El pez gordo

Cuando Don Reeves trabajaba en el “Sentinel” solía pasarse seis noches a la semana jugando a las damas en la comisaría de policía. La séptima noche jugaban al póquer. Él me contó la historia:

Martin está sentado en la silla.

Govelli sobre el escritorio, con el muslo en el borde, el sombrero puesto y los pulgares en el chaleco; el cigarrillo en el labio inferior, brinca de arriba abajo mientras le cuenta a Martin que Popeye se ha saltado una luz roja con un coche lleno de whisky, y que por poco atropella a un peatón.Ellos —los mirones, los otros peatones— obligaron al coche a ir hasta el bordillo, asistidos por el peso absolutamente encolerizado de unas virtudes cívicas puestas a prueba hasta la saciedad, y personificadas por sufridos y vulnerables seres de carne y hueso, y retuvieron allí a Popeye, las mujeres chillando y vociferando y el peatón, sobre el estribo, agitando un puño insignificante ante la cara de Popeye; y entonces Popeye sacó una pistola: un hombre menudo de cara mortecina y pelo y ojos mortecinos y negros y pequeña y delicada nariz ganchuda, sin barbilla, encogido y gruñendo detrás de la automática pulida y azul. Era un tipo pequeño y de aspecto mortecino, con apretado traje negro de actor de “vaudeville” de hace veinte años, y feroz voz de falsete, como de niño de coro, que era considerado todo un personaje en los círculos sociales y profesionales en que se movía. Tengo entendido que dejó más de un corazón palpitante entre la hermandad femenina que florece en la noche de DeSoto Street cuando se largó de estos parajes. No había nada que pudiera hacer con su dinero salvo regalarlo, ya ve. Ésa es la tragedia americana: tenemos que regalar tanto de nuestro dinero, y no hay nadie a quien regalarlo salvo a los poetas y a los pintores. Pero si se lo diéramos a ellos probablemente dejarían de ser poetas y pintores. Y aquella pequeña y plana y omnipresente pistola había hecho que más de una glándula masculina funcionara más de la cuenta, y que al menos una se parara por completo: y también el corazón, en este caso. Pero el principal motivo de interés y admiración entre ellos residía en el hecho de que cada verano viajaba a Pensacola a visitar a su anciana madre, a quien contaba que trabajaba en la recepción de un hotel. ¿No ha notado que la gente cuya vida es equívoca, por no decir caótica, se conmueve siempre ante las virtudes del hogar?

Vaya al burdel o al presidio si quiere escuchar esas canciones sobre hijo mío y mamá.

Así que el poli hubo de copar con todo —el coche lleno de alcohol, elofendido e histérico peatón, Popeye y la pistola—, amén de una creciente nube de opinión pública ruidosa como una bandada de mirlos, en la que figuraban por azar dos periodistas.

Tal vez la presencia de aquellos dos periodistas fue lo que influyó en Martin. No pudo haber sido la mera presencia del alcohol en el coche, ni el hecho de que Popeye se dirigiera a la casa de Martin con el cargamento cuando se saltó el semáforo; los propios polis se habrían ocupado de eso, pues conocían de vista a Popeye mejor incluso que a Martin. No habían pasado ni diez días desde que Martin sacó a Popeye de un apuro parecido, y no había duda de que los polis hicieron desaparecer de escena el coche en cuanto llegaron a la comisaría. Tuvo que ser la presencia de aquellos dos periodistas, de aquellos símbolos de la “vox populi” que ni siquiera este Volstead-Napoleón

(2b)
, este pequeño cabo de cabinas electorales, se atrevía a vejar ni ofender más allá de cierto punto.

Así que está sentado en la única silla que hay detrás del escritorio.

—Tengo buena cabeza —dice—. Tengo buena cabeza. ¿Cuántas veces le he dicho que no permita llevar pistola a esa pequeña y maldita rata? ¿Han olvidado ya usted y él el asunto del año pasado?

Eso fue cuando metieron a Popeye en la cárcel sin fianza por aquel asesinato. Lo cogieron con las manos en la masa; un trabajo a sangre fría donde los haya, aunque con ello Popeye hubiera prestado un servicio a la comunidad (como el propio Martin dijo cuando se enteró: “Si ahora se le ocurre cumplir aún más y se suicida, les pongo a los dos un monumento”).

Pero, en cualquier caso, allí lo tenían, tumbado en la cárcel con aquella extraña —a lo mejor todos los drogadictos están locos—, extraña convicción de la propia invulnerabilidad.

Tenía cierto código —lo mismo que tenía cierto código en el vestir: trajesceñidos y negros— limitado pero positivo. Solía drogarse y lanzar largas diatribas contra el tráfico de bebidas alcohólicas, y utilizaba la pistola a manera de énfasis. No quería —o no podía— beber, y odiaba el alcohol más que un diácono baptista.

Como casi todo el mundo podrá imaginar, ni siquiera tuvo la precaución, habitual en los niños, de ocultar o mitigar su acción o su participación en ella. Ni afirmaba ni negaba, ni siquiera hablaba de ello ni leía lo que decían de él los periódicos. Lo único que hacía era pasarse todo el santo día tumbado de espaldas en la celda, diciendo a todo el mundo que iba a verlo —los abogados que Govelli contrató para salvarle el pellejo, los periodistas, quienquiera que fueraque lo primero que iba a hacer cuando saliera era cargarse al carcelero que le había llamado drogadicto; y lo decía en un tono como si hablara de un partido de béisbol, si es que había visto alguno en su vida. Lo único que supe que le pasaba era ser arrestado por los polis de tráfico con el coche lleno de alcohol de Govelli e ir a Pensacola a ver a su madre; el abogado, en el juicio, recalcó mucho ese punto. Era inteligente el abogado aquel. El juicio empezó dilucidando si iba o no realmente a Pensacola, y si tenía en verdad una madre en tal lugar. Pero el testigo que presentaron puede que fuera su madre, después de todo. Hubo de tener una alguna vez, ese hombre pequeño, frío, quieto, silencioso, con aspecto de tener tinta en las venas, o al menos algo de frío y fúnebre.

—Tengo buena cabeza —dice Martin—. La tengo, es indudable.

Govelli sigue sentado e inmóvil sobre los pulgares enganchados como garfios, y el humo del cigarrillo le sube en espiral y lentamente por la cara, y pasa por la limpia cicatriz sesgada que le cruza una comisura de la boca como un hilo blanco.

—Nunca llegaron a cargarle el muerto —dice con hosquedad.

—¿Y por qué no? Porque yo les impedí que lo hicieran. No fue usted, no fue él. Fui yo quien lo hice.-Claro —dice Govelli—. Y lo hizo por nada. Sólo porque tiene usted un gran corazón. Yo pago por ello, sé lo que debo hacer.

Se miran; el humo del cigarrillo asciende en espiral y lentamente por la cara de Govelli; desde que lo encendió no ha movido el cigarrillo de los labios.

—¿Me está amenazando? —dice Martin.

—No le estoy amenazando —dice Govelli—. Se lo estoy diciendo.

