Nieve
—Padre —dijo el niño—, ¿cómo era Europa antes de que toda la gente de allá empezara a odiar y a temer a los alemanes?
El hombre no respondió. Estaba sentado tras el periódico abierto; se le veían sólo las manos y las mangas caqui con galones y las piernas enfundadas en la tela clara de gabardina del pantalón sin vueltas y los pies dentro de los zapatos militares con cordones. En aquel domingo de Pearl Harbor él era un arquitecto bien situado, marido y padre, y no había cumplido aún los cuarenta años. Y al día siguiente exhumó los viejos expedientes de la escuela militar de su juventud, y ahora era un alférez de ingenieros que, tras un curso de refresco y a la espera de un servicio activo cuyo destino aún no conocía, disfrutaba de un permiso de tres días.
No respondió al niño. El periódico no vaciló siquiera en sus manos mientras miraba aquello; no era ni un titular ni una columna en una página interior; era sólo una nota: “El gobernador nazi de Czodnia, asesinado por su compañera”; y debajo de ella, las dos borrosas telefotos: la fría, satisfecha, bella cara prusiana que jamás había visto, que ni deseaba ni podría ver ya, y la cara de la mujer que había visto una vez y que tampoco deseaba volver a ver jamás; una cara algo más vieja que entonces, cuando la había visto quince años atrás, una cara no campesina ya, cualquier cosa menos una cara campesina, ahora que las montañas y el apacible valle que la habían conformado habían sido borrados de ella para siempre por los cuatro o cinco años de triunfal pompa de poder y destrucción y sufrimiento humano y sangre; y al pie de ellas, las tres líneas de tipografía dentro del pulcro recuadro semejante a una esquela mortuoria: “Se informa desde Belgrado que el gobernador alemán de Czodnia, general von Ploeckner, fue muerto a puñaladas la semana pasada por una mu-jer francesa que había sido su compañera durante varios años”.
—Sólo que no era francesa —dijo el hombre—. Era suiza.
—¿Eh? —dijo el niño—. ¿Qué has dicho, padre?
Cuando bordeamos la estribación volvimos a ver el sol. Más allá del curvo terraplén de nieve sucia alzado por los quitanieves, el valle entero se extendía a nuestros pies llenos de sol; una apacible y silenciosa capa dorada, tan quieta como la represa de un molino, que encerraba en suspensión la nieve sombreada de violeta del lecho del valle, y que en el último y lento y mortecino momento del atardecer tocaba la aguja de la iglesia y las chimeneas más altas y las faldas mismas de las montañas, que se alzaban y ascendían con rigidez muda de roca hacia el azafranado y rosado y lila de las altas nieves que jamás conocerían el deshielo, pese a que en el valle ya fuera primavera y en París ya hubieran florecido los castaños.
Entonces vimos el entierro. Don se había parado en el sucio terraplén caído y miraba hacia el valle a través de los gemelos, del Zeiss incompleto que había comprado por cincuenta liras en una casa de empeños de Milán. Tenía sólo una lente, pero —como decía Don— había costado sólo dos dólares y cuarenta y tantos centavos, y un Zeiss sin ninguna lente valía ese dinero; lo valdría también un autógrafo de Zeiss en dos botes de tomate. Pero en su día debió de ser la mejor lente que Zeiss hizo en su vida, pues ahora, durante el tiempo que uno podía soportar el mirar a través de ella sin el soporte visual del otro ojo, uno sentía que el globo se le salía del cráneo como una canica de acero hacia un imán. Pero pronto aprendimos a cambiar la lente de ojo cada pocos segundos y dividir así el esfuerzo; y eso es lo que Don estaba haciendo, apoyado sobre el sucio terraplén, con las piernas abiertas, como un oficial tras el parapeto del puente de su barco. Don era de California. Tenía una figura semejante a la de un silo, y casi su tamaño.
