaba en no encontrar demasiados bañistas.
—¡Me encanta, Moisés! —exclamó Cris entusiasmada, contemplando la enorme terraza amueblada con una mesa y cómodas poltronas—. Podemos cenar aquí fuera, ¿verdad?
—Por supuesto. Y desayunar, almorzar y todo lo que queráis.
Prepararon la mesa al aire libre y se acomodaron a degustar la comida que las chicas habían cocinado.
El aire era fresco, la contaminación quedaba lejos y la luna brillaba sobre el mar llenando de romanticismo la noche.
Comieron, bebieron y charlaron sin prisas, disfrutando de unos momentos mágicos que sabían especiales.
Después de una larga sobremesa recogieron los restos de la cena y prepararon las habitaciones para pasar la noche.
Moisés cedió a Eric y Cris la habitación doble, reservándose una de las pequeñas, y asignando otra con preciosas vistas a Amanda.
Era ya de madrugada cuando se fueron a dormir.
Cris se sentó en la cama y se movió un poco sobre ella.
—¿Qué haces? —preguntó Eric, divertido.
—Comprobando si suena.
—¿Algún problema si lo hace?
—Pues claro. Amanda y Moisés pueden escucharnos.
—Amanda y Moisés saben perfectamente lo que vamos a hacer, así que me importa un bledo que nos oigan.
Ella permanecía muy seria.
—El cabecero cruje.
—Cris... no pensarás ni por un momento que me voy a pasar todo el fin de semana sin hacer nada. Además, tú eres mucho más ruidosa que la cama.
—Eso no es cierto.
—Sí que lo es.
Sin previo aviso se echó sobre ella haciéndola caer hacia atrás.
—No vas a poder resistirte —dijo besándola.
—Despacito.
—¡Ni lo sueñes!
—Eric...
Él metió la mano por debajo del pantalón corto y con los dedos buscó el borde de las bragas.
—Esta noche vas a gritar como nunca. Te van a escuchar hasta en la costa de África.
—Animal.
—¡Haberte vestido de monja! Llevas provocándome con estos pantaloncitos minúsculos desde que salimos de Córdoba y ahora lo vas a pagar.
Le encantaba que le dijera esas cosas, la ponía a cien.
—Vámonos al suelo —suplicó.
—No.
Los dedos de él encontraron el punto que buscaban y Cris se olvidó de la cama, de sus amigos y del resto del mundo.
Le sacó la camiseta con manos impacientes mientras seguía tocándola, introduciendo los dedos demasiado poco, demasiado lento.
—Más deprisa —suplicó.
—Has dicho despacito. —Rio.
—¡Pero no esto!
Él obedeció. Imprimió a sus dedos el ritmo que ella marcaba, alzando las caderas hacia su mano.
Cuando se dejó caer desmadejada contra la almohada encontró los ojos de Eric llenos de risa.
—Lo dicho. Has gritado como una posesa; te han debido de oír en cincuenta kilómetros a la redonda.
—No es verdad...
—Yo diría que sí, cariño. Y ahora que ya no importa que nos sigan escuchando, continuemos —dijo desabrochándose los pantalones. Cris se dio por vencida e hizo lo mismo con los suyos.
Amanda no pudo evitar oír los gemidos de Cris al otro lado de la pared. Se alegraba por ella, al fin había encontrado su media naranja, y sabía que solo era cuestión de tiempo que lo aceptara. Como también era cuestión de tiempo que Moisés olvidase a su novia. Ya no le veía tan tenso, ni tan triste como cuando le conoció unos meses antes, o al menos eso quería pensar. Porque ese hombre serio se le estaba metiendo dentro muy rápidamente. Con apenas dos o tres besos, con un par de abrazos fraternales y con la certeza de que podía contar con él para cualquier cosa. Las confidencias que le había hecho sobre su anterior relación la hacían desear conocerle mejor. Sonrió en la oscuridad... ¡Qué caramba! Se moría por acostarse con él, por sentir esas manos sobre su cuerpo y volver a probar su boca.