Martin tamborilea sobre el escritorio. No mira a Govelli; no mira nada: es un hombre grueso, de estatura mediana, sentado tras el escritorio con la inmovilidad dinámica de una locomotora parada, cuyos dedos reflexionan con lentos golpecitos sobre el escritorio.

—Pequeña y maldita rata —dice—.

Si al menos se emborrachara. Uno puede prever cómo actuará un bebedor.

Pero un maldito drogadicto...

—Cierto —dice Govelli—. Si en esta ciudad se puede comprar cocaína es por su culpa. Fue él quien les permitió venderla.

Martin sigue sin mirarle; sus dedos siguen meditabundos sobre el escritorio.

—Una maldita rata. ¿Por qué no se deshace usted de todos esos latinos y drogadictos y contrata a jóvenes americanos decentes en quienes se pueda confiar...? No hace ni diez días que hice que lo pusieran en libertad y se pone a esgrimir una pistola en la calle, ante las propias narices de una multitud. Tengo aún buena cabeza; que me cuelguen si no es cierto.

Tamborileó sobre el escritorio mientras miraba a través de la habitación y más allá de la ventana, por encima de los altos edificios: su ciudad. Porque había levantado parte de ella, adjudicando los contratos por un precio, cobrando el porcentaje normal, pero insistiendo siempre en que los contratos fueran buenos, en que el trabajo fuera bueno —nuestras virtudes son por lo general subproducto de nuestros vicios, ya sabe; ésa es la razón por la que conviene tener todo tipo de egoístas en el aparato circu-latorio del cuerpo cívico—, y lo controlaba todo desde aquella oficina inhóspita, aquel barato escritorio amarillo y aquella silla acharolada. Era su ciudad, y aquellos que no estaban contentos no eran nada. No eran sino los eternos optimistas, señores feudales de cuartos alquilados y trabajillos ruinosos de taburete o mostrador, que esperan esa mística pleamar de humanidades airadas que nunca llega.

Al cabo de unos instantes, mientras Govelli lo miraba, se movió. Acercó el teléfono que había sobre el escritorio y dio un número.

Alguien respondió al otro lado de la línea.

—Tienen a Popeye en la comisaría —dijo en el micrófono—. Ocúpese de ello... Popeye; sí. Y avíseme de inmediato. —Apartó el teléfono y miró a Govelli—. Ya le dije antes que era la última vez. Y lo digo en serio.

Si vuelve a meterse en líos otra vez, tendrá usted que deshacerse de él. Y si le encuentran encima una pistola, lo voy a mandar al presidio yo mismo.

¿Entiende?

—Oh, se lo diré —dijo Govelli—.

Ya le he dicho que no tiene ninguna necesidad de llevar esa pistola. Pero éste es un país libre. Si quiere llevar pistola, es cosa suya.

—Dígale que la haré mía. Ahora baje y hágase cargo del coche y mándeme la mercancía a casa, y luego dígaselo. Hablo en serio.

—Y usted dígale a esos astrosos polis que lo dejen en paz —dijo Govelli—. No habrá problemas con él si le dejan a su aire.

Govelli se ha marchado y él sigue sentado en la silla, inmóvil, con esa inmovilidad de la gente del campo ante la que la paciencia es sólo una palabra sin sentido. Había nacido y crecido en una granja del Mississippi.

Colonos, ya sabe: la familia entera descalza nueve meses al año. Él mismo me contó que un día su padre le mandó a la casa grande, la casa del señor, del patrón, con un recado. Fue hasta la puerta principal, descalzo, con su mono remendado; nunca había estado allí antes; puede que no supiera que no debía llamar a la puerta principal,pues para él una casa no era sino donde se guardan los jergones de colchas y la harina de maíz para resguardarlos de la lluvia (él decía dea lluvia). Y puede que el patrón no lo conociera de vista; tenía probablemente el mismo aspecto que docenas de chicos de sus tierras y que centenares de las propiedades conlindantes.

El patrón, fuera como fuese, salió él mismo a la puerta. Así, de pronto, el chico miró hacia arriba y allí estaba, a unos palmos y por vez primera, el ser que para él simbolizaba el estilo fácil y placentero de vida sobre la tierra: ociosidad, un caballo para cabalgar el día entero, zapatos durante todo el año. E imagíneselo cuando el patrón habló: —No vuelvas a llamar a mi puerta principal en toda tu vida. cuando vengas aquí, das la vuelta hasta la puerta de la cocina y le dices a uno de los negros lo que quieres.

Así fue, ya ve. En la puerta, detrás del señor, había un criado negro, con los globos de los ojos blancos en la penumbra; entre los negros y la gente de Martin y la afín a su clase, que aunque miraban a los republicanos y católicos —sin haber visto, probablemente, ninguno nunca— con cierta dosis de aquel horror místico con que los campesinos europeos del siglo Xv hubieron de mirar —según les fue enseñado— a los demócratas y protestantes, existía una antipatía inmediata y categórica, a un tiempo bíblica, política y económica: las tres exigencias; la dura tierra incesante fragmentada en espacios dispersos por trechos de demagogia y de histeria religiosoneurótica que conformaban y constreñían sus míseras vidas. Una justificación mística de la necesidad de sentirse superior a alguien en algo, ya ve.

No entregó el recado. Se volvió y bajó por el camino de acceso, mientras sentía también los dientes del negro en la penumbra del vestíbulo, más allá del hombro del patrón, y mantenía la espalda derecha hasta perderse de vista. Luego echó a correr. Corrió por el camino y se internó en el bosque y se ocultó allí todo el día, tendidoboca abajo en una zanja. Me contó que de cuando en cuando se arrastraba hasta la orilla del campo y veía a su padre y a sus dos hermanas mayores y a su hermano trabajando, cortando algodón, y me confesó que era como si los estuviera viendo por primera vez en la vida.

Pero no regreso a casa hasta la noche. No sé que les dijo a los suyos, lo que sucedió; a lo mejor nada.

A lo mejor el recado no tenía importancia —no puedo imaginar que aquella gente tuviera algo importante que comunicar con palabras—, o es posible que lo enviaran otra vez. Esa gente, además, reacciona ante la desobediencia o la falta de seriedad únicamente cuando ésta se traduce en pérdida de trabajo o de dinero. Salvo en el caso de que aquel día lo necesitaran en el campo, probablemente ni se dieron cuenta de su ausencia.

Nunca volvió a acercarse al patrón.

Solía verlo de lejos, a caballo, y más tarde empezó a observarlo: la forma de montar, sus gestos y amaneramientos, el modo de hablar. Me contó que a veces se escondía y hablaba solo: utilizaba los gestos y el tono del patrón y se dirigía a su propia sombra, proyectada sobre la pared del establo o el terraplén de una zanja: “No vuelvas a llamar a mi puerta principal en tu vida. Vas a la puerta de la cocina y se lo dices a un negro.

No vuelvas a llamar a esta puerta en tu vida”, con su pobre pronunciación plebeya, que distorsionaba las palabras, subrayada por la imitación de los gestos de aquel hombre holgazán y arrogante que, inadvertidamente, había dado un golpe mortal a aquello que personificaba y sintetizaba y que era lo único que le permitía respirar.