—Adoro la nieve —dijo, cambiandola lente de ojo—. Allí no la tenemos más que en Hollywood. Mañana, cuando nos vayamos de Suiza, llenaré de nieve el otro hueco de los gemelos para recordarte.
—Un poco de nieve les podía venir bien a esos gemelos, de todas formas —dije yo.
—O un trozo de bistec —dijo él.
Entonces caí en la cuenta de que no se había cambiado la lente en cinco o seis segundos, que se convirtieron luego en ocho y luego en diez; yo sentía que mi propio globo del ojo era arrastrado hasta el insoportable instante previo al súbito brote de ardientes y ciegas lágrimas. Al cabo Don bajó los gemelos y volvió la cabeza y el ojo lagrimeante, y se inclinó un poco hacia adelante, como si le sangrara la nariz, mientras las lágrimas le surcaban la mejilla.
—A quién llevan es a un hombre —dijo.
—¿Quiénes llevan a un hombre? —dije yo.
Ahora era yo quien tenía los gemelos, y pude experimentar la misma sensación: el globo del ojo que miraba no sólo se salía de mi cráneo, sino que arrastraba detrás al otro globo, que pasaba a través de la nariz para llenar la cuenca vacía de su compañero.
Me cambié la lente de un ojo una y otra vez. Pero ya los había visto: se deslizaban negros y diminutos por el fondo del valle, en dirección al pueblo, y sus sombras largas se arrastraban ante ellos sobre la nieve; primero un punto, luego dos series de puntos unidas por aquello que portaban, luego otro punto y luego otros dos más, en fila india; el de detrás de los hombres que portaban el cuerpo vestía también faldas.
—El que va a la cabeza es un cura —dijo Don—. Dame los gemelos.
Nos turnamos en la observación, pero en ningún momento vimos nada detrás de ellos más que el amasijo de rocas de la base de las montañas, de donde habían surgido: ni una casa ni una choza de donde hubieran podido sacar el cuerpo; sólo el amasijo rocoso de la base y el clamor mudo del barranco, al que ni siquiera el hielo podríaaferrarse y cuya pared ascendía hasta un punto en donde la sombra de la cornisa era tan insignificante como un hilo. Entonces vi que el surco que hacían en la nieve no se extendía sólo a su espalda sino también hacia el frente. Le tendí los gemelos a Don y me sequé la cara con el pañuelo.
—Fueron a buscarle y ahora vuelven —dijo Don—. Se despeñó.
—A lo mejor es un sendero. Un camino.
Don cogió los gemelos y se pasó la correa por encima de la cabeza. El hombre de la casa de empeños no había encontrado ningún estuche que sirviera. Tal vez había vendido el que correspondía a Zeiss por cincuenta liras.
—Se despeñó —dijo Don—. ¿No quieres seguir mirando?
—Ya es suficiente —dije—. Vamos. ¿No ves el sol?
Porque el sol se había puesto. Había dejado el valle mientras estábamos allí; ahora sólo descansaba en las nieves altas, rosadas y sin consistencia como nubes contra un cielo que cambiaba ya de verde a violeta. Seguimos adelante; el camino serpeaba y zigzagueaba a nuestros pies, abismándose en la oscuridad. En el pueblo se veían ahora luces, trémulas y parpadeantes como luces que fluctuaran sobre el agua, o bajo el agua, y de pronto se acabó la nieve. La habíamos dejado atrás, habíamos emergido de ella; súbitamente hizo más frío, como si en el fulgor de la nieve hubiera habido cierta calidez y ahora no hubiera ya nada sino el crepúsculo y el frío. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el propio pueblo se había inclinado hacia un lado, y volví a pensar que en aquel país no existía ni un pie cuadrado llano de verdad; los pueblos de los valles, incluso, no eran llanos sino vistos desde arriba. Acaso toda la tierra parecía llana mientras uno caía hacia ella; acaso uno no podría soportar mirarla o acaso no podría hacer sino mirarla.
