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Magdalenas
Durante días el tema principal de las conversaciones entre Cristina y Amanda fue el malentendido con Eric. Juntas revivieron cada conversación y cada palabra tratando de adivinar lo que la imaginación calenturienta del hombre habría conjeturado.
También revisaron el perfil creado en la web de contactos y, tras retocarlo un poco, Cristina decidió mantenerlo, lo que causó en su amiga una enorme alegría. No tenía especial interés en encontrar pareja, pero tampoco le hacía ascos a un amigo con derecho de vez en cuando, siempre que no le pidiera nada raro.
Y por supuesto, al terminar, miraron el perfil de Eric: treinta y cuatro años, soltero, fisioterapeuta, aficionado a la música, las series y los viajes.
—¡Qué pena que sea un salido! —dijo Amanda suspirando al contemplar la foto donde una sonrisa de lo más sexi destacaba aún más sus ojos azules. Amén del cuerpazo que había podido apreciar cuando se reunieron.
—Tiene una voz preciosa —reconoció Cristina.
—¿Solo la voz? Es un regalo para todos los sentidos, de arriba abajo y pasando «por el centro».
Ambas amigas rieron a carcajadas.
—Creo que con un ejemplar así habría mirado con gusto —añadió.
Estaban en casa de Amanda; Cris había pasado un rato de vuelta de la inmobiliaria y había aceptado la copa de vino que su amiga le ofrecía mientras retocaban el perfil. De pronto, e incapaz de continuar sentada más tiempo, Cristina se levantó.
—Me voy.
—¿Dónde vas con tanta prisa? ¿Te espera alguien?
—Bien sabes que no, pero tengo muchas cosas que hacer.
—Relájate, Cris, y toma otra copa. O mejor quédate a cenar.
—No puedo, tengo que hacer magdalenas. Mañana es el cumpleaños de Olivia, mi compañera de la inmobiliaria, y como le encantan voy a llevarle unas cuantas para desayunar. Si quieres puedo traerte algunas.
—Un par de ellas, no más. Ya sabes mi guerra contra los kilos.
—Bueno, las que quieras. Hasta mañana, pásate por casa cuando salgas del trabajo y te las llevas.
Se apresuró a llegar a su piso, y en cuanto abrió la puerta conectó el ordenador. Después se cambió de ropa y empezó a cocinar el almuerzo del día siguiente a la vez que se servía la cena. Estaba hambrienta, había sido un día intenso y eso siempre le daba apetito. Mientras daba buena cuenta de la tortilla de patatas buscó una receta de magdalenas que no fuera muy complicada. Era buena repostera, pero a veces la paciencia le fallaba y procuraba elegir recetas sencillas. Al fin encontró una y con los ingredientes que se podían duplicar, porque si tenía que llevar al trabajo, y darle a Amanda, que seguro no se iba a comer solo dos, debía hacer suficientes para quedarse también algunas ella misma.
Estaba mezclando los ingredientes cuando le sonó el móvil.
Dudó si responder al ver el nombre de Eric en la pantalla. Al fin se decidió.
—Hola, Cristina. Soy Eric.
—Sí, lo sé. ¿Qué quieres?
—Qué brusca... charlar un poco, mujer. Disculparme si te ofendí, aunque en realidad pienso que se trató solo de un malentendido.
—Bien, acepto tus disculpas, buenas noches —dijo escueta y dispuesta a cortar la llamada.
—Espera, no cuelgues, me gustaría contratarte.
—¡Vete al diablo! Te cachondeas de tu abuela.
—Para que me enseñes Córdoba... y en español.
—No.
—¿Por qué no? Antes estabas dispuesta a aceptarme como cliente.
—Antes no sabía que me considerabas una puta.
—Ya sé que no lo eres, que eres una buena chica que se dedica a enseñar la ciudad para sacar un poco de dinero extra. Y a mí me gustaría hacer una visita turística contigo.
—¿Por qué? No te voy a dar lo que quieres.
—Porque me gustas, y no sabes lo que quiero.
—Sí que lo sé, querías que te hiciera el maldito «danés», que ni me imagino qué pensabas que era. ¡Olvídalo, no me gustan los puteros!
—No lo soy.
—¡Por supuesto que lo eres! ¿Habrías quedado conmigo de haber sabido que era una simple acompañante turística?