Creo, aunque no me lo haya contado, que se escabullía del campo, del surco y del azadón abandonado y se escondía cerca del portón de la casa grande y esperaba a que el señor pasara. Lo único que me dijo es que no odiaba en absoluto a aquel hombre, ni siquiera aquel día en la puerta, con el negro riéndose a su espalda. Y que la razón por la que se escondía para mirarlo y admirarlo era que su gente creía quedebía odiarlo, y que él sabía que no podía.

Luego se casó, y fue padre y propietario de una tienda en la encrucijada. El proceso debió ser para él algo semejante a la escueta afirmación siguiente: de pronto se vio mayor y casado y propietario de una tienda desde la que se veía a lo lejos la casa grande. No creo que recordase el proceso de haber crecido y conseguido la tienda mucho mejor que el camino, el sendero que había de atravesar para llegar al portón y agazaparse a tiempo en la maleza. Lo había cumplido del mismo modo. El paso real del tiempo, la atenuación se habían condensado en un instante olvidado; su cuerpo extraño —ese vehículo en el que viajamos de una estación desconocida a otra como en un tren, sin advertir cuándo la máquina cambia o cuándo deja un vagón aquí y engancha otro más adelante, sin recibir más que un pitido nuevo y extraño— se había metamorfoseado e inventaba para él nuevos y pequeños deseos y compulsiones que obedecer o mimar, conquistados o rendidos o sobornados por el pequeño cambio dejado por su incesante sueño cuando se apostaba entre los matorrales ante el portón, a la espera de ver pasar a aquel hombre que desconocía su nombre y su cara y el implacable propósito que él —el hombre— había levantado sobre esa parte femenina de todo niño donde la ambición yace fecunda y expectante.

Era, pues, un comerciante; ocupaba un escalón por encima de su padre y hermanos, que seguían hipnotizados y pegados a la tierra ingrata e ineluctable. No sabía ni leer ni escribir; vendía a crédito bobinas de hilo y latas de rapé y bielas de pulidora y rejas de arado, y lo llevaba todo en la cabeza durante la jornada y lo recitaba sin equivocarse en un centavo mientras su mujer lo apuntaba en el libro de caja sobre la mesa de la cocina después de la cena.

Existía otra característica de la que se sentía un tanto avergonzado y un tanto orgulloso: su naturaleza de hombre, su Yo, y el sueño en conflicto. Brotaba de su relato como una pintura, como un cuadro. El patrónera ya un anciano, había retornado ya calladamente a sus vicios impotentes.

Seguía cabalgando aún un poco por sus tierras, pero la mayor parte del tiempo la pasaba tendido en calcetines sobre una hamaca del patio, entre árboles, el hombre que siempre había podido llevar zapatos todo el día, todo el año. Martin me lo contó: “Eso era lo que tenía decidido —me dijo—. Hubo un tiempo en que pensaba que si llegaba a poder llevar zapatos todo el tiempo... ya sabe. Y luego descubrí que quería más. Quería remediar definitivamente tal carencia y poder llevar zapatos continuamente y situarme en una posición en la que si quisiera podría poseer cincuenta pares y llegar incluso a no desear llevar ninguno”.

Y cuando me decía esto estaba sentado en la silla giratoria, detrás del escritorio, en calcetines, con los pies apoyados en un cajón abierto.

Pero volvamos al escenario de los hechos. Es de noche; una lámpara de aceite arde sobre una caja puesta de pie en el suelo de la angosta despensa; es la despensa de la tienda, y se halla atestada de barriles y cajas sin abrir, y en la pared cuelgan de unos clavos rollos de cuerda nueva y repuestos de arneses; los dos hombres —el anciano con el bigote manchado y blanco y los ojos que ya no ven bien y las manos vacilantes de venas azules, y el joven, el campesino en su primera madurez, de semblante frío y con el viejo hábito de la deferencia y la emulación y acaso del afecto (se ha de amar u odiar aquello que se imita) y seguramente un poco de admiración respetuosa— cara a cara, a cada lado de la caja, sobre la que están las cartas (utilizan clavos forjados como fichas); un vaso y una cuchara en la mano del viejo, y la jarra de whisky en el suelo, bajo la sombra de la caja.

—Tengo tres reinas —dice el patrón, extendiendo las cartas en una trémula y triunfante hilera—. ¡Supera eso, voto a bríos!

—Muy bien, señor —dice el otro—.

Me tenía engañado otra vez.

—Eso pensaba. Voto a bríos, vosotros los jóvenes confiáis siempre en la suerte...El otro extiende sus cartas. Tiene las manos nudosas, deformadas por el arado; maneja las cartas con cierta lentitud que a primera vista parece rigidez y torpeza, de forma que a nadie se le ocurriría volver a mirarlas: y menos a un hombre cuyos ojos están no sólo nublados por la edad sino también un poco ofuscados por el alcohol.

Pero dudo de que aquel joven dependiera tan sólo del alcohol, de que utilizara el alcohol con tal propósito.

Sospecho que estaba absolutamente seguro de sí mismo, que se había tomado sus lentas y pacientes precauciones, del mismo modo que habría salido a practicar con el hacha antes de acometer la tala de una vega de cipreses para vender luego leña.

—Creo que sigo teniéndola —dice.

El patrón ha hecho ademán de alcanzar los clavos. Y ahora se inclina hacia adelante. Lo hace lentamente; sus trémulas manos están suspendidas sobre los clavos. Se echa hacia adelante, mira hacia el otro extremo de la caja, sus movimientos se hacen más lentos por momentos. Es como si supiera lo que va a ver. Es como si todo el gesto careciera de convicción, como cuando uno trata de asir dinero en un sueño y sabe que no está despierto.

—Acércalas —dice—. Maldita sea, ¿quieres que las vea desde aquí? —El otro las acerca hacia el anciano: son las siguientes: 2, 3, 4, 5, 6. El patrón las mira. Su respiración es pesada. Vuelve a sentarse, coge con mano trémula un cigarro mordido y frío del borde de la caja y chupa, y cigarro y boca tiemblan al contacto; entretanto el otro lo mira, inmóvil, con la cara un poco inclinada, sin ademán aún de coger los clavos. El patrón maldice, chupa el cigarro—.

Ponme un ponche —dice.

Así es como empezó. Vendió la tienda, y con mujer e hija se vino a esta población, a la ciudad. Y llegó aquí exactamente en el momento apropiado; tres años después de la victoria americana. De otro modo, a lo máximo que había podido aspirar es a tener otra tienda, y quizá retirarse alos sesenta. Pero ahora, con sólo cuarenta y ocho años (hay una cierta ironía que domina los actos de los potentados. Es como si detrás de la silla de cualquier mesa a la que se sienten se recortaran inclinadas y prosélitas sombras, y cada una de ellas hiciera el gesto familiar e inmemorial de la fortuna y la buena suerte, y cuyo grito triunfal a cada golpe afortunado rugiera, aunque estentóreamente, por debajo de su propia exultación; hasta que un día el poderoso se vuelve aterrorizado ante el rugido sardónico), a los cuarenta y ocho años era millonario. Vivía con su hija, de dieciocho años; su esposa llevaba ya diez años bajo un cenotafio de mármol que había costado veinte mil dólares y estaba situado entre los apellidos prominentes en el sector más viejo del más viejo cementerio: había comprado la parcela en una subasta por quiebra. Padre e hija vivían en cuatro o cinco acres de terreno, en una casita de estilo español; era nuestra zona residencial más nueva. Su hija lo traía cada mañana en un dos plazas color limón que alcanzaba las cuarenta y cinco millas por hora a lo largo de la avenida, y llegaban a los saludos de los guardias de tráfico y la inhóspita oficina, donde se sentaría en calcetines y leería en el “Sentinel”, con fría e ilusoria expectación, la lista anual de “debutantes” en el baile de los Chickasaw Guards que tenía lugar cada diciembre.

