6
La visita turística
—¿Vas a llamarla o no? —preguntó Moisés al comprender que su amigo no tenía intención de volver a telefonear a la chica de la web.
Después de llegar, Eric se había puesto a ver la televisión sin hacer intento de coger el móvil.
—No quiere hablar conmigo.
—Es normal, está ofendida, pero insiste un poco.
—Ya he insistido, y ni siquiera me ha cogido el teléfono. Está claro, Moisés, no quiere saber nada de mí. La última vez que hablamos me colgó y me dejó con la palabra en la boca.
—Pero te gusta.
—Sí, eso no te lo voy a negar; es divertida, chispeante, además de muy guapa, pero yo no le gusto a ella.
—¿Por qué no intentas hacerte el encontradizo o algo así? Estoy seguro de que, si te conociera mejor, se daría cuenta de la clase de hombre que eres.
—No sé dónde vive o trabaja ni los lugares que suele frecuentar, hacerme el encontradizo va a ser un poco difícil, ¿no te parece?
—¿Y si le encargas una visita guiada?
Eric suspiró.
—Ya lo intenté, pero me dijo que no.
—Podría contratarla yo y te presentas tú. A mí no me conoce.
—No sé si es una buena idea. Quizás sería mejor dejarlo estar.
—¿Cómo vamos a dejarlo estar? ¿Tienes idea del tiempo que hace que no te oigo decir que te gusta una mujer?
—Mucho, lo sé.
—Pues entonces... Si abandonas a la primera dificultad, ¿cómo vas mañana a pedir a tus pacientes que sean perseverantes?
—No es lo mismo.
—Por supuesto que lo es, ellos quieren conseguir algo que les resulta difícil y tú también. Además, eso da emoción a la cosa, ¿no?
Eric volvió a suspirar. Conocía a su amigo y era pesado hasta la exasperación, de modo que se dio por vencido.
—De acuerdo, llama tú.
—¿Qué quieres ver?
Eric se echó a reír.
—Aparte del «centro», que eso ya lo supongo. Tiempo al tiempo, amigo.
—Pues la mezquita, por ejemplo. En realidad, me da igual.
—Mejor un paseo por el casco histórico, así podréis charlar.
—Eso si no me manda a paseo a mí —comentó, escéptico. Seguía sin estar convencido, pero no perdía nada por probar.
—No, porque voy a pagarle por su tiempo, y si ya ha cobrado no puede echarse atrás.
Moisés marcó el número que le proporcionó Eric y le respondió una voz agradable.
—Hola, ¿eres Cristina Durán, acompañante turística? —preguntó asegurándose de dejar claro lo que deseaba de ella.
—Sí, soy yo.
—Quería contratar una visita por el centro de Córdoba.
Ella sonrió de oreja a oreja. ¡Por fin se empezaba a mover el tema de las visitas!
—Estupendo. Tú me dices qué quieres concretamente y ya te doy los precios.
—Soy nuevo en la ciudad y me gustaría ver un poco del centro, para empezar —dijo alzando una ceja, ante la mirada divertida de Eric—. Monumentos por fuera y casco antiguo.
—¿Durante cuánto tiempo?
—No sé. ¿Cuánto crees que nos llevará?
—Depende de si eres de los que se recrean o de los rapiditos.
Moisés aguantó la risa, y pensó que realmente las palabras de la chica se prestaban a malas interpretaciones.
—Término medio.
—Entonces entre cuarenta y cinco minutos y una hora.
—De acuerdo. ¿Cuánto vale una hora de tu tiempo? —Volvió a pensar en los malentendidos que se podrían derivar de sus palabras.
—¿Vas a venir solo? Es un poco caro para una persona... Cincuenta euros. Pero cobro por tiempo, si quieres traer a alguien te costará lo mismo y podréis compartir el precio de la visita.
—No me parece caro por una dedicación exclusiva, pero de todas formas intentaré convencer a un amigo de que me acompañe. ¿La visita incluye explicación histórica?
—Por supuesto.
—Entonces hecho, te contrato una hora. Imagino que debo pagar por adelantado, ¿no?
—Sí, debes ingresar el dinero en la cuenta corriente de la web y ya ellos se encargan de hacerme la liquidación.
—Perfecto. ¿Cuándo?
—Si pudiera ser el sábado por la tarde, me vendría genial. Entre semana me resultaría más complicado.
Moisés miró a Eric mientras repetía la información.
—¿El sábado por la tarde? —Este asintió—. Perfecto.