—Pues claro que sí. Te llamé pensando que eras agente inmobiliaria, que es la profesión que consta en tu perfil. Y por cierto, ¿qué hacías en la boda? ¿Tratabas de venderles una casa a los novios? ¿Aún no tenían? —dijo riendo.
—Los estaba casando, listillo.
—¿Casando? ¿Tú?
—Soy oficiante de bodas los fines de semana. Hago muchas cosas para ganar dinero, incluidos los sábados y domingos. ¿De verdad pensabas que me habían contratado para acostarme con los asistentes a la boda? ¿Como un servicio de catering sexual?
—Algo así, pero cuando de verdad aluciné fue al decirme que antes solo lo hacían los hombres.
—¡Qué fuerte!
—¿Estás trabajando ahora?
—Estoy haciendo magdalenas —dijo.
Eric soltó una carcajada.
—¿Magdalenas?
—Sí, unos dulces que van en un papelito... ¡A saber qué va a imaginar tu mente calenturienta!
—Sé lo que son las magdalenas.
—Pues entonces, déjame que siga, que tengo para un buen rato.
—Podemos quedar para tomar un café y conocernos mejor.
—No quiero conocerte mejor. No me gusta la clase de hombre que eres y te agradecería que no me volvieras a llamar.
—Cris...
Exasperada colgó. Aquella conversación ya había durado más de la cuenta. No tenía tiempo para andar de charla y si tenía una cosa clara era que no iba a quedar con un hombre al que le iban las prostitutas y las cosas raras.
Regresó a la cocina y al cuenco de los ingredientes. ¿Había echado una o dos veces las cantidades requeridas? La llamada la había desconcentrado. Volvería a echarlos, no quería quedarse corta.
Terminó de mezclar y empezó a rellenar los moldes de papel. Cubrió la bandeja del horno y comprobó que apenas había bajado el nivel de la masa en el enorme cuenco. Iba a tener muchas magdalenas.
A las tres de la madrugada terminó de sacar del horno las últimas. Un intenso olor a dulce se extendía por toda la casa y le impregnaba las ropas y el pelo. Dio un vistazo a la cocina... había tuppers con magdalenas enfriándose por todos lados: en la encimera, sobre el microondas, encima de la tabla de la plancha que había tenido que abrir para disponer de más espacio, además de las que había sacado al salón. Sin lugar a dudas, Amanda iba a tener que comerse más de dos.
Se dio una ducha y se acostó, en apenas unas horas debería levantarse para empezar su jornada habitual, pero no sin antes comerse un par de magdalenas calentitas. Estaban buenísimas, había valido la pena trasnochar.
Cuando se levantó por la mañana se permitió el lujo de correr menos tiempo del habitual, aunque no prescindió de la actividad. Tras una nueva ducha, llenó de magdalenas la enorme bolsa y se marchó a la inmobiliaria.
—Buenos días... ¡feliz cumpleaños! —dijo saludando a Olivia, la compañera que se encargaba de la oficina.
—Gracias, Cris.
—Para desayunar —añadió colocando un tupper sobre la mesa.
—¡Hummm, qué ricas!... pero has traído muchas...
Cristina alzó los ojos pensando que seguía teniendo el bolso lleno y que con seguridad se iba a alimentar de ellas durante varios días, porque al no tener conservantes, o las consumía rápido o se iban a poner duras sin remedio. Y ella no tiraba comida.
—No te preocupes, tengo más.
«Unas doscientas más», pensó.
—Voy por unos cafés y nos las tomamos.
—Pero date prisa, tengo una visita en tres cuartos de hora.
—Coge el autobús.
—¡El autobús! ¿Para qué tengo las piernas?
Poco después ambas empezaban a desayunar en una esquina de la mesa de Olivia despejada para la ocasión. Esta, cómodamente sentada en su sillón, mientras que Cristina se limitaba a estar de pie haciendo malabarismos con la taza de café y una magdalena en la otra mano, el bolso colgado del hombro y dispuesta a salir corriendo apenas terminara de comer.
—Vas a tardar lo mismo en desayunar sentada que de pie. A la boca le da lo mismo, Cris, mastica igual en cualquier posición.
—No puedo, tengo mucha prisa. Si no fuera tu cumpleaños me habría ido directamente a la casa, pero he hecho las magdalenas para ti.