La casita española era reciente.

El primer año vivieron en habitaciones alquiladas, y el segundo se mudaron —exigencias compulsivas de su pasado campesino— a la casa mayor y más cercana al centro, a los tranvías y el tráfico y los anuncios luminosos que pudo encontrar. Su esposa seguía insistiendo en hacer las labores de la casa. Seguía deseando volver al campo o, en última instancia, comprar una de esas casitas pulcras y escuetas, rodeadas de diminutos céspedes y huertos y con gallineros asépticos, que se hallan en las carreteras nada más salir de la ciudad.

Pero él empezaba ya a afirmarse en un marco de casa de ladrillo con co-lumnas en un amplio y levemente sórdido césped de magnolias; reconocía ya a primera vista los apellidos ilustres —Sandeman, Blount, Heustace— en los periódicos y en la guía telefónica.

Compró la casa, pagó tres veces su precio; y ello mató a su mujer. No el pago de un precio excesivo por la casa, sino el ver cómo aquel hombre, que hasta entonces había dominado toda circunstancia, se hacía el encontradizo con los vecinos con aquella paciente casualidad con que solía esconderse en la maleza cerca del portón de la casa grande, y entablaba una especie de armisticio de seto con los hombres, mientras sus esposas permanecían frías y entraban y salían por sus avenidas de acceso en sus limusinas un tanto anticuadas sin dirigir la mirada al otro lado del boj o la alheña divisorios.

De modo que ella murió, y él contrató a un matrimonio —italianos— para que se hiciera cargo de la casa. No negros todavía, dése cuenta. Aún no estaba preparado para ellos. Tenía la casa, la apariencia externa y la forma, pero todavía no estaba seguro de sí mismo, todavía no estaba preparado para afirmar en la vida práctica su convicción de superioridad; no quería arriesgar aún aquello que había sido una vez su salvación. Todavía no había aprendido que el hombre es circunstancia.

La casita de estilo español vino cinco años después. Regaló prácticamente la mansión —para entonces empezaba a aprender— y mandó construir la nueva casa: un esplendor de estuco con patios y terrazas y hierro forjado, semejante a la sublimación última de una gasolinera. Acaso sintió que allí él y ellos —el campesino sin pasado y los negros sin futuro— tendrían al fin un improvisado comienzo nacido de la pura paradoja.

La casa estaba atendida por una legión de negros: demasiados, más de los que podía llegar a necesitar en ocasión alguna. No lograba hacer que le gustaran; no lograba sentirse a gusto con ellos: el murmullo triste y constante y suave de sus voces que le llegaba desde la cocina, siempre en lafrontera de la risa, le hacía volver pese a sí mismo, que seguía utilizando el dialecto plebeyo y aspirando su rapé barato sin ningún escrúpulo íntimo en presencia de políticos urbanos y jueces y contratistas, aquel día en que, sin dejar de sentir los dientes y los ojos del negro en la penumbra del vestíbulo, bajó con la espalda erguida por el camino de acceso a la casa grande y se alejó de su infancia para siempre, flanqueado por las dos voces: la que decía “No puedes correr”, y la que decía “No puedes llorar”.

—Así que me quedé con Tony y su mujer para que se encargaran de los negros —me contó—, para que los mantuvieran ocupados.

Es posible que creyera lo que decía. Es posible que ni siquiera se hubiera aventurado a confesarle la monstruosa forma de su ambición, de su delirio. No se la había confesado a su hija, ciertamente, cuando viajaban a la ciudad cada mañana; eso fue tan sólo hasta que ella tuvo dieciséis años; en el curso del año siguiente uno de los criados negros tomó a su cargo el llevarlo a la ciudad, pues la chica se pasaba la mayor parte de la noche bailando y paseando en coche y no se levantaba hasta las diez o las once de la mañana.

—¿Con quién estuviste anoche? —le preguntaba él, y ella, que en sus dieciséis años había aprendido más del mundo que él en cuarenta y ocho; de aquel mundo divorciado de toda realidad y necesidad, mencionaba los apellidos que él deseaba oír: Sandeman, Heustace y Blount. Y a veces era verdad; y también que había encontrado a su acompañante en un baile. Sólo que olvidaba mencionar en qué baile, en qué lugar: el pabellón al aire libre en West End Gardens, al que acudían los sábados por la noche los vástagos de los Blount y los Sandeman y los Heustace, con botellas de alcohol de Govelli, para conseguir estenógrafas y dependientas. Yo mismo la he visto allí, una criatura delgada que vestía con exageración pese a los dos meses que pasó en aquel convento de Washington. El propio Martin la llevó a Washington, con la lista deescogidas direcciones entresacadas del “Sentinel”: “Señorita fulana de tal, hija de fulano de tal, Sandeman Place, residencia de vacaciones”. Me agrada imaginarlos juntos en ese viaje de treinta y seis horas (probablemente, y a pesar del poder de él y de la pequeña dosis de sofisticación urbana de ella, derivada de la adulación de los dependientes en las tiendas, su primera experiencia en un coche Pullman) viendo cómo se desplegaba el mundo más allá de la ventanilla del compartimento con esa emoción inolvidable de los primeros viajes, esa atenuación de uno mismo, ese aislamiento y escisión que tiene lugar cuando asimilamos por primera vez la incontrovertible realidad de la redondez de la tierra, mientras gradual pero indefectiblemente nuestro espíritu desciende hasta gatear de nuevo en tierra para aferrarse a lo cercano, una vez postrado por la ruptura de su armisticio con el horror del espacio.

Probablemente no hablaron ni una sola vez de lo que iba viendo: los nuevos paisajes, las montañas que se alzaban remotas y profundas como lo incognoscible último en que la empequeñecida afirmación del campesino con los labios llenos de rapé y las direcciones anotadas a lápiz, y la campesina de cabellos con ese matiz inconfundible de gastada soga hecha de fibra vegetal del mar: emblema y alcurnia del campesino sudista blanco y pobre.

Y no hay que olvidar su cara, su pequeña cara pintada. Se volvía más y más silenciosa por momentos. Aquí, en casa, también ella había estado a la altura de toda circunstancia, pero en Washington era como si el mero recorrido de aquella distancia, de su vuelta momentánea al medio rural, la hubiera despojado de todos aquellos años de desvelos. Disfruto imaginándolos de implacable gira por las direcciones en un coche alquilado; ella silenciosa, vigilante, insinuándosele ya en la pequeña y plana y viva cara el inicio de ese algo oscuro e inarticulado y hondo que uno advierte en la cara de los perros, menos afortunada y más irremediablemente campesina que él, que tenía cierta confianza en símismo por mera limitación al no ser consciente de su condición, ya que las mujeres reaccionan con más presteza.