—Pues, ¿quedamos en la puerta de la mezquita a las seis? Y desde allí comenzamos el recorrido.
—Estupendo. ¿Cómo te reconozco?
—Llevaré traje de chaqueta negro.
—Bien. Hasta el sábado entonces.
—Eh, Moisés... ¿Te gustan las magdalenas?
—Sí, ¿por qué? ¿Va incluida la merienda?
—Me gusta llevar un detalle para mis clientes, y tengo unas magdalenas caseras muy ricas.
—Me encantará probarlas.
Moisés cortó la comunicación y miró a su amigo.
—Contratado. Tienes una horita para convencerla de que eres un gran tipo.
—¿Una hora? ¿Cuánto me va a costar la broma? Va a ser la cita más cara de mi vida.
—Cincuenta.
Eric frunció el ceño.
—A mí me pidió el mismo dinero por media hora.
Moisés sonrió con picardía.
—Pero yo no he pedido idiomas raros, imagino que eso sube el precio. A las seis en la puerta de la mezquita; llevará traje de chaqueta negro.
—¡Bufff!
—¿Qué te pasa? ¿No te parece bien el sitio?
—No es eso... es que me pone el traje de chaqueta. Ya lo llevó en el anterior encuentro, y a pesar de que es muy sobrio yo me imaginaba que no llevaba nada debajo; como mucho un liguero. Estuve empalmado todo el rato
Moisés lanzó una carcajada.
—Pues esta vez es de prever que sí llevará ropa interior, así que controla las hormonas, Eric, que no tienes quince años.
—¡Es que estaba tan sexi!
—Porque pensabas que era prostituta, hombre, pero ahora debes verla como guía turística y nada más. O lo vas a estropear todo.
—No, no quiero estropearlo. Me va a costar cincuenta euros volver a verla, y quién sabe si alguna bofetada cuando vea el engaño. Me da la impresión de que no se lo va a tomar bien.
—Saca a relucir tu encanto, tu sonrisa de niño bueno, esa que dedicas a los pacientes difíciles.
—Lo intentaré.
Eric la vio antes que ella a él. Estaba parada a un lado de la puerta principal de la mezquita, con su sobrio traje de chaqueta negro tal como había vaticinado, una carpeta en una mano y una bolsa de papel en la otra. Pensó que los cómodos zapatos de tacón bajo y cuadrado estropeaban el conjunto. El complemento ideal eran unos altos tacones de aguja y unas medias negras de esas con costura detrás... sujetas por un liguero. Y nada más.
Sacudió la cabeza ante la reacción física que esos pensamientos despertaban en él; nunca le había pasado antes, excitarse con una mujer que apenas conocía, ni que esta despertara su imaginación de la forma en que lo hacía Cristina Durán. Respiró hondo para calmarse antes de que ella advirtiera su presencia y se acercó despacio hasta situarse a uno de sus costados.
—¡Hola! —saludó jovial.
Ella giró la cabeza y por un momento sus ojos se encontraron.
—¡Vaya, hombre! —se lamentó—. ¡Qué pequeña es la ciudad! Eres la última persona que esperaba ver.
Eric sacudió la cabeza antes de responderle, consciente de que no le gustaría lo que iba a decir. En aquel momento tuvo más claro que nunca que había sido un error hacer caso a Moisés y contratar aquella visita con subterfugios.
—No es casualidad, habíamos quedado.
—Yo no he quedado contigo, tengo una ruta apalabrada.
—Con Moisés Hernández.
Cristina arrugó el ceño, enfadada.
—¿Tú eres Moisés? ¿Me has mentido?
—Es mi compañero de piso y amigo. Íbamos a venir los dos, pero al final él no ha podido.
—No cuela, Eric.
—Está bien, él contrató la visita en mi nombre, puesto que tú no me aceptaste como cliente.
—¿Se puede saber qué clase de fijación tienes conmigo? No soy lo que tú crees, ni te voy a dar lo que quieres.
—En este momento lo único que deseo es que me enseñes el centro... de Córdoba —aclaró—. Ya he pagado, de modo que soy dueño de una hora de tu tiempo. Eres una profesional, ¿no?
Ella apretó ligeramente los labios.
—Por supuesto.
—Vamos, entonces.
A regañadientes, Cristina alargó la mano y le tendió la bolsa de papel.
—Unas magdalenas, cortesía de la casa.
Él la aceptó y, abriéndola, curioseó en su interior.