—¿Te sigue gustando la nieve? —dije—. Quizá sea mejor que llenemos el hueco con nieve antes de que se nos acabe.-Quizá yo no quiera hacerlo por ahora —dijo Don.
Don iba delante; siempre era el más rápido en el descenso. Llegó, pues, el primero al valle; tal como había cesado la nieve cesaron las montañas, que se convirtieron en el valle, y el valle, a su vez y casi de inmediato, se convirtió en el pueblo, y el camino en una calle empedrada que volvía a ascender. También allí llegó el primero Don.
—Ahora están en la iglesia —dijo—.
Algunos de ellos. Seguro que uno o dos. Al menos uno.
Entonces lo vi yo también: el pequeño y severo cubo de piedra con su aguja, que por su aspecto bien podría datar de tiempos de los reyes lombardos, la luz de las velas cayendo hacia el exterior a través de la puerta abierta, y la gente —hombres y mujeres, e incluso algún niño— congregada ante ella; el grupo me trajo a la memoria aquel otro que vi una vez esperando ante el muro ciego de una pequeña cárcel de Alabama donde iba a tener lugar un ahorcamiento. Los clavos de nuestras botas golpearon el empedrado como cascos de caballos de tiro; sin alterar siquiera el ritmo de sus zancadas, Don se dirigía hacia la iglesia.
—Espera —dije—. Se despeñó. ¿Y qué? Vamos. Tengo hambre. Vamos a cenar.
—A lo mejor no se cayó —dijo Don—. A lo mejor lo empujó un amigo. A lo mejor saltó por una apuesta. Hemos venido a Europa para observar las costumbres. Un entierro como éste no lo has visto ni siquiera en Alabama.
—De acuerdo —dije—. Supón que el hombre...
Pero estábamos ya demasiado cerca; uno no podía asegurar, al menos en los lugares de Europa que habíamos visitado, qué lengua hablaba exactamente una persona o cuáles eran las que no hablaba. Así que nos dirigimos a lo que al parecer era una iglesia vacía, pues toda la gente que alcanzábamos a ver estaba fuera de ella. Al acercarnos se volvieron y nos observaron en silencio.-”Messieurs” —dijo Don. “Mesdames”.
—”Messieurs” —dijo uno de ellos al cabo de un instante. Era un hombre cincuentón y de aire quisquilloso, un cartero, según creí reconocer al punto; también había habido un cartero con su valija de cuero aquel día, ante la cárcel de Alabama.
Las caras de los otros seguían volviéndose, observándonos, pero al poco, cuando nos detuvimos entre ellos para mirar también al interior de la iglesia, dejaron de mirarnos. La iglesia era un cubículo de piedra no mayor que la garita de un centinela; la blanda y fría luz de las velas, que bañaba lo alto del recinto y se extinguía en torno a la agonía de yeso de un crucifijo de tamaño natural, parecía consolidar el frío glacial que nos asaltó cuando dejamos la nieve; además de las velas, el ataúd y la mujer arrodillada a un lado —ni el sombrero ni el abrigo de piel habían sido comprados en ninguna ciudad suiza— y el cura, atareado en algo al fondo, con aire idéntico al de una atareada y absorta ama de casa, y el otro hombre, un campesino —con la impronta de las montañas, si bien era posible que no la hubiera adquirido llevando y trayendo ganado de los pastos al alba y al crepúsculo—, de pie en un banco cercano al pasillo, hacia el centro de la iglesia. Entonces, mientras mirábamos hacia el interior, el cura cruzó por detrás del ataúd y se detuvo bajo el crucifijo —su sotana se agitaba y se oía un sonido sibilante, como si el débil y frío fulgor de las velas hubiera llegado a ser audible— e hizo una genuflexión, una reverencia muy semejante a las que se enseña a las niñas, y desapareció en alguna parte del fondo o de un costado, y el otro hombre dejó el banco y se acercó por el pasillo hacia nosotros.
