II

Estaba de pie al lado del contramaestre de Liverpool, inclinándose para apartar de sí el flujo de sangre y buscando a tientas el pañuelo que el día anterior había guardado en la pernera del mono, mientras otra fuerte y enfurecida voz atronaba por un megáfono desde el puente:

—¡Sáquenlo del barco! ¡Arrójenlo por la borda! ¡Vamos!

Y una segunda voz más serena dijo, razonablemente:

—Flotará.

—¡Calle! ¡Sáquenlo de este barco!

¡Saquen hachas y háganlo astillas y tírenlo por la borda!

—Eh —dijo Sartoris—. Tengo que coger el reloj.

—¡Y agarren a ese hombre! —bramó el megáfono—. ¡Atícenle en la cabeza si es necesario!

Ahora tenía a otro individuo junto al otro codo. Luego se vio avanzando rápidamente hacia la puerta de popa que el Camel había intentado utilizar.

—Esperen —dijo—. Tengo que recoger ese reloj...

Estaba atravesando el umbral de aquella puerta. Y oía ya a su espalda el ruido de las hachas; al mirar atrás, vio a dos hombres que corrían hacia la borda con el conjunto de cola del Camel.

Lo llevaban bruscamente por un largo corredor iluminado al fondo por una débil y única bombilla. El suelo le transmitía un tacto no sólo frío sino grasiento; fue entonces cuando Sartoris descubrió que llevaba en la mano la bota derecha, aún abrochada, y que tanto el calcetín de lana como el de seda habían desaparecido. Los hombres se detuvieron e hicieron que él también se detuviera; el contramaestre abrió una puerta. Al otro lado, el cuarto estaba iluminado por otra débil y sórdida bombilla; recordaba el barco de ganado en el que había venido a Europa hacía un año a alistarse: lo recordaba lo bastante como para saber que se trataba del camarote del tercer piloto o del tercer mecánico.

—Eh —dijo—. Oigan...

Una mano cayó sobre su espalda. De modo casi impersonal, lo impelió hacia dentro. Sartoris tropezó contra el umbral, recuperó el equilibrio y, cuando se volvía, la puerta se cerró de golpe ante su cara. Cuando agarraba el tirador oyó el ruido del cerrojo.

—Maldita sea, soy un oficial del Flying Corps —dijo—. No pueden...

Pero no había duda de que aún estaba un tanto histérico: gritaba a una puerta cerrada con llave, y decía que no podían hacer algo que ya habían hecho. Pero habrían de atestiguar en su favor: él había intentado coger el reloj del aparato.

Se limpió la nariz con cuidado en el lavabo. No había espejo, pero podía sentirla al tacto; si volvía a estrellarse iba a necesitar un periscopio para caminar. Luego se quitó la otra bota, se quitó el calcetín de lana y se lo puso en el pie izquierdo —así tenía ya un calcetín en cada pie—, se puso las botas y fue hasta la litera y se acostó, y se quedó escuchando la vibración y la cadencia débiles de los motores, mirando el tenue balanceo de las ropas que colgaban de las perchas del mampero, entre las que no había mangas con galones ni botones con insignias.

Ahora Britt estaría realmente furioso. Tendré que volver a Brooklands, pensó Sartoris, y conseguir otro Camel. Lo cual significaba que no existía esperanza alguna de unirse al escuadrón hasta el día siguiente.

El reloj que llevaba en la muñeca derecha seguía funcionando, pero la caja y el cristal y las tres manecillas habían desaparecido, se habían esfumado en ese extraño limbo de accidentes donde desaparecían zapatos y calcetines y amuletos y gafas y a veces hasta corbatas y tirantes; no sabía la hora que era. Pero habían sido las doce y cuatro minutos un instante antes de que alzara la vista y viera ante él labandera pintada, y aunque llegara a Brooklands a tiempo para salir aquella misma tarde, probablemente se negarían a entregarle otro Camel en cuestión, sino explicar también, para empezar, cómo se había hecho con él sin seguir los requisitos de rigor.