Había esperado que la casa tuviera solo dos dormitorios y se hubieran visto obligados a compartir uno, como en las películas... Pero Moisés no había dudado en asignarle una habitación para ella sola, en la que estaba intentando dormir, sin conseguirlo.
Unos leves pasos en dirección a la terraza la hicieron aguzar el oído. Puesto que Cris seguía gimiendo en la habitación contigua, no tuvo dudas de quién era el caminante nocturno. No lo sintió regresar y supuso que se había quedado fuera. Sin pensárselo mucho salió a reunirse con él.
Le vio sentado en una de las tumbonas con la vista perdida en el mar, que se extendía ante la casa. Contuvo la respiración y dudó si acercarse o no, estaba tan absorto que temió no ser bien recibida. La silueta recortada contra le tenue luz de una farola lejana parecía una estatua y Amanda estaba segura de que ni siquiera pestañeaba. Supuso que inmerso en recuerdos de otras épocas mejores.
Iba a retirarse con el mismo sigilo con que había llegado cuando la voz susurrante de Moisés la detuvo.
—¿Tampoco tú puedes dormir?
—No.
—Siéntate un rato conmigo —invitó señalando otro de los sillones.
—No quiero molestarte, si deseas estar solo.
—Prefiero la compañía. La soledad no me gusta, pero supongo que deberé hacerme a la idea o buscar otro compañero de piso. Más tarde o más temprano Eric se mudará con Cris, por mucho que ella diga lo contrario.
—Seguro. Menuda la juerga que tienen montada en la habitación... —rio.
—Si es eso lo que te impide dormir, puedo cambiar de cuarto contigo; a mí no me importa escucharlos.
—A mí tampoco; no es eso.
Moisés la miró con cautela.
—¿Problemas? ¿No te va bien el nuevo trabajo?
—El trabajo es el mismo, lo que cambia es el lugar.
—Espero que tu antiguo jefe no haya vuelto a molestarte.
—No sé nada de él, su tío ha debido de advertirle.
—Mejor así. ¿Qué te impide dormir, entonces?
—Nada en especial; suelo acostarme tarde, me quedo viendo la televisión hasta las tantas. ¿Y a ti?
—No duermo bien, en general. Los cambios constantes de turnos me afectan y soy bastante noctámbulo. Ya sabes que a veces me toca vigilar durante la noche.
—Siempre me he preguntado cómo podías estar tantas horas solo en el coche y sin sucumbir al sueño.
—Te acostumbras.
Se hizo el silencio. El sonido cadencioso de las olas los arropaba, el olor a mar inundaba la noche y la respiración de ambos se hizo más pesada, densa. No se miraban, los ojos de los dos estaban fijos en la playa y en la noche, sabían que una sola palabra rompería el hechizo y la magia. Amanda se moría por alargar la mano y tocarle, rozar esos dedos que estaban apoyados sobre el brazo de la tumbona, apenas a unos centímetros de ella; tan cerca pero tan lejos. Al fin se decidió a formularle la pregunta que le quemaba en los labios desde que le había visto sentado en la oscuridad.
—Cuando he llegado estabas muy pensativo. ¿Te acordabas de ella? ¿De cosas vividas con tu novia aquí?
—No. Estaba pensando... en otras cosas. Olga ya no puebla mis pensamientos a todas horas.
—Pero sigues enamorado.
—No. Cuando alguien te hace daño el amor es lo primero que se va. Otra cosa es el cariño, la costumbre, el sentimiento de fracaso y de pérdida. Eso tarda más en marcharse, pero acabará por hacerlo. Estoy poniendo todo mi empeño, Amanda.
Se giró para mirarla con los ojos empañados de deseo. Ella alargó la mano por fin y cubrió la de él, acariciando los dedos largos y fuertes.
—No quiero esperar.
Moisés respiró hondo.
—No estoy preparado para una relación todavía.
—Yo no espero una relación, solo quiero conocer lo que hay debajo del uniforme de policía. Ese hombre tierno y sensible que se esconde bajo la capa de poli duro. Dame la oportunidad.
