III

Cuando tenía cinco años, en Johnson City, Tennessee, se quemó la casa en que vivían temporalmente.

“Antes de que te haya dado tiempo a mudarnos otra vez”, le dijo su padre a su madre con humor sarcástico. Y Elmer, que había odiado siempre el que le vieran desnudo, cuyo pudor se veía en cierto modo vejado incluso en presencia de sus hermanos, había sido arrebatado físicamente del sueño y llevado, precipitadamente y desnudo y a través de un acre fragor, hasta un loco mundo carmesí donde, paradójicamente, la temperatura era cercana a los cero grados; allí estuvo de pie, levantando alternativamente los pies desnudos del suelo helado e inclemente, mientras uno de sus costados se retorcía mortificado, con los oídos llenos de un griterío atronador y sin sentido, y la nariz llena del olor del calor y de los desconocidos, aferrado a una de las delgadas piernas de su madre. Aún hoy recuerda la cara de su madre sobre él, contra un torrencial penacho de chispas semejante a un bárbaro velo; recuerda que pensó entonces: “¿Es ésta mi madre, esta cara amarga y rígida?” ¿Qué había sido de aquella amorosa y quejumbrosa criaturaque un día conoció? Y su padre, saltando sobre una de sus enjutas piernas mientras trataba de ponerse el pantalón; recuerda que hasta la pierna velluda de su padre parecía haberse incendiado bajo la camisa de dormir.

Sus dos hermanos, codo con codo, berreaban allí cerca, y de las semicerradas cuencas de sus ojos brotaban lágrimas que surcaban sus caras sucias y se esfumaban, y el aullido escarlata llenaba sus bocas abiertas; sólo Jo no lloraba, Jo, con quien él dormía, ante quien no le importaba estar desnudo. Sólo ella se mantenía furiosamente erguida, mirando el fuego con su flaco y oscuro desafío, ridiculizando a sus gimientes hermanos con su sola y desabrida y arrogante fealdad.

Pero —según recuerda— su hermana no estaba fea aquella noche: el violento carmesí le confería una belleza amarga semejante a la de la salamandra mitológica. Y él hubiera ido a estar con ella, pero su madre le asía con fuerza contra su pierna, envolviéndolo contra ella con un pliegue del camisón cubriendo su desnudez. Se acurrucó, pues, contra la delgada pierna, y miró inmóvil cómo los vociferantes voluntarios arrojaban al exterior desde la casa los escasos objetos que durante tantos años su familia había arrastrado sobre la faz del continente americano: la silla baja en la que su madre se mecía con vehemencia mientras él, arrodillado, apoyaba la cabeza en su regazo; la caja de metal, con la palabra Pan en panes de oro rotos y combados, en la que desde que podía recordar guardaba un ala de pájaro seca, hoy casi sin nombre, un hueso de melocotón tallado en forma de canasta, una manoseada ilustración de Juana de Arco a la que, con tedioso cuidado y mordiéndose la lengua, había añadido un bigote añil y una perilla (los ingleses la habían hecho mártir, los franceses santa, y a Hodge, el artista, le quedó hacer de ella un varón), y una colección de colillas de cigarro de largura diversa. Los voluntarios sacaban las cosas una por una de las ventanas de arriba y las deslizaban por el muro de ladrillo.

Su hermana no estaba fea aquellanoche. Después de aquello, después de que desapareciera un día entre dos de las incontables mudanzas que desde entonces hizo su familia, y de que de los hijos quedara tan sólo él —el niño— en casa, después de verla una vez más en cierta ocasión y no verla nunca más, al recordarla volvía a verla siempre de pie, erguida como un joven árbol delgado y feo, aspirando hasta el sonido mismo de aquel caos y delirante sueño por las ensanchadas ventanas de la nariz, que palpitaban como las de una altiva yegua.

Fue en Jonesboro, Arkansas, donde Jo les dejó. Los dos chicos, antes de esto, se había negado al gambito de la blanda inactividad del padre y la energía malhumorada de la madre. El segundo, un patán lerdo con espinillas en la cara, los dejó en París, Tennessee, por un empleo en un negocio de caballos de alquiler, cuyo dueño tenía un rostro pesado y cruel y una nariz curtida por el alcohol y una leontina de veintidós onzas. Y el mayor, un muchacho menudo y tranquilo con la cara de la madre, pero sin su frustración invencible, partió en Memphis para Saint Louis. Jo les dejó en Jonesboro, y al poco tiempo Elmer y sus padres se mudaron otra vez.

