7

 

El accidente

 

 

Eric se resignó a no saber más de Cristina. Después de que ella le dejara muy claro que no quería que la volviera a llamar, hizo oídos sordos a la insistencia de Moisés y no le permitió amañarle más citas. Trató de concertar alguna con otras mujeres de la web, pero cuando tenía el teléfono en la mano para llamarlas se acordaba de la cara pecosa de Cristina y de sus piernas espectaculares, y se echaba atrás.

Cris, por su parte, lo apartó de su mente, inmersa en su ajetreada vida laboral. Las visitas turísticas iban incrementándose poco a poco, lo que hacía aumentar sus ingresos en la misma proporción que disminuía su ya escaso tiempo libre. De nada servían los avisos de Amanda de que ese ritmo de vida iba a acabar pasándole factura.

Aquella mañana la visita turística se había alargado más de lo previsto. Los clientes, sobre la marcha, habían decidido ampliarla media hora más, lo que hizo que se viera apurada para acudir a enseñar un piso a considerable distancia. Tendría que tomar el autobús, en vez de ir caminando, si quería llegar a tiempo.

Desde lejos lo divisó acercándose a la parada y sin pensarlo echó a correr con todas sus ganas dispuesta a tomarlo. No se dio cuenta de que invadía el carril para bicicletas y que una de ellas se acercaba por su derecha sin posibilidad de esquivarla. No fue consciente hasta que sintió el encontronazo y se vio catapultada hacia el suelo.

Aturdida por el golpe, trató de levantarse y alcanzar el autobús, que ya estaba en la parada. La bicicleta, tras un giro brusco se perdía calle abajo dejándola tirada y a su suerte.

—Mi autobús... —balbució.

Unas manos solícitas la ayudaron a alzarse, pero nada más poner el pie en el suelo se tornó lívida y una sensación de náusea la invadió.

—Tranquila, tranquila, señorita —dijo un hombre que la sostenía por un brazo—. Deje el autobús, ya llegará otro.

Una señora le alargaba el bolso, que había quedado en el suelo.

—No puedo perderlo —gimió— o llegaré muy tarde.

—No creo que esté en condiciones de ir a ningún sitio. De hecho, creo que donde debería ir es al hospital.

—¡No! Estoy bien, solo ha sido un pequeño golpe.

La señora que también ayudaba a sostenerla movió la cabeza de forma dubitativa.

—¿Un pequeño golpe? ¿Se ha mirado el pie?

Cris sabía que se había hecho daño, le dolía como mil demonios, pero hasta que no bajó la vista no se percató de cuánto. El pie aparecía negro y tan inflamado que el tobillo había desaparecido por completo.

—¡Mierda! Tengo que ir...

—Al hospital —dijo de nuevo la mujer—. Voy a llamar a una ambulancia.

—No, no, ambulancias no. Cogeré un taxi.

—La acompaño. —La señora, resuelta, detuvo un taxi que pasaba y obligó a Cristina a entrar en él.

—Debería llamar a algún familiar.

—Esperaré hasta estar en el hospital, a ver qué me dicen.

—Dudo mucho que pueda irse sola a casa... como mínimo se va a volver con una bonita escayola. Yo no puedo quedarme mucho tiempo.

—¡No me diga eso!

La mujer le agarró la mano.

—Ánimo. Podría haber sido peor.

Cris recordaba un episodio de su infancia en el que había sufrido un esguince y tuvo que permanecer en reposo relativo quince días como una de las peores experiencias de su vida.

Cuando llegaron al hospital, la mujer la dejó en manos de un celador, acomodada en una silla de ruedas, y se marchó.

En admisión, donde le tomaron los datos, le recomendaron de nuevo que avisara a alguien, y suspirando marcó el número de Amanda.

—Hola, Cris.

—Amanda, tengo que pedirte un favor.

—No, lo siento; hoy no puedo pasarme por el supermercado a comprarte ninguna oferta.

—No se trata de eso... estoy en el hospital.

—¡¿Cómo?! ¿Qué te ha pasado? Ay, Cris, ¿qué has hecho?

Cristina suspiró.

—Me ha atropellado una bicicleta, o yo a ella, no lo sé muy bien. El caso es que me he fastidiado un pie. No sé si está roto o se trata solo de un esguince, pero no creo que me pueda marchar a casa sola.

—Voy para allá.

—Gracias, eres la mejor.