No esperó una respuesta. Se levantó y se acercó hasta él, se sentó sobre sus rodillas y le buscó la boca. Los brazos la rodearon y el beso se hizo intenso y apasionado. Amanda sintió bajo los muslos la respuesta de él y bebió su aliento y su gemido involuntario. Las manos de ambos se deslizaron bajo la ropa, los dedos de Moisés rozaron los pechos generosos y, alzando la camiseta, enterró la cara en ellos. Besó la carne, chupó los pezones despacio, dándole ligeros tirones con los labios y arrancando gemidos de la boca de Amanda.
—Vamos dentro... —susurró cuando al fin pudo hablar—. Quiero hacerte el amor en una cama, no aquí de cualquier manera. Con todos los honores.
Ella se levantó presurosa.
Cogidos por la cintura atravesaron los pocos metros que los separaban de la habitación de Moisés, evitando en un tácito acuerdo la que estaba junto a la de Cris y Eric, donde al fin se había instaurado la calma.
Se desnudaron despacio, las manos acariciaron, se recrearon en el cuerpo del otro, sin prisa, sin urgencia. Disfrutando de las sensaciones que provocaban. Los besos se volvieron interminables, húmedos y lujuriosos, y al fin hicieron el amor despacio, con embestidas lentas y suaves que fueron aumentando la tensión poco a poco, hasta que al fin un orgasmo simultáneo y abrasador les sobrecogió a ambos. Amanda temblaba cuando él se separó y se dejó caer en la cama, acercándola a su costado. Se acomodó en el hueco de su hombro y le besó el pecho.
—Me gusta el hombre que hay cuando el poli se quita el uniforme. Espero que se lo quite de vez en cuando, conmigo.
Él sonrió en la oscuridad.
—Puedes apostar a que sí.
Se fueron adormeciendo. Al fin el sueño acudió y los acunó, la mano de Moisés apoyada sobre uno de los senos de Amanda, cubriéndolo. La de ella, sobre el corazón de él, ese corazón que poco antes había latido por y para ella.
Mientras las sombras de la inconsciencia la cubrían, supo sin ninguna duda que acabaría por borrar la imagen de esa otra mujer de la vida de Moisés.
La mañana sorprendió a Cris en medio de sábanas enredadas y piernas entrelazadas. Una ligera sensación de pudor la embargó recordando los fuertes gemidos que no había podido controlar la noche anterior. Como tampoco podía controlar el hambre acuciante que sentía desde que se despertara.
Si hubiera estado en su casa, hacía rato que se habría levantado, desayunado y bajado a la playa a dar un largo paseo matutino; pero, sin embargo, continuaba dando vueltas en la cama aguardando a que Eric se despertase o a escuchar algún sonido en el resto de la casa.
Como ninguna de las circunstancias se producía, aprovechó un ligero movimiento de él para deslizarse fuera del lecho. La habitación que ocupara Amanda la noche anterior tenía la puerta abierta y estaba vacía, por lo que tuvo la esperanza de que su amiga se hubiera levantado y estuviera en algún lugar de la casa. Pero esta se encontraba vacía. La cocina, la terraza, estaban desiertas y sin el menor signo de haber preparado siquiera un poco de café.
Incapaz de permanecer quieta y en silencio, cogió unas manzanas y, tras cambiarse de ropa, bajó a la playa a dar un paseo, dejando una nota sobre la mesa de la cocina.
Fue dando mordiscos a la fruta mientras se alejaba a grandes zancadas; Eric siempre le recriminaba que no era capaz de pasear, que siempre iba deprisa a todos lados, pero era algo que no podía evitar.
Durante más de una hora recorrió la playa en ambos sentidos y cuando llegó de nuevo al apartamento comprobó que no se había llevado llaves. Tendría que llamar y despertar a alguien para que le abriese.
Por fortuna, Eric le facilitó la entrada con un trozo de bizcocho en la mano. Sin miramientos, se lo quitó y le dio un mordisco, ante la risa de él.
—¿Hay café? —preguntó olisqueando el aire.
—Estamos en ello.
—Acabo de darme un gratificante paseo por la playa —anunció entrando en la cocina, donde Amanda y Moisés se afanaban preparando el desayuno.