Pero antes, por correo postal, les llegó de forma anónima (“Es de Jo”, dijo la madre. “Lo sé”, dijo Elmer) una caja de pinturas: acuarelas baratas y un pincel chocante, que sobresalía airoso y erizado de un tubo de celuloide en el que el mango de madera jamás lograba quedar fijo. Los colores mismos eran no sólo chocantes: eran de una durabilidad al parecer insensible a todo elemento conocido; salvo el azul. El azul compensaba todos los demás, y parecía poseer una energía dinámica que la mera presencia del agua liberaba, como la presencia de la primavera libera en la tierra la simiente escondida. Sofocante, prodigioso, era tan virulento como la viruela, y teñía todo aquello que tocaba con la apasionada ubicuidad de una plaga desatada.

Aprendió a tiempo, sin embargo, a refrenarlo, y extendía sobre el suelosu cuerpo ya para entonces desgarbado y pintaba, en papel de envolver cuando podía o en papel de periódico, azules gentes y casas y locomotoras. Pero tras dos mudanzas más el azul se había agotado; su vacío disco de madera alzaba hacia él la mirada entre los dos discos lustrosos, que para entonces habían adquirido un similar color pardo, como el de los ojos de una caballa muerta que mira con reproche fijo y azulado.

Pero pronto acabó el curso, y Elmer, con catorce años y en cuarto grado, había vuelto a suspender. A diferencia de sus hermanos y hermana, le gustaba ir a la escuela. No por el saber, ni siquiera por la información: simplemente ir a la escuela. Era siempre torpe con los libros, e inevitablemente acababa alimentando una delicada y asexuada pasión por la maestra. Pero aquel año fue cautivado y apartado de tal fidelidad por uno de los chicos, una bestezuela para él tan bella como un dios, y de la misma crueldad. A lo largo de todo el curso idolatró al chico desde lejos: una ciega y eterna adoración a la que el propio chico puso término un día al abalanzarse de pronto sobre Elmer en el patio y derribarlo violentamente al suelo. Sin motivo conocido por ninguno de los dos. Elmer se levantó sin rencor, se lavó el rasponazo del codo y, emocionalmente libre de nuevo, huyó de tal libertad como de una maldición y transfirió su devoción ovina una vez más a la maestra.

La maestra tenía una cara gruesa y gris, como de masa espesa; emanaba ese olor inconfundible a carne femenina virgen y de edad mediana. Vivía en una pequeña casa de madera que olía como olía ella, con un pequeño jardín trasero en el que nunca florecieron bien las flores, ni siquiera las resistentes y cenicientas zinnias de octubre. Elmer solía esperarla a la salida de la escuela las tardes en que ella se quedaba con los alumnos que no habían cumplido bien con los deberes cotidianos, y la acompañaba a casa.

Porque la maestra le guardaba el papel de envolver que él empleaba para pintar. Y pronto ambos, la entrecanay poco elegante solterona y el corpulento chico rubio que tenía casi el cuerpo de un hombre, eran tema de comentario y especulación en la ciudad.

Elmer no lo sabía. Tal vez ella tampoco lo sabía, pero un día dejó de pronto de volver a casa por las calles principales, y tomó el camino más corto en compañía de Elmer, que caminaba pesadamente a su lado. Actuó así en dos ocasiones. Luego le dijo que no volviera a esperarla. Elmer se quedó asombrado: eso fue todo. Se marchó y pintó, estirado en el suelo sobre el estómago. Se quedó sin papel de envolver antes de que terminara la semana. A la mañana siguiente fue a casa de la maestra, como había hecho hasta entonces. La puerta estaba cerrada.

Llamó, pero no obtuvo respuesta.