Y yo no vi movimiento alguno —lo sentí tan sólo—, pero cuando el hombre llegó a la puerta y salió, fuera quedaban únicamente tres personas: Don y yo y el pequeño cartero. El hombre que salía se agachó y cogió un “piolet”, que tenía fijadas a él cinco o seis clavijas de escalada, y pasó ante nosotros sin mirarnos y se alejó. Elcartero seguía allí únicamente porque Don lo tenía sujeto por el brazo; recordé entonces que, antes de dejar París, alguien nos advirtió que uno puede decir cualquier cosa a un europeo, pero no debe jamás poner la mano sobre su persona; aquel hombre era sin duda un funcionario estatal, y lo que estaba haciendo Don era lo mismo que importunar a un policía o a un jefe de estación. Yo no veía a los demás, pero los podía sentir vigilándonos desde la oscuridad mientras Don retenía al cartero como a un chiquillo sorprendido robando manzanas, frente a la puerta abierta de la iglesia en la que la mujer del sombrero parisiense y el abrigo de pieles seguía arrodillada con la frente contra el féretro, como si estuviese dormida. El francés de Don era aceptable. No siempre expresaba lo que él quería, pero nunca nadie había dejado de entenderle.
—Ese muerto —dijo—. ¿Se cayó? ¿Se estrelló contra el pie de la montaña?
—Sí, señor —dijo el cartero.
—Y la mujer que lo llora, la dama de París, ¿es su esposa?
—Sí, señor. —El cartero tiró del brazo que retenía Don.
—Entiendo —dijo Don—. Un extranjero. Un cliente de las escaladas. Un francés rico. O un milord inglés que viste a su mujer en París.
Ahora el cartero forcejeaba.
—¡No! ¡No francés! ¡No inglés! ¡De este pueblo! ¡Basta, “monsieur”! ¡Basta ya...!
Pero Don lo retenía.
—No el guía que salió de la iglesia y cogió el “piolet” con las baratijas de metal. El otro. El que se ha quedado. El marido que está muerto en la caja.
Pero para mí era ya demasiado rápido. El cartero había liberado ya su brazo, y durante los instantes que siguieron el propio Don se quedó allí inmóvil, como un silo contra el que lanzan agua con una manguera o incluso grava menuda a través de un tubo, hasta que el cartero cesó al fin y alzó un brazo y se alejó, y allí quedó Don pestañeando en dirección a mí, con el Zeiss incompleto colgándole del pecho como un juguete.
—De este pueblo —dijo—. Su marido. Y el sombrero parisiense, y apuesto a que el abrigo costó treinta o cuarenta mil francos.
—Eso también lo he oído yo —dije—. ¿Qué es lo que ha dicho cuando se ha soltado la lengua?
—Que los dos eran guías: el que ha salido de la iglesia y ha cogido el “piolet”, y el que está en el ataúd. Y los tres son del pueblo, sí, también la del sombrero parisiense y el abrigo de pieles. Y ella y el que está en el ataúd estaban casados, y un día, el otoño pasado, los cuatro escalaron...
—¿Quiénes son los cuatro? —dije yo.
—Sí —dijo Don—. También a mí me gustaría saberlo. El caso es que subieron a la montaña; generalmente no se oye hablar de guías profesionales que se despeñan, pero éste, de una forma u otra, se despeñó, y entonces era ya tarde para recoger el cuerpo, y había que esperar hasta el deshielo en primavera, y llegó el deshielo y ayer volvió la esposa, y esta tarde lo han traído al pueblo, así que la mujer ya puede marcharse, pero como no hay tren hasta mañana por la mañana, ¿qué te parece si nos valemos de la mujer para satisfacer nuestra curiosidad, o, mejor aún, nos ocupamos de nuestros asuntos y buenas noches, “messieurs”?
—¿Volvió de dónde? —dije—. ¿Marcharse adónde?
—Sí —dijo Don—. Eso me pregunto yo. Vamos a buscar el hostal.