—Dirás que has hecho la maratón —bromeó su amiga—. A doscientos por hora y por la orilla, con los pies metidos en el agua, para que sea más difícil. ¿A que sí?
—Más o menos. Pero necesito quemar calorías.
—¡Que no has quemado bastantes esta noche...!
—Eso es otra cosa. Yo me refiero a ejercicio de verdad.
Moisés rio.
—Yo no sabría cómo tomarme eso, Eric.
—Con filosofía —respondió el aludido encogiéndose de hombros y sentándose a la mesa.
Después de un suculento desayuno recogieron la cocina y bajaron a la playa.
—¿Quién se viene al agua?
—Yo todavía no —rehusó Eric—. He comido demasiado y me apetece sentarme un rato a descansar.
—¿Y vosotros?
—Yo soy de bañarme poco —comentó Moisés.
—Y tú menos, ¿no? —preguntó a su amiga. Amanda raramente se metía en el agua. Esta negó con la cabeza—. Pues yo sí. Ahora vengo.
Eric la contempló risueño, el cuerpo delgado y cimbreante caminando resuelto hacia las olas y entrando con decisión. Estaba loco por aquella mujer llena de energía y entusiasmo por todo, inagotable y preciosa. Quería pasar más tiempo con ella, las dos veces por semana que Cris había impuesto le sabían a poco, porque las pasaban casi en su totalidad en la cama. Deseaba hacer otras cosas, como aquel fin de semana en la playa.
Desde la toalla, la vio saltar y hundirse una y otra vez entre las olas, nadar, mirarle y agitar la mano en su dirección, llamándole. Al fin, se levantó y se reunió con ella.
—Parece que no se han dado cuenta de que hemos pasado la noche juntos —comentó Moisés. Nada en la actitud de ninguno de ellos había sido diferente al día anterior. Él se había levantado primero, y aunque Amanda le escuchó entre sueños había permanecido remoloneando en la cama un rato más. Cuando se reunió con ellos en la cocina, ninguno de los dos hombres le dedicó más que un amable «buenos días», acompañado de una sonrisa.
—Eso parece.
—¿No quieres que lo sepan?
Amanda se encogió de hombros.
—No voy a ir pregonándolo con una pancarta, pero tampoco lo voy a ocultar, a menos que tú no quieras decirlo. Soy una mujer adulta, soltera y libre y no pienso andar con subterfugios a la hora de echar un polvo con quien me apetezca.
—Pienso lo mismo.
—Entonces, si estamos de acuerdo...
—Lo estamos —admitió él.
—Si esta noche nos apetece repetir, solo tenemos que irnos a la habitación.
—A mí me apetece. Lo de anoche fue especial, Amanda. Sentí que hacía el amor después de mucho tiempo de haber estado follando. —Después de sus palabras se arrepintió—. No estoy diciéndote que esté enamorado... no quiero que pienses...
Alargó la mano y oprimió la de él.
—Sé lo que estás diciendo. Tampoco yo estoy enamorada de ti, pero sí, lo de anoche fue especial. Y también me apetece repetir.
Retiró la mano cuando vio que Eric y Cris se acercaban a ellos, buscando las toallas para secarse.
Se sentaron un rato, y la conversación se hizo general. Después, Cris propuso de nuevo.
—¿Damos un paseo?
Todos la miraron ceñudos.
—Ya has dado uno esta mañana —comentó Eric.
—¡No pretenderéis que nos quedemos aquí sentados todo el día!
—Es la idea.
—Sí.
—Solo hasta la hora del almuerzo.
Resignada, abrió la bolsa térmica y sacó una tableta de chocolate que repartió entre los presentes. Moisés agarró un buen pedazo y lo mordió con ganas.
—Cris es así —rio Amanda—. O se mueve, o come.
—También hay refrescos...
—Gracias, con el chocolate es suficiente.
Después de dos incursiones más al agua regresaron a la casa para almorzar. Amanda preparó por fin sus famosos gnocchi, con los que todos se deleitaron, y después se sentaron en el sofá a ver una película.
