25
La detención
Moisés acababa de llegar a casa después de realizar su turno de trabajo cuando le sonó el móvil. Se trataba del compañero que acababa de relevarle.
—¿Sí?
—Está aquí; por fin ha aparecido.
—¿Seguro que es él?
—Sí, no hay duda. Trae una pequeña maleta, de modo que intuyo que su intención es pasar aquí la noche.
—Voy para allá. Si sale no te hagas el héroe, nada de intentar detenerle tú solo.
—No, no soy ningún suicida. Además, es temprano y la gente entra y sale sin cesar.
Cortó la comunicación y cogió el arma que se acababa de quitar y que guardaba en su habitación.
—Eric, vuelvo a la calle de Cris. El sujeto ha hecho su aparición y trataremos de detenerlo a lo largo de la noche, de forma discreta. Preferentemente al amanecer, porque dudo mucho que nos abran la puerta de madrugada, y no queremos crear alarma entre los vecinos.
Este alzó la vista de la pantalla de la televisión.
—¿Piensas que dará problemas?
—Espero que no, pero nunca se sabe. Es un individuo muy peligroso, no un raterillo de tres al cuarto que se acojona cuando ve una placa. Pero por si la cosa se complica, me gustaría que estuvieras en casa de Cris esta noche. Es muy impulsiva y no sé qué puede hacer si hay tiroteo o cualquier otra complicación. Me gustaría saber que está controlada.
Eric había decidido no llamarla durante un tiempo, tomarse unas semanas para pensar y dárselas también a ella, pero tras las palabras de Moisés no dudó un segundo.
—Por supuesto; voy contigo.
Veinte minutos más tarde aparcaban en una de las calles adyacentes a la de Cris. Moisés se acercó a su compañero, que le informó de que todo continuaba sin cambios, y Eric entró en el portal, que, como casi siempre, estaba abierto.
Cris abrió la puerta del piso y su sorpresa fue mayúscula cuando en lugar de Rocío se encontró con Eric en el umbral.
—Hola, Cris.
—Vaya... eres tú.
Él ladeó la cabeza para mirarla, entró sin esperar a que lo invitara y cerró la puerta a continuación. Vestía una camiseta larga que apenas le cubría los muslos y tenía el pelo recogido con una pinza.
—¿Esperabas a otra persona?
—Pensaba que era Rocío, la vecina. Viene a menudo. —Respiró hondo—. ¿Qué te trae por aquí?
—He venido a pasar la noche contigo.
El corazón de Cris empezó a bombear adrenalina.
—¿Y qué te hace pensar que yo quiero lo mismo? Al menos podrías preguntar.
—No he dicho que vaya a tener sexo contigo, pero voy a pasar aquí la noche lo quieras o no. El operativo para detener al hombre que buscan Moisés y sus compañeros se va a terminar al fin. Está en el piso de abajo y piensan detenerlo al amanecer, con discreción si no surge ningún contratiempo. Pero si surge voy a estar aquí para protegerte.
—¿En serio? ¿Para protegerme?
—Por supuesto.
—En ese caso, siéntate. Acabo de cenar. ¿Tú has comido?
—Sí.
—Pero... ¿Te apetecen unos cacahuetes?
—Mucho. Y de paso me cuentas qué has hecho estos días. Hace mucho que no hablamos.
Cris colocó en la mesa de centro una bolsa de cacahuetes y un bol para las cáscaras.
—Dime, ¿qué tal el pie?
—Se hincha a veces.
—Es normal si pasas mucho tiempo andando. Que lo haces, ¿verdad?
—Es mi trabajo. Me incorporé pronto, ya no aguantaba más encerrada en casa.
—Pero existen los autobuses. Al menos durante un tiempo deberías usarlos. ¿Te duele?
—A ratos.
—Tendrías que haberme llamado.
—También podrías haberlo hecho tú.
—Eso es verdad.
Se quedaron en silencio por un momento, pelando cacahuetes y comiéndolos. El fantasma de la última vez que estuvieron juntos flotaba entre ellos. Al fin, Eric lo rompió.
—¿Si te hago una pregunta me responderás la verdad?
Ella asintió.
—¿Te enrollaste conmigo porque Moisés te rechazó? Si te hubiera dicho que sí, lo habrías hecho con él?
Un leve sonrojo tiñó las mejillas de Cris, comprendiendo que no podía mentirle. Que la mirada intensa e inquisidora de él sabría la verdad.
—No lo creo. Me enrollé contigo porque... porque... —desvió la mirada.
—¿Te gusto un poco?
Ella asintió, vencida.
—Me gustas un poco.
La sonrisa de Eric fue radiante. Alargó la mano y la atrajo hacia él. Sus ojos se encontraron y las bocas se buscaron sin mediar palabra.
Fue un beso largo e intenso. Recostados en el sofá, fundidos en un abrazo, se saborearon a placer. Al fin todo estaba claro, no había dudas ni remordimientos.
Se besaron durante mucho rato, sin prisas y sin urgencia, hasta que el ruido de un frenazo en la calle hizo que Cris pegara un bote y se separase con brusquedad.