—¡Muchas gracias! Eres un encanto. Pero algún día tendrás que relajarte y parar ese ritmo infernal de vida que llevas.
—No puedo. Necesito dinero y debo aprovechar ahora que soy joven. Quiero ir a Escocia antes de que me lo impida la artritis.
—Pues a ese paso no vas a llegar a vieja.
—¡No seas agorera! Otra como Amanda.
—Es que te queremos.
—Bueno, me voy, no puedo quedarme más tiempo —dijo limpiándose con prisas la boca y tirando los moldes de papel vacíos a la papelera.
—Disfruta del día, loca... Y gracias por el desayuno.
Cristina agarró con fuerza el bolso y salió. Pesaba más de lo habitual porque contenía tres tuppers con magdalenas que pensaba ofrecer a los clientes en potencia con la esperanza de ablandarlos y de paso ir deshaciéndose de ellas. Cuando volviera a casa les repartiría a los vecinos unas cuantas. ¡Jamás en su vida volvería a duplicar una receta! ¿Por qué no podía pensar un poquito las cosas antes de hacerlas? Ya se imaginaba lo que Amanda se iba a burlar de ella cuando se lo contara; tendría magdalenas para rato.
Amanda pasó por casa de Cristina aquella noche después del trabajo a recoger su postre. Su amiga le había pedido a media mañana que no dejase de hacerlo, e imaginaba que tendría algo que contarle. Quizás de Eric, porque, aunque Cris lo negara y no quisiera saber nada de él, no tenía ninguna duda de que a su amiga le gustaba el hombre. ¡Como para no gustarle!
Cris le abrió la puerta masticando y Amanda entró resuelta.
—¿Ya estás comiendo otra vez? ¡Cómo te odio!
—Por necesidad.
—¡No irás a decirme que de nuevo no has tenido tiempo de almorzar como es debido y te has pasado el día a base de chucherías, fruta y chocolate!
—De magdalenas.
—¡Cris, por favor! Aunque seas joven y tengas un metabolismo odioso que te permite tragar como una lima sin poner un gramo, tienes que cuidarte y comer sano.
—Pasa y lo entenderás —comentó Cristina precediéndola a la cocina.
Amanda vio la encimera llena de tuppers apilados unos sobre otros. Estos ocupaban la mayor parte del espacio disponible.
—¿Qué debo entender?
En silencio, Cris cogió uno de los recipientes y lo abrió mostrando el interior.
—¿Todos contienen lo mismo?
—Sí, aún me quedan unas ciento cincuenta.
—¿Ciento cincuenta? —exclamó con estupor—. ¿Cuántas magdalenas has hecho?
—Más de doscientas. He repartido a los vecinos, a los clientes, a Olivia... y me he comido unas dieciocho yo misma.
—Déjame adivinar: los ingredientes estaban al tres por dos.
—No, qué va. Es que dupliqué las cantidades, o las tripliqué, no estoy muy segura. Me llamó Eric y me desconcentró.
—¡Ajá! Eso lo explica todo. ¿Qué quería?
—Contratarme para que le enseñara Córdoba. «En español», añadió para que no hubiera dudas.
Amanda lanzó una carcajada.
—Estupendo. Habrás aceptado, ¿verdad?
—No. De hecho, le colgué y le dejé con la palabra en la boca.
—¿Por qué?
—Porque tenía que hacer las puñeteras magdalenas y se me estaba haciendo tarde. Y porque no quiero saber nada de él.
—No seas obcecada. ¿Por qué no le das una oportunidad? Está como un queso.
—No te lo voy a negar, y tiene una voz preciosa, pero no, gracias.
—¿Ves? Te gusta su voz, eso ya es algo. No digo que te cases con él, pero un revolcón con un hombre así tiene que dejarte el cuerpo la mar de relajadito. Y si está insistiendo después de cómo le despediste en la cafetería es porque le atraes.
—Le atraen las guarradas que piensa que pueda hacerle.
—A lo mejor no. ¿Por qué no lo averiguas? Acepta enseñarle Córdoba, cobra por ello y de paso lo invitas a magdalenas —añadió mirando de reojo la encimera—. Matas tres pájaros de un tiro.
Cris alargó el brazo y cogió dos de ellas, puso una en la mano de Amanda mientras se metía la otra en la boca.
—No creo que sea buena idea.
—¿Quieres que vaya con vosotros? Yo encantada de mirar —dijo con una sonrisa pícara en la cara.
—No voy a aceptar. No quiero quedar con él, Amanda. La idea de la página de contactos fue tuya, no mía. No necesito un hombre en mi vida, ni siquiera para echar un polvo.
—Eso lo necesitamos todas. Por mucho que nos apañemos con un juguetito, de vez en cuando nos hace falta un abrazo, una caricia, una frase bonita. Enamorarnos...
—No me quiero enamorar. Nunca más, ¿me oyes? Nunca más.
—Cris, lo que pasó con Adolfo no tiene por qué repetirse. Todos los hombres no son iguales.
—Eric no tiene pinta de ser mucho mejor.
—Eso solo lo sabrás si le conoces.
—¿Tú crees que yo llego a conocer a los hombres? No, solo me enamoro como una tonta, lo doy todo y luego... me toca sufrir.
Amanda abrazó a su amiga sintiendo el temblor en su voz que presagiaba una crisis de llanto. Por algún motivo, Eric había removido viejos fantasmas y temores en la mente de Cris.
—Bueno, ya está. Cómete otra magdalena, anda, y vamos a olvidarnos de Eric. Me quedo a cenar.
Cristina carraspeó un poco para aliviar la tensión y comentó:
—Estupendo. Iba a preparar una ensalada... ¿Tú crees que podríamos echarle unas magdalenas?
—Esa es mi Cris. Operación magdalena en marcha —dijo riendo.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Alzando una ceja se apresuró a abrir.
—No espero a nadie.
Una chica morena estaba al otro lado del umbral y la miraba con expresión compungida.
—Perdona que te moleste, sé que es un poco tarde, pero mi novio y yo nos acabamos de mudar al piso de enfrente. Tenemos todo en cajas y no consigo recordar dónde he guardado los cubiertos. Hemos pedido una pizza para cenar y no podemos cortarla. ¿Te importaría prestarme un cuchillo? Te lo devuelvo en seguida.
—Claro que no, pasa.
Entró en la cocina, y agarró un cortapizzas y un par de juegos de cubiertos que le alargó.
—Me alegro de tener al fin compañía en la planta, yo soy Cris y ella es Amanda.
—¿Compartís piso?
—No, yo vivo unos cuantos números más abajo, pero paso mucho por aquí.
—Yo me llamo Rocío, y mi novio, Fernando. Nos hemos venido a vivir juntos y estamos muy ilusionados.
—Entonces esta es vuestra noche de bodas...
La chica rio.
—Tanto como eso, no. Ya hemos viajado juntos en alguna ocasión.
—Es estupendo tener compañía de nuevo, y gente joven, además. Ya te darás cuenta de que el bloque está lleno de personas mayores.
—Sí, he visto alguna que otra mujer que me ha preguntado hasta la talla de las bragas.
—¡No les cuentes nada! Son unas cotillas de tomo y lomo. Yo vivo sola y no paran de preguntarme si al fin me he echado novio. Ahora te tocará a ti.
—Yo no pienso contar mucho de mi vida. La verdad es que apenas paro en casa, soy peluquera y trabajo con jornada partida. Salgo temprano por la mañana y regreso a última hora de la tarde.
—Yo tampoco suelo estar mucho en el piso.
—¿También trabajas por la mañana y por la tarde?
Amanda lanzó una carcajada.
—Y por la noche, y a mediodía...
—No le hagas caso, siempre bromea porque soy una mujer muy ocupada. Pero seguro que encontramos algún rato para tomar un café. Y hablando de café... —Se giró y cogiendo un plato colocó en él unas cuantas magdalenas—. Para el postre. Son caseras, las he hecho yo.
Rocío las cogió con una sonrisa.
—Muchas gracias. Yo no soy muy buena cocinando, pero si necesitas que te corte el pelo...
—¡No se lo digas, que te toma la palabra!
—Será un placer. Y ahora os dejo que Fernando está muerto de hambre y la pizza se enfría.
—Pasa por aquí cuando quieras.
—Encantada.
Rocío se marchó y Cris y Amanda levantaron los pulgares.
—¡Por fin una vecina maja! Ya era hora.
—Sí. Y nosotras vamos a por nuestra ensalada.
—Después de escuchar la palabra «pizza», no me apetece.
—¡Cris...!
—Vale, vale, ensalada.