A última hora de la tarde dieron un paseo por el pueblo y cenaron en un restaurante de la playa los típicos espetos de sardinas de la zona de Málaga. Regresaron al apartamento para tomar unas copas en la terraza, y Amanda no dejaba de observar a Moisés de reojo, esperando ver reflejada en su rostro la misma anticipación que sentía ella en las entrañas. No quería levantarse y pedirle que se fueran a la habitación, pero esperaba que sus amigos se retirasen pronto.
Al fin Eric se levantó, y mirando a Cris con un guiño divertido le propuso:
—¿No llevarás toda tu vida soñando con darte un baño, con un buen mozo, a la luz de la luna? Y lo que caiga...
—Estaría genial ese baño... y lo que caiga.
Cogidos de la mano se fueron a cambiarse de ropa, poniéndose únicamente una camiseta larga sobre la parte inferior del biquini ella y un bañador él. Apenas se marcharon, Moisés se giró hacia Amanda.
—Creía que no se iban a acostar nunca.
Ella lanzó una carcajada.
—Pensábamos lo mismo.
Él alargó la mano.
—¿Vamos?
Ella la tomó y se levantó con rapidez.
Cris y Eric llegaron a la orilla besándose. Sobre la arena habían dejado unas toallas y la ropa, así como una copia de las llaves para poder entrar en el apartamento.
No había un alma por los alrededores, y la oscuridad era total, por lo que no tuvieron problemas para desnudarse antes del baño. Los besos, la sensación de los cuerpos uno contra otro, con el agua alrededor, hacía que los sentidos disfrutasen más de cada roce, de cada caricia.
—Me vuelves loco, pelirroja.
Nunca antes la había llamado así.
—No puedo vivir sin ti. Te...
La boca de ella cortó la frase que se estaba poniendo demasiado íntima. Eric respondió al beso y la penetró sin esperar más.
—Grita aquí todo lo que quieras... deja escapar lo que tienes dentro, Cris... todo.
El largo gemido de ella le hizo esforzarse aún más en sus movimientos. Las olas lo desestabilizaban, pero a la vez aumentaban el placer de las embestidas. Cris se aferró con fuerza a sus hombros, le enroscó las piernas en la cintura al correrse y una ola acabó con ellos hundidos dentro del agua, mientras el orgasmo los alcanzaba con la misma fuerza que los había tumbado. No se separaron, aferrados uno al otro y tragando agua salieron a la superficie lo mejor que pudieron.
—Joder, casi nos ahogamos.
Jadeantes llegaron a la orilla y se dejaron caer en la arena cubriéndose con las toallas. La temperatura había bajado durante la noche unos cuantos grados.
—Dime que este ha sido tu «danés», nena..., por favor. Que tu fantasía es hacerlo en el agua y ser arrastrada por una ola.
Ella lanzó una sonora carcajada.
—Me temo que no.
—Me estoy quedando sin recursos, Cris. ¿No puedes darme una pista?
—Te diré una sola palabra que lo define. Salvaje.
—¿Más salvaje que esto? ¿Sobreviviremos?
—Espero que sí.
Después de secarse, Eric abrió los brazos y rodeó a Cris con ellos, atrapándola con la espalda contra su pecho. Aquella noche estaba dispuesto a hablarle de sus sentimientos y no iba a dejar que ella eludiese la conversación de nuevo, ni con besos, ni alejándose de su lado.
—Cris... hace un rato estuve a punto de decirte una cosa y lo interrumpiste besándome.
—Ah, ¿sí?
Él le rozó la nuca con los labios.
—Sabes que sí. Pero te lo voy a decir ahora.
La sintió tensarse entre sus brazos, tratando de liberarse, pero él no aflojó los suyos ni un centímetro.
—¿Por qué no nos limitamos a estar aquí contemplando las estrellas? Hace una noche preciosa.
—Porque yo necesito hablar de esto, decirte lo que siento. Te quiero, Cris...
Cerró los ojos. También ella, pero no lo iba a decir.
—¡Seguro que estás equivocado!
—No lo estoy. Tengo treinta y cuatro años, no soy un adolescente confundido. Lo que siento por ti no lo he sentido jamás por nadie y tengo muy claro qué quiero.
—¿Y qué quieres?