Si es que llegaba a tierra aquella noche, si es que volvía incluso a poner los pies en Inglaterra. No había identificado la bandera contra la que casi se estrella, pero había en ella demasiado verde y amarillo como para pertenecer a un país que no fuera de América del Sur, si bien los hombres que lo habían sacado del Camel y arrojado en aquel camarote, sin detenerse siquiera a comprobar si estaba herido, eran ingleses. Había, al parecer, algo poco claro en aquel barco; su punto de destino podía ser cualquiera, Escandinavia o incluso Rusia. Sobre la litera había un ojo de buey con sólidas rejas, y el cristal estaba pintado con una gruesa capa de pintura negra. Al menos si tuviera un destornillador o un punzón para romper hielo o cualquier otra herramienta lo bastante larga como para llegar hasta el cristal y romperlo, probablemente vería tierra. Sería Francia (no es que la idea le hiciera muy feliz; aun cuando el barco se detuviera y lo llevaran a la costa de Francia, lo máximo que podía esperar era llegar hasta el escuadrón después del anochecer, y a pie); el barco se dirigía al este y él había caído sobre el lado derecho de cubierta; el Camel había enfilado hacia abajo su voluntarioso e invencible morro a fin de iniciar una barrena hacia la derecha, y él seguía en la parte derecha del barco. Sabía incluso cómo sería la tierra: se alzaría al fin sobre la palpitante desolación del océano, tal como la había visto después de quince días en el barco de ganado, al alba, la alta y súbita silueta de una forma perpendicular envuelta en bruma, erguida sobre un yermo lateral e inestable que miraba el mar violento y gris y que un vigía, al pasar junto a la borda del centro del barco —donde él estaba— camino del relevo, le había dicho que era Bishop.s Rock...Diez horas después, despertó parpadeando ante el ojo fiero de una linterna eléctrica. La débil bombilla del techo estaba apagada; las ropas colgaban ahora inmóviles, pero sus sombras se desplazaban al moverse la linterna. Esta vez los dos hombres se acercaron hasta colocarse a ambos lados con tal inflexible y sincronizada precisión, que Sartoris no necesitó las polainas blancas ni los fusiles para saber que eran soldados de infantería de marina.

—Vamos a ver, cocinero —dijo una voz detrás de la linterna, y Sartoris la reconoció también: la voz compuesta del contramaestre jefe, el cual se encontraría a tres o cuatro años del retiro honorable, y cuyo solo superior con uniforme o sin él era aquel de igual edad y rango en el buque insignia de la flota de guerra.

—¿Quién de ustedes está al mando? —dijo Sartoris—. Soy un oficial. Si estoy arrestado, debe...

—Hop —dijo la voz detrás de la linterna.

Volvieron por el sombrío corredor, ahora vacío de cualquier murmullo o vibración que indicara movimiento.

Doblaron una esquina. La linterna se apagó a espaldas de Sartoris y volvieron a torcer. Sartoris se encontró ante un negro y fuerte viento, ya sin lluvia pero mucho más frío, bajo unas nubes ligeras y bajas que pasaban velozmente. Empezó a ver el entorno poco a poco; era la cubierta sobre la que había caído. Tres sombras esperaban.

—¿Todo bien, contramaestre? —dijo una nueva voz, la voz de un oficial.

—Todo bien, señor —dijo la voz de la linterna.

Sartoris, entonces, vio la forma y el ángulo de la gorra del oficial.

—Oiga —dijo.

—Perfecto, entonces —dijo la voz nueva.

Cruzaron la cubierta. Había una escala de cuerda al otro lado de la borda; bien podría haber descendido por el costado de hierro, negro y ciego, hasta el mismo mar del Norte.

Pero algo con vida humana se alzó hacia Sartoris y se hundió y volvió a alzarse debajo de él; lo tocaron unas manos, y una voz dijo: “Soltadlo”, y se encontró dentro de la lancha. Sentado en una bancada entre los dos infantes de marina, y el oscuro chapoteo unísono de los remos, era consciente del fuerte flujo del negro mar, de las negras profundidades del fuerte mar, del cual le separaba tan sólo el espesor de una delgada plataforma de madera. Y entonces vio otra escala, otro negro costado de hierro que, después del primero, parecía tan bajo que uno creería poder tocar la borda con sólo ponerse en pie sobre la lancha. Pero era más alto que todo eso. Luego se encontró en otra oscura y atestada cubierta. Había una forma que él no sabía aún que era un tubo lanzatorpedos, una pieza que no sabía que era un cañón de boca de fuego biselada, y cuatro chimeneas inclinadas absolutamente desproporcionadas con el casco, el cual cobró vida y se movió con violencia bajo sus pies. Escoró; parecía agazaparse para lanzarse luego hacia adelante a toda máquina, en medio del bramido del agua, de forma tal que ni los aviones mismos serían capaces de emular.