—¿Es eso lo que estabas haciendo la otra noche cuando te llamé? ¿Magdalenas para regalar a los clientes? En verdad eso es un detalle que hace diferentes tus visitas, deberías ponerlo en la web; seguro que los golosos te escogen entre el resto de acompañantes.
Sin responder, Cristina comenzó a andar y a explicar la historia de la ciudad. Para eso le habían pagado y a eso se iba a limitar el encuentro. Eric la siguió en silencio y cogiendo una de las magdalenas empezó a comerla a pequeños bocados.
Durante cuarenta y cinco minutos la siguió por la ruta trazada, intentando poner atención en sus explicaciones, pero sin conseguirlo. No podía apartar la mirada de sus piernas enfundadas en unas medias corrientes bajo la falda, ni de su cuerpo delgado, que apenas se adivinaba bajo el sobrio atuendo. Pero a él ese traje de chaqueta le resultaba tremendamente sexi y le despertaba la imaginación mucho más que si hubiera llevado minifalda o un escote generoso.
Cristina aparentaba ignorarle, hablando sin parar y soltando el texto preparado de forma mecánica y como si lo expusiera para ella misma, texto que Eric apenas escuchaba. Al fin, cuando faltaba apenas un cuarto de hora para finalizar la visita, se volvió hacia él y, tratando de ignorar la mirada intensa de sus ojos azules, le dijo:
—La visita que tenía preparada ha concluido, pero aún dispones de quince minutos. ¿Alguna pregunta?
Él esbozó la sonrisa más bonita que Cristina había visto nunca, mostrando unos dientes blancos y perfectos.
—Sí... ¿Puedo invitarte a un café hasta que agotemos el tiempo?
Ella se puso seria, más aún que durante el recorrido, tiempo en el que no se había permitido ni un solo comentario fuera de contexto, y rechazó:
—Confraternizar no está incluido en la visita.
—Sí que lo está. Si no recuerdo mal, en una de nuestras conversaciones telefónicas hablaste de «comer» como una posibilidad.
Cristina apretó los labios en un claro gesto de contrariedad.
—Palabra que tú interpretaste de forma errónea.
—Pero ahora no, te estoy hablando de sentarnos en esa terraza a tomar un café. Tú me has invitado a magdalenas, permíteme corresponder.
—De acuerdo, pero solo hasta que acabe el tiempo que has pagado, ni un minuto más.
—Gracias.
Se dirigieron a una terraza y, tras sentarse, Eric llamó al camarero para encargar las bebidas.
Una vez con las tazas humeantes sobre la mesa, Cristina preguntó:
—¿Puedes decirme por qué tienes tanto interés en quedar conmigo? Ya sabes que no soy lo que pensaste ni te voy a dar lo que en un principio querías.
—Porque me gustaste cuando vi tu foto en la web, por eso te llamé, para quedar contigo y que nos conociéramos. Te equivocas al pensar lo que quería de ti, de hecho, el saber que no eras prostituta supuso un alivio tremendo.
Ella movió la cabeza, escéptica.
—No me lo creo.
—Cris...
—Cristina, por favor. El diminutivo solo se lo permito a mi familia y amigos.
—De acuerdo. Dame una oportunidad. Sé que hemos empezado con mal pie, pero podemos rectificar. Vamos a hacer como si nos acabáramos de conocer en esta visita.
—No, Eric. Cuando acaben tus quince minutos, siete en concreto en este momento —dijo mirando el reloj—, nos diremos adiós y no volveremos a vernos. Te agradecería mucho que no intentaras más subterfugios para quedar conmigo.
—Ahora soy yo el que pregunta. ¿Qué tienes contra mí? Aparte de un lamentable malentendido que estoy dispuesto a corregir. Estás en una página de contactos para conocer hombres... ¿Por qué no yo?
—Yo no fui la que creó el perfil, Amanda lo hizo sin consultarme.
—Pero no lo has borrado, lo comprobé esta mañana, y eso me hace entender que sí buscas pareja.
—Voy a ser sincera como lo has sido tú, aunque creo que ya te lo he dicho antes. No me gustas, es tan simple como eso.
Él levantó las manos en un gesto desolado.
—En ese caso, poco puedo hacer. Puedes tener la seguridad de que no volveré a molestarte. Apura tu café, que se agota el tiempo.
Había un punto de abatimiento en su voz y Cristina no pudo evitar sentirse un poco culpable. Aun así, no dijo nada, se tomó lo que quedaba en la taza y se levantó dispuesta a marcharse.