—Que dejes de considerarme tu follamigo, que admitas que tenemos una relación y que olvides esa estúpida norma de vernos solo dos veces por semana.
—Funciona bien así.
—No para mí. Yo quiero más, mucho más. Quiero poder ir a tu casa cada vez que tenga ganas de verte, que es casi todos los días. Que te plantees la posibilidad de vivir juntos alguna vez.
Al escuchar esas palabras se envaró y Eric tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para evitar que saliera corriendo.
—¡Eso no! Vivir juntos no. Puedes llamarme novia si quieres, y si insistes podemos vernos un poco más, pero no quiero vivir contigo.
—¿Por qué?
—Porque entonces es cuando se acabaría... ¿No lo entiendes?
—No lo entiendo. Explícamelo —susurró sobre su oído con voz lenta y tranquilizadora.
—No puedo.
—Sí puedes. Háblame de él.
—¿De quién?
—Del cabrón que te hizo esto. Del hijo de puta que te impide disfrutar de lo que tenemos.
—Nadie me impide disfrutar de lo que tenemos, eres tú el que quiere ir más allá.
—Quiero, y lo voy a conseguir. Si pretendes lo contrario, tendrás que convencerme, y hoy es el día perfecto. No me voy a mover de aquí hasta que me hables de ello. De tus miedos, de tus recelos. Si son razonables, los aceptaré.
—Está bien. Tuve un novio antes que tú. Se llamaba Adolfo, nos conocimos muy jóvenes, nos enamoramos y en un momento de la relación nos fuimos a vivir juntos. No es fácil vivir conmigo.
—No lo es —admitió.
—¿Ves? Me estás dando la razón. No paro quieta un segundo, tengo muchas manías, como sin cesar y algún día me cambiará el metabolismo y acabaré como una foca.
—Sigue hablando de Adolfo. A ti ya te conozco, sé cómo eres.
—Fuimos felices, o al menos yo lo era. Estaba muy enamorada, pensaba que todo iba bien, pero no era así para él. Un día me dijo que se marchaba, que no podía vivir conmigo.
—Cuando terminó la carrera que tú le pagaste.
—¿Quién te ha dicho eso? No le pagué la carrera, tenía una beca, pero sí es cierto que yo mantenía la casa para que él pudiera estudiar.
—Y después se marchó.
—Sí. Amanda dice que llevaba un año acostándose con otra, que lo descubrió cuando lo dejamos y no quiso decirme nada para no hacerme más daño. Me dijo... cosas terribles cuando se fue.
—¿Qué cosas?
—No quiero recordarlas.
—Pero yo necesito oírlas, sobre todo porque me estás comparando con él.
—No te estoy comparando con él, Eric, no es eso.
—Sí lo es, y piensas que voy a dejarte cuando nos vayamos a vivir juntos. Pero no es verdad, porque ya sé que no paras quieta un minuto, que ver una película contigo es acabar con los brazos llenos de pellizcos cada vez que persiguen al bueno, que para que dejes de masticar tengo que estar besándote, cosa que no me causa ningún problema. Que te levantas de madrugada a echar el suavizante, que limpias hasta las suelas de los zapatos... ¿me he dejado algo?
—Muchas cosas.
—Bien, me encantará descubrirlas. Pero también sé que tienes un corazón que no te cabe en el pecho, que eres la persona más generosa, leal y buena que conozco. Un torbellino de pasión en la cama, una excelente cocinera, y la mujer de la que estoy enamorado.
—¿Soy todo eso?
—Y mucho más. Que espero también descubrir. Dame la oportunidad, Cris. Deja que lo nuestro avance, madure, enamórate de mí, acéptame en tu vida. Deja que te presente a mis padres, haz que conozca a tu familia.
—Tengo miedo. Te quiero demasiado para perderte...
Una sonrisa iluminó la cara de Eric, demasiado seria por la conversación que estaban manteniendo.
—Lo has dicho... lo has admitido.
—Sí —susurró.
La hizo girar y la besó. Con un beso diferente, lleno de amor. Ella aceptó y expresó en el suyo mucho más de lo que había dado hasta el momento.