Veinte minutos más tarde, Amanda cruzaba a toda prisa las puertas del Hospital Reina Sofía. Miró a su alrededor buscando un cartel indicador que la llevara hasta las urgencias de traumatología, donde imaginaba que habían trasladado a Cristina. No se dio cuenta de que la llamaban hasta que alguien la agarró del brazo.

—¿Amanda? ¿Dónde vas tan deprisa?

Giró y se encontró con los ojos azules de Eric que le sonreían. Estaba ataviado con una bata blanca, lo que lo hacía más atractivo aún de lo que recordaba.

—Eric... Estoy buscando las urgencias de traumatología.

—No es por aquí. ¿Es para ti? ¿Te ocurre algo?

Ella sacudió la cabeza.

—No, se trata de Cris. Me ha llamado que ha tenido un pequeño accidente y la han traído al hospital.

Eric frunció el ceño.

—Ven, te acompañaré. —Echó a andar mientras Amanda trataba de seguir las largas zancadas—. ¿Qué le pasa?

—Tiene mal un pie, pero creo que aún no le han dicho si está roto o es algo más leve. Al parecer la ha atropellado una bicicleta. Va como loca de un sitio a otro, cualquier día va a tener un percance serio —añadió pesarosa.

—Es un poco intensa, ¿no?

—¿Un poco? No para quieta un minuto.

Enfilaron una serie de corredores, que a Amanda se le antojaron todos iguales, hasta llegar al ala de urgencias.

—Hemos llegado.

—Gracias.

Entraron en la sala de espera y no tardaron en divisar a Cristina sentada en una silla de ruedas en un rincón. El tobillo se veía hinchado y amoratado sobre el reposapiés.

—¿Cómo estás? —preguntó Amanda, solícita, pero Cris solo tenía ojos para Eric.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó a su amiga, como si el hombre no estuviera delante.

—Trabajo en el hospital —dijo inclinándose y palpando con cuidado la articulación dañada.

—¡Maldito seas! Duele...

Él no hizo caso y continuó con su examen.

—Creo que está roto. ¿Te han hecho ya una radiografía?

—No, solo me han tomado los datos y me han dicho que espere aquí.

Eric se levantó.

—Veré si puedo agilizarlo. Las urgencias están muy saturadas con los recortes de presupuesto.

—Gracias —murmuró Amanda. Luego, cuando Eric hubo desaparecido, se volvió hacia su amiga—. Me lo encontré mientras vagaba por los pasillos buscando esto. Si no es por él, aún estaría perdida por ahí. Y a ti, ¿qué te ha pasado?

—Iba corriendo...

—Para variar.

—Porque llegaba tarde a enseñar un piso, el autobús se acercaba y eché a correr. No vi una bicicleta que venía por el carril bici y antes de que me diera cuenta estaba en el suelo.

—¿Solo te has lastimado el pie?

—Ahora me está empezando a doler todo el cuerpo, pero no tanto como el pie. —Miró hacia abajo con aire abatido—. Si lo tengo roto va a ser una faena. Ahora que las visitas turísticas empiezan a ser regulares.

—Puedes hacerlas en silla de ruedas. Seguro que a los clientes les da morbo. ¡Y ya si les hablas en danés, ni te cuento!

—Muy graciosa.

Eric regresaba en aquel momento, se colocó tras la silla y la empujó hacia la sección de radiología.

—Vamos a saltarnos el protocolo de admisiones. He dicho que eres mi prima, si alguien te pregunta no lo desmientas.

—Gracias.

Llegaron ante unas puertas abatibles y la cogió en brazos sin esfuerzo. Un intenso olor a colonia masculina le llenó los sentidos haciéndola marearse, no sabía muy bien si a causa del dolor o de otra cosa. Hacía mucho que no estaba tan cerca de un hombre y mucho menos de uno tan atractivo como aquel. Las palabras de Amanda sobre cómo se sentiría aferrada a sus hombros mientras hacían el amor la hizo suspirar ruidosamente.

—Sé que te duele —dijo él casi en su oído—. Aguanta un poco.

Con cuidado la depositó sobre la camilla y con la mayor suavidad posible le colocó el pie en la posición idónea para hacer la radiografía.

—Puedes quejarte, no te hagas la chica dura.

—Soy una chica dura.

—Bien, ahora no te muevas: será cuestión de un momento.

Cristina aguantó estoicamente mientras le hacían la radiografía, y de nuevo Eric la levantó en brazos para llevarla hasta la silla de ruedas. Luego empujó esta hacia la sala de espera, donde la aguardaba Amanda.