Vio tal velocidad sólo una vez.

Seguía el oficial. Estaban subiendo; el fuerte y negro viento le golpeó de pronto; había una figura inmóvil, voluminosa por la ropa, con unos prismáticos; luego, más allá de la mampara de lona del puente, vio la estrecha y veloz proa entre dos enormes y burbujeantes alas de agua blanca. Luego cesó el viento. Pasó una luz mortecina bajo la cual los radios de un timón de caoba se desplazaban ligeramente.

Se cerró una puerta a su espalda y, al otro lado de una mesa sobre la que descansaba una carta de navegación extendida e iluminada directamente por una luz apantallada, distinguió al poco a un hombre con chaqueta de cuero que le miraba. El hombre no despegó los labios. Sentado ante su mesa, miraba a Sartoris, y al cabo, sin movimiento alguno, dejó de hacerlo.

—Por aquí —dijo el oficial.

Avanzaron por un pequeño pasillo, rumoroso por la velocidad del barco y tan angosto como una tumba intensamen-te iluminada.

—¿A qué venía eso? —dijo Sartoris.

—A nada —dijo el oficial—. Quería simplemente mirarle.

La cámara de oficiales era oblonga; la pintura, de color de acero. Había una mesa larga y poco más. Cuando entraron, el contramaestre dijo: “Hop”, y los dos infantes de marina se cuadraron, y una vez más se colocaron a ambos lados de Sartoris con la precisión de un metrónomo. Ahora eran seis guardiamarinas quienes se cuadraban; con su sencillo y monótono atuendo azul, parecían seis muchachos cualquiera de cualquier equipo deportivo de enseñanza media de América; seis elegidos, conforme a algún criterio de inverosímiles excelencias, entre la totalidad juvenil de la nación.

—Maldita sea —dijo el oficial—.

Os dije que os fuerais al cuerno.

Salieron, desaparecieron, se esfumaron. El oficial se desabotonó el chaquetón azul marino y se soltó la bufanda. Su cara aparentaba quizá unos treinta años, y era hosca y fría.

Una cicatriz fruncida, como un relámpago sin ruido, surcaba de arriba abajo uno de sus lados. Entonces Sartoris vio bajo el chaquetón del oficial, indistinta entre las demás y de color tan parecido al de la guerrera que apenas descollaba, la cinta de la Cruz Victoria.

—¿Qué es lo que dice ser? —dijo el oficial.

—Subteniente de Flying Corps —dijo Sartoris—. ¿Lo ve? —Se abrió el mono de vuelo y mostró la insignia de las alas. El oficial la miró un instante sin el mínimo interés.

—No es difícil de conseguir —dijo.

—¿No? —dijo Sartoris—. Me llevó ocho meses. Que yo sepa nadie la ha conseguido en menos tiempo.

—¿Por qué estaba usted en aquel barco?

—Me estrellé contra él.

—Ya lo sé. ¿Por qué?

—No lo vi. Tenía la cabeza metida dentro por la lluvia. Cuando el barco me lanzó el pitido sólo me dio tiempo a tirar hacia arriba. Entré en pérdida. ¿Esperaban que me tirase al agua?

—No sabría decirlo —dijo el oficial—. ¿Hacia dónde iba?

—Intentaba reunirme con mi escuadrón —dijo Sartoris—. ¿Hacia dónde cree que podía ir yendo por ahí, por donde estaba el barco?

—No sabría decirlo —dijo el oficial—. ¿Ha comido algo?

—No he comido desde el desayuno.

—Que el camarero le sirva lo que haya —dijo el oficial.

—Hop —dijo el contramaestre.

