III
Cuando su cupé descendía por la colina desde Main Street y dejaba atrás el tráfico para internarse en Union Street, donde la congestión cesaba y se convertía en rápidas líneas paralelas sin más semáforos ni campanillas, su ánimo se serenaba. El sudor desaparecía; sentía un fresco vacío entre su cuerpo y su ropa. Sentía su cuerpo firme, como si el movimiento lo aislara, lo moldeara de nuevo, y el hombre fuera otra vez hombre, y avanzara velozmente en una oculta, cerrada cabina de cristal a lo largo del suave y silbante asfalto. Entonces empezaba a mirar en torno, hacia adelante, y nombraba las calles antes de llegar a ellas: nombres evocadores de viejas batallas perdidas, de hom-bres —le gustaba creer, pensar en ellos— que habitaban en algún “walhalla” de los invictos, que galopaban con largas cabelleras ondeantes blandiendo el sable para siempre sobre sus infatigables monturas: Beauregard, Maltby, Van Dorn; luego Forrest Park, con un airoso hombre de piedra sobre un airoso caballo de piedra, Forrest, un hombre sin educación, un soldado como Goethe era poeta, cuya táctica para ganar batallas residía en llegar lo más lejos posible con el mayor número de hombres, y a cuyas órdenes murió el abuelo del doctor Blount. Al pasar por una calle aminoró la marcha; uno de los lados estaba ya derruido, y a lo largo de él había trozos de tela roja clavados fláccidamente a estacas, y hacia la mitad de ella trabajaban con picos y palas negros e italianos. “Un monumento —se dijo—. Pero no más duradero que el latón, gracias a Dios”.