No podía estar sino en una dirección, pues sólo había una calle y estábamos en ella. Y al poco lo vimos; nuestros clavos resonaban en el agua helada. Pero en él estaba la primavera: esa vívida novedad de la primavera, que hacía que las lámparas de las ventanas dispersas —que ascendían escalonadamente sobre las invisibles gradas de las pendientes— parpadearan y temblaran con centelleo más intenso que el que les confería la distancia.
La puerta estaba a un nivel dos escalones más bajo que la calle. Don la abrió y entramos en el recinto limpio y cálido y luminoso y bajo, con su es-tufa y sus mesas y bancos de madera, con esa mujer que hace punto siempre en su pequeño rincón, al fondo de la barra ocupada por montañeses que vuelven la cabeza a un tiempo cuando entramos.
—”Gruss Gott, messieur”
—Eso sólo se dice en Austria —dije yo.
Pero (de nuevo después de una décima de segundo) una voz dijo: —”Gruss Gott”.
—Ya ves que no —dijo Don. Dejamos nuestras mochilas y nos sentamos a una mesa. La mujer, que hacía punto con presteza mientras inclinaba la rubia cabeza ondulada sobre su labor, se dirigió a nosotros sin alzar siquiera la mirada: —”Messieurs?” —”Deux Biéres, Madame” —dijo Don.
—”Brune au blonde, Messieurs?” —”Blonde, Madame”. Y también desearíamos pasar aquí la noche.
—”Bon, Messieurs”
Y la cerveza llegó, rubia como el oro y en jarras de cristal fabricadas probablemente en Pittsburgh o en Akron o en Indianápolis, antes casi de que la pidiéramos, como si hubieran sabido que tarde o temprano vendríamos y la hubieran tenido preparada. El camarero llevaba un esmoquin sobre el delantal, tal vez el primer esmoquin de la geografía exterior al Palacio de la Paz de Lausana. Tenía unos cuantos dientes cariados y una atractiva y consumida cara de mozo de cuadra, y en los diez segundos siguientes descubrimos que no sólo hablaba mejor inglés que nosotros sino incluso, cuando olvidaba esforzarse, mejor norteamericano.
—Ese muerto —dijo Don en francés—, ese hombre del pueblo que cayó...
—Así que ustedes son los que han tratado de sonsacar a Papá Grignon —dijo el camarero.
—¿A quién? —dijo Don.
—Al alcalde, allá en la iglesia.
—Yo creía que era el cartero —dije.
El camarero ni siquiera me miró.
—Ustedes echan de menos la espada y el carro de estiércol —dijo—. Se creen que están en Hollywood. Esto es Suiza.
Tampoco miraba las mochilas. No tenía necesidad de hacerlo. Podía haber hablado todo un párrafo o una página y no haber dicho tanto.
—Sí —dijo Don—. Adelante. Nos gusta. El hombre que cayó.
—Muy bien —dijo el camarero—. ¿Y qué?
—Un guía —dijo Don—. Con una esposa que lleva un sombrero parisiense y un abrigo de pieles de cuarenta mil francos. Y que estaba allí arriba con ellos mientras él se despeñó. Puede que yo haya oído hablar de guías que se caen, pero nunca de ninguno que se lleve a la mujer con él a una excursión profesional, a una escalada con una cliente que paga. Porque el alcalde dice que había cuatro personas, y uno de ellos era otro guía...
—De acuerdo —dijo el camarero—. Brix y su mujer y Emil Hiller y el cliente. Era el día que habían fijado Brix y su mujer para casarse, el otoño pasado, después de la temporada, cuando ya Brix había sacado toda la pasta posible en la temporada de escalada y ya no quedaba nada por delante más que la vida de casado que llevaría en el invierno. Pero la noche anterior a la boda Brix recibe un telegrama del cliente que le anuncia que el cliente está ya en Zurich y que espera que lo vaya a recibir a la mañana siguiente. Así que Brix aplaza la boda y va con Hiller a la estación a esperar al tren, y el cliente se apea con los ocho o diez mil francos de trastos de montañismo que Brix e Hiller le ayudaron a comprar en los cinco años pasados, y aquella misma tarde suben a los Bernardines y al día siguiente...