Él era quien hablaba; aguardaban en las apacibles, vagamente claustrales salas de espera mientras las hermanas y las madres superioras (había elegido un convento católico: tenía todos los delirios de un Napoleón, ya ve; también él era capaz de remontarse, ocasional e inconscientemente, por encima de las ancestrales voces que moldean a un hombre) entraban con placidez sibilante, con su toca y sus semblantes serenos y ajenos a este mundo. Y la dejó allí: una figura pequeña y desgarbada y delgada, con lágrimas en las mejillas y los ojos mudos y alucinados.

—¿Es que no quieres quedarte en un sitio donde puedes conocer a las chicas? —dijo él—. Podrás hacer amigas y así volveréis todas juntas en el mismo coche y a tiempo para el baile.

Se refería al baile de los Chickasaw Guards. Pero ya le hablaré de ello.

De modo que la dejó allí y se volvió a casa con la misma ropa con que había salido de ella, pero con una nueva lata de rapé.

Me contó ese detalle: se le había acabado la lata de rapé y empleó una noche en ir hasta Virginia a comprar otra. Me enseñó la lata; la sujetaba en una mano.

—Cuesta cinco centavos más —dijo—, y no se puede comparar de ningún modo con las nuestras. Bajo ningún concepto. Vaya, si cuando tenía la tienda le vendo a un tipo una de estas latas, me echan de la región. —Estaba sentado, en calcetines, con el “Sentinel” abierto en la página de sociedad, donde ya se empezaba a rumorear acerca del baile de los Chickasaw.

Los Chickasaw Guards y su baile anual eran instituciones.

El grupo se organizó en 1861, y el primer baile tuvo lugar el mismo año: ellos —los Blount y los Sandeman y los Heustace— vistieron sus uniformes nuevos al son de los instrumentos de cuerda; sus mochilas yacían apiladas en la antesala; a medianoche el tren de la tropa partió para Virginia.Cuatro años después volvieron dieciocho de ellos, con las rosas marchitas de aquella noche aún prendidas en sus guerreras ajadas. Durante los quince años siguientes el grupo fue predominantemente político; llegó a ser prácticamente una sociedad secreta cuyos miembros se hallaban diseminados por el Sur, proscritos por el gobierno federal, hasta que el régimen de los politicastros del Norte acabó con la gallina de los huevos de oro. Entonces se convirtió en social, aun cuando conservara su estructura militar como unidad de la National Guard. Así pues, se había convertido en dos organizaciones distintas, con una esquemática jerarquía de oficiales del ejército —un coronel, un mayor, un capitán y un alférez— a quienes por deferencia se les permitía asistir a su principal manifestación anual: el baile de diciembre en el que tenía lugar la presentación de las “debutantes”. La auténtica jerarquía era social, prácticamente hereditaria, y asignaba a sus oficiales nombramientos de una distinguida e invertida casta militar con impasible inobservancia de los usos militares. En otras palabras: cualquiera que lo deseara podía ser coronel, pero el título de cabo abanderado confería a su titular un aura de honor semejante a la de Lancelot, una pureza de motivaciones como la de Galahad, la alcurnia de Man o.War

(3)
. El grupo participó en la guerra europea, y los Sandeman y los Blount y los Heustace militaron en sus filas, al igual que el cabo abanderado.

El actual cabo abanderado era el doctor Blount. Soltero, de unos cuarenta años, desempeñaba el cargo desde hacía doce años —llevaba ya treinta y cinco en manos de su familia— cuando Martin fue a visitarlo dos semanas después de haber dejado a su hija en el colegio de Washington. Esto no me lo contó Martin. No es que le hubiera importado admitir una derrota momentánea, sino que sabía de antemano que iba a ser derrotado esta primera vez, quizá porque por primera vez en su vida se veía obligado a salir a comprar algo en lugar de venderlo sin moverse de la silla de su despacho.

No había nadie a quien pudiera pedir ayuda, ya ve. Sabía que sus jueces y comisarios y gente de tal índole no tenían peso alguno en este caso, pese a sus cuellos de lino. Tampoco habría dudado en utilizarlos a tal fin si hubiera sido posible, pues, como Napoleón, también no habría vacilado en hacer que sus quimeras sirvieran a sus fines prácticos, o viceversa si usted quiere. Y así es como un hombre adquiere conocimientos prácticos haciendo que sus fines prácticos sirvan a sus quimeras. Pues el hacer que los hechos materiales sirvan a sus fines prácticos únicamente adquiere hábito.

Así que fue a ver al doctor Blount, al presidente hereditario.

Al doctor Blount le había correspondido también una suerte de concesión hereditaria para el ejercicio médico entre las viejas damas, algo así como una asesoría legar heredada, un asunto de consultas relativas a la dieta y a diversas indisposiciones distinguidas que tenía lugar a la cabecera de las pacientes, con la añadidura quizá de un café o una copa de vino servido por un mayordomo negro que le llamaba señor Harrison y le preguntaba por la salud de su madre.

Tenía un consultorio, sin embargo, y él y Martin se hallaban ahora cara a cara a cada lado del escritorio —el doctor con su cara delgada y su pelo escaso y su interrogativa mirada tras los quevedos a caballo de su nariz delgada, y el visitante con su traje barato sin planchar y cierta dosis de aquella torpeza, de aquel conocimiento previo de la derrota, mudo y alerta, que su hija había paseado por Washington aquel día.

Al cabo de unos instantes el doctor Blount dijo: —¿Sí? ¿Quería usted verme?

—Imagino que usted no sabe quién soy —dijo Martin, y en sus palabras no había interrogación ni desaprobación ni apremio: eran tan sólo una afirmación, un hecho que a ninguno deambos interesaba.

—No puedo decir que sí. ¿Quería usted...?

—Mi nombre es Martin. —Blount lo miró—. Dal Martin. —Blount lo miró, alzando un tanto las cejas. Luego sus ojos, mientras Martin observaba su cara, quedaron vacíos.

—Ah —dijo Blount—. Ahora recuerdo el nombre. Usted es... constructor, ¿no es eso? Recuerdo haber visto su nombre en el periódico en relación con el asfaltado de la avenida Beauregard. Pero no pertenezco a la comisión municipal; me temo... —Su semblante se despejó—. Ah, comprendo.

Viene a verme con motivo de la propuesta de nuevo blasón para los Chickasaw Guards. Pero yo...

—No es eso —dijo Martin.

Blount calló; había arqueado levemente las cejas.

—¿Entonces qué...?

Y Martin se lo dijo. Sospecho que lo expuso llanamente, en una única y escueta frase. Y sospecho que durante unos instantes el corazón de Martin se henchió dentro del pecho, y que las sombras inclinadas a su espalda se inclinaron sobre él aún más en una honda aspiración de gozo, pues el doctor permaneció sentado ante su escritorio con absoluta placidez.