—¿Qué ha sido eso?
—Un frenazo, creo.
—¿Estás seguro? ¿No será un disparo?
Eric se levantó y se asomó a la ventana.
—Todo está tranquilo en la calle. Han aparcado el coche justo delante del portal y tanto Moisés como su compañero se encuentran en el interior.
—Estoy un poco nerviosa. ¿Te ha dicho cómo van a hacerlo?
—Que llamarán a tu portero para que les abramos la puerta cuando vean el momento adecuado para entrar. Probablemente al amanecer, salvo que intente marcharse antes. Entonces irán a por todas; no piensan dejar que se les escape. Relájate.
—No puedo... solo de pensar en que los pobres abueletes de la primera planta se peguen un sobresalto... ¿Crees que debería avisarlos de que no salgan?
—No deberías hacer nada, aparte de estar sentada aquí conmigo y besarme. ¿No te parece tentador?
—¿Solo besarnos? Porque si llaman al portero y tenemos que abrir y...
Eric tiró de ella y la sentó en su regazo.
—Solo besarnos.
Se dejó tentar. Pronto había olvidado cualquier otra cosa que no fuera su boca hasta que el sonido del móvil vibrando sobre la mesa la sobresaltó de nuevo.
—¡Ahhh!
—Es tu teléfono. ¿Amanda o Moisés?
Cris se encogió de hombros y se separó para cortar el sonido.
—Es la alarma.
—¿A las doce y media de la noche? ¿Tomas alguna medicina?
—No, es... otra cosa.
—¿No me lo vas a decir?
—Se trata de la lavadora. La alarma me indica cuándo le entra el suavizante.
—¿No lo hace de forma automática?
—Sí, pero...
—Vamos, cuéntamelo —rio divertido—. Pocas cosas me van a sorprender ya de ti.
—Paro el programador para que la ropa esté más tiempo con el suavizante. Vuelvo a conectarla en media hora y luego continúo con el lavado.
—Pues ve, no quiero interferir en tus costumbres —dijo con una sonrisa y soltándola del abrazo.
—¿No vas a burlarte?
—No. Pero cuando nos vayamos a la cama asegúrate de no tener puesta la lavadora.
Cris saltó de su regazo y se dirigió a la cocina. Detuvo el programador y regresó al sofá y a Eric. Este había encendido la televisión y buscaba con el mando algo que ver.
—¿Vas a poner la tele? —preguntó algo decepcionada.
—Si vamos a parar de nuevo en media hora, será lo mejor. Además, no sé si seré capaz de permanecer toda la noche en modo «besos», sin pasar a mayores, y Moisés puede necesitar que le abramos en cualquier momento. Mejor vemos la tele, aunque, eso sí, en plan parejita. —Extendió un brazo y la invitó a refugiarse en el hueco. Cris se acurrucó contra él, alargó la mano, cogió la bolsa de los cacahuetes y la colocó sobre sus muslos.
Pasaron la noche en el sofá, abrazados y fingiendo ver la televisión, pero en realidad sintiéndose el uno al otro. Cris rechazó la proposición de Eric de irse a la cama y dejarle a él de guardia cuando se empezó a quedar adormilada contra su costado; por nada del mundo hubiera renunciado al contacto, después de que llevara días temiendo no volverle a ver.
Cuando el timbre del portero la despertó a las siete de la mañana, el corazón le dio un brinco.
—¿Ya? —preguntó sacudiéndose el sueño.
—Voy a ver. —Eric se levantó y se acercó a la puerta.
—Abre —susurró Moisés desde abajo.
El chasquido de la cerradura se escuchó en el silencio del amanecer. Cris se levantó y quiso abrir la puerta para atisbar por el hueco de la escalera, pero Eric se lo impidió, agarrándola por el brazo.
—Ni se te ocurra. Deja que hagan su trabajo.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?
—No lo estoy, ni lo estaré hasta que los vea salir sanos y salvos —comentó acercándose a la ventana y llevando a Cris con él. Juntos y abrazados por la cintura aguardaron durante unos interminables quince minutos en los que el silencio fue lo único que se escuchó. Al fin tres hombres salieron del portal, uno de ellos llevaba una cazadora sobre las manos para ocultar las esposas que lo mantenían inmovilizado. Moisés le agarraba del brazo y entró con él en la parte trasera del coche, mientras su compañero se sentaba al volante y arrancaba el vehículo, que avanzó calle abajo y giró en la esquina perdiéndose de vista.
—¿Ya está? ¿Eso es todo? —preguntó Cris apartándose de la ventana y clavando en Eric unos ojos asombrados.
—Eso parece. ¿Qué esperabas? Ya te dijo Moisés que lo harían de forma discreta y sin alboroto.
—Pero...
No pudo seguir. La boca de él cerró la suya con un beso exigente. Sus brazos la rodearon y la apretaron contra su cuerpo. Ella le abrazó la cintura y respondió al beso sin dudarlo.