—Adiós, Eric.
—Adiós. La visita ha estado muy bien, recomendaré tus servicios a mis conocidos.
Por un momento la palabra «servicios» quedó flotando entre ambos y un ligero malestar se apoderó de Cristina. Eric se dio cuenta y se apresuró a añadir:
—Como acompañante turístico.
—Es todo un honor, si tenemos en cuenta que apenas has prestado atención a lo que decía.
Eric reconoció que tenía razón, que había pasado la mayor parte del tiempo mirándola y que la historia de la ciudad no le interesaba lo más mínimo. No obstante, se defendió.
—Por supuesto que sí; ha estado de lo más interesante.
—Si tú lo dices... Tengo que marcharme ya, me esperan.
—Adiós de nuevo.
Cristina dio media vuelta y se alejó con paso rápido, dejando a Eric en la acera contemplando su figura vivaracha, que se perdía calle abajo. Después se marchó él también hacia el aparcamiento subterráneo donde había dejado el coche. Sentía un ligero pesar, pero estaba decidido a dejarla en paz. No sabía qué le pasaba con aquella mujer, la había visto dos veces y hablado con ella por teléfono en cuatro ocasiones, todas muy brevemente, pero la idea de no volver a verla, de decirle adiós de forma definitiva, le tenía abatido. Pero le había prometido dejarla en paz y lo iba a cumplir.
Aquella noche cuando Amanda pasó por casa de Cristina para preguntarle por su primer trabajo como acompañante turístico, la encontró en pantalón corto y con el pelo recogido con una goma. Un penetrante olor a lejía lo invadía todo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó arrugando la nariz con desagrado.
—Fregando los azulejos de la cocina.
—¡Madre de Dios! ¿A estas horas? Son las nueve y media de la noche.
—No tengo otra.
—A ver... ¿Qué ha pasado? Porque eso solo lo haces cuando estás muy estresada o muy cabreada. ¿Cuál de las dos cosas?
—La segunda —dijo entrando en la cocina y comenzando a restregar los azulejos con todas sus fuerzas.
—Sea lo que sea que te ocurre, estoy segura de que no es culpa de los azulejos; no lo pagues con ellos.
—La culpa es del tipejo ese...
—¿Qué tipejo?
—Eric, el salido de la web de contactos. Me está acosando.
—¿Cómo que te está acosando?
—Se ha presentado en la visita que tenía programada para esta tarde. La contrató un amigo en su nombre para despistarme.
Amanda parpadeó. Era insistente el hombre, había que reconocerlo.
—¿Se ha propasado de alguna forma? Porque en ese caso lo puedes denunciar.
—No, si no tengo en cuenta que miró mucho más mis piernas que los monumentos que le enseñaba.
—Realmente le has impactado.
—Buf —resopló restregando con tanta fuerza que la esponja salió disparada de su mano.
—¡Vamos, Cris! ¿No te halaga? Ese tío está cañón... Si un hombre con esas espaldas y esa sonrisa se fijara en mí no le diría que no a un buen revolcón. Seguro que un polvete con él te dejaría de lo más a gusto, y no tendrías que andar fregando azulejos a horas intempestivas para quemar energías. ¿Te imaginas lo que sería agarrarte a esos hombros mientras te...?
—Buf —volvió a gruñir—. Te lo regalo.
—Pero no soy yo quien le interesa, sino tú.
Cristina hundió la esponja en el cubo y volvió a enjabonar la pared.
—Chica, te dejo —dijo Amanda dando un salto atrás para evitar un salpicón—. Me voy a mi casa o acabaré teniendo que tirar esta ropa, y me gusta demasiado. Yo que tú terminaría de limpiar esto mañana, me tomaría una buena tila o una botella de vino y me iría a la cama, ya que no quieres optar por una forma más agradable de relajarte.
—Buf.
Amanda salió del piso de su amiga sacudiendo la cabeza con pesar. Cris no cambiaría nunca, esa energía contenida que trataba de echar fuera a toda costa debería canalizarla de otra forma. Estaba realmente enfadada y empezaba a intuir que no era solo por la insistencia del hombre, sino porque también ella se sentía atraída por él. Pero estaba empecinada y no daría su brazo a torcer. Se aferraría a cualquier excusa, y Eric le había dado una muy buena para no volver a salir con un hombre. El capullo de Adolfo había hecho un trabajo impecable para castrarla emocionalmente.