Su nuevo cuarto era aún más pequeño que el anterior; el infante de marina, en pie en el interior, al lado de la puerta, con el fusil en posición de descanso y la cabeza a sólo cuatro pulgadas del techo, parecía llenarlo, reducirlo al tamaño de una casa de muñecas. A Sartoris, durante un instante, el cuarto se le antojó muy parecido al anterior. Había también una litera empotrada, aunque con mantas limpias, y un lavabo. Pero no había ningún ojo de buey, ni siquiera pintado de negro. Las paredes no tenían abertura alguna: había vuelto a entrar no sólo en el sonido de la velocidad sino también en el del agua. Le daba la impresión de que si ponía la mano contra la pared sentiría cómo el casco de acero temblaba con el constante y largo bramido del agua que se desplazaba velozmente al otro lado.

El camarero entró con un tazón de té fuerte y caliente y amargo, y algo de fiambre y de pan. Una vez hubo comido, Sartoris quiso fumar un cigarrillo; normalmente los tenía en el bolsillo de la pernera, donde había guardado el pañuelo ensangrentado el día anterior, pero también habían desaparecido. De modo que se echó en la limpia litera, bajo la luz intensa de la única bombilla, a dos pies del percutor del fusil del centinela, y escuchó el borboteo y el fragor del agua que corría al otro lado de la pared de acero, hasta que al rato tuvo la sensación de que la fragilidad intacta del casco dependía únicamente de su velocidad para no quebrarse, como en el caso de los aeroplanos, y que si en algún momento reducía la velocidad sería aplastado hacia el centro por el mismo peso del agua sobre la que pre-tendía detenerse. No sabía adónde iba. Había creído saberlo el día anterior y se había equivocado. Pero jamás había oído hablar de ningún destructor que navegara por el Támesis hasta el mismo Londres. Y había dormido como mínimo diez horas el día anterior, antes de que lo despertara la linterna, de modo que debía de llevar algún tiempo ya en el mar del Norte; y trató, sin éxito, de recordar algunos puertos de la costa este. En cualquier caso, además, debían de encontrarse probablemente bastante arriba, hacia el estuario del Forth; tal vez era allí adonde se dirigían. Lo cual significaba que lo más probable era que no podría volver a Brooklands a hacerse cargo de otro Camel hasta dos días después; cuando llegara al escuadrón, lo más seguro era que Britt lo hiciera fusilar. La “Cruz Victoria”, pensó, sintiendo el atronador empuje del casco. Pero uno a de ser inglés de nacimiento para conseguirla, o para conseguir la Cruz Militar a Britt, que en su opinión era la que le seguía en importancia. “Pero algo si voy a conseguir”, pensó.

Sí. Iba a conseguirlo el 5 de julio siguiente. Pero para conseguir lo que iba a conseguir no tenía sino que haber nacido. “A lo mejor puedo jugar con alguien a los dados y ganarle una Cruz de Hierro”

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, pensó.

Esta vez no le zarandearon para que despertara. Era un teniente con el brazalete de capitán preboste. El barco estaba inmóvil ahora; no había borboteo ni bramido del agua, y cuando cruzó la cubierta entre dos policías militares del ejército de tierra armados, no había lancha, no había negro océano. El barco estaba anclado junto a un muelle de piedra, y bajo el albor de la mañana se veía un puerto, y en torno una ciudad oscura. Pero no era Londres.

—Esto no es Londres —dijo.

—Difícilmente —dijo el teniente.

Así que estaba en algún lugar del estuario del Forth, como había previsto. Tal vez en Edimburgo, puesparecía una ciudad importante..., si es que Edimburgo llegaba hasta el agua. Podría, pues, llegar a Londres aquella misma noche. Podría, pues, pasarse el día siguiente explicando la historia del viejo Camel y haciendo lo necesario para conseguir uno nuevo.

Podría reunirse con su escuadrón dentro de dos días. Al final del muelle había un centinela. Se hizo venir al suboficial de guardia antes de permitirles el paso; Sartoris ignoraba por qué, puesto que el teniente y sus dos hombres había pasado ya una vez, y lo que seguramente deseaban tanto unos como otros era que pasaran y siguieran su camino. En sólo dos días, sin embargo, había olvidado la vida en tierra, había olvidado el viejo y rancio olor de la gorra del coronel del aeródromo. Pero quizá en dos días estaría en Francia; Britt y Tate y Sibleigh solían decir que, una vez cerca realmente de la guerra, uno se ve libre de todo eso.