Aguardó ante la puerta hasta que, cuatro o cinco manzanas más allá, oyó la campana de la escuela. Tuvo que correr. No vio a la maestra, al marcharse él, salía de casa y se apresuraba también hacia la campana aún sonora de la escuela por una calle paralela, con su pesada cara de masa y sus borrosos ojos tras las gafas. Luego llegó la primavera. Aquel día, cuando los alumnos salían en fila de clase a mediodía, la maestra le paró y le dijo que fuera a su casa después de la cena, pues tenía que darle más papel para pintar. Él hacía mucho que había olvidado que en un tiempo el calado lento y rubio de su vida interior había sido marcado y fijado en un placer sencillo, hasta que ella le pidió que no volviera a hacerlo: acompañarla a casa por la tarde e ir a esperarla a su casa por la mañana para acompañarla a la escuela. Al olvidar, la había perdonado, perrunamente: siempre con aquella capacidad de perdonar y, con la misma facilidad, de olvidar luego; la miraba, pero no veía sus ojos, no podía ver su corazón.

—Sí, señorita —dijo—. Iré.

Había oscurecido ya cuando llegó a la casa y llamó a la puerta; en el cielo, por encima de los enrojecidos arces de hojas dentadas, titilaban las estrellas; en alguna parte de aquella alta negrura había un sonido solitario de gansos rumbo al norte. La maestraabrió la puerta apenas él hubo llamado.

—Entra —dijo, precediéndole hasta una habitación iluminada; Elmer permaneció de pie en ella, con la gorra en las manos; su cuerpo, demasiado crecido para su edad, descansaba alternativamente sobre una y otra pierna. A su espalda, la sombra de su voluminosa figura se recortaba contra la pared, enorme e inquietante. La maestra le quitó la gorra de las manos y la dejó sobre la mesa, en la que había un mantel de papel con flecos y una bandeja con una tetera y un pan partido—. Ceno aquí —dijo—. Siéntate, Elmer.

—Sí, señorita —dijo él. Ella llevaba la blusa blanca y la falda oscura con la que siempre la veía, con las que tal vez también la imaginaba en sueños. Se sentó tímidamente sobre el borde de una silla.

—La primavera ya está ahí esta noche —dijo ella—. ¿No la has olido?

La vio empujar a un lado la bandeja y coger un trozo de pan que había estado escondido a la sombra baja de la bandeja.

—Sí, señorita —dijo—. He oído volar a unos gansos. —Empezó a transpirar un poco; la habitación estaba cálida, cargada, fragante.

—Sí, pronto estará aquí la primavera —dijo ella. Él seguía sin ver sus ojos, pues al parecer ella miraba ahora la mano que sostenía el pan.

Dentro del vivo campo de luz de la lámpara con tulipa, la mano se contraía y expandía como un pulmón sin envoltura corporal; al poco Elmer empezó a ver cómo aparecían en ella, entre los dedos, migas—. Y habrá pasado otro año. ¿Te alegrarás?

—¿Cómo, señorita? —dijo él.

Tenía bastante calor, se sentía incómodo; pensó en la alta y clara y estridente negrura de afuera. Ella se levantó de pronto; casi arrojó el ya informe puñado de masa sobre la bandeja.

—Quieres el papel, ¿no es eso?

—dijo.

—Sí, señorita —dijo Elmer.

“Pronto estaré afuera”, se dijo. Se levantó también, y ambos se miraron;entonces él vio sus ojos; las paredes parecían abatirse lentamente sobre él, apelmazando contra él el aire cálido y fragante. Ahora estaba sudando. Se pasó la mano por la frente. Pero aún no podía moverse. Ella dio un paso hacia él; él vio sus ojos.

—Elmer —dijo, y se acercó otro paso. Ahora reía, como si su gruesa cara se hubiera retorcido y fijado en aquella doliente y trágica mueca, y Elmer, incapaz aún de moverse, pareció alzar pesadamente la mirada por la falda negra e informe, por la blusa blanca, abrochada al cuello por un prendedor de falso lapislázuli, y al fin sus ojos se encontraron. Él también sonrió entonces, y ambos permanecieron frente a frente, llenando la estancia con la blancura de los dientes. Luego ella posó su mano sobre él. Y entonces él huyó. Siguió corriendo afuera, con el ruido de la mesa que se estrellaba contra el suelo aún en los oídos. Corrió, sintiendo cómo el sudor se evaporaba de su cuerpo, aspirando violenta y profundamente el aire de la calle.