—Nada de peros —susurró contra sus labios—. Llevas toda la noche metiéndome mano en sueños. Ha sido un auténtico suplicio no sucumbir y mandar al diablo a Moisés y su operativo, pero ahora que todo ha acabado voy a cobrarme la revancha.
—¿En serio he hecho eso? ¿Y dije algo?
—Solo han hablado tus manos, pero han sido muy persuasivas.
La tomó en brazos y la llevó al dormitorio.
—Y espero que tu vecina no venga durante un buen rato, porque nadie le va a abrir la puerta.
—¿Tampoco podré tender la ropa? La lavadora hace tiempo que terminó —rio divertida por la expresión decidida de él.
—Tampoco. Te quiero en exclusiva para mí durante un buen rato.
—Vas a tener que darme acción, ya sabes que no me gusta estarme quieta.
La depositó en la cama.
—Acción, ¿eh? Tomo nota.
La dejó sobre la cama con cuidado y se incorporó para desnudarse, pero Cris no se lo permitió. Tiró de su camisa y lo hizo caer sobre ella.
—Si yo no tiendo la ropa, tú no te mueves de aquí.
Le rodeó la cintura con las piernas y el contacto se hizo íntimo. Las bocas se buscaron de nuevo, esta vez cargadas de pasión. Nada de besos tranquilos e íntimos como la noche anterior, la urgencia se había apoderado de ellos y eran incapaces de detener las manos. Trataban de desnudarse sin separarse ni un centímetro, con dedos torpes e inseguros. La ropa acabó revuelta sobre la cama o en el suelo, mezclada en un extraño montón de texturas y colores. Los cuerpos ardían, las bocas exploraban y las manos recorrían cada centímetro de piel. Cuando Eric metió las suyas en las braguitas de Cris, última prenda que le quedaba sobre el cuerpo, esta gimió:
—Rómpelas.
Él la contempló por un instante y no se lo hizo repetir. Enredó los dedos en la prenda y tiró con fuerza hasta desgarrarla. Volvía a besarla cuando un nuevo sonido proveniente del móvil le hizo levantar la cabeza.
—¿Otra alarma? —preguntó con el ceño fruncido—. ¿El lavavajillas quizás?
Cris rio contra su boca.
—No, es para ir a correr. Lo hago cada día. No te preocupes, después de unos minutos deja de sonar.
—Hoy no vas a ir a correr, señorita; hoy vas a cabalgar. —Se giró con un movimiento rápido y la colocó a horcajadas sobre él—. Soy todo tuyo, preciosa.
Cris, sin dejar de mirarle a los ojos, se alzó para dejarse caer sobre él. La cara de Eric, que contuvo el aliento al recibirla, la llenó de júbilo. Nunca había experimentado el poder en el acto sexual, y se dispuso a disfrutarlo. Se movió despacio al principio, probando sensaciones, sin dejar de observar al hombre que se retorcía bajo ella. Arriba y abajo, lentamente, hacia delante y hacia atrás, en círculos. Los dedos de él se crispaban sobre las sábanas y su boca emitía jadeos entrecortados. Al final Cris dejó de observarle inmersa en sus propias sensaciones, cerró los ojos y se movió sin control experimentando un placer nuevo y abrumador. Las manos de él la tomaron al fin de las caderas y le imprimió un ritmo frenético que los llevó a los dos al orgasmo en cuestión de unos pocos segundos. Jadeante, se dejó caer contra él, que la rodeó con los brazos, acunándola.
—Ay, Dios —susurró.
—Deja a Dios fuera de esta cama, Cris. Solo tú y yo.
Los latidos del corazón de ambos se fundían en un alocado golpear, mientras las manos de Eric le recorrían despacio la espalda y las nalgas. Cris se dejó hacer esperando que de un momento a otro se durmiera, pero él no parecía mostrar señales de sueño.
—¿No vas a dormirte? —preguntó levantando un poco la cabeza.
Eric alzó una ceja.
—¿Debo hacerlo? ¿Quieres librarte ya de mí?
—Claro que no, pero es lo normal en los hombres, ¿no?
—Yo aguanto bien el sueño, no sé los demás. Mi intención es quedarme toda la mañana aquí contigo y bien despierto.
La mano descendió un poco y los dedos juguetones comenzaron a acariciar de nuevo.
—¿Sin desayunar?
La ronca carcajada resonó en el oído de Cris a través del pecho de Eric.
—Después de desayunar —concedió.
—Ejem... eso no va a ser posible. Tengo que casar a una pareja a las doce y media.
—Bien, lo aceptaré, siempre y cuando me busques un hueco en tu apretada agenda cuanto antes.
—Esta noche, si quieres. —Alzó los ojos para mirarle con la inquietud pintada en el rostro—. ¿Quieres?
Él sonrió y se giró sin soltarla hasta colocarla bajo su cuerpo otra vez.
—Quiero. Y te voy a retener aquí hasta la hora justa de irte.
Los ojos de ella se abrieron de forma desmesurada.
—Solo te daré tregua para desayunar —concedió.
Cris alzó la boca y empezó a besarle.