V

Aquello tuvo lugar a comienzos de la primavera. Dos meses después, una mañana clara de mayo, al salir del ascensor en su planta, el doctor Blount vio —informe y paciente y astroso, en silueta contra los brillantes ventanales del fondo del pasillo— a un hombre que esperaba a la puerta de su despacho. Entraron, y de nuevo se enfrentaron uno a cada lado del pulcro y desnudo escritorio.

—Tiene usted una calle con el nombre de su abuelo —dijo Martin—. Usted no querrá eso. Hay algunos que tienen parques con su apellido; y no es que lo merezcan más, sino que sucede que tienen más dinero. Yo puedo encargarme de ello. —Llevaba la misma corbata, el mismo traje barato y astroso, el mismo sombrero con manchas en la mano, y hablaba con la misma voz uniforme y sin inflexiones del campesino—. Y haré más que eso. Haré por usted lo que los que dicen merecerle a usted y a su abuelo no han hecho. Me refiero al que murió con Forrest. A mi abuelo también lo mataron. Nunca supimos a qué ejército perteneció ni adónde fue. Simplemente salió un día y nunca volvió; puede que simplemente estuviera cansado de estar en su hogar. Pero la gente de mi clase no importa. Había mucha; siempre la hubo y siempre la habrá. Es la de su clase, la que tiene los nombres que las calles y los parques necesitan. —Mientras hablaba miraba continuamente a Blount, a la delgada, enfermiza, imprevisible cara que, tras los quevedos, tenía frente a él al otro lado del escritorio—. No existe una galería de arte como es debido en Memphis, y no la habrá a menos que yo la construya. Ponga el nombre de mi hija en esa lista, y yo levantaré una galería de arte en Sandeman Park y la bautizaré con el nombre de su abuelo, del que fue muerto con Forrest.