—¿La novia? —dijo Don.
—La llevaron con ellos. Se habían casado aquella mañana, como Brix tenía planeado. Cuando recibió el telegrama, Brix aplazó la boda para subir con Hiller y el cliente adonde el cliente quisiera, y bajar luego y acompañarlo hasta el tren pero lo primero que oyó el cliente cuando se bajó del tren fue lo de la boda, así que tomó las riendas del asunto y...
—Espere —dijo Don—. Espere.
—Tenía la pasta —dijo el camarero, que ya no se movía en absoluto. Ni siquiera limpiaba la mesa que no necesitaba limpieza alguna, como podíamos haber supuesto que haría. Se limitó a seguir allí, junto a la mesa—. El pez gordo. Brix y Hiller lo habían estado llevando los últimos cuatro o cinco años a las escaladas fáciles de los alrededores; venía cuando le quedaba tiempo libre entre uno y otro negocio de esos de dos millones de coronas o francos o liras. No es que no fuera capaz de escalar uno más difícil. Era mayor que ustedes, pero no mucho. Lo que sucede es que no quería. Escalaba para pasar el rato, a lo mejor para que el periódico de la ciudad donde vivía publicara su fotografía. Y uno no hace montañismo para pasar el rato.
Uno saca de donde sea el tiempo libre y lo emplea y se gasta en la escalada quizá hasta el dinero que debería gastar su mujer en el dentista. Y allí estaba la pasta, la pasta extra, y Brix posiblemente veía ya tan cerca el matrimonio que se daba cuenta de que en adelante no iba a andar, como él diría, sobrado de dinero. Así que el pez gordo tomó las riendas y se celebró la boda, y fue el propio pez gordo quien llevó la novia al altar y firmó en el registro...
—¿No tenía ella parientes? —dijo Don.
—La hija de la hermanastra de su madre y su marido —dijo el camarero—. Vivía con ellos, pero no es fácil que la medio prima carnal de uno se case con un hombre cuyo patrón no sólo tiene pasta, sino que es generoso con ella siempre que pueda imponer el modo de gastarla. Así que el pez gordofirmó el primero en el registro, y el cura bendijo también la escalada, que era hasta el monasterio de los cistercienses, donde el pez gordo invitaría a la cena de bodas; al día siguiente volvería y cogería el tren de Milán para hacerse con algún otro negocio, pues hasta un niño podía hacer solo aquella escalada si el tiempo no se ponía en contra. Así que subieron al monasterio aquella tarde y el pez gordo dio la cena de bodas, y a la mañana siguiente estaban sobre el glacis que Brix no tenía intención de pisar, pero algo les fue mal, tal vez el tiempo, siempre suele decirse que es el tiempo, y quizá debieron quedarse refugiados en el monasterio, pero estaba el tren del pez gordo, y no todo el mundo quiere dedicar su vida a subir y bajar tipos de las montañas, ni tiene intención de hacerlo en el futuro, y quizá Brix debió dejar a su mujer en el monasterio, pero no todo el mundo quiere casarse ni tiene intención de hacerlo alguna vez. Sea como fuere, el pez gordo está en aquel momento donde Brix no debería haber permitido que estuviera, haciendo lo que Brix y Hiller deberían haber sabido que haría, y resbala de la cornisa y se lleva con él a la señora Brix, y entre los dos se llevan detrás a Brix, y ahí los tenemos: Hiller afianzado en la cornisa con un extremo de la cuerda, y la señora Brix y luego el pez gordo y luego Brix al otro extremo, colgando sobre la cara de hielo. Pero el pez gordo, al menos, suelta su “piolet”, en el momento justo para no darle a Brix, lo cual es una suerte pues está en un saliente que Brix no puede alcanzar con su “piolet” y nadie ha sido capaz de subir a tres personas que se balancean en el extremo de una cuerda, al menos no por estos pagos, y naturalmente Brix no va a pedir al tipo que paga la excursión que corte la cuerda para que Hiller pueda subir a la mujer del guía, que ha ido con ellos gratis y que además no tenía por qué haber ido. Así que Brix corta la cuerda entre él y el pez gordo, y entonces Hiller sube a los dos que quedan perfectamente, y a la tarde siguiente la señora Brix y el pez gordo se marchan en el tren y al cabo de un tiempo la nieve...