—¿Cuál es su linaje familiar, señor Martin? —dijo el doctor Blount.

Martin le habló de su familia y de su hija, y Blount escuchaba con ese interés frío, con ese conocimiento del universo femenino que Martin no poseía ni jamás poseería, y que había adivinado a primera vista sus ilusiones en relación con la chica.

—Ah —dijo Blount—. No dudo que su hija sea en todo punto merecedora del alto lugar al que obviamente está destinada. —Se levantó—. ¿Es eso todo lo que quería de mí?

Martin no se levantó. Miraba a Blount.

—Hablo de dinero en efectivo —dijo—. No le estoy ofreciendo un talón.

—¿Lo lleva encima?

—Si —dijo Martin.

—Buenos días, señor —dijo Blount.

Martin no se movió.-Doblo la cantidad —dijo.

—Dije buenos días, señor —dijo Blount.

Se miraron. Martin no se movió.

Blount pulsó el zumbador que había sobre el escritorio; Martin siguió su mano con los ojos.

—Supongo que sabrá que puedo causarle problemas —dijo.

Blount cruzó el despacho y abrió la puerta: el secretario esperaba en el umbral.

—Este caballero desea irse —dijo.

Pero Martin no se dio por vencido.

Lo imagino sentado en su oficina, en calcetines, con los pies sobre un cajón abierto y avanzando despacio el labio inferior, pues Martin pensaba que todo hombre es suceptible de sucumbir ante sus apetitos.

—Fue el dinero —dijo—. ¿De qué diablos le sirve el dinero a un tipo como él? Ahora bien, ¿de qué se tratará en su caso?

No lo descubrió hasta el año siguiente. Su hija había vuelto a casa al cabo de dos meses de estancia en Washington; faltaba una semana para el baile. La recibió en la estación.

Ella se bajó del tren llorando y allí de pie, en las cocheras, siguió llorando sobre el abrigo de su padre, que le daba golpecitos torpes en la espalda.

—Venga, venga —decía él—. Venga.

No importa. Da lo mismo. Puedes quedarte en casa si lo prefieres.

La chica tenía mejor aspecto; la pena, la nostalgia, la postración la habían refinado; la postración, ese miedo innato a las ciudades que el campesino sólo pierde cuando, gracias a las mayores posibilidades, obtiene de una ciudad concreta una existencia más bucólica que la conocida anteriormente, que la que su carne y sus huesos conocían antes de llegar a ser su carne y sus huesos. Al principio Martin pensó que eran otras chicas del convento las que habían hecho infeliz a su hija.

—Dios —dijo—. Dios, ya les enseñaremos. Que me cuelguen si no.

La madre superiora le decía en su carta que la chica se había sentido mal, y así lo dejaba traslucir la pro-pia chica. Pero tenía mucho mejor aspecto. Era como si por primera vez en su vida hubiera encarado algo de lo que no pudiera ocultarse tras la pequeña máscara de pintura y polvos costosos, con espúreos nombres franceses, aplicados al estilo de una camarera de restaurante de estación de servicio prendada de Hollywood; tras los pequeños amaneramientos urbanos y toda esa intensa e incesante preocupación de la mujer por las seguras trivialidades a las cuales —con esa vieja agudeza femenina vivida desde más antiguo y mucho más práctico que cualquier inventado dogma masculino— se aferran.

Pero aquello no duró mucho. Pronto se la volvió a ver con el semblante vivo y descontento visitando breve y sucesivamente esos clubs nocturnos de espúreo aire neoyorquino —Chinese Gardens, Gold Slippers, Night Boats—; con todo, el rasgo más dominante en su semblante era su expresión de incredulidad, de duda: su sangre campesina era incapaz aún de aceptar cabalmente la realidad de las cuentas sin límite de gastos en los establecimientos de ropa interior o pieles o automóviles, mientras explicaba a su padre que sus acompañantes eran Blount o Sandeman.

Él nunca vio a tales galanes. Estaba demasiado ocupado; había descubierto qué era lo que podía hacer claudicar a aquel maldito tipo a quien el dinero no le importaba en absoluto.

Pero en cualquier caso no le habría preocupado quiénes eran los acompañantes de su hija, con tal de que no fueran parias, gente como Popeye y los drogadictos y los indios a quienes utilizaba, “lo mismo que utilizaría una mula o un arado. Pero no con parias. Que no te vea con parias”, le decía.

Era su única prohibición. Estaba muy ocupado; fue el invierno siguiente, había transcurrido un año desde su primera entrevista con el doctor Blount; sentado en su oficina, con los pies sobre un cajón, pensaba en él cuando de pronto lo descubrió. Aquel hombre, naturalmente, no actuaría movido por propio interés de lucro; y entonces lo descubrió: iría a verle yle ofrecería donar las nuevas armas de los Chickasaw Guards si incluía el nombre de su hija en la lista anual del baile.

Ya no abrigaba ningún temor a ser rechazado. Se puso en camino inmediatamente, a pie, sin prisa. Era como si el asunto se hubiera ya zanjado, como si se tratara de dos cartas, la pregunta y la respuesta, echadas al mismo tiempo en el buzón. No pensó en el otro hombre hasta que entró en el edificio. Me gusta imaginarlo —alguien en quien nadie se fijaría dos veces— caminando a grandes pasos por la calle y entrando en el edificio y deteniéndose a media zancada ante la iluminación repentina que inundó su cara; una convicción, mientras las sombras invisibles que se inclinaban a su espalda alzaban las manos en señal de triunfo. Prosiguió luego —nadie habría advertido aquel instante— y subió hasta el piso décimo y entró en el despacho del que una vez fue expulsado y se encaró con el hombre que le ordenó salir entonces e hizo su oferta desnuda con una única frase: “Ponga a mi hija en la lista y construiré una galería de arte y la bautizaré con el nombre de su abuelo muerto en 1864 cuando peleaba en la unidad de caballería de Forrest”.

Y también me agrada imaginar al doctor Blount. ¿No le imagina usted diciéndose a sí mismo: “Es por la ciudad, por los ciudadanos; no sacaré nada con ello, ni una pizca más que cualquier inquilino de una casa de vecinos”? Pero el hecho mismo de que tuviera que hacerse tal consideración era un indicio. Tal vez se debió en parte a que no podía contar la verdad de aquel asunto, aunque tampoco podía dejar que la ciudad creyera una mentira; tal vez en ocasiones pensaba que todo había sido un sueño, que había soñado las palabras irrevocables; tal vez, de cuando en cuando en aquel verano, había logrado persuadirse de que lo había soñado, diciéndose: “¿Cómo habría podido decir que sí? ¿Cómo habría sido capaz?” Él tenía en sí la médula, ¿entiende?, la sangre vieja, el viejo sentido del honor muerto en el resto de Amé-rica, pues sólo en el Sur lo mantenía vivo un puñado de viejas damas que consistieron en el 65, pero que nunca se rindieron.