—No os mováis de aquí, voy a echarle un vistazo a la radiografía. En seguida os llamarán —dijo en un susurro para que no le oyesen el resto de pacientes de la sala.

—Gracias.

—Se está portando, ¿eh? —musitó Amanda.

—Sí.

—Quizás ahora le quieras dar una oportunidad... Está como un tren, Cris,

—Apenas me he fijado. Estoy muy fastidiada, Amanda, lo que menos me interesa ahora es pensar en hombres ni en cómo están.

Queriendo sacarle una sonrisa a su dolorida amiga, bromeó:

—Tiene unos bíceps enormes... Imagina la cantidad de latas de conservas en oferta que puede acarrear.

—Me temo que me van a venir muy bien las que tengo en casa, porque no creo que pueda salir a comprar en un tiempo.

Amanda apretó el hombro de su amiga infundiéndole ánimos.

—Ya verás como no es para tanto.

—Buf.

En aquel instante el sistema de megafonía nombró a Cris y Amanda empujó la silla hacia la consulta donde la habían derivado. Eric estaba dentro, de pie al lado de una mujer de mediana edad, y ambos observaban su radiografía en la pantalla de un ordenador.

—Bien, Cristina —dijo esta—. Me temo que no puedo darte buenas noticias. Tienes el tobillo roto.

—Ya me lo imaginaba. Eric me lo ha dicho al palparlo.

—Pero dentro de lo malo has tenido suerte. Es una rotura limpia que no necesitará cirugía. Eso sí, me temo que vas a estar escayolada al menos mes y medio.

Cris sintió que el alma se le caía al suelo.

—¿Tanto?

—Sí, tanto. Se trata de una articulación, lo que complica las cosas. No podemos correr el riesgo de que la fractura se desplace, porque entonces sí que te daría muchos problemas. Quiero ver la escayola limpia cuando vuelvas.

—¿Qué significa la escayola limpia?

—Que no podrás caminar ni apoyar el pie en el suelo bajo ningún concepto. Te proporcionaremos una silla de ruedas y te desplazarás en ella. Nada de ponerte de pie y andar a saltos —intervino Eric.

—¿Tengo que estar sentada mes y medio?

Amanda suspiró.

—¡No sabéis lo que estáis pidiendo!

La doctora movió la cabeza, consciente de que, en los escasos minutos que llevaba allí, la paciente se había movido varias veces en la silla.

—Sé que es difícil permanecer quieto tanto tiempo, y que el cuerpo te va a doler bastante por la inmovilidad...; pero tienes la suerte de contar con un primo fisioterapeuta, y de los buenos. Estoy segura de que Eric acudirá con regularidad a darte masajes para evitar calambres y otras molestias.

Él levantó una ceja, divertido.

—Ella sabe que lo haré con mucho gusto.

Cris lo fulminó con la mirada, pero no pronunció palabra. Era consciente de que si se había evitado horas de espera en la sala de urgencias se lo debía a él. Aun así, su mirada socarrona le dijo que aún la consideraba una prostituta a la que le encantaría meter mano. Y eso sucedería por encima de su cadáver. Por muy bien que oliera y por muy anchos que tuviera los hombros, según la opinión de Amanda. Ella ni siquiera se había fijado... bueno, solo un poco.

—Deberás pincharte heparina una vez al día —seguía aconsejando la doctora—, para prevenir problemas circulatorios. E, insisto, todo el reposo que puedas.

—Lo hará —aseguró Amanda—. Aunque tenga que atarla a la silla.

Con su informe en la mano y sintiéndose la persona más desgraciada del mundo, abandonó la consulta. Eric se hizo cargo de empujar la silla hacia la sala de yesos. Antes, se ocupó de que le inyectaran un calmante que atenuara el dolor que le aguardaba para reducir la fractura correctamente. Cristina apretó con fuerza los labios durante el proceso, pero no emitió un gemido. Él se sorprendió de la fortaleza de esa mujer aparentemente frágil; había visto gritar de dolor a hombres que se las daban de duros. Solo una intensa palidez delató el sufrimiento que estaba padeciendo, a pesar del calmante. Eric le agarró la mano y Cristina se la apretó con fuerza. Al final, cuando el dolor remitió un poco y la venda con escayola recubrió la pierna hasta debajo de la rodilla, se relajó un poco.

—Ya ha pasado, cariño —susurró.

Cris levantó la cabeza y retiró la mano inmediatamente.

—No soy tu cariño.