—Espere —dijo Don—. ¿La novia? ¿La viuda?
—Esperaron veinticuatro horas. El pez gordo se quedó un día entero. Hiller, aquella tarde, volvió con ellos al monasterio para bajar por el camino a la mañana siguiente; Hiller y uno de los frailes fueron aquella noche al glaciar en busca de Brix.
Pero había demasiada nieve, así que bajó al pueblo a buscar ayuda (también esto corrió a cargo del pez gordo. Ofrecía un buen pellizco por encontrar a Brix), y cuando amaneció, Hiller y los otros intentaron llegar partiendo desde abajo. Pero había demasiada nieve; sólo se deshelaría en primavera, de modo que al final Hiller comprendió que tendrían que esperar. Y al cabo de un tiempo la nieve...
—Pero sus parientes —dijo Don—. Usted dijo que ella tenía unos parientes. La...
—... hija de la hermanastra de su madre y su marido. Tal vez el cura sabía. Estaba en la estación cuando ellos partieron en el tren. Puede que la medio prima carnal y su marido lo dejasen en manos del cura. O puede que fuera otra vez el dinero. O es posible que la señora Brix no pudiera oír al cura, simplemente. No parecía capaz de ver ni oír gran cosa aquella tarde, cuando subió al tren.
—¿Nada? —dijo Don—. ¿Nada en absoluto?
—Bueno, podía andar —dijo el camarero—. ¿Qué quieren comer? ¿El “ragout” o huevos con jamón?
—Pero ha vuelto —dijo Don—. Al menos ha vuelto.
—Sí. Anoche en el tren. El deshielo empezó el mes pasado, y la semana pasada Hiller le envió un telegrama al pez gordo diciéndole que creía que era el momento, así que ella llegó en el tren de la medianoche pasada y dejó la bolsa en consigna y esperó en la estación hasta que al amanecer apareció Hiller; fueron y encontraron a Brix y lo trajeron al pueblo; y si ella tiene frío esta noche allá en la iglesia, puede volver a la estación y sentarse a esperar el tren de mañana. ¿Qué quiere comer?
—Pero su gente —dijo Don—. La...
—¿Qué quieren comer? —dijo el camarero.
—A lo mejor se han casado —dijo Don.
—¿Qué quiere comer? —dijo el camarero.
—A lo mejor ahora ella lo ama —dijo Don.
—Muy bien. ¿Qué quieren comer?
—Habla usted muy bien el inglés de los Estados Unidos —dijo Don.
—Viví allí. En Chicago. Dieciséis años. ¿Qué quieren comer?
—A lo mejor él fue bueno con ella —dijo Don—. Por mucho que fuera italiano, un extranjero...
—Era alemán —dijo el camarero—. A la gente de este país no le gustan los alemanes. ¿Qué quieren comer?
—El “ragout” —dijo Don.
Apuramos la comida, siempre buena en Europa o en cualquier otro lugar donde se hable francés; subimos las pulcras escaleras y entramos en el pequeño y limpio cuarto, situado bajo la empinada pendiente de los aleros, y nos acostamos entre las limpias y heladas sábanas, que emanaban de sí mismas un olor de nieve. El sol salió luego al otro lado de las montañas que ahora teníamos enfrente, alargándose oblicuamente en el valle para luego acortarse; no arrastraba ante él la sombra de las montañas, sino que la borraba del mismo modo que la marea creciente engulle la playa; después, cuando dejamos el hostal, el valle estaba lleno de sol. Y volví a pensar que aquel país, incluso cuando era llano, lo era en diferentes niveles, pues cuando mirábamos hacia el verdadero valle desde lo que habíamos tomado por el valle, de nuevo en medio de la nieve, entre los arrugados terraplenes de nieve que los quitanieves habían alzado a ambos lados, dando lugar a un canal que encauzaba no sólo los relucientes raíles sino la luz viva y el sol hacía el negro orificio del túnel, que a su vez pronto se vería desbordado, como la montaña misma que horadaba se disolvería en violenta luz.Entramos en la cantina.
—”Gruss Gott, messieurs” —dijo Don. Y de nuevo respondió una voz:
—”Gruss Gott”.
Y bebimos aquella cerveza tan rubia como la mañana en las jarras de cristal. En América, beberla antes del mediodía, aun en un día caluroso, era algo tan insólito como desvainar un barreño de guisantes en la iglesia, y sin embargo habíamos desayunado con ella a lo largo y ancho del Tirol.
Luego llegó el tren y Don dijo:
—”Gruss Gott, messieurs”.
Y como siempre alguien respondió, y salimos al vivo e insufrible resplandor de la nieve, y caminamos por el andén a lo largo del tren, hacia nuestro coche de tercera clase, y nos volvimos y miramos hacia atrás y, a excepción de la nieve y el sol, todo era idéntico a la noche pasada: las apacibles caras de los campesinos de las montañas, ahora no tantas como la noche pasada y todas de varones; gentes que bien podían estar allí del mismo modo que las gentes de las pequeñas poblaciones de América esperan la llegada de los trenes directos; y el guía llamado Hiller, el que la noche pasada había salido de la iglesia, estaba ahora ante la escalerilla de un coche de primera clase, junto a la mujer del sombrero parisiense y el abrigo de pieles y la cara aún campesina, pues habrían de transcurrir más de seis meses para que se borraran de ella las montañas y el valle y el pueblo y las fiestas de la primavera en el ejido —si es que en el pueblo existía un terreno comunal y las gentes de Suiza organizaban fiestas de la primavera— y las vacas conducidas a los altos pastos y luego de nuevo al pueblo y ordeñadas para fabricar queso y chocolate con leche, o fuera lo que fuese lo que las chicas suizas hacían.
Entonces oímos las escuálidas y frenéticas y tristes bocinas, y la mujer sacó algo de su bolso y se lo dio al hombre que estaba junto a ella y subió al tren, y subimos también nosotros cuando el tren ya se movía; ganaba velocidad al dejar atrás al hombre —que se movía y lanzó al aire lacentelleante moneda—, al deslizarse entre los taludes convulsos por los quitanieves, y marchaba aún más veloz al irrumpir en la negrura del túnel, que tras la nieve era como un latigazo en plenos ojos, y de la negrura irrumpía luego en la violenta luz y era como un segundo latigazo, y avanzaba más de prisa, dando bandazos y balanceándose en las curvas y volviendo a irrumpir del resplandor a la negrura y de la negrura al resplandor, mientras a ambos lados, incesantemente, los picos, en gradación de tonos pasteles a partir de aquel fulgor insufrible, se movían con la tremenda deliberación de mastodónticos rumiantes celestes, bajo la mañana ascendente y hacia el fuego del mediodía, y luego, llegado y superado ya el mediodía, hacia un último y mortecino terreno en declive de la Cate d'Or, la empinada pendiente de un continente que se inclina hacia la somnolienta neblina donde se encuentra París, y el último pico blanco pasó lentamente ante nuestra ventana y quedó atrás.
—Me alegro —dije yo.
—Sí —dijo Don—. No quiero ya más nieve. No quiero volver a ver nieve en mucho tiempo.
—Era exactamente igual —dijo el hombre—. La gente de Europa lleva odiando y temiendo a los alemanes tanto tiempo que ya nadie recuerda cómo eran antes.