Así que una noche, el día en que el asunto se hizo irrevocable, en que sobre el emplazamiento previsto el letrero metálico descubrió la leyenda recién inscrita: ...Galería de arte a la memoria de Blount. Arquitectos: Windham y Healy..., acudió a una de las damas, una mujer que desde hacía quince años venía consultándole casi hasta el hecho de levantar una ventana. Ellas tenían también en sí la médula, ¿entiende? Y no es que ella le aconsejara hacer lo que hizo; probablemente se rió de él con un tanto de simpatía y un tanto de desprecio, y tal vez fue eso lo que él no pudo soportar; aquella misma noche fue a ver a Martin. Había envejecido diez años —contaba Martin—, y allí de pie, pues no quiso sentarse, expresó también sin ambages el motivo de su visita: —Debo pedirle que me permita retractarme y me libere de nuestro acuerdo.

—¿Quiere decir que...? —dijo Martin.

—Sí. Absolutamente. Por ambas partes.

—Ya se ha firmado el contrato y el terreno está listo para la excavación —dijo Martin.

Blount hizo un breve gesto.

—Lo sé —dijo. Del bolsillo interior sacó un fajo de papeles—. Son bonos por valor de cincuenta mil dólares; es todo lo que tengo. —Se acercó y los dejó sobre la mesa, al alcance de Martin—. Si no fuera suficiente, tal vez acepte un pagaré por la diferencia que estime conveniente.

Martin no miró los bonos.

—No —dijo.

Blount permanecía al lado de la mesa, con la cabeza baja.

—No creo que me haya expresado con claridad. Quiero decir...

—¿Quiere decir que, acceda yo o no, va a quitar el nombre de mi hija de la lista del baile? —Blount no respondió. Siguió junto a la mesa—.

No puede hacerlo. Si lo hiciera, yo tendría que explicarlo todo al contra-tista, y quizá a los periódicos. No había pensado usted en ello, ¿verdad?

—Sí —dijo Blount—. Sí, había pensado en ello.

—Entonces no veo que podamos hacer algo al respecto. ¿Y usted?

—No —dijo Blount. Había cogido algo de la mesa, pero volvió a dejarlo y se volvió y se dirigió a la puerta.

Miró a su alrededor—. Muy acogedor todo esto —dijo.

—A nosotros nos gusta —dijo Martin. Blount siguió hacia la puerta mientras Martin lo observaba—. Olvida sus bonos —dijo. Blount se dio la vuelta y se acercó y recogió los bonos y se los volvió a guardar con cuidado en el bolsillo.

—Me gustaría poder exponerle con claridad mi situación —dijo—. Pero si pudiera hacerlo, usted no sería usted y ya no haría falta. Y yo no sería yo y nada tendría importancia.

Salió de la habitación, y el mayordomo negro —que sabía bien quién eracerró la puerta a su espalda, y Martin siguió sentado, en calcetines, en la caverna de un salón anegado por las mudas y exultantes risas ahogadas de sus sombras.

Lo encontré sentado así a la mañana siguiente, cuando entré en su oficina.

—Vaya noticia la de esta mañana —dije.

—¿Qué noticia? —dijo él—. Aún no he leído los periódicos.

—¿Qué? ¿Que no ha oído que el doctor Blount se suicidó anoche?

—¿El doctor Blount? Vaya, que me cuelguen. Así que perdió ese dinero, ¿no?

—¿Qué dinero? No puede perder ningún dinero; su fortuna la administra un abogado.

—Entonces, ¿por qué se mató? —dijo Martin.

—Eso es lo que se preguntan cien mil personas desde las ocho de esta mañana.

—Vaya, que me cuelguen —dijo Martin—. Pobre, maldito estúpido.

Su mente no alcanzaba a ver la relación, ya ve. Con su innato y descarado recelo de todas las mujeres, incluida la de su propia familia, no podía concebir que a hombre alguno lepreocupase la presencia de una mujer más o menos en alguna parte, y en cuanto al honor personal... Pero él tenía el propio. O puede que se limitara a cumplir su parte del trato.

Fuera como fuese, los trabajos de construcción de la galería de arte continuaron; para noviembre, cuando el “Sentinel” publicó la lista de “debutantes” de aquel año, en la que figuraba el nombre de su hija, el sereno contorno del ático del edificio, cuyo exterior se hallaba ya terminado, se recortaba contra el marchito follaje del parque.

Así, que hacía dos semanas que había leído el nombre de su hija en el lugar en que su convicción, su quimera lo había impreso diez años atrás, y se hallaba ahora sentado en la única silla de su escritorio, inmóvil, tal como Govelli lo había dejado, cuando sonó el teléfono. Sin cambiar de posición extendió la mano y lo acercó hasta él y lo descolgó. Era Govelli.

—Sí... ¿Está ya fuera? ¿Y el coche también...? Mándelo a mi casa y luego dígale lo que dije. —Colgó el teléfono. “Malditos latinos”, se dijo. “Tengo buena cabeza”. Miró el teléfono sin moverse. “Todavía la tengo”, se dijo. “Que me cuelguen si no”.

Abrió un cajón y sacó la lata de rapé, idéntica a la que podría encontrarse en diez mil monos de trabajo en un radio de diez millas en torno a la ciudad, y la destapó y echó sobre la tapa una cuidadosa y exigua cantidad y la puso dentro del labio inferior proyectado hacia fuera y volvió a cerrar la lata, con el labio ligeramente abultado de forma idéntica a la de otros miles cuyos dueños se sentaban en carcomidos porches de perdidas tiendas rurales por toda la región.

Y seguí sentado cuando el policía de paisano entró en la oficina con el parte de la detención, la denuncia.

—Ha sido uno de los novatos —dijo el policía—. Debería saber lo que no debe hacer. Le he dicho a Hickey, a quienes había que despedir. —De su chaqueta de sarga desaliñada y con brillos sacó un grasiento billetero; buscó en él la denuncia y la puso so-bre el escritorio—. El maldito imbécil siguió en sus trece y escribió la multa e hizo la detención, pues la chica no quería cogerla. Se la trajo a la comisaría, a pesar de que la chica no dejaba de repetirle quién era.

Hickey saltó sobre él hecho una fiera. Pero la denuncia estaba hecha, y aún rondaban por la comisaría aquellos dos periodistas que entraron con Popeye, sin olvidar todas esas malditas mujeres que denuncian a gritos la corrupción y todo eso.

Martin miró la denuncia; no la tocó. Aquello era lo único de su hija que le producía irritación. Odiaba la torpeza, ya ve, pues a la torpeza sigue siempre la publicidad, aunque se trate únicamente de no respetar una luz roja. Pero de cuando en cuando la chica solía hacerlo, y yo supongo que aquel policía de tráfico era el único tipo en la ciudad que no conocía el dos plazas amarillo. Él nunca se cansaba de repetirle a su hija que las leyes insignificantes son las únicas que no pueden transgredirse impunemente. No con esas palabras, naturalmente. Probablemente le dedicaba sermones sobre la observancia de la ley que no habrían desentonado en los boletines de la escuela dominical. Pero ella seguía haciéndolo. No demasiado a menudo, pero lo suficiente para él, que, una vez alcanzada la cota de ambición, seguramente no podía entender por qué ella necesitaba hacer algo distinto a vegetar hasta que llegara y pasara aquel día de diciembre.

Así que se quedó meditando sobre el papel de la denuncia mientras el policía apoyaba el muslo en el borde del escritorio, como había hecho Govelli, y se quitaba el sombrero hongo y sacaba de la copa un cigarro mediado y lo encendía. Desde el despertar del Sur, hace unos veinticinco años, nuestras ciudades han estado imitando a Chicago y Nueva York. Y lo hemos conseguido; mejor aún de lo que pensábamos. Pero estamos ciegos; no nos damos cuenta de que uno sólo puede imitar los vicios del modelo, de que la virtud es accidental incluso en quienes los practican. Pero respecto a nuestra corrupción sigue habiendouna especie de torpeza amable, una especie de caótica y exasperante inocencia, y mientras seguía allí sentado probablemente pensaba en la cantidad de tiempo que tenía que dedicar a que la corrupción funcionase sin contratiempos; entonces ambos oyeron los rápidos tacones en el pasillo y alzaron la vista en el momento en que se abría la puerta y entraba su hija.

El policía se dejó caer en el escritorio y se quitó el cigarro de la boca y se levantó el sombrero.

—Buenos días, señorita Wrennie —dijo. La chica lo miró fugazmente, una sola vez, con mirada combativa, vigilante, y se acercó hasta el escritorio y lo rodeó y se detuvo junto a su padre. Martin cogió la denuncia.

—Bien —dijo—. Eso es todo. Puede decirle a Hickey que yo me ocuparé de ello.

—Se lo diré —dijo el policía—. Si de nosotros dependiera únicamente, la damita podría saltarse todas las luces: rojas, verdes, azules o violetas.

Pero ya sabe cómo se ponen esos progresistas cuando tienen ocasión de chillar. Como digo siempre, si las mujeres fueran capaces de quedarse en casa, que es el sitio que les corresponde, encontrarían multitud de ocupaciones que les impedirían hacer diabluras. Pero ya sabe cómo son, y ahora empiezan también los periódicos.

—Sí. Me ocuparé del asunto. Muchas gracias.

El policía salió. Martin volvió a dejar la denuncia sobre el escritorio y se recostó en la silla.

—Ya te dije —dijo— que no iba a consentirlo. ¿Por qué tienes que seguir haciéndolo? Te da tiempo de sobra a pararte ante los semáforos.

La chica permanecía en pie junto a la silla.

—Cambió cuando ya estaba en medio del paso de peatones. Yo... —Él la miraba—. Tenía prisa... —Él podía leer en su mente, sabía de antemano sus palabras; ella buscaba con premura qué decir tras su pequeña máscara, pintada, tras sus ojos veloces como ratones.

—¿Adónde ibas tan de prisa?

—Yo... nosotros... Había un al-muerzo en Gayoso. Llegábamos tarde.

—¿Llegabais?

—Sí. Jerry Sandeman y yo.

—Jerry Sandeman está en Birmingham. Lo he leído en el periódico.

—Volvió anoche —hablaba con la voz débil, rápida y seca del niño que miente—. El almuerzo era en su honor.

Él la miró a través de esa ceguera, de esa estupidez hija del éxito.

—¿Vino a verte a propósito del baile?

—¿El baile? —Lo miró a través de un abismo de algo muy semejante a la desesperación; acosada, inmóvil, como un animal acorralado que ha agotado todos sus recursos—. ¡No quiero ir a ese baile! —exclamó con voz delgada y débil—. ¡No quiero!

—Vamos, vamos —dijo él. Volvió a mirar la denuncia—. Esos semáforos...

Te lo digo por tu bien. Supón que atropellaras a alguien. Supón que estuvieras andando, que fueras de compras y alguien se saltara un semáforo y te atropellara. Debes tener en cuenta que en las leyes hay cosas buenas además de malas. Si te paras a pensarlo, verás que su acción es doble.

—De acuerdo. Tendré cuidado. No volveré a hacerlo.

—Procura no hacerlo, pues.

Ella se inclinó y lo besó en la mejilla. Él no se movió. La vio cruzar la oficina con su vivo vestido, con las llamativas cuentas del collar, golpeando el suelo con sus frágiles tacones. La puerta se cerró ruidosamente a su espalda. Él se limpió la mejilla con el pañuelo y examinó detenidamente la tenue mancha escarlata sobre el lino. Luego rompió la denuncia por la mitad y tiró los trozos en la escupidera.

Media hora después seguía allí sentado, inmóvil; sólo su labio inferior se movía lentamente hacia adelante; sonó el teléfono. Era Govelli otra vez.

—¿Qué? —dijo Martin—. Si se trata de nuevo de ese maldito drogadicto...

—Espere —dijo Govelli—. Es un lío gordo. Un mal asunto. Ha atro-pellado a una mujer. Iba hacia su casa con la mercancía para usted, y la mujer estaba en plena calle con el poli que le estaba ayudando a cambiar una rueda, y la atrapó entre dos coches. El poli que la ayudaba lo detuvo allí mismo. —Martin, con el auricular en la mano, maldecía una y otra vez mientras la débil voz proseguía—: Está grave... la ambulancia... si logran llegar hasta él y habla...

—Quédese allí con él —dijo Martin—. No le deje abrir la boca.

Colgó; fue apresuradamente hasta la caja fuerte y la abrió y sacó otro teléfono. No tuvo que dar ningún número.

—Uno de los muchachos de Govelli acaba de atropellar a una mujer en la calle. Está en la comisaría. Hágalo salir de la ciudad inmediatamente.

Durante un instante se oyó un zumbido en la línea. Luego la voz dijo: —No será fácil esta vez. Los periódicos están ya...

—¿Quién prefiere que se le eche encima, los periódicos o yo?

Volvió a hacerse un breve silencio.

—De acuerdo. Lo arreglaré.

Colgó, pero no dejó el teléfono.

Permaneció ante la caja fuerte abierta, con el teléfono en la mano, inmóvil a excepción del lento movimiento del mentón, por espacio de casi veinte minutos. Al cabo sonó el teléfono.

—Arreglado —dijo la voz—. Lo sacaron de la ciudad antes de que pudiera hablar.

—Perfecto. ¿Qué me dice de la mujer?

—Está en el Charity Hospital.

Le informaré en cuanto reciba el parte médico.

—Perfecto.

Metió el teléfono en la caja fuerte y la cerró. Luego volvió a abrirla y sacó una botella de whisky y un vaso.

Mientras se servía el whisky recordó las dos cajas que Popeye debía haber entregado en su casa y que ahora estaría dentro del coche en la comisaría.

“Malditos latinos”, dijo. Bebió y volvió al escritorio y alargó la mano hacia el teléfono, que sonó antes de que llegara a cogerlo. Siguió sonando durante largo rato, y él esperó con lamano suspendida sobre él mientras con el labio inferior se frotaba lentamente las encías. Al cabo el teléfono dejó de sonar, y se llevó el auricular al oído. Era el Charity Hospital, para comunicarle que la chica había muerto sin recobrar el conocimiento, y que...

—¿La chica? —dije yo.

—Sí, la que Popeye atropelló —dijo Don. Me miró—. ¿No se lo dije? Era su hija.