—De acuerdo. Mantengamos una relación, ven a verme siempre que quieras, intercambiemos parientes, pero espera un poco antes de irnos a vivir juntos, ¿vale?
—Vale. ¿Qué te parece si aparcamos el tema hasta que descubra tu «danés»?
—Entonces nos haremos viejos antes.
—¡Que te crees tú eso! Voy a redoblar el esfuerzo y a estrujar la imaginación.
—¡No vale preguntarle a Amanda!
—¿Ella lo sabe?
—Tiene una idea.
—No recurriré a ella, se acabaría la diversión. Y ahora, que ya tenemos las cosas claras, ¿qué te parece si nos damos una ducha caliente? Aquí está haciendo ya frío.
—Me parece genial.
Cogidos de la mano regresaron al apartamento. La puerta de la habitación de Amanda estaba abierta y la cama, vacía, y en cambio la de Moisés se hallaba cerrada y del interior salían unos leves susurros.
Eric alzó las cejas y levantó el pulgar con una sonrisa.
Coincidieron en la cocina a la mañana siguiente; nadie mencionó la noche anterior, ni dio explicaciones, pero una gran sonrisa iluminaba las caras de todos.
Pasaron la mañana en la playa, como el día anterior, entre idas y venidas al agua de Cris. A media mañana convenció a Eric para que diera un largo paseo con ella, del que regresaron dos horas más tarde, acalorados, para darse de nuevo un baño. Almorzaron en un chiringuito en la playa y en el breve momento en que Amanda y Cris coincidieron en al baño esta le espetó:
—Yo lo sabía.
—¿Qué sabías?
—Lo tuyo con Moisés. Corren rumores por la calle de que te has besado con un hombre en un coche, y el calvo seguro que no era.
Amanda rio con ganas.
—Seguro que no. También correrán rumores de que me he besado en el portal.
—¿Estáis juntos?
—No. Nos acostamos juntos, de momento me basta.
—Eric y yo sí lo estamos.
—¿De verdad? Yo no me había dado cuenta.
—No te burles... me refiero a ir en serio.
—Tampoco me había dado cuenta. Vamos, Cris, aquí la única que se engañaba eras tú.
—Pues he dejado de engañarme. Estoy un poco asustada, quiere presentarme a sus padres... Yo nunca he conocido a unos padres.
—Seguro que estos están deseando casar al niño, que ya tiene unos añitos.
—No hemos hablado de matrimonio, pero sí de plantearnos vivir juntos más adelante. ¡Cuando las ranas críen pelo!
Ante la mirada inquisidora de su amiga, añadió:
—Cuando descubra mi fantasía, mi «danés» como él lo llama.
—Ahhh.
—¡Amanda! ¡Ni se te ocurra!
—No le diré nada, tranquila. Dejaré que el pobre hombre se estruje el cerebro durante años, y ya haré algo, si veo que no será capaz de cargarte por culpa de la artritis.
—Es tan divertido ver cómo se esfuerza.
Regresaron junto a los chicos.
Después de otro rato de playa recogieron el piso, hicieron las maletas y volvieron a Córdoba. El camino se les hizo demasiado corto, nadie quería terminar aquel fin de semana memorable, que marcaría un antes y un después en la vida de los cuatro. Eric y Cris se achuchaban en el asiento trasero, mientras que Amanda se preguntaba qué iba a pasar a continuación con ella y con Moisés.
Cuando un rato después se separaban en la puerta de su casa, este le preguntó:
—¿Puedo venir a cenar alguna vez?
—Siempre que quieras.
Se inclinó y le dio un beso rápido en los labios.
—Gracias —susurró.
Ante la mirada interrogativa de ella añadió:
—Por recordarme lo que era hacer el amor.
Subió a su casa con una luminosa sonrisa en la cara.
A su vez, Cris también se despedía de Eric.
—Imagino que ahora tendrás que poner una lavadora, ¿no?
—Imaginas bien.
—Con suavizante y todo.
—Con todo.
Él asintió.
—¿Nos vemos mañana entonces?
—Nos vemos mañana. —Se alzó sobre las puntas de los pies y le besó.