“Oh, y tu pequeño universo blanco como una muchacha: Montparnasse y Raspail, musicales en su agitación: sutiles e incesantes fugas de muslos bajo la luna creciente de la muerte”:

Elmer, de quince años, con una taza de té sin asa, desciende por las escaleras, atraviesa un césped ralo, una puerta; cruza una calle, atraviesa un césped tupido, asciende por las escaleras entre arbustos en flor, llama a una puerta de tela metálica, cortésmente pero sin apocamiento.

Velma es su nombre, está sola en casa, tiene dieciséis años, llenos y turgentes y suaves y rosados. Elmer entra con la taza de té y atraviesa la quietud oscura entre destellos de caoba artificial, consciente de algo remoto y hormigueante y de turgencias suaves y rosadas y de un tenue atisbo de caderas cubiertas que día a día van formándose, y continúa caminando y entra en la despensa. Ayuda a bajar el tarro de azúcar —está dentro de uncazo de agua para preservarlo de las hormigas—, pero ve únicamente, en blanca cascada de azúcar, pequeños dientes blancos sobre los cuales la boca carnosa y blanda y el rojo no acaban nunca de cerrarse por completo, y el cuerpo rollizo que abulta la ropa cara y manchada en la penumbra aromática de la despensa. Manos de azúcar que se rozan en la siseante penumbra se juntan esquivándose, se esquivan pero no se apartan; abultamientos como gazapos bajo seda manchada suavemente tensa; cascada siseante e incesante de azúcar volcada ahora en el suelo: un juego.

El azúcar susurra su blanqueada cascada por el vidriado precipicio de la taza desbordada, y ella huye chillando, y Elmer la persigue pesadamente, gustando algo cálido y espeso y salado en la garganta. Llega a la puerta de la cocina: ella ha desaparecido; pero al mirar con embobado asombro hacia el corral ve un revuelo de faldas que se esfuma, y corre por el patio y entra en la caverna fuertemente olorosa del establo.

No logra verla. Elmer se queda en pie, desconcertado, tratando de calmarse, en medio de la tierra pisoteada e impregnada de estiércol; sigue allí, en desorientada incertidumbre, tratando de calmarse, en impotente desesperación que crece lentamente ante la pérdida irreparable de algo que no ha alcanzado jamás, pensando: “Así que nunca lo dijo en serio. Creo que se está riendo de mí. Creo que será mejor que recoja el azúcar desparramada antes de que la señora Merridew llegue a casa”. Se vuelve y echa a andar hacia la puerta. Al hacerlo oye un débil sonido sobre su cabeza y se detiene. Siente una oleada de triunfo y miedo que hace que su corazón se pare unos instantes. Al cabo es capaz de moverse hacia la escalera vertical que sube hasta el pajar.

Acre olor de cuero sudado, de amoníaco y de bestias y de polvo seco, fuerte y cáustico; de quietud y soledad, de triunfo y miedo y cambio. Sube por la escalera tosca, gusta de nuevo algo cálido y espeso y salado, oye su corazón pesado y rápido, sienteel peso de su cuerpo, que oscila de un hombro a otro, hacia arriba, y ve amarillos haces sesgados de cavernoso sol reticular que gira en doradas motas.

Sube el último peldaño y la encuentra en el heno, un poco asustada y sin aliento.

En las ansias de la pubertad, ese conflicto oscuro y suave, semejante a una música oída y olvidada o a aromas o cosas recordados, aunque no olidos ni vistos nunca, esa mezcla de pavor y anhelo, Elmer empezó a dibujar conscientemente gentes: no eran ya líneas con total libertad para asumir la significación que ellas mismas eligieran, sino hombres y mujeres; intentaba dibujarlos haciendo que se ajustaran a cierta forma vaga, hoy en algún lugar de su mente, y trataba de infundirles lo que creía entender por esplendor y prosperidad. Más tarde, la forma albergada en su mente dejó de ser vaga, se hizo concreta y viva: una chica de virginidad inexpugnable ante el tiempo o la circunstancia; de pelo oscuro, pequeña y orgullosa, que le arrojaba huesos con furia como si fuera un perro, que le arrojaba monedas como si fuera un mendigo leproso al lado de una puerta polvorienta.