—Solo pretendía darte ánimos. ¿Por qué estás tan a la defensiva conmigo?

—Tú sabes por qué.

Eric suspiró y, agarrando la silla de nuevo, la llevó hasta la sala donde Amanda esperaba jugueteando con el móvil.

—Aquí la tienes. Recuerda las instrucciones de la doctora.

—Muchas gracias, Eric. Por todo —dijo Amanda con efusividad.

—No hay de qué. —La voz sonó un poco más tensa de lo acostumbrado y Cristina se sintió mal por su exabrupto de minutos antes.

—Lamento lo de antes, estaba un poco dolorida y eso me pone de mal humor.

Él esbozó una sonrisa franca y abierta.

—Acepto tus disculpas porque sé que estabas mucho más que un poco dolorida.

—Sé que, de no haber sido por ti, aún estaría en la sala de espera. Gracias.

—De nada. Aceptaría unas magdalenas en agradecimiento, si es que aún te quedan. Porque lo que es hacer otras te va a llevar un tiempo.

Amanda movió la cabeza de forma dubitativa.

—Ya se buscará las mañas. No pienses ni por un momento que va a estar sentada en esa silla mes y medio.

Eric se puso muy serio.

—Debes hacerlo, Cristina. De lo contrario las consecuencias pueden ser muy graves e irreversibles. ¿Quieres quedarte coja para el resto de tu vida?

—¡No me digas eso!

—Pues entonces aguanta un mes y medio. Luego podrás desquitarte. —Se agachó a su lado, alargó la mano y le acarició con suavidad la mejilla. Sus ojos azules ahondaron en los de ella pidiendo una promesa—. ¿Lo harás?

Cris asintió a regañadientes. Esa mano fuerte le transmitía un calor que paliaba de forma considerable el dolor de la fractura.

—Así me gusta. Si tienes alguna molestia, dolor de espalda, calambres... no dudes en llamarme. Tener un «primo» fisioterapeuta debe servir para algo.

Cristina imaginó esas manos fuertes masajeando su cuerpo y sintió un escalofrío.

—No creo que haga falta.

—Bueno, quizás no... pero me gustaría que lo tuvieras en cuenta si lo necesitas.

—Por supuesto que lo tendrá en cuenta. —Rio Amanda. Y dirigiéndose a su amiga advirtió—: Ya verás cuando empieces a sentir tirones y contracturas.

Eric retiró la mano de la cara de Cris y se levantó.

—Debo volver al trabajo. Mis pacientes se preguntarán dónde me he metido.

—Lo siento... no sabía que estabas trabajando. Pensaba que habrías terminado ya tu jornada.

—No, salía a comer algo. —Miró el reloj de pulsera—. Pero ya hace rato que debería haber vuelto. De todas formas, avisé a un compañero para que me cubriese si me retrasaba.

—¿Te vas a quedar sin comer? —preguntó Cristina con aire compungido.

—No pasa nada.

Alargó la mano hacia el gran bolso que solía llevar y del que Amanda se había hecho cargo y lo abrió.

—Te puedo ofrecer unas manzanas... y galletas... y chocolate.

Amanda se echó a reír a carcajadas.

—Y dale gracias a Dios de que no había ofertas de comida para gatos, si no te la ofrecía también.

Eric rio.

—¿Tienes gato?

—No —continuó Amanda—, pero si está de oferta, está de oferta.

—¿Comes comida para gatos?

—Claro que no —protestó, ofendida—. Amanda es una exagerada. Es verdad que me gusta comprar las cosas cuando están bien de precio, pero nunca lo que no voy a consumir.

Un leve pitido sonó dentro del bolsillo de Eric.

—Me reclaman; debo irme ya.

—Adiós, Eric... y gracias de nuevo.

Se alejó por un largo pasillo y Amanda colocó la silla de ruedas de Cris al lado de la puerta de salida.

—A ese hombre le gustas un montón.

—Solo trataba de ser amable.

—No, es algo más.

—Pues lo siento por él, porque a mí no me interesa lo más mínimo.

—Voy por el coche, ¡no te muevas de aquí!

—¡Como si pudiera! El calmante que me han inyectado me está dando un sueño de muerte.

Cuando Amanda regresó con el coche minutos después, a duras penas mantenía los ojos abiertos. La ayudó a acomodarse en el asiento delantero y la llevó a su casa, tratando de pensar en cosas que pudieran tener a Cris entretenida y sentada en una silla durante mes y medio. Tarea ardua y difícil.