Avanzaban en automóvil por las calles oscuras y desiertas; al poco entraron en un patio en donde otros coches y correos militares en motocicleta iban y venían ante una gran casa iluminada en su interior. Puede que no fuera exactamente lo que él habría esperado de un patio de Edimburgo, pero no era ninguna estación de tren, ni siquiera una escocesa, y él había estado en Turnberry y en Ayr. Entonces cayó en la cuenta de que también había esperado aquello; estaba dentro, en una enorme y disciplinada habitación llena de correos y mensajeros y cabos escribientes y telefonistas: atareados, apacibles, despidiendo la vieja e invencible pestilencia. En vista de la atención que le prestaban, lo mismo le habría valido que hubiera estado tratando de encontrar a alguien que le proporcionara otro aeroplano.

—Por favor —dijo—. Llevo... —Se le antojaba una semana; era increíble que el escuadrón hubiera salido para Francia hacía sólo dos días— dos días de retraso; debo unirme a mi escuadrón. Quizá sea mejor que telefoneen... —Dio el nombre del coronel del aeródromo de donde había partido el escuadrón.

—Ya se ocuparán de ello —dijo el teniente.

—¿Quiénes? —dijo Sartoris.

—Ellos —dijo el teniente—. Si es que quieren hablar con él.

Comparado con los otros dos, su nuevo cuarto parecía un campo de aviación. Se echó también sobre aquel catre de hierro, quitándose el gorro —instantes antes de desconectar el motor del Camel, se había echado las gafas hacia arriba, sobre la cabeza—, ya que permanecería allí algún tiempo a la espera de que lo llamaran; deseó entonces no haber dormido tanto desde el mediodía del día anterior. Al rato le trajeron el desayuno. Era un desayuno aceptable, pero olía igualmente a la vieja maldición del correaje de Sam Browne

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en maridaje con la máquina de escribir, y, puesto que estaba en Escocia, le habría gustado tomar un desayuno autóctono. No le habría importado, en tal caso, que se hubieran quedado con lo sólido. Bien, probablemente dentro de dos días, cuando llegara a Francia, podría tomarse ese trago. Así que se quedó tendido en el catre, mientras el reloj sin manecillas de su muñeca derecha proseguía su tictac. Ahora “llevo aquí dos horas”, pensó. “Ahora llevo aquí cuatro horas”, pensó. Y luego resultó que había estado seis horas, pues al fin llegó un cabo a la puerta y le ofreció un cigarrillo y le dijo que eran las once menos doce minutos.

Dejó, pues, de esperar, pues jamás enviarían por él. Nunca conseguiría llegar a Francia. Lo había intentado una vez, y estaba en Escocia. La próxima vez estaría en algún lugar de los países bálticos o de Escandinavia, y la tercera en Rusia o en Islandia. Llegaría a ser una leyenda para todas las fuerzas armadas aliadas; se vio a sí mismo ya viejo, con la cara desencajada y una larga barba blanca, gateando acantilado arriba en algún lugar entre Brest y Ostende, cincuenta o sesenta años después, gritando el número de un escuadrón di-suelto y olvidado, clamando: “¿Dónde está la guerra? ¿Dónde está? ¿Dónde está...?” El centinela y el teniente que ya conocía estaban en la puerta.

Sartoris se levantó del catre.

—¿Están dispuestos a recibirme? —dijo.

—Sí —dijo el teniente. Sartoris se acercó hacia la puerta—. ¿No coge su gorro? —dijo el teniente.

—¿No voy a volver? —dijo Sartoris.

—No lo sé. ¿Usted quiere volver?

Sartoris volvió y cogió el gorro.

Luego los tres caminaban por un largo pasillo. Luego Sartoris y el teniente subían unas escaleras. Había otro corredor por donde los correos iban y venían. Luego el teniente se fue; un hombre, de pie y a contraluz, le estaba mirando. Era Britt.

—¿Qué está haciendo en Escocia? —dijo Sartoris.

—Por todos los diablos —dijo Britt—. Póngase su maldito gorro y